DESAYUNÉ cómodamente y luego me dirigí a la oficina. Elsie Brand tecleaba en su máquina de escribir. Al verme, movió afirmativamente la cabeza.
─¿Todo bien? ─inquirí.
─Sí.
─¿Salió la chica?
─Sí.
─¿Dónde está Bertha?
─Dentro, leyendo el periódico.
Entré en el despacho de Bertha Cool. La encontré sentada ante su mesa.
─¿Leyendo lo del doctor Devarest? ─pregunté.
─Sí. ¿Cómo ocurrió la cosa, Donald?
─Me dijo que le esperase en su estudio, prometiéndome volver a las nueve y media como máximo. Me interesó tanto el libro que leía, que no me di cuenta de cómo pasaba el tiempo.
─El periódico dice que descubriste el cadáver.
─Es verdad.
Bertha hizo una mueca.
─Eso acaba con el negocio, ¿no? ─preguntó─. Yo que pensé que íbamos a ganar algo…
─Creo que la señora Devarest nos va a pedir que sigamos trabajando. He encontrado a la Starr.
─¿De veras?
─Sí.
─¿Cómo?
─Averiguando que iba en bicicleta y que jugaba al tenis por las mañanas. No son muchas las mujeres que hacen las dos cosas.
─¿Dónde está ahora?
─No lo sé.
─¿Qué quieres, decir con eso?
─No podía seguirla, conociéndome ella. Me dio una dirección falsa: el edificio Bel Aire. Fue en la bicicleta hasta allí y esperó dentro a que yo me marchase. Como no quería molestarla, me marché.
─¿No pudiste seguirla?
─¿Ha intentado seguir alguna vez en auto a un buen ciclista? Se me hubiera escapado con toda facilidad.
─¿Qué hiciste?
─Ordené a Elsie que destrozara con el auto su bicicleta. Elsie está asegurada en el Automóvil Club.
─¿Crees que la chica será tan tonta que presente la reclamación bajo su verdadero nombre?
─Así lo creo. Elsie puede representar bien una comedia. Le aconsejé que mencionara la casa aseguradora y que se marchase en seguida.
─¿Qué hay de la señora Devarest?
─A las diez y media debo verla.
─¿Qué quiere?
─La policía sospecha que su marido fue el ladrón de las joyas. Ella quiere que le devolvamos su buen nombre.
─¿Puedes hacerlo?
─No.
─¿Por qué?
─Pues porque él fue quien las robó.
Bertha me observó con sus menudos y duros ojos. Cogió un cigarrillo, lo introdujo en el extremo de una larga boquilla de marfil tallado, y después de encenderlo se sentó a meditar algo que decir. Los brillantes de su mano izquierda relucieron cuando retiró de sus labios la boquilla.
─¿Qué le dijiste? ─preguntó.
─Que aceptaría el empleo.
─¿Por qué se lo dijiste si sabías que su marido fue el ladrón?
─Porque su médico me aconsejó que no la contrariase.
─¿Piensas acudir a su casa a las diez y media?
─Sí.
─No te entiendo.
─La señora Devarest me dijo algo muy interesante.
─¿Qué?
─Pues que su marido había asegurado su vida en cuarenta mil dólares, a cobrar el doble en caso de muerte accidental.
─¿Y qué? ¿No cobrará los ochenta mil?
─No.
─Pero si el doctor murió.
─La muerte accidental, o por accidente, no quiere decir muerte por causas accidentales ─interrumpí─. Hay una gran diferencia entre muerte accidental y muerte por causas accidentales. Para esto último es necesario que alguno de los factores que intervienen en el fallecimiento sea accidental.
─No lo entiendo ─declaró Bertha.
─Si usted entra en un garaje y empieza a trastear en el motor e inhala monóxido de carbono y muere, eso no es un fallecimiento accidental, ya que todas las causas de su muerte han sido originadas por usted. Usted puso en marcha el motor; fue negligente; permaneció demasiado tiempo en la atmósfera envenenada.
─En ese caso, no recibirá paga doble.
─Exacto. Son muchos los abogados que no conocen la diferencia entre una clase de muerte y otra.
─¿Qué piensas hacer? ─inquirió Bertha.
─Esperar a que la compañía de seguros dé la mala noticia a la señora Devarest.
─¿Y luego?
─Esperar a que la señora Devarest hable con su abogado.
─¿Y después?
─Cuando todos los demás la hayan desanimado, yo le sugeriré la posibilidad de que le hagamos ganar otros cuarenta mil dólares… basándonos en la cláusula de pago doble.
─¿Cómo?
─Aún no lo sé.
