SEIS manzanas más abajo, me detuve ante una farmacia y desde allí telefoneé a la Jefatura de Policía preguntando por el teniente Lisman, del Departamento de robos de joyas. Acababa de llegar.

─Aquí, Lam al habla ─dije─. De la agencia Cool y Lam, Investigadores Privados.

La voz del policía no tenía nada de amable.

─Bien; ¿qué quiere?

─Se trata de una información que deseo darle acerca de las joyas Devarest, pero no quiero que se sepa de donde procede.

La voz del teniente reflejaba más interés.

─¿Qué informe es ése?

─Oiga. Trabajamos para la señora Devarest, para aclarar ciertos puntos del caso. Si ella se entera de que le he informado a usted me despedirá. Tendré que protegerme.

─Parece como si se tratara de algo importante.

─Así es.

─Está bien. Diga.

─Nollie Starr, la secretaria que desapareció cuando el robo de las joyas, vive en el seiscientos ochenta y uno de la calle East Bendon. El departamento está a nombre de Dorothy Grail, su compañera de alojamiento. Dese prisa, porque podría escapar.

─¿Dice que el departamento está a nombre de Gail?

─No, Grail. G˗r˗a˗i˗l.

La voz del teniente era amabilísima.

─Muy bien, no lo olvidaré… si da resultado ─prometió.

─No tenga miedo. Dará resultado ─aseguré, colgando el receptor.

Me dirigí a casa de los Devarest. En la habitación del chofer, encima del garaje, había luz. Sin hacer ruido, subí allí y llamé a la puerta. Rufus Bayley abrió… Al verme, me dirigió una sonrisa que hizo aparecer una cicatriz en su mejilla izquierda.

─Soy Donald Lam ─le dije.

─Ya lo sé. ¿Qué desea?

─Quiero entrar.

Se hizo a un lado.

─Pase.

El cuarto daba al exterior por tres lados. Todas las ventanas estaban provistas de persianas nuevas. Las alfombras parecían un poco gastadas. Veíase una estantería llena de libros. Me acerqué a examinarlos. En su mayoría eran novelas de éxito seis meses antes. El cuarto estaba muy limpio.

─Siéntese ─invitó Bayley.

Me dejé caer en el sillón que me pareció más cómodo. El chofer sentóse frente a mí. Seguía sonriendo.

─No hace falta que adopte conmigo el papel de amigo de la familia ─dijo─. La señora Devarest me lo contó todo. Me dijo que le ayudase.

─Muy bien.

─¿Quiere saber algo?

─¿Cuánto tiempo hace que trabaja en esta casa?

─Unos seis meses.

─¿Ingresó al mismo tiempo que Nollie Starr?

La sonrisa siguió en sus labios, pero no en sus ojos.

─Creo que ya estaba aquí cuando yo entré.

─Pero no debía de hacer mucho tiempo, ¿verdad?

─No.

─¿Quién cuida de este cuarto?

─Yo.

─Lo conserva muy limpio.

─Me gusta la limpieza.

─¿Dónde duerme?

Señaló una puerta.

─En ese otro cuarto.

─Me gustaría examinarlo.

Nos levantamos. Pareció vacilar antes de abrir la puerta.

─¿Qué busca? ─No había amabilidad en su voz.

─Examino la casa.

El dormitorio era amplio, con tres ventanas y persianas. Había dos camas. Una blanca, de hierro, y otra de nogal, de matrimonio. Un tocador, también de nogal, con un gran espejo y luces a los lados. Una mesita de pino con un acuoso lacado. También veíanse varias sillas, unas alfombras y, junto a la cama de matrimonio, una alfombra india muy buena. Adyacente al dormitorio se encontraba un cuartito de baño muy limpio y con una amplia ventana, provista también de persianas.

─No está mal alojado ─comenté.

─¡Hum! ─gruñó el hombre.

─¿Le gustan las persianas?

─Sí. Dejan entrar el aire y, si conviene, el sol.

─Es usted un magnífico amo de casa.

