ME alegro de que vuelva usted a trabajar para mí, señor Lam ─declaró la señora Devarest─. No es que su compañera no me guste; pero tengo más confianza en usted. Quizá porque Hilton le eligió.
La mujer vestía de negro, sin maquillaje y con los saltones ojos cargados de pesadumbre.
─¿Qué desea usted que haga? ─pregunté.
─La señora Cool me dijo que usted sabría encontrar alguna manera de que la compañía de seguros pagase la prima doble.
─Las compañías de seguros deben atenerse a las leyes dictadas para ellas. No pueden pagar un seguro cuando las pruebas no demuestran que deben hacerlo.
─Ya lo he visto.
─Por lo tanto no quisiera hacerme cargo de ese trabajo a menos que todos los demás hubieran fracasado antes.
─Todo ha fracasado ─declaró─. Oiga, señor Lam; estoy dispuesta a darle la mitad de cuanto pueda usted sacarle a la compañía de seguros.
─Tal vez haga falta acudir a los tribunales.
─No me importa si a usted le conviene.
─Veré lo que puede hacerse.
─Además le pagaré lo que usted acostumbra a cobrar diariamente si demuestra que mi marido no robó las joyas ni se suicidó. Si las hubiese robado no hubiesen desaparecido, ¿verdad? ¡Es absurdo!
─¿No tenía nadie más la combinación de la caja de caudales?
─No, que sepamos pero alguien debía de tenerla. La caja fue abierta por medio de la combinación. Era muy buena y no presenta señales de haber sido violentada. Sólo quiero pedirle una cosa: que no debe provocarse ningún escándalo con respecto a mi difunto marido.
─Si empiezo a desenterrar pruebas no puedo pronosticar lo que saldrá a relucir.
─No es necesario que explique a la policía todo lo que descubra, ¿verdad?
─No, desde luego.
─Pues entonces ponga manos a la obra.
─¿Cree que hay algo que usted preferiría ignorar aunque fuese descubierto?
─Hilton era un buen marido ─replicó la mujer─. Era bueno, considerado y cariñoso. Sin embargo, supongo que no debía de ser mejor que la mayoría de los hombres. No creo que pueda una fiarse de ninguno de ellos.
Al decir esto me dirigió una amplia sonrisa.
─Está bien, empezaré a trabajar ─dije.
─Nadine quiere verle.
─¿Dónde está?
─Con Selma, en el cuarto de jugar.
─Bien, iré a verla.
─Trabajará usted en eso, ¿verdad, señor Lam?
─Haré cuanto pueda.
─Perfectamente.
─Respecto a la caja de caudales, ¿podría decirme si la han abierto después de la muerte de su marido?
─Sí. En su cuaderno de notas encontramos una serie de cifras. Mi abogado indicó que podíamos enseñarlas a un mecánico de la fábrica de cajas de caudales. Lo hicimos y el hombre la abrió con ayuda de ellas.
─Entonces, ¿han registrado la caja?
─Sí.
─¿Qué había en ella?
─Sólo las pólizas de seguro y un cuaderno de notas donde Hilton había anotado todos los detalles de su enfermedad desde el momento en que se inició. El pobre creía poder ayudar a la ciencia médica con las observaciones que realizaba sobre su dolencia.
─Comprendo.
─Mi abogado ha llegado a un acuerdo con la compañía de seguros ─prosiguió la señora Devarest─. Ellos pagarán los cuarenta mil dólares, sin que con ello renunciemos a nuestros derechos sobre los otros cuarenta mil.
─Perfectamente.
─¿No se olvidará de ver a Nadine?
─Iré ahora mismo.
La señora Devarest sonrió, declarando a continuación:
─No sé qué hay en usted que me inspira tanta confianza.
─Muchas gracias, señora.
Encontré a Nadine Croy en el cuarto de jugar. Por primera vez vi a Selma. Tenía los mismos ojos que su madre y una sonrisa fácil, que marcaba unos deliciosos hoyuelos en sus mejillas.
─Éste es el señor Lam, nenita ─dijo su madre.
Selma acudió a tenderme la mano.
─¿Cómo está usted, señor? ─saludó pronunciando las palabras.
─Muy bien, gracias. ¿Y tú?
─Yo estoy muy bien. Mamá me ha dicho que si soy buena esta noche me dejará hacer funcionar el cine.
─Le gusta mucho ver rodar las películas familiares que yo he impresionado ─explicó Nadine Croy.
Selma me miró, explicando con su infantil acento:
─Hay también películas del «Tío Doctor». El «Tío Doctor» se ha dormido y no volverá a despertarse.
