EL despertador sonó a las seis menos cuarto. Estaba muerto de sueño. Necesité una ducha fría para conservarme despierto. Me afeité, vestí y dirigiéndome al garaje saqué el auto de la agencia. Me dirigí a las pistas de tenis municipales.

Lentamente las fui recorriendo todas.

A pesar de la hora estaban todas ocupadas por mujeres vistiendo pantaloncitos cortos o faldas amplias, y hombres con pantalones blancos y camisas de cuello abierto.

En el Griffith Park descubrí al fin una doble pareja jugando un reñido encuentro. Una de las dos mujeres me llamó en seguida la atención. Su cuerpo parecía un resorte y golpeaba la pelota con energía asombrosa, hasta el punto de que el hombre que luchaba contra ella estuvo varias a veces a punto de perder la raqueta.

Por la forma de jugar comprendí que la pareja adversaria no conocía a la muchacha, y que ésta, en cambio, debía de tener alguna amistad con el hombre con quien hacía pareja.

Otro de los detalles que observé fue una bicicleta apoyada contra la tela metálica de la pista.

Detuve el auto, encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar.

Al fin terminó el encuentro, los jugadores se despidieron, prometiendo encontrarse otro día, y a las ocho menos cuarto se separaron. La joven dirigióse a la bicicleta, recogió un sweater que colgaba del manillar, se puso una falda abrochada con una hilera de botones y, cogiendo la bicicleta, se dispuso a marcharse.

En aquel momento me acerqué a ella, quitándome el sombrero.

─Ha jugado usted muy bien ─le dije.

La mujer me miró fríamente.

─Muchas gracias ─replicó con acento helado.

─No se marche ─le dije, conteniéndola. Había desprecio en sus ojos─. Quisiera hablar con usted, señorita Starr.

En el momento en que mencioné su nombre, la joven iba a apoyar un pie en el pedal de su bicicleta. Interrumpiéndose, me miró llena de curiosidad.

─Perdone que me presente a usted de esta forma tan poco ceremoniosa. Sin embargo, tenía necesidad de verla antes de que leyese los periódicos de la mañana.

─¿Quién es usted? ─preguntó al fin.

Le tendí una de las tarjetas de la agencia. Después de examinarla, me preguntó:

─¿Qué dirán los periódicos de la mañana?

─Pues que al doctor Devarest le encontraron muerto en su garaje. Monóxido de carbono.

La joven señorita Starr me miró fríamente.

─¿Quiere sonsacarme algo? ─inquirió.

─Quiero decirle la verdad.

─¿Cómo ha dado conmigo?

─No hay muchas jóvenes aficionadas al tenis que se levanten temprano y vayan en bicicleta a las pistas.

─¿Y como averiguó eso?

─En sus guantes se encontró grasa de grafito de la cadena de una bicicleta. Una joven tan aficionada al tenis debía de jugar también en los días libres. Por lo tanto, debía tener otra raqueta de repuesto en su casa o piso. No tenía usted automóvil y su otra raqueta fue descubierta por la policía en el departamento de equipajes del auto del doctor Devarest.

─¡Pobre doctor! ─suspiró la joven─. Era muy valiente. Sufría la enfermedad de Bright. Desde hacía años notaba sus síntomas, sin hacer nada por curarse, llevando nota de los progresos que hacía la enfermedad. No le quedaba tiempo para dedicarlo al ejercicio físico. Yo estaba segura de que podría hacerle mucho bien un poco de deporte por las mañanas. Lo malo es que a esas horas no le llamaba ningún paciente. Todos esperaban, para avisarle, la noche, cuando ya estaba acostado.

─Y para que la señora no tuviese celos, el doctor le decía que por las mañanas debía visitar también a algunos enfermos, ¿no? ─pregunté.

La joven se encogió de hombros.

─No sé lo que le dijo. Sólo jugamos unas cuantas veces. ¿Qué le ocurrió?

─Al parecer, entró en el garaje. El motor de su auto no debía funcionar bien, y sin duda intentó ajustarlo.

─Conocía perfectamente el mecanismo de los motores de explosión ─declaró la señorita Starr.

