Qué pereza, los pasos rápidos en el corredor, acercándose, los golpes en la puerta, a la que nadie había llamado en las últimas horas, golpes enérgicos, como los pasos de alguien que busca algo y tiene prisa, pisando tan fuerte que en el silencio se distingue el gruñido del cuero de los zapatos al flexionarse tomando impulso sobre las baldosas: alguien bajo la presión de una tarea, a diferencia de él, José Moreno Villa, que no tenía urgencia de nada, y que si buscaba algo muchas veces no sabía lo que era, o era algo que no se parecía a lo que había creído estar buscando poco tiempo antes, a lo que encontraba al final de la búsqueda. Casi nada le llegaba del todo al corazón; de nada estaba plenamente seguro, con una tibieza que unas veces lo avergonzaba y otras lo hacía sentir alivio, y que, si le había quitado impulso muchas veces, también le había ahorrado sufrimiento, y equivocaciones de las que luego se habría arrepentido. Tuvo un amor arrebatado y tardío y lo perdió, en el fondo por desgana, y cuando supo que no iba a recobrarlo el dolor que sentía estaba matizado por un fondo mezquino de alivio. Con qué gozo íntimo de encontrarse solo de nuevo se instaló en su camarote del barco que iba a zarpar de Nueva York en su viaje de regreso hacia España, dejando atrás a la mujer con la que había estado a punto de casarse; con qué dulzura, después de tanto sobresalto, tanta intoxicación sexual, se instaló de nuevo entre sus cosas, en su cuarto austero de la Residencia. Tanta furia, en España, tanta aspereza, crímenes pasionales y sanguinarios levantamientos anarquistas ahogados en sangre, toscas proclamas cuartelarias; tantos santos, mártires, fanáticos, como en esos cuadros del Prado en los que la piel torturada de los ascetas parece que araña como la tela de saco con la que se visten, esos ojos fanatizados por una visión de pureza incompatible con el mundo real: y también la ronquera de las gargantas desolladas por los vivas y mueras, la vulgaridad agresiva que se ha ido adueñando de este Madrid que a él tanto le gustaba, y en el que cada vez se aventura menos, con el desagrado de un hombre que ya no es joven y al que casi cualquier cambio empieza a parecerle una injuria personal. La zafiedad de la política, la profanación de ideales en los que al fin y al cabo nadie le pidió que creyera, aunque durante algún tiempo fueron tan cálidos para su corazón, tan llenos de promesas racionales y de ensoñaciones estéticas como las banderas tricolores ondeando en lo alto de los edificios contra un azul tan limpio y nuevo como ellas mismas. Qué propio de él que sus convicciones políticas, muy pronto atenuadas por el escepticismo —sobre las mezquindades del alma humana, sobre el vuelo corto y la pobretería profunda de la vida española— estuvieran tan asociadas al capricho estético, a su preferencia por esa bandera tricolor por encima de la vulgarmente roja y amarilla del rey rufián al que no añoraba nadie, pero también de la roja y negra que por algún motivo incomprensible compartían fascistas y anarquistas, y de la únicamente roja con la hoz y el martillo que ahora gustaba tanto a algunos de sus amigos, de pronto entusiastas de la Unión Soviética, de los collages fotográficos con obreros, soldados con capotes y bayonetas, tractores y centrales hidroeléctricas, de las camisas azul celeste, los correajes, los puños cerrados. Tal vez no los entendía o, peor aún, no creía en la sinceridad o en la sustancia de sus actitudes porque eran más jóvenes que él, o porque tenían más éxito; los veía levantarse para cantar himnos al final de los banquetes literarios y lo que sentía no era discordia ideológica sino vergüenza ajena. Él nunca había sabido participar en un entusiasmo público sin observarse desde fuera. Él era un burgués, desde luego, ni siquiera eso, un rentista y un funcionario: pero algunos de ellos, de sus antiguos amigos, eran más burgueses aún, señoritos que nunca habían trabajado de verdad, pero que hablaban con seriedad extraordinaria de la dictadura del proletariado mientras cruzaban las piernas con un whisky en la mano, en la terraza del Palace, después de cortarse el pelo en la barbería del hotel. Vaticinaban el cercano hundimiento de la República, arrollada por el empuje victorioso de la revolución social: al mismo tiempo medraban para buscarse viajes oficiales de conferencias al extranjero o sueldos justificados por vagas tareas culturales.