─¿De veras?
La niña asintió solemnemente.
─Diré a Jeannette que se haga cargo de la niña ─anunció la señora Croy─. Tengo que hablar con usted.
Pulsó un timbre y un momento después entraba una camarera.
─¿Quiere hacer el favor de quedarse con Selma? ─pidió la señora Croy.
La doncella asintió. Al salir del cuarto observé que Jeannette me miraba con gran interés. Yo veía su imagen reflejada en un espejo, ante mí. Cuando la muchacha se dio cuenta de que yo la estaba viendo me dirigió una amplia sonrisa.
─Por aquí ─indicó Nadine Croy.
Me guió hasta un extremo del patio, indicando un par de sillones que parecían haber sido colocados allí especialmente para la entrevista.
Apenas nos hubimos sentado, preguntó:
─¿Le dijo el doctor Devarest algo de mí?
─Nada.
─¿Ni acerca de mis problemas familiares?
─No.
─¿Está seguro?
─Sí.
La mujer calló un momento, cual si meditase la forma de iniciar la explicación. Por fin, decididamente, comenzó:
─Mi matrimonio fue muy desgraciado. Me divorcié hace año y medio. Habría podido presentar un sinfín de pruebas contra mi marido; pero no quise hacerlo. Sólo presenté las necesarias para obtener el fallo y, desde luego, conservar a Selma.
─¿Obtuvo alguna pensión?
─No. No la necesitaba. Mi mayor mal ha sido heredar una gran cantidad de dinero. Walter Croy, mi marido, me conoció poco después de la muerte de mi padre. Portóse muy consideradamente conmigo; fue muy bueno y me ayudó muchísimo. Al fin me sentí atraída hacia él y me casé.
»Poco después de la boda descubrí que no era tan indiferente a mi dinero como había querido hacer ver. Probó diversas formas de hacerse con la administración de mi fortuna. Por suerte, como mis intereses eran muy grandes, tuve necesidad de los servicios de un abogado, que se mostró muy honrado y muy inteligente. Él fue quien me aconsejó que en modo alguno cediera a mi marido la administración de los bienes.
─¿Quién es ese abogado?
─Forrest Timkan.
─¿Qué más ocurrió?
─Creo que Walter se enteró de que Timkan me había prevenido contra él. A medida que yo iba presentando excusa tras excusa para no cederle la administración, se fue enfureciendo hasta demostrarme bien a las claras que el dinero era, en realidad, lo que a él más le importaba.
─¿Quiere decir que no la amaba?
─Yo no le importaba más que cualquier otra mujer. Es un explotador. Es guapo, atractivo y sabe dominar a las mujeres. Cuando se dio cuenta de que me habían prevenido contra el cederle la administración de la fortuna, perdió el interés por todo. Ni siquiera Selma podía retenerle. Falsificó cheques con mi firma e hizo un sinfín de cosas despreciables. En fin, como ya le he dicho, conseguí el divorcio y la custodia de Selma.
─¿Qué ocurrió luego?
─Hace unos seis meses Walter comenzó a atacar el problema por otro flanco. Solicitó tener a Selma a su lado durante unos meses del año.
─¿No me ha dicho usted que a su marido no le interesaba la niña?
─Su hija no le importaba un comino; pero algún día Selma heredará mi fortuna. Esto último es algo que no puede dejar de interesar a Walter. También me propuso algo más.
─¿Qué?
─Me propuso que comprara su no reclamación de derechos.
─¿Lo hizo?
─No. El señor Timkan me dijo que una vez que hubiese empezado a ceder no habría forma de poner fin a sus demandas.
─¿Qué ocurrió, pues?
─Walter se puso muy desagradable, pero pronto dejó de reclamar. ─La señora Croy me miró fijamente, preguntando─: ¿No le dijo el doctor Devarest nada acerca de eso?
─No.
─Pues de pronto cesaron las reclamaciones. El señor Timkan no lo comprendía. De todas formas quedamos encantados de dejar las cosas así.
»Ayer ─continuó Nadine─ el abogado de Walter anunció al señor Timkan que habíase producido un ligero retraso con respecto a la reclamación debido a que Walter no había abonado las cantidades necesarias para continuar la causa; pero una vez resuelto ese punto, el abogado está dispuesto a continuar.
─¿Por qué me dice todo eso? ─pregunté.
─Porque creo que la muerte del doctor Devarest tiene algo que ver con la reanudación de las hostilidades. He hablado de usted al señor Timkan y desea verle.
─Bien. ¿Dónde puedo verlo?