─¿Y el chófer?

─Al doctor Devarest le molestaba que otro hombre le hiciese las cosas que él sabía hacer. Nunca se hacía llevar por el chófer. Éste se hallaba al servicio de la señora Devarest, que lo utilizaba como a un lacayo.

─¿Por qué se marchó usted en seguida que se descubrió el robo de la caja de caudales?

─Éste no es el momento ni el lugar más oportuno para explicarlo ─replicó la mujer, disponiéndose a montar en la bicicleta.

─Creo que se equivoca usted. El lugar y el momento no pueden ser más oportunos. Dentro de poco no lo serán. Su desaparición ha hecho recaer sobre usted las sospechas de la policía, que no tardará en encontrarla.

La joven dejó su bicicleta contra la cerca del alambre, y dijo:

─Está bien, hablemos. ¿Quiere que suba a su auto?

Asentí con la cabeza.

Sentóse a mi lado, inquiriendo:

─¿Pregunta usted o debo explicarlo yo todo sin olvidar nada en absoluto?

─Hable usted ─indiqué.

─¿Tiene un cigarrillo?

Le tendí uno, que encendió, recostándose luego contra el respaldo del asiento. Comprendí que trataba de ganar tiempo y no traté de forzarla, dejándola que fumase y reflexionara.

─Los motivos de mi marcha hay que buscarlos algo lejos ─explicó por fin.

─¿Muy lejos?

─Bastante.

─¿Por algo del trabajo?

─No, por algo que ocurrió hace mucho tiempo.

Por ello adopte el apellido Starr.

─¿Qué fue lo que ocurrió?

─Algo que yo deseaba olvidar y hacer que los demás olvidasen también.

─¿Qué fue?

─No importa al caso.

─Si lo supiera, tal vez podría ayudarla.

─No necesito ninguna ayuda.

─Eso es lo que usted cree. Está metida en un lío.

─¿Por qué?

─Unas joyas desaparecen. Una secretaria se esfuma. La policía no tiene mucha imaginación. Suma dos y dos y casi siempre obtiene el resultado de cuatro, aunque a veces suma seis u ocho. En el caso de ahora tal vez la suma sea de doce.

─Si me encuentra, procuraré convencerla de su error en la suma.

─Yo la he encontrado.

─¿Es usted la policía?

─No.

─Entonces, ¿qué es?

─Un investigador.

─¿Al servicio de quién?

─Del doctor Devarest.

─¿Con qué objeto?

─Con el de encontrarla a usted.

─Perfectamente; ya me ha encontrado. Y ahora, ¿qué?

─Tengo que comunicar la noticia a mi cliente.

─Está muerto.

─A su esposa.

La señorita Starr movió la cabeza.

─Nada de eso. Bajaré de este auto y me marcharé en mi bicicleta.

─¿Y si yo no se lo permitiese?

─¿Qué podría usted hacer?

─Llevarla a la comisaría más próxima.

─¿De veras quiere entregarme a la policía?

─No fueron ésas las instrucciones que recibí del doctor Devarest. Creo que a él le interesaba mucho más encontrarla a usted que a las joyas.

Durante unos segundos, la secretaria me observó atentamente.

─¿Qué quiere decir con eso?

─En la caja de caudales había algo que a él le interesaba mucho. Creía que la persona que abrió la caja también lo ambicionaba. El robo de las joyas fue sólo para disimular. Eso si es que las joyas llegaron a ser robadas. Pudo ser una excusa para llamar a la policía.

─¿Y él creía que yo me apoderé de lo que guardaba en la caja?

─Al parecer…

─No robé nada.

─A mí me contrataron para que la encontrase a usted ─dije─. Ya la he encontrado. Lo demás debe resolverlo usted con mi cliente.

─La señora Devarest no es su cliente.

Con una sonrisa repliqué:

─Me ha heredado.

─¿Sabe usted lo que se guardaba en la caja de caudales?

─No.

La joven fumó en silencio durante unos segundos, como vacilando entre decirme la verdad o buscar una buena mentira. Al fin, tirando la colilla, declaró:

─El doctor Devarest adoraba a Nadine Croy y a la pequeña Selma. Habría hecho cualquier cosa por defender su felicidad. ─Tras una breve pausa, la secretaria inquirió─: ¿Le dijo algo de eso?