Pero no le gustaba su propio sarcasmo, su inclinación a la amargura: desconfiaba de los simulacros de lucidez con los que podría engañarlo el resentimiento. En cuanto a su propia integridad, qué mérito tenía, si no había sido puesta a prueba por ninguna tentación. A él ninguna diva del teatro le había pedido que le escribiera un drama a la medida de su lucimiento, como Lola Membrives o Margarita Xirgu a Lorca; ninguna recitadora enfática se había preocupado de declamar sus poemas como esa cargante Berta Singermann que llenaba teatros contorsionándose mientras gritaba con acento porteño los versos de Antonio Machado o de Lorca o Juan Ramón. Tampoco tendría nunca la ocasión de rechazar un sustancioso cargo público para consagrarse en cuerpo y alma a su literatura: nadie iba a ofrecerle la Secretaría General de la Universidad de Verano de Santander, como a Pedro Salinas, que se quejaba tanto de la falta de sosiego y de tiempo, pero a quien se veía tan complacido con su cargo en las fotos de los actos públicos. No me cuesta nada imaginarlo, a José Moreno Villa, acogido a la hospitalidad benévola de la Residencia de Estudiantes, con cerca de cincuenta años, casi siempre huésped secundario en las fotografías de otros, más célebres que él, siempre discreto en ellas, huidizo, formal, a veces ni siquiera identificado con su nombre, no reconocido, sin la sonrisa abierta o la pose arrogante que los otros exhiben, como si ya estuvieran seguros de su lugar en la posteridad. No es joven ni viste como si lo fuera, no tiene aire de literato, pero tampoco de profesor, sino más bien, en realidad, de lo que hace para ganarse la vida, de funcionario de cierta posición, no un oficinista pero tampoco un empleado de alto rango, quizás un abogado o un rentista de cierta solvencia en una capital de provincias, que no va a misa ni esconde sus simpatías republicanas pero que no saldrá nunca a la calle sin corbata y sombrero; un hombre que ya parecía mayor de lo que era antes de que el pelo empezara a ponérsele gris; que a los cuarenta y ocho años supone con una mezcla de melancolía y de alivio que ya no le esperan grandes cambios en la vida.
Los pasos lo habían sacado de su ensimismamiento, muy profundo y a la vez despojado de reflexión y casi de recuerdos, ocupado sobre todo por la indolencia y por algo más que no se distinguía mucho de ella, la contemplación atenta de un pequeño lienzo en el que sólo había esbozado unas pocas líneas tenues a carboncillo y la de un cuenco de frutas del tiempo traído a mediodía del comedor de la Residencia: un membrillo, una granada, una manzana, un racimo de uvas. Había despejado de papeles y libros una parte de la mesa para que las formas limpias resaltaran. Había estado observando cómo el descenso lento de la luz en la ventana hacía más densos los volúmenes al acentuar las sombras y atenuaba los colores. El rojo de la granada se convertía en un color de cuero muy pulido; el oro polvoriento del membrillo brillaba con más intensidad según crecía la penumbra, no reflejando la luz sino irradiándola; la luz resbalaba sobre la manzana como sobre una bola de madera bruñida y sin embargo adquiría un punto de espesor húmedo al tocar la piel de las uvas. Quizás las uvas eran demasiado sensuales, demasiado táctiles, para el propósito que apenas empezaba a intuir, entornando los ojos. Tendrían que ser unas uvas ascéticas como de Juan Gris o de Sánchez Cotán, talladas en un solo volumen visual, sin la sugerencia un poco pegajosa que acentuaba el sol de la tarde, un sol de Sorolla, demasiado maduro, tamizado por el mismo polvo suave que la superficie abrupta del membrillo dejaba en los dedos, en las ventanas de la nariz.