Nadine Croy sacó de un bolsillo una de las tarjetas de su abogado y me la tendió. Después de echarle un vistazo la guardé en un bolsillo, prometiéndole:
─Está bien; iré a verle.
─Ojalá pudiera usted…
Nadine se interrumpió y quedóse mirando al hombre que acababa de salir del salón y estaba contemplando la fuente. Al vernos nos dirigió un saludo y pareció esperar a que terminásemos de hablar.
Creí notar en su rostro una vaga inquietud.
─¿Quién es ése? ─pregunté.
─Corbin Harmley ─contestó Nadine─. Uno de los hombres a quienes el doctor Devarest favoreció. Ha estado en América del Sur trabajando en los petróleos. Volvió el día antes de la muerte del doctor Devarest. Quería venir a saldar una antigua deuda.
─¿De qué importancia?
─Doscientos cincuenta dólares. Según parece es muy amigo de mi tío. Se conocieron en un restaurante. Harmley es un trotamundos, un hombre que se gana la vida descubriendo pozos de petróleo y que nunca pasa mucho tiempo en un mismo sitio. Por eso tía Colette nunca le había visto. Cuando conoció al doctor las cosas le iban muy mal y entonces se le presentó la oportunidad de volver a América del Sur. Mi tío le prestó el dinero que necesitaba para los gastos.
»Por lo que sé, Harmley tuvo buena suerte y mala, hasta que al fin encontró algo verdaderamente valioso. La competencia de las grandes empresas le perjudicó mucho; mas al fin logró sacar de sus descubrimientos más de lo que esperaba y volvió aquí. La primera persona a quien quiso ver fue el doctor Devarest, para pagarle su préstamo y darle la buena noticia. Fue entonces cuando se enteró, por los periódicos, de su muerte. Fue una sorpresa terrible.
»Escribió a tía Colette una carta muy sentida. La he leído y es una de las cartas más admirables que he visto. Le decía que en cuanto a ella le conviniera vendría a pagar la deuda.
»En la carta le decía muchas cosas del doctor Devarest; cosas que nosotras nunca habíamos sabido. Le explicaba que mi tío ayudó a muchas personas con préstamos en dinero y con sus consejos.
─¿Y vino luego a ver a su tía?
─Sí. Le encontró en el funeral.
─Parece usted tenerle miedo. ¿Por qué?
─No es que le tenga miedo. Es que… tengo la impresión de haberle visto antes de ahora.
─Quizá si me hablase usted con más franqueza podríamos adelantar algo.
Nadine echóse a reír.
─No crea que ando con rodeos ─declaró─. Es que no quiero lanzarle sobre una pista falsa. Estoy segura de haber visto a ese hombre antes de ahora. Tengo casi el convencimiento de que una noche fue a ver a mi marido. Fue poco después de nuestra boda. Sólo pude verle un momento.
─¿Le ha interrogado usted?
─No. No quiero discutir con él mis asuntos particulares y, además, puede tratarse de un error mío.
─¿Por qué me dice todo eso? ─pregunté.
─Porque aparte de lo que hace usted por tía Colette, quisiera que me ayudase. Quiero que vaya a ver al señor Timkan. Quiero, también, que averigüe si el señor Harmley conoce a Walter. No puedo apartar la idea de que, sin querer, Harmley diera a mi tío algunos informes relativos a Walter, mediante los cuales el doctor Devarest pudo dominar a mi marido.
─¿Tiene miedo de presentarse a los tribunales para el proceso relativo a la custodia de la niña? ─pregunté.
Su mirada se fijó en la mía un momento. Evasivamente replicó:
─Selma es ya mayorcita y empieza a comprender las cosas. El proceso no le haría ningún bien. Y si Walter consiguiese una decisión judicial sobre la custodia de la niña, esto sería muy malo para… para Selma.
Reflexioné un momento, anunciando luego:
─Bien, iré a ver a Timkan.
─No ahorre gastos ─indicó Nadine─. Todo eso tiene una gran importancia para mí. Claro que no quiero decir que derroche el dinero…
─Comprendo.
─¿Quiere ver ahora al señor Harmley?
─¿Por qué no?
La mujer se levantó. Cruzamos el patio. Harmley nos observó atentamente. Era un hombre de aspecto interesante, de unos treinta y tantos años, de abundante cabello negro peinado hacia atrás. Mantenía erguida la barbilla, como si se sintiera muy orgulloso de sí mismo y de su trabajo. Su mirada era aguda, penetrante y algo burlona.
Con voz algo nerviosa, la señora Croy me dijo:
─Quiero presentarle como un viejo amigo de la familia. Vale más que nos tuteemos. Tía Colette cree que debe hacerse así.