─Si le hiciésemos ganar otros cuarenta mil dólares, podríamos pedirle la mitad…
─No exagere.
─Bueno…, podríamos obtener un beneficio bastante grande.
─Desde luego.
─¡He querido decir que lo obtendría yo! ─exclamó Bertha, de pronto─. Claro que te cedería una parte respetable y…
─Obtendríamos ─dije.
Bertha frunció el ceño.
─¿Qué pretendes?
─Abandonar el empleo ─declaré.
Los muelles del sillón de Bertha crujieron al ponerse en pie.
─¿Qué vas a hacer? ─preguntó.
─Me marcho.
─¿Cuándo?
─Ahora mismo.
─¿Por qué?
─Quiero asociarme a partes iguales en el negocio.
─¿Qué negocio?
─Una agencia de detectives.
─¿Cuál?
─La suya.
Bertha permaneció callada unos minutos.
─Le conviene ir un poco más de pesca ─añadí.
─Eres un hombre de gran imaginación, Donald ─dijo Bertha─. No tienes el menor sentido comercial. Derrocharías el dinero a manos llenas. Antes de seis meses, este negocio se iría al agua si te aceptase como socio. Deja que Bertha lleve la dirección de esto y ella te dará una buena comisión.
─O vamos a medias, o me marcho.
─¡Está bien! ¡Márchate! ─exclamó Bertha Cool.
─Tómelo con calma ─aconsejé─. No se excite. Dígale a Elsie que me extienda un cheque por lo que me debe usted.
─¿Qué hay de tu entrevista con la señora Devarest?
─Puede ir a verla usted.
Roja de indignación, Bertha exclamó:
─¡Está bien, iré!
─Vaya con cuidado, no la ponga nerviosa ─advertí─. El doctor no lo permitiría. El nerviosismo es malo para las arterias.
Le dije a mi patrona que me marchaba a San Francisco, en busca de trabajo, Como tenía pagado el alquiler hasta el primero de mes, si por entonces yo no había vuelto, le indiqué almacenase los objetos de mi pertenencia hasta que algún enviado mío los reclamase para remitírmelos.
La mujer nunca me había mirado con muy buenos ojos; pero lamentaba perderme, ya que le pagaba regularmente y mi empleo era seguro. Trató de averiguar por qué me habían despedido. Le expliqué que no me despedían, sino que era yo quien me marchaba. Pude ver claramente que no me creía.
Marché a San Francisco y permanecía tres días en un hotel económico; luego escribí a mi patrona anunciándole mi intención de quedarme en San Francisco.
A la otra mañana fui a la playa, patiné sobre hielo, estuve junto al mar hasta que la niebla aumentó, y luego marché a un cine. A las cinco y pico regresé al hotel.
Bertha Cool me esperaba en el vestíbulo. Su rostro expresaba claramente su indignación.
─¿Dónde demonios has estado? ─me preguntó.
─Recorriendo la ciudad. ¿Cómo van las cosas?
─Muy mal.
─Lo siento. ¿Hace mucho que me espera?
─Ya sabes que sí. Vine en avión. Llegué a las doce y cuarto y desde entonces no me he movido de aquí.
─¡Qué lástima! ¿Por qué no se fue usted a su hotel, dejándome un aviso para que fuera a visitarla?
─Porque no me hubieses ido a ver ─replicó─. Además, quería hablarte antes de que pudieses…
─Reflexionar, ¿no? ─terminé.
─¿Dónde podemos tomar unos cócteles? ─preguntó Bertha.
─En esta misma calle, a dos cuadras de aquí.
─Está bien; vayamos a ese sitio.
La niebla de San Francisco llenaba la calle. Bertha Cool, con la barbilla erguida, avanzaba con paso ágil. Estaba tan furiosa que ni se daba cuenta de dónde nos dirigíamos. Por dos veces tuve que cogerla de un brazo para que no cruzase la calle violando las señales de tránsito.
Nos sentamos a tomar un cóctel. Bertha encargó un whisky doble. Yo tomé whisky con soda.
─Lo adivinaste todo ─dijo de pronto Bertha.
─¿El qué?
─Todo ─repitió Bertha─. Los de la compañía de seguros mostráronse muy apenados. No pueden pagar el doble seguro, porque la muerte no se produjo accidentalmente. Sin embargo, ofrecieron pagar en seguida los cuarenta mil dólares del seguro sencillo. Le dijeron que podía aceptar el primer pago y reclamar judicialmente el otro. Le aconsejaron que hablase con un abogado.
─¿Qué más?