Debajo del frutero había una hoja de la revista Estampa. HA PASADO POR MADRID UN HECHICERO DE EL CAIRO QUE HECHIZA A LAS MUJERES Y ADIVINA EL PORVENIR. Las palabras «Madrid» y «porvenir» se imponían en su mirada tan rotundamente como las formas de las frutas. Cada vez que se disponía a pintar algo había un momento de revelación y otro de desaliento, como cuando le surgía inesperadamente en la imaginación el primer verso de un poema. Cómo dar el siguiente paso, en el espacio en blanco y sin indicaciones de la página del carnet, de la hoja del cuaderno de dibujo o del lienzo. Quizás la textura indicaba algo, la resistencia o la suavidad del papel. Podía continuar y darse cuenta de que había malogrado el intento: el segundo verso, forzado, no era digno de la iluminación súbita del primero; sobre la hermosa anchura del papel ahora había una mancha inútil. La revelación parecía perderse sin que él hubiera sabido atraparla; el desaliento se quedaba con él, y para emprender el trabajo era preciso, si no vencerlo, al menos oponerle resistencia, dar los primeros pasos como si no sintiera uno su peso de plomo. Pero en todas las cosas que había emprendido le pasaba lo mismo: un entusiasmo fácil y luego un principio de fatiga, y por fin una desgana a la que no siempre había sabido sobreponerse. Al fin y al cabo era un pintor de domingo. Y si la pintura exigía tal esfuerzo de concentración mental y de destreza en el oficio, ¿por qué en vez de poner en ella todo su corazón y todo su talento disgregaba sus fuerzas ya escasas para empeñarse en la poesía, donde ni siquiera se le concedía a uno la absolución del trabajo manual, la certeza de un grado aceptable de dominio del oficio? En el fervor del trabajo se disipaba la desgana, pero al día siguiente había que empezar de nuevo y el entusiasmo de ayer no parecía que pudiera repetirse. El trabajo hecho no servía de nada: cada comienzo era un nuevo punto de partida, y el lienzo o la hoja de papel frente a los que se quedaba hechizado y abatido estaban más vacíos que nunca. Una primera línea prometedora, pero muy insegura, una horizontal que podía ser la de una mesa sobre la que reposaba el frutero o la de una distancia marítima imaginada al fondo de su ventana de Madrid. Una iluminación inminente que se deshacía sin rastro en puro abatimiento. Y sin embargo, no sabía cómo, el cuadro empezaba a surgir, o el poema a escribirse, persistiendo por sí mismos, con un empeño en el que no intervenía del todo su voluntad debilitada por el escepticismo y por el simple paso del tiempo.
Se veía a sí mismo como un hombre sin ambición que había deseado demasiadas cosas, demasiado distintas entre sí. Hace falta ambición para que se cumplan los deseos: no puede uno dejar que la incredulidad y la desgana lo carcoman por dentro. Otros habían sabido concentrar sus fuerzas. Él se había dispersado, había ido de una tarea a otra como un viajante que no pasa más que unos días en cada ciudad y acaba hastiado de su nomadismo. Otros más jóvenes que él se le habían acercado queriendo aprender de su experiencia y al cabo de no mucho tiempo lo habían dejado atrás sin agradecer lo que le debían: el ejemplo de su pintura y el de su conocimiento del arte moderno; el de su poesía que fue innovadora antes que la de nadie y cuya huella no reconocida estaba tan presente en los que ahora brillaban mucho más que él. Hubiera querido que nada de eso le importara: su propio resentimiento le irritaba más que el éxito de otros, ligeramente amargo para él incluso cuando lo consideraba merecido. Le daba tristeza no estar a la altura de lo mejor de sí mismo; no conformarse con el noble estoicismo del personaje que imaginaba, otro Moreno Villa igual de desengañado pero con el corazón mucho más sereno, poeta ya casi secreto, pintor tan ajeno a la celebridad como aquel Sánchez Cotán a quien él tanto admiraba, y que había pasado la vida culminando recónditas obras maestras en su celda de cartujo, o como Juan Gris, persistiendo en su arte riguroso a pesar de la pobreza, a pesar del ruido del triunfo obsceno de Picasso.