─Perfectamente ─aprobé.
Nadine hizo las presentaciones. Harmley me estrechó con calor y firmeza la mano. Su voz era baja pero tan bien modulada que daba la impresión de fuerza contenida.
─Si conoció usted íntimamente al doctor Devarest, disfrutó del privilegio de tratar a un hombre muy notable ─declaró.
─Ésa es mi opinión ─repliqué.
─Aquel hombre cambió mi vida ─siguió Harmley. Iba a decir algo más; pero se contuvo, como si su gratitud luchase con su natural repugnancia a hablar de sí mismo.
─Voy a ver cómo está mi hija ─intervino la señora Croy─. Irás a ver a la persona de quien te he hablado, ¿verdad, Donald?
─Desde luego, Nadine.
Sonriendo, la mujer se marchó. Harmley la siguió con la mirada y, cuando hubo salido del patio me dijo:
─¿Sabe usted, Lam, que tengo la impresión de haber visto a esa señora en otro sitio, hace bastante tiempo? Sin embargo, no puedo precisar el sitio donde la vi. Pero estoy seguro de haberla visto.
─Eso ocurre muy a menudo ─dije─. A mí me ha pasado varias veces. Puede tratarse de una persona a quien hemos visto en un autobús o tranvía y luego, al volverla a ver, tenemos la impresión de conocerla. Tal vez la vio usted con el doctor Devarest.
─Eso debe de ser. De todas formas la impresión es muy curiosa.
─Tiene una hija muy lista.
─¿Verdad? ¿Está separada de su marido?
─Divorciada.
─¡Qué lástima!
─Creo que usted conoció mucho al doctor Devarest.
─Le veía a veces bastante a menudo; luego dejaba de verle por unos meses.
─¿Tenían amistades comunes?
─Sí. Comíamos en el mismo club. Yo dejé de ser socio de él hace bastante tiempo; pero cuando estaba en la ciudad iba a comer allí con el doctor. Mi último viaje me mantuvo lejos de aquí siete u ocho meses.
─Es curioso ─observé─. Hace siete u ocho meses, alguien le dijo al doctor Devarest algo acerca de determinada persona a quien los dos conocían. Fue algo que causó mucho efecto en el doctor.
─Todo eso es muy vago ─indicó Harmley.
─Sí.
El hombre echóse a reír.
─No quiero pecar de curioso, pero…
─Se trata de algo que la viuda desea averiguar.
─¿Sabe usted quién era esa persona?
─No tengo la menor idea.
─No comprendo ─murmuró Harmley.
─Estoy interrogando a los amigos del doctor Devarest ─expliqué─. Usted le vio hace seis o siete meses.
─Unos siete meses.
─¿Le vio mucho, entonces?
─No. Fue una visita muy breve. Comimos juntos un par de días. Una noche me habló de su estudio y del uso que hacía de sus aparatos eléctricos. Hilton lo guardaba muy secreto. Creo que sólo sus más íntimos amigos lo conocían.
─¿Recuerda si cuando le habló de su estudio mencionó el haber instalado una caja de caudales?
Harmley clavó la vista en la frente. Al cabo de unos segundos contestó:
─Creo recordar que dijo algo acerca de una caja de caudales. Tal vez fue el segundo día que comimos juntos. Habló de comprar o haber comprado la mejor caja de caudales de pared del mercado. Creo que aquel mismo día la encargó.
─Oiga, Harmley; voy a ser franco con usted. Me interesa muchísimo saber de qué hablaron usted y el doctor Devarest aquel día.
─Pero… ¿Es que cree que pude facilitarle algunos informes valiosos para él?
─Exacto.
─No recuerdo apenas nada.
─Procure recordar de quién hablaron y lo que dijo usted acerca de dichas personas.
─Me va a ser difícil recordar. De todas formas procuraré hacerlo con calma. Dentro de unos días tal vez haya podido recordarlo y, entonces, se lo podré decir. Cuando uno habla con alguien a quien no se ha visto en mucho tiempo, por lo general se dicen vaguedades de un sinfín de personas.
─¿No enseñó usted ninguna fotografía al doctor Devarest?
─Sí: ─fotografías de amigos míos de América del Sur. Y una que me hice en un parque de San Francisco. Era muy cómica y nos reímos mucho. Por cierto que el doctor me pidió una copia de aquella fotografía. ¿Por qué ha hablado usted de fotografías, Lam?
─Por preguntarle de todo. Son una posibilidad.