─Fue a ver a un abogado quien le aseguró que no sacaría nada de reclamar. Circula el rumor de que el mismo doctor Devarest robó el contenido de la caja y que luego, al ver que iban a descubrirle, se suicidó. Por otra parte era un enfermo.
─Cuénteme algo más de eso del suicidio.
─En el motor no encontraron nada que exigiese revisión. Funcionaba como un reloj. Tampoco encontraron huellas dactilares del médico. Parece como si el hombre hubiese querido ahorrar a su mujer el disgusto que le produciría el saber que su marido se había suicidado y que por ello fingió lo del accidente.
─¿Ha encontrado usted a la señorita Starr?
─Hasta ayer no presentó la reclamación en el Auto Club. Aún, no he hecho nada, acerca de eso.
─¿Por qué?
─No creo que a la señora Devarest le interese mucho encontrarla.
─¿Por qué no?
─Creo que había algo entre la secretaria y el doctor.
─¿Quién se lo ha dicho?
─La señora Devarest. Hasta ella han llegado bastantes murmuraciones. Dice que más vale enterrar lo pasado. Ayer celebróse el funeral.
─Muy interesante, ¿verdad?
─¡Mucho! ─gruñó Bertha.
─¿Qué le ocurre? ─pregunté, arqueando las cejas.
─He visitado a los mejores abogados de la ciudad. He pagado cincuenta dólares por sus consejos. Veinticinco a cada uno.
─¿Para qué?
─Los abogados estudiaron el caso y me dijeron que la señora Devarest no tiene base para ninguna reclamación. Aunque la muerte no fuera por suicidio, tampoco lo sería por causas accidentales. Lo mismo que tú dijiste. La señora Devarest ha hablado con su abogado, quien, de momento, le dijo que podía presentar una reclamación; pero luego, al reflexionar mejor, declaró que, realmente, no podía reclamar. La señora Devarest daría veinte mil dólares con tal de cobrar los cuarenta mil.
─¡Caramba!
Bertha Cool me miró enfurecida.
─¡En ningún rincón de tu maldito cerebro hay encerrado algún plan para cobrar ese dinero! Estoy segura de que ella daría hasta el setenta y cinco por ciento del seguro con tal de cobrar y fastidiar así a los de la compañía de seguros. Son unos bandidos. Se muestran muy apenados, lo lamentan mucho, quisieran pagar; pero se lo impiden las leyes de seguros. Si pagaran faltarían a la ley.
Apurando mi whisky con soda declaré:
─San Francisco es un lugar maravilloso. Me parece que me gustará mucho vivir aquí.
─¡Tú te vienes conmigo a sacarme esa castaña del fuego! ─rugió Bertha.
─Nada de eso; tengo un buen trabajo en perspectiva.
─Te vendrás con Bertha ─declaró, muy firme, mi jefe─. Debí de estar loca cuando te dejé marchar. Me he acostumbrado tanto a que me ayudes, que sin ti no puedo llevar mi negocio.
─Es inútil, Bertha ─repliqué─. Usted no podría soportar el compartir con otra persona su autoridad. Es demasiado individualista. Está demasiado acostumbrada a hacer su santa voluntad. Le gusta ordenar y mandar.
─Te equivocas por completo ─replicó Bertha─. Ya he pensado en todo eso. Acepto la proposición que me hiciste, con una condición.
─¿Cuál?
─La de que yo estaré en libertad de entrar y salir cuando me dé la gana. Pienso seguirme dedicando a la pesca.
─¿A qué se debe este súbito amor por la pesca?
─He estado pensando en el doctor Devarest. El pobre trabajó día y noche. Si se hubiera tomado la vida con un poco más de calma, dedicándose a pescar, o a otra diversión, hubiese vivido más. Yo estaba demasiado gruesa para hacer ejercicio; me encontraba siempre enferma y cuando me repuse comprobé que me moría de ganas de hacer ejercicio al aire libre. Ahora me encuentro perfectamente; como lo que se me antoja y no aumento de peso. Tú eres joven y ágil; no tienes por qué preocuparte de si engordas o no. Por lo tanto, llevarás el máximo peso del trabajo. Bertha seguirá pescando. ¿Aceptas en estas condiciones la asociación?
Sonriendo, repliqué:
─Puede pagar los whiskies, Bertha, pues como socio, yo los cargaría en gastos generales.
Bertha casi me tiró el bolso a la cara. Lo de cargar aquellas bebidas a la cuenta de la agencia era el colmo. Por fin, serenándose, declaró:
─Está bien, pagaré yo. Siempre ahorraremos algo, pues tú le darías una propina fabulosa al camarero.