Sin proponérselo se había quedado solo. Seguir viviendo en la Residencia a pesar de sus años y cuando ya hacía mucho que se habían alejado de ella la mayor parte de sus antiguos amigos acentuaba su sensación de anacronismo, de dislocamiento. Por otra parte no deseaba nada más ni se imaginaba viviendo en otro sitio. En un cuarto tenía su estudio; en otro el dormitorio con los pocos muebles familiares que había traído de Málaga. La parte que le correspondía de la herencia familiar la había entregado a sus hermanas solteras, que la necesitaban más que él. Le parecía inmoral acumular más de lo que era necesario, igual que hablar o gesticular demasiado o dar muestras de entusiasmo o de sufrimiento excesivo o vestirse de una manera que llamara la atención. Un verso de Antonio Machado le volvía a la memoria: lleva quien deja y vive el que ha vivido. Nada era más suyo que las cosas de las que se había desprendido; vivir era un estado en suspenso en el que contaban sobre todo cosas lejanas, presencias perdidas (la risa escandalosa de aquella mujer americana tan joven a la que él llamó Jacinta en los poemas que le había dedicado, en los que su nombre se repetía como un conjuro: su pelo rojo turbulento). Le gustaba el trabajo de archivero con el que se ganaba la vida: el horario laboral no era nada agobiante y le otorgaba una forma sólida a los días, salvándolo del peligro seguro de la desgana y la incertidumbre. Frecuentaba poco los espacios comunes de la Residencia y los deberes que se le asignaban eran muy limitados. Organizar algunas conferencias, hacer compañía a visitantes ilustres. Podía pasar tardes enteras en su cuarto, con todo el lujo de la soledad tranquila y el tiempo por delante, con la absolución de haber trabajado con dedicación y provecho, leyendo, echado en el sillón de cuero que ya había sido gastado por el roce de la nuca y de los brazos de su padre, o imaginando o esbozando un bodegón, o ni siquiera eso, mirando por la ventana el patio de muros de ladrillo con las adelfas que había plantado Juan Ramón Jiménez —el verde de las hojas tan ascético como los ladrillos de un rojo apagado—, o escuchando con el oído muy atento y los ojos entornados los rumores de la ciudad, que llegaban muy atenuados por la distancia a la colina de la Residencia, como el esfumado en un dibujo, sin la aspereza hiriente de las calles. Cláxones, campanillas de tranvías, pregones de vendedores callejeros, melopeas de ciegos, pasodobles de corridas de toros, tambores y trompetas de paradas militares, músicas canallas de las verbenas y de los circos, campanas de iglesias, clamores de manifestaciones obreras y tiroteos de motines, silbidos de trenes, ascendían hacia su ventana abierta confundidos como en la policromía nebulosa de una orquestación de Ravel, contra la cual resaltaban los sonidos cercanos y nítidos de los gritos de los jugadores de fútbol y los silbatos de los árbitros en los campos de deportes, los balidos de pronto rurales de un rebaño de ovejas que pastaba en los desmontes cercanos. Si ponía mucha atención escuchaba el viento en los chopos: casi podía distinguir el caudal del agua en la acequia que pasaba junto a la Residencia llevando el agua de riego hacia las huertas del otro lado de la Castellana. Estaba en Madrid y estaba en el campo, en el límite donde la ciudad terminaba. En ninguna otra parte se imaginaba viviendo (pero en algo más de un año saldrá de Madrid y de España para no regresar nunca). Su inmovilidad acentuaba por contraste la diáspora de los otros, los que habían sabido concentrarse en un solo propósito, desearlo con una intensidad que tal vez por sí misma hacía inevitable su cumplimiento. Ahora Lorca era un autor de éxito y estrenaba multitudinariamente en Barcelona y en Buenos Aires, y contaba sin reparo a cualquiera que estaba ganando muchísimo dinero, complacido en la magnitud de su triunfo con una desvergüenza más bien pueril, como si todavía fuera un muchacho, como si no anduviera ya cerca de los cuarenta años, con aquellas camisas de colores fuertes que contrastaban tanto con su cabeza chata de campesino sin cuello, como si no advirtiera el modo en que otros lo miraban, el desagrado físico con que se apartaban de él. Buñuel se había convertido en productor de películas; tenía un automóvil ostentoso y recibía a las visitas fumando un puro y cruzando los pies sobre la mesa enorme de su despacho, en la planta más alta de un edificio nuevo de la Gran Vía. El éxito favorecía o disculpaba la desmemoria: viendo en las fachadas de los cines los carteles de las películas de flamencos andaluces o de baturros con la faja ceñida y los ojos pintados que fabricaba Buñuel, Moreno Villa se acordaba de la malevolencia con la que no mucho tiempo atrás él mismo lo había oído poner en ridículo a Lorca por sus romances de gitanos. Salinas acumulaba cátedras, encargos, conferencias, puestos oficiales, incluso queridas, según contaban por Madrid; Alberti y María Teresa León viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española. Bergamín, tan asceta, no se bajaba del coche oficial. Lo consiguió en seguida, antes que nadie: una mañana de aquel primer mes de la República que al cabo de algo más de cuatro años ya parecía tan lejano, Moreno Villa iba caminando distraído bajo los árboles del paseo de Recoletos y un enorme coche negro se detuvo a su lado, con un sonido ronco de claxon: se abrió la puerta de atrás y en el interior estaba Bergamín, vestido de chaqué, fumando un cigarrillo, invitándolo a subir con una gran sonrisa. Dalí pronto sería tan rico y tan déspota como Picasso: nunca volvería a mandarle a él, Moreno Villa, una postal llena de declaraciones de admiración y gratitud y faltas de ortografía, nunca diría su nombre cuando mencionara a los maestros de los que había aprendido, quién fue el primero que le enseñó fotografías de esos nuevos retratos alemanes en los que se recobraba con técnica asombrosa y de una manera plenamente moderna el realismo de Holbein. Tampoco Lorca reconocería nunca su deuda: pero quién había sido el primero en yuxtaponer la expresión poética de vanguardia y la métrica de los romances populares, quién había viajado antes a Nueva York y concebido una poesía y una prosa que se correspondieran con la trepidación de esa ciudad, con el ruido de los trenes elevados y la discordancia de las bandas de jazz. Con la mayor desenvoltura Lorca había dado en la Residencia un recital con poemas e impresiones en prosa sobre Nueva York, ilustrándolo con grabaciones musicales y proyecciones fotográficas: y teniendo sentado en primera fila a Moreno Villa no había mencionado ni una sola vez su ejemplo evidente.