─De todas formas las fotografías que enseñé a Hilton no pueden tener ninguna importancia para sus investigaciones. Se trataba de retratos de personas interesadas en mis empresas sudamericanas.
─¿Invirtió el doctor dinero en su empresa?
El hombre me dirigió una rápida mirada.
─No… y lo siento. De todas formas usted pregunta mucho y de muchas cosas.
─Desde luego.
Con súbita frialdad, Harmley declaró:
─Me alegro de haberle conocido, señor Lam. Espero que volveremos a vernos.
Sonriendo, repliqué:
─No tenga miedo: nos veremos bastante a menudo. Vengo casi todos los días a esta casa.
Harmley se marchó y un momento después reapareció Nadine Croy, que había asistido, oculta, a la escena.
─¿Ha averiguado algo? ─preguntó.
─No mucho. Enseñó al doctor Devarest algunas fotografías de gente interesada en sus negocios.
─No veo la importancia de eso.
─Ni él. Cree recordarla a usted.
─Entonces fue el hombre que visitó a Walter. ¿Le recordó usted el suceso?
─No.
─¿Por qué no?
─Creí preferible dejar que él recordase por sí solo. Mi deber es conseguir informes, no proporcionarlos.
─Tal vez yo pueda romper el hielo diciéndole que su cara me resulta familiar y…
─No. Vale más que deje las cosas tal como están ahora.
─No le habrá ofendido, ¿verdad?
─No; sólo le pregunté si el doctor Devarest había invertido algún dinero en su empresa. Se molestó.
─¿Por qué?
─Pues porque si fuese así, Harmley estaría estafando a la señora Devarest.
─No comprendo.
─Suponga que su tío le hubiese dado los doscientos cincuenta dólares para invertirlos en el negocio de petróleo. Suponga que los pozos descubiertos por Harmley hubieran sido muy valiosos y que la inversión del doctor representase una verdadera fortuna. En ese caso, Harmley, al decir que los dólares fueron un préstamo, cometería una estafa.
─¿No habrá algún documento firmado?
─Tal vez no.
Nadine quedóse pensativa y, al fin dijo:
─Usted no se fía mucho de la gente.
─No ─repliqué─. ¿Podría hacer que su marido acudiese a la oficina de su abogado?
─Sólo haciéndole creer que iba a obtener algún beneficio.
─Procure que su marido y Harmley se encuentren en algún sitio donde pueda observarlos alguien que sepa interpretar sus reacciones al reconocerse.
─¿Se refiere al señor Timkan?
─Si es un buen abogado podrá sacar bastante en limpio de lo que se digan al ser presentados.
─Procuraré arreglarlo. Creo que será mejor que usted procure hacer ver que es un amigo muy íntimo mío.
─Bien, cuando Harmley esté delante me mostraré muy amable.
─Sólo cuando haya alguien delante.
─Perfectamente. ¿Quién es ése que entra?
─Rufus Bayley, el chófer.
Era el mismo hombre a quien había visto asomarse por la puerta del cuarto de las herramientas la noche en que murió el doctor Devarest.
─Me gustaría hablar con él.
─Rufus ─llamó Nadine, con musical acento.
El hombre estaba abriendo la puerta. Volvióse su rostro cambió de expresión. Al verme volvió a ocultarse tras una máscara. Era un hombre de rostro grande que daba la impresión de una fuerza bondadosa, como un gran San Bernardo o un danés.
─Dígame, señora Croy.
─¿Engrasó ayer mi coche?
─Sí, señora Croy.
─¿Necesita más? ─me preguntó Nadine, en voz baja.
Vi al sobrino, Jim Timley, abandonar la casa.
─Basta por ahora ─dije.
Nadine despidió al chófer con una sonrisa y un ademán.
Jim Timley avanzó por el patio hacia nosotros. Caminaba con la decisión de un hombre que lo fía todo a la acción directa. Su mirada se clavó en la mía.
─He hablado con tía Colette ─dijo─. Me ha contado lo de usted y eso de la amistad familiar.
Asentí con la cabeza.
─Eso pone a tía Colette en una situación un poco difícil ─siguió.
─Continúe.
─Los amigos del doctor Devarest nunca le oyeron hablar de usted. Tía Colette cree, ahora, que la gente podría sacar conclusiones un poco desagradables viéndole aparecer después de la muerte del doctor y convertirse en un amigo íntimo. Por lo tanto cree que sería preferible aparentar que es usted amigo particular de Nadine.
─La señora Croy ha sugerido ya lo mismo. De todas formas me interesa saber con exactitud adónde vamos. No quiero cometer errores y meter un tanto en mi propia meta.