─Me gusta la limpieza. Tengo los autos limpios, el garaje limpio y todo en buen estado. Con el aspirador de polvo que utilizo para los cojines del auto, limpio también el cuarto.

─Le gusta mucho leer, ¿verdad?

─¡Hum!

─Tiene poco trabajo, ¿verdad?

─Eso es lo que usted cree. ─La sonrisa de buen humor había vuelto.

─¿Conduce a alguien más, aparte de la señora Devarest?

─Alguna vez a la señora Croy.

─¿No tiene su auto?

─Sí;

─¿Lo cuida usted?

─Sí.

─¿Y Timley no tiene también un auto?

─Sí.

─¿Lo arregla usted?

─Sí.

─¿Y el auto del doctor Devarest?

─No quería que nadie se lo tocase. En el garaje de la Casa del Médico se lo engrasaban, pero no creo que nunca se lo limpiasen. Lo dejaba mucho tiempo al aire libre cuando hacía visitas. A veces destrozaba un guardabarros y no lo reponía en mucho tiempo, pues decía que su auto sólo podía servirle para visitar enfermos.

Me acerqué al tocador. Sobre él vi un cepillo con mango de cristal y otro más sencillo. Veíase también un frasco de masaje facial, un pote de polvos de talco, una botella de loción y unos peines.

─¿Adónde da esa puerta? ─pregunté.

─Es el cuartito ropero.

La abrí. Tenía también una ventana con persiana. De un colgador de corbatas pendía una bufanda de seda.

─¿Se arregla usted el piso? ─pregunté una vez más─. ¿Se hace las camas?

─Sí.

Observé la bien hecha cama.

─Se diría que heredó usted un dormitorio.

─Sí. La señora Devarest hizo algunos cambios en la casa, y los muebles que sobraron los envió aquí.

─¿Recibe usted visitas? ─pregunté señalando las dos camas.

Con una amplia sonrisa, el chofer replicó:

─Alguna vez.

Le tendí un cigarrillo y, mientras lo encendía, pregunté:

─¿Qué miraba usted por la puerta del garaje la noche en que murió el doctor Devarest?

─Me habían dicho que el doctor había muerto y bajé a ver qué pasaba. Comprendí que no podía ayudar en nada, y por lo tanto me marché en seguida.

─¿Adónde marchó? No lo oí subir aquí.

─La escalera es fuerte y yo tengo un andar muy suave.

─¿Quiere decir que subió aquí?

─Sí.

─¿Inmediatamente?

─Pues… no inmediatamente. Algo más tarde.

─Bastante más tarde, ¿no?

─¿Qué tiene eso que ver?

─Me interesa saberlo.

Me miró desafiador.

─¿Cuánto más tarde?

─No veo la importancia que tiene ese detalle.

─Quiero saber cuándo volvió aquí.

─No puedo decírselo.

─¿Por qué?

─No consulté el reloj.

─¿Media hora después?

─Tal vez.

─O tal vez varias horas después, ¿no?

─Repito que no veo la importancia que eso pueda tener.

─Creo recordar que, cuando usted se marchó, la policía estaba hablando de tomar las huellas dactilares de todos los de la casa. Acababan de encontrar los estuches de las joyas.

─Oiga, amigo ─replicó─. Usted, seguramente, será muy listo. Usted sabe lo suyo y yo sé lo mío. No me meto con usted y, por lo tanto, tampoco quiero que usted se meta conmigo. Si es necesario, demostraré dónde estaba. No sé ni una palabra de esas joyas. Ahora lárguese.

─Bonita bufanda ésa que tiene en el ropero.

Observe una expresión de asombro en su rostro.

─¿Una bufanda?

─Sí, una bufanda color rosa.

─¡Oh!

─¿Es de usted?

Vaciló un momento.

─No ─contestó al fin.

─¿De quién es?

Meditó un momento y al fin dijo:

─No creo que eso le importe a usted.

─Podría importarme.