La celebridad de los otros lo volvía invisible; convenía borrar su existencia para que su sombra no se proyectara reveladoramente sobre las caras triunfales de sus deudores. Preferible el retiro, ya que no la magnanimidad. Escribir versos con aquel raro conflicto de fervor y desgana sabiendo que por algún motivo serían refractarios al éxito. Investigar cosas en los archivos que nadie había visitado durante siglos, vidas de enanos y bufones en la corte tenebrosa de Felipe IV, en la de Carlos II. No pensar en todo el trabajo hecho, ni en el porvenir dudoso de su pintura, ni en su probable lejanía de una moda que a él no le importaba, pero que le dolía como una afrenta a todos los años que llevaba dedicados a la pintura sin ningún reconocimiento. No imaginarse a uno mismo pintor: limitar las expectativas, el campo de visión. Concentrarse en el problema relativamente simple, pero también inagotable, de representar sobre un pequeño lienzo ese cuenco con unas pocas frutas. Pero ¿y si en realidad se merecía el lugar mediocre al que se encontraba relegado? Quizás, después de todo, no era que Lorca callara la deuda que tenía con él, sino que simplemente no había leído sus poemas de Nueva York y el libro de prosas sobre la ciudad que había escrito en el viaje de regreso y publicado luego por entregas en El Sol, ante una indiferencia unánime (en Madrid no parecía que hubiera mucho interés por el mundo exterior: llegó al café al día siguiente de su regreso de Nueva York, excitado de antemano por todas las historias que le sería preciso contar, y los amigos lo recibieron como si no hubiera faltado y no le hicieron ninguna pregunta). ¿Y si se había hecho viejo y estaba envenenándolo lo que más le había desagradado siempre, el resentimiento? Con muchos más méritos que él Juan Ramón Jiménez estaba infectado de una innoble amargura, de una obsesiva mezquindad alimentada por cada mínimo desdén imaginado o real que se le hubiera infligido, por cada brizna de reconocimiento que no era dedicada a él, agua sucia que envilecía su luminoso talento. Qué sórdido sería que le faltara a uno no sólo el talento, sino también la nobleza, que se hubiera ido dejando intoxicar sin remedio por el rencor del que se hace viejo hacia los que son más jóvenes, por la vejación de sentirse ofendido por la fortuna celosamente observada de otros que ni siquiera reparaban en él, que lo insultaban por el simple hecho de haber logrado sin apariencia de esfuerzo lo que a él se le negaba, mereciéndolo más. Pero ¿habría querido ser él de verdad como Lorca, con su éxito entre folklórico y taurino, con su afición a las fiestas de los diplomáticos y las duquesas? ¿No se había dicho alguna vez a sí mismo que sus modelos secretos eran Antonio Machado o Juan Gris? A Juan Gris no se lo imaginaba resentido contra el triunfo de Picasso, agraviado por su obscena energía, por su histrionismo simiesco, llenando lienzos con la misma prisa con la que seducía y abandonaba mujeres. Pero Juan Gris, solo en París, no ya ensombrecido, sino borrado por el otro, enfermo de tuberculosis, probablemente había tenido en el fondo de su alma una certeza que a él, Moreno Villa, le faltaba, había obedecido una sola pasión, había sabido despojarse como un asceta o un místico de todas las comodidades del mundo a las que él no sabría nunca renunciar, por modestas que fueran: su sueldo fijo de funcionario, sus dos cuartos contiguos en la Residencia, sus trajes bien cortados, sus cigarrillos ingleses. No era verdad, él no se había retirado del mundo. La iluminación que había estado a punto de recibir mirando el cuenco con los frutos del otoño y la tipografía seductora y vulgar de una revista ilustrada se malograría porque no era capaz de sostener la disciplina exigente de la observación, el estado de alerta que habría afilado su pupila y guiado su mano sobre la cartulina blanca del cuaderno. Alguien llegaba por el corredor, pisando con una determinación casi violenta, alguien golpeaba con los nudillos en su puerta y aunque la visita fuera muy breve él ya no podría recobrar aquel recogimiento brevemente intuido, aquella especie de estado de gracia.
