ME dirigí hacia la casa. El doctor Gelderfield acababa de marcharse.
─Me ha dicho que soy muy valiente ─me comunicó la mujer─. La muerte es inevitable, Donald… Voy a tutearte. Todos lo hacen.
─Como quiera.
─Tú me tutearás también, ¿verdad?
─Si usted lo desea…
─Sobre todo cuando haya alguien delante. Ya sabes que debes parecer el amigo íntimo, muy íntimo, de Nadine, ¿no?
─Sí.
─No te importa, ¿verdad?
─No.
─Pues, el doctor Gelderfield me ha aconsejado que busque nuevos intereses en la vida. Dice que la muerte es inevitable y que el tiempo cura todas las heridas.
─Me parece muy lógico.
─¿Verdad? Dice que algunas mujeres se encierran con su dolor y no quieren vivir la vida. De esta forma tardan años y más años en curar de sus heridas. Y el resultado es que ya nunca más pueden reponerse. Se acostumbran a estar tristes y a que los demás las compadezcan. El doctor dice que debo ver las cosas de una manera realista, a fin de ahogar mi terrible dolor.
─¿Está usted de acuerdo con él?
─No mucho; pero debo obedecer las órdenes de mi médico. La medicina no cura siempre de una forma agradable, pero si se tiene confianza en el doctor hay que aceptar sus prescripciones.
─Es verdad. ¿Podría decirme, ahora, qué se ha hecho del libro de notas del doctor Devarest?
─Lo tengo yo.
─Estoy tratando de averiguar las visitas que hizo su esposo la noche en que murió. Creo recordar que pensaba ir a ver a dos de sus enfermos. Usted le entregó una lista de los que habían llamado. Con unos habló por teléfono; a los otros dijo que iría a verlos. ¿No habría manera de enterarnos de quiénes fueron esos enfermos?
─¿Tiene eso algo que ver con el seguro?
─No sé. Pero debemos tener en cuenta que la desaparición de las joyas indica muchas cosas. En primer lugar, es posible que su esposo volviera de recobrar las joyas y que las tuviese en el auto para devolverlas a usted. La llave para abrir el compartimiento donde estaban las joyas es la misma del encendido. Para sacarla de su sitio es preciso parar el motor.
─¿Adónde vas a parar?
─Si alguien se apoderó de las joyas, y es de creer que alguien las robó, ya que no se encontraron en poder del doctor, para abrir el compartimiento tuvo primero que cortar el encendido. Luego, una vez que se hubo apoderado apresuradamente de las joyas…
─¿Cómo sabes que lo hizo apresuradamente? ─preguntó Colette.
─El hecho de que olvidara una de las joyas demuestra que no podía perder tiempo. Después de apoderarse de las joyas, cerró el compartimiento y volvió a poner en marcha el motor, creando de esta forma una base para exigir a la compañía de seguros el doble pago.
─¿Cómo?
─Sí. Es posible que el doctor perdiese el conocimiento a causa del monóxido de carbono y que mientras estaba en el suelo, desmayado, entrase el ladrón y, para apoderarse de las joyas, cortase el encendido, interrumpiendo de esa forma las emanaciones de gases. En ese punto terminaría, pues, la intervención del doctor Devarest en su muerte y comenzarían las causas accidentales, ya que al ponerse de nuevo en marcha el motor se cometió un asesinato, pues su esposo, que aún no estaba muerto, acabó de morir a causa de los gases aspirados a partir de entonces.
─¡Qué inteligencia, Donald! ─exclamó la señora Devarest─. ¡Has estado inspiradísimo!
─Me alegro de que me comprenda.
─Eso nos haría cobrar cuarenta mil dólares más.
─Exacto. Sin embargo, la compañía no pagará a menos que se le presenten pruebas concluyentes.
─¿Y para eso quieres saber a quién visitó mi marido? No creo que te sirvan de nada. Sé a quiénes visitó, y si crees que tenían algo que ver con las joyas te equivocas.
─¿Cómo sabe a quién visitó?
─Mi marido tenía muy mala memoria y por ello lo hacía todo metódicamente. Todas sus visitas las anotaba en su cuaderno para que a la mañana siguiente su secretaria las cargase y evitar, así, olvidar ninguna visita. La noche en que murió fue a visitar a dos mujeres muy ricas y de toda confianza.
Cogí el cuaderno y lo examiné atentamente. Estaba lleno de anotaciones que demostraban bien a las claras el carácter del doctor Devarest, que debía de ser un hombre activo, de poca memoria, y que por ello se regía por un sistema muy metódico.
Hacia el final del cuaderno descubrí una columna de números.
─¿Qué es esto? ─pregunté.
─La combinación de la caja.
─¿Les costó mucho aclararla?
─Un poco. La combinación no es exacta. Están las cifras, pero confusas.
Recordando lo metódico del carácter del doctor Devarest, comenté:
─No creo que a mí me hubiese costado mucho descifrarla.
Colette me miró llena de interés.
─¿Por qué no?
─Era un hombre metódico, que se fiaba poco de su memoria. Por lo tanto, todo lo más, debió copiar la combinación al revés. Aquí tenemos, al final de la columna, la cifra ochenta y cuatro. Estoy seguro de que la primera cifra de la combinación era la cuarenta y ocho.
Por la expresión de la viuda comprendí que había acertado.
─¡Donald, eres maravilloso! ─exclamó.
En sus ojos había algo más que sorpresa. Tardé unos minutos en comprender que me estaba mirando con miedo.