Echóse a reír y al fin declaró:

─No sé si es de la señora Devarest o de la señora Croy. La encontré en el auto al limpiarlo. Pensaba preguntar de quién era; pero con los acontecimientos, me olvidé. Ahora ya sabe usted todo cuanto puede interesarle.

─Supongo que las alfombras estaban ya aquí cuando usted vino, ¿no?

─¿Qué importancia tiene eso?

─¿Estaban aquí o no?

─Sí.

─La alfombra india llegó luego, ¿verdad?

─Sí.

Con la cabeza indique las ventanas.

─Parece que en un tiempo tenían cortinas.

El chofer no replicó.

─¿Cuándo fueron instaladas las persianas? ¿Hace unos tres meses?

─Algo así.

─¿No puede decirme el tiempo exacto?

El hombre reflexionó unos momentos y por fin dijo:

─Cuatro meses.

─Bien. Volvamos a la bufanda. ¿La encontró usted el mismo día en que fueron robadas las joyas?

─El día siguiente.

─O sea el día en que murió el doctor.

─Sí.

─¿Por la mañana o por la tarde?

─¿Qué pretende con esas preguntas?

─Si la hubiera encontrado por la mañana, seguramente habría investigado a quién pertenecía.

─Claro.

─Entonces debió de encontrarla a eso de las cinco de la tarde.

─Sí, poco más o menos.

─¿Quiere dejarme ver esa bufanda? Puede ser importante.

─No veo que importancia puede tener.

─Una de las mujeres utilizó el auto el día siguiente al robo de las joyas. Usted no condujo el auto pues de lo contrario recordaría cuál de las dos llevaba la bufanda. Por consiguiente, debió de quedar en el auto después de un viaje hecho a última hora.

─Saca usted muchas conclusiones de nada.

─De una bufanda ─advertí. Callé un momento, añadiendo luego:─ Enséñeme esa bufanda.

El hombre tardó unos instantes en decidirse. Por último, se puso en pie y dirigióse hacia el ropero. Yo le imité. Mientras me volvía la espalda, cogí unos cuantos cabellos del cepillo para la cabeza y los guardé en el bolsillo. El chofer salió del ropero y me tendió la bufanda. La examiné unos segundos y por fin la devolví.

─Nada indica a quién pertenece ─comentó.

─Es de Jeannette ─dije.

En vano intentó permanecer impasible.

─Es de ella ─insistí pacientemente.

─¿Por qué lo cree?

─El color no le habría sentado bien a la señora Devarest y es demasiado mala para pertenecer a la señora Croy. Como Nollie Starr ya se había marchado, sólo nos queda Jeannette. Además, el perfume es el mismo.

─¿Que pretende con eso? ─preguntó irritado.

─Descubrir unas cuantas cosas. Usted ha estado en la cárcel, ¿verdad?

Me miró fijamente, sin contestar.

─Lo comprendí por su deseo de que no se le tomaran las huellas dactilares ─seguí explicando─. ¿Por cuánto tiempo le condenaron?

─Un año.

─¿Por qué?

─Por falsificar cheques, estando borracho. Fue hace dos años. No he vuelto a reincidir. Mi madre no sabe nada. Cree que estuve en China. Es muy vieja. Si supiera la verdad, podría resultarle fatal. Por eso no quise que la policía me tomara las huellas. Al salir de la cárcel adopté el nombre de Bayley. Nunca uso mi verdadero nombre, excepto cuando escribo a mi madre. Ella me escribe a la Lista de Correos.

Me puse en pie y marché hacia la puerta.

─¿Contará a alguien eso? ─preguntó el chofer.

─Por ahora no.

─¿Y más tarde?

─No sé.

Iba a cerrar la puerta. Me volví hacia él.

─Una pregunta más.

─¿Qué?

─¿Puede oír desde aquí el zumbido del motor de un auto?

─No si el motor está en marcha. Los cuido tan bien; que ni junto a ellos se oye nada. Sin embargo, oigo cuándo se ponen en marcha en el garaje. ¿Algo más?

─No, nada más.

Bayley cerró violentamente la puerta.