—Adelante —dijo, rindiéndose a la interrupción, en el fondo aliviado por ella, resignándose, el carboncillo de gruesa punta cremosa todavía en la mano, detenido muy cerca de la superficie del lienzo.
Ignacio Abel irrumpió en la quietud de su cuarto trayendo consigo la prisa de la calle, de la vida activa, como si al abrir la puerta hubiera dejado pasar una corriente fría. Con una mirada que Moreno Villa percibió había abarcado el desorden de la habitación, que nadie limpiaba, la mezcla de estudio de pintor y biblioteca de erudito, y también de madriguera de solterón, los cuadros contra las paredes y las láminas de dibujo apiladas de cualquier manera por el suelo, los trapos manchados de pintura, las postales clavadas sin orden por las paredes. El traje de pantalón ancho y chaqueta cruzada de Ignacio Abel, su corbata de seda, sus zapatos relucientes y sólidos, su buen reloj de pulsera, lo hacían consciente de la penuria de su propio aspecto: la blusa llena de manchas, las zapatillas de paño que se ponía para pintar. A Moreno Villa, que había pasado tal vez demasiado tiempo de su vida con gente más joven, le confortaba sin embargo que Ignacio Abel tuviera casi su misma edad, y más todavía que no se esforzara en fingir juventud. Pero lo conocía superficialmente: también pertenecía al mundo de los otros, los que tenían carreras y perseguían proyectos, los capaces de actuar con una energía práctica que él nunca había tenido.
—Estaba usted trabajando y lo he interrumpido.
—No se preocupe, amigo Abel, llevaba solo toda la tarde. Ya tenía ganas de conversar con alguien.
—Lo molesto sólo unos minutos…
Miró el reloj de pulsera como para medir el tiempo exacto que se quedaría. Desplegó papeles sobre la mesa, de la que Moreno Villa apartó el frutero al que Abel había dedicado una mirada muy rápida, intrigada, seguida rápidamente por otra en dirección al lienzo casi en blanco, donde el único fruto de varias horas perezosas de contemplación eran unas pocas líneas a carboncillo. Un hombre activo, que consultaba una agenda y hacía llamadas telefónicas, que conducía un automóvil, que trabajaba diez horas al día en las obras de la Ciudad Universitaria, que había terminado hacía poco un mercado municipal de abastos y una escuela pública. Preguntaba detalles: cuánto tenía que durar su conferencia, cómo sería el proyector fotográfico, cuántos carteles se habían impreso, qué número de invitaciones se habían repartido. Moreno Villa lo observaba como desde su orilla de tiempo más lento, improvisaba respuestas sobre cosas que ignoraba o sobre las que no había pensado hasta entonces. Para llegar a donde había llegado desde un origen nada prometedor Ignacio Abel habría necesitado una determinación excepcional, una energía moral y física que se traslucía en sus gestos, y acaso también en un punto de cordialidad algo excesivo, como si en cada momento, delante de cada persona, calibrara la importancia práctica de resultar agradable. Tal vez él, Moreno Villa, no había tenido nunca que esforzarse demasiado, y de ahí procedía su propensión a la desgana, la facilidad con que cambiaba de propósito o se daba por vencido; desgana de heredero de una posición escasa, pero que le permite vivir sin otro esfuerzo que el de no aspirar a mucho, acomodándose a una inercia somnolienta, una abulia de clase media de provincia española. Miraba el reloj de oro, los puños de la camisa de Ignacio Abel, el capuchón de la estilográfica que sobresalía del bolsillo superior de la americana, junto al pico de un pañuelo blanco con las iniciales bordadas. Había hecho una buena boda, recordaba haberle oído a alguien, en ese Madrid en el que todo se sabía: se había casado con una mujer algo mayor que él, hija de alguien influyente. En el cuarto de Moreno Villa ocupaba un espacio muy superior al que le correspondía por su presencia física: la cartera de buen cuero flexible, rebosando papeles que requerirían soluciones urgentes, hojas de planos de edificios que ahora mismo se estarían levantando, los gemelos de oro en los puños anchos de la camisa: la energía intacta al cabo de tantas horas de trabajo, timbres de teléfono y conversaciones veloces, decisiones tajantes, órdenes que tenían un efecto real sobre el esfuerzo de otros hombres y sobre la forma que iría cobrando esa ciudad nueva y moderna surgida de la nada en el otro extremo de Madrid.
No me cuesta nada imaginar a los dos hombres conversando, escuchar sus dos voces tranquilas, en el cuarto del que poco a poco se va el sol de la tarde, desaparecido detrás de los tejados de la ciudad, no exactamente amigos, porque ninguno de los dos es demasiado sociable más allá de un cierto punto, pero sí unidos por una vaga semejanza exterior, por un aire común de formalidad y decoro, aunque Ignacio Abel parece más joven. Se hablan de usted, lo cual es un alivio para Moreno Villa, ahora que casi cualquiera le llama Pepe o incluso Pepito, reforzándole la sospecha de que ha perdido la juventud sin la compensación de ganar en respeto. Por dentro siempre está comparando sin poder remediarlo: no sólo su ropa ajada y manchada de pintura con el traje de Abel, la posición tensa y muy erguida que el otro tiene en la silla mientras despliega dibujos y fotos sobre la mesa con su propio abandono de hombre viejo en el sillón que fue de su padre: también piensa que él vive en dos cuartos más o menos prestados mientras Ignacio Abel tiene un piso en un edificio nuevo en el barrio de Salamanca, que es padre de dos hijos y él muy probablemente no llegará a tener ninguno, que los resultados de su trabajo ocupan un lugar sólido, indiscutible en el mundo.
—¿Y qué hará usted cuando la Ciudad Universitaria esté terminada?
Ignacio Abel, desconcertado por la pregunta, tardó un poco en contestar.
—La verdad es que no lo pienso seriamente. Sé que hay un plazo, y que yo quiero que llegue esa fecha, pero al mismo tiempo no me lo acabo de creer.
—La situación política no parece muy tranquilizadora.
—En eso también prefiero no pensar. Claro que habrá retrasos, y que no me hago ilusiones, por muchas seguridades que quiera darme el doctor Negrín. Todas las obras se retrasan. Nada resulta como estaba planeado. Usted sabe lo que va a pintar en ese cuadro, pero en mi trabajo la incertidumbre es mucho mayor. Cada vez que cambia el ministro o que hay una huelga de la construcción todo se detiene, y luego cuesta más arrancar de nuevo.
—Usted tiene planos y maquetas de sus edificios. Yo no sé cómo será este cuadro, si es que llego a pintarlo.
—¿El modelo no le sirve de guía? Tranquiliza mirar estas frutas que tiene usted delante, el cuenco de cristal.
—Pero si pone usted atención están cambiando siempre. Ya no se ve lo mismo que cuando usted entró hace un rato. A los pintores antiguos de bodegones les gustaba poner alguna mancha en la fruta, incluso algún agujero del que asomara un gusano. Querían que se viera que la lozanía era falsa o transitoria y que la putrefacción ya estaba actuando.
—No me diga eso, Moreno. —Ignacio Abel sonrió, a su manera rápida y formal—. No quiero llegar mañana a las obras y pensar que llevo seis años trabajando para construir ruinas futuras.
—Usted tiene suerte, amigo Abel. Me gustan mucho las cosas suyas que vienen fotografiadas en las revistas de arquitectura, y ese mercado nuevo que hizo por la calle Toledo. Pasé un día por allí y entré sólo por verlo por dentro. Tan nuevo, y ya tan lleno de gente, con esos olores tan fuertes, la fruta, la hortaliza, la carne, el pescado, las especias. Usted hace cosas que pueden tener una forma tan bella como una escultura y que además son prácticas y le sirven a la gente en su vida. Aquellos vendedores que gritaban tanto y las mujeres que les compraban disfrutaban de la obra de usted sin pensar en ella. Pensé ponerle una carta ese día. Pero ya sabe usted que uno se hace esos propósitos y no los cumple. Pensará usted: no será por falta de tiempo, en mi caso.
—Moreno, creo que usted se juzga demasiado ásperamente a sí mismo.
—Veo las cosas como son. Tengo bien entrenados los ojos.
—Los físicos aseguran que las cosas que creemos ver no se parecen nada a la estructura de la materia. Según el doctor Negrín las conclusiones de Max Planck no están muy lejos de las de Platón o las de los místicos de nuestro Siglo de Oro. La realidad tal como usted y yo la vemos es un engaño de los sentidos…
—¿Ve usted mucho a Negrín? Ya no viene nunca por su antiguo laboratorio.
—¿Que si lo veo? Hasta en sueños. Es mi pesadilla. Es el único español que se toma al pie de la letra su trabajo. Está al tanto de todo, del último ladrillo que ponemos, del último árbol. Me llama por teléfono a cualquier hora del día o de la noche, a la oficina o a mi casa. Mis hijos se burlan de mí. Le han inventado una cantinela: Rin, rin, / ¿quién es? / El doctor Negrín. Si está de viaje y no tiene cerca un teléfono me manda un telegrama. Ahora que ha descubierto el aeroplano ya no tiene límites. Me pone una conferencia por cable submarino desde Canarias a las ocho de la mañana y a las cinco de la tarde se presenta en la oficina recién llegado del aeródromo. Siempre está en movimiento. Es como una de esas partículas de las que habla tanto, porque aparte de todo siempre está leyendo revistas científicas alemanas, como cuando se dedicaba sólo al laboratorio. Se puede saber dónde está el doctor Negrín en un momento dado o cuál es su trayectoria, pero no las dos cosas a la vez…
Pero se hacía tarde: en la penumbra creciente las dos voces se iban haciendo más inaudibles, y al mismo tiempo más cercanas la una a la otra, como las dos figuras, ahora dos siluetas más igualadas por la falta de luz que suprime los detalles, cada una inclinada hacia la otra, separadas por la mesa donde está el frutero, donde ya no llega la poca claridad residual que todavía entra por la ventana y resalta el blanco del pequeño lienzo sobre el caballete, con unas líneas esbozadas en carboncillo. Moreno Villa enciende una lámpara que hay junto a su sillón —también la lámpara, como la mesita, son parte del poco mobiliario que se trajo de Málaga, reliquias de la antigua casa de los padres— y cuando la luz eléctrica alumbra las caras queda cancelado el tono de confidencia y de cierta ironía hacia el que se habían deslizado las voces. Ignacio Abel mira ahora francamente su reloj de pulsera, que antes consultó una o dos veces con un gesto furtivo: tiene que irse, ha vuelto a recordar hace un momento que hoy es San Miguel y que si se da prisa aún está a tiempo de comprarle algo a su hijo, uno de esos aeroplanos o transatlánticos de latón pintado que le siguen gustando tanto aunque ya no es precisamente un niño pequeño, quizás un nuevo tren eléctrico, no de los que imitan los viejos trenes de carbón, sino los expresos de locomotoras tan estilizadas como proas de buques o morros de aviones, o un equipo completo de vaquero del Oeste, que requerirá que a su hermana se le compre un vestido de india, sólo por complacer al chico, ya que ella, a diferencia de su hermano, tiene prisa por no seguir pareciendo una niña, aunque Miguel quiera sujetarla muy fuerte como para evitar que crezca, retenerla tanto tiempo como le sea posible en el espacio de la infancia común. Ignacio Abel guarda sus papeles y sus fotografías de arquitectura popular española en la cartera y le estrecha la mano a Moreno Villa, apartando ligeramente la cabeza, como si antes de irse ya hubiera dejado de estar allí. Moreno Villa, perezoso, no se levanta para acompañarlo a la puerta, demasiado hundido en el sillón tal vez no queriendo mostrar sus pantalones flojos manchados de pintura y sus zapatillas de paño.
—Al final no me ha dicho usted qué hará cuando esté terminada la Ciudad Universitaria —le dice.
—Le contestaré cuando tenga tiempo de pensarlo —dice Ignacio Abel, compensando con una sonrisa rápida su recobrada rigidez de hombre muy atareado.
La puerta se cierra y los pasos enérgicos se alejan por el corredor, y en el silencio de la habitación vuelven a filtrarse los sonidos lejanos de la ciudad y los muy próximos de la Residencia y de los campos de deportes en los que todavía se oyen exclamaciones aisladas de deportistas a los que les ha oscurecido mientras se quedaban jugando o entrenándose un poco más, silbatos de árbitros. Más cerca todavía, aunque no se pueda identificar desde dónde viene, Moreno Villa escucha ráfagas de una música de piano que se pierde entre los demás sonidos y regresa de nuevo, una canción que le trae el recuerdo ya despojado de dolor pero no de melancolía de una muchacha pelirroja de la que se despidió para siempre en Nueva York hace ya más de seis años.