─Usted es quien debe hablar; yo no soy más que un interesado oyente.

─¿Quiere decir que no me dirá si se lo explicó o no?

─No. Reservo para mí todo cuanto sé, a fin de comprobar lo cierto o lo falso de su relato.

─En realidad, apenas sé nada ─siguió la joven─. Walter Croy, el marido de Nadine, es un sinvergüenza. Ha estado abusando de su mujer. Quería tener junto a él, por lo menos durante algún tiempo, a su hija. Sus abogados presentaron un sinfín de demandas ante los tribunales, e incluso presentó, como prueba acusatoria contra su mujer que Nadine había ido a una fiesta. De pronto, sus relaciones se interrumpieron. No volvimos a saber nada de Walter. Fue por entonces cuando el doctor hizo instalar su caja de caudales.

─¿Tiene alguna otra prueba?

─Sí.

─¿Cuál?

─Algunos comentarios.

─¿Cree que el alejamiento de Walter Croy se debió a la intervención del doctor Devarest?

─Sí.

─¿En qué sentido?

─No lo sé. Es indudable que el doctor Devarest tenía algún arma peligrosa contra Walter. No creo que pueda llamarse chantaje; pero debía de ser algo por el estilo.

─Muy interesante. Por eso, después del robo de la caja, usted se marchó.

─Sí.

─Y luego jugó un partido de tenis con el doctor.

─¿Luego de qué?

─Luego de haberse marchado.

─No, el partido lo jugué antes.

─¡Ah! Entonces, jugó usted al tenis con él.

─Ya se lo he dicho.

─Pero no me dijo que jugara al tenis con el doctor el miércoles por la mañana.

─No fue el miércoles, sino el martes. Él marchaba de pesca el miércoles. Me marché el martes por la tarde.

─¿Dónde vive usted?

─Eso es asunto mío.

─¿Quiere usted que le cuente esa historia a la señora Devarest?

─No. Si tiene usted un poco de sentido común, no dirá ni una palabra. Lo que debe hacer es ir a ver a la mujer y decirle: «La muerte de su esposo ha puesto fin a mi trabajo. No creo que le interese pagarme ningún dinero por encontrar sus joyas. Abóneme una cantidad por el trabajo y el tiempo perdido hasta ahora».

─¿Por qué debo hacer eso?

─Porque ello redundará en beneficio de todos.

─Sin embargo, el doctor sospechaba que usted poseía la cosa esa que desapareció de su caja de caudales.

─No. Se equivoca usted. El doctor creía que yo estaba enterada de quién la tenía.

─¿Y está enterada?

La secretaria vaciló un momento, replicando al fin:

─No.

─¿Y no sospecha de nadie?

─No.

─Si el doctor Devarest estuviese vivo, usted no habría contestado tan rápidamente que no.

─¿Por qué?

─¡Ojalá supiera yo ese «por qué»!

─¿Puede darme otro cigarrillo? ─pidió.

Le tendí uno. Por la manera cómo lo encendió, comprendí que estaba reflexionando. De pronto, dijo:

─Tengo que bañarme y desayunarme. Usted no quiere entregarme a la policía, ni quiere tampoco perderme de vista. Hagamos un trato: yo le diré dónde vivo y usted me deja marchar.

─¿Dónde vive?

─En el Bel Aire. A unas cuadras de aquí, bajando por Vermont.

─¿Vive sola?

─No, comparto un piso con otra chica.

─¿No tenía una habitación en casa del doctor Devarest?

─Sí; pero durante la semana tenía un día libre, lo cual representaba poder estar fuera dos noches.

─¿Cuál era su día libre?

─El miércoles. Salía de casa el martes por la noche y volvía el jueves por la mañana.

─Es curioso ─comenté─. También el doctor Devarest hacía fiesta los miércoles; o, por lo menos, pensaba hacerla.

La señorita Starr me miró fríamente. Abriendo la portezuela, bajó del coche sin que yo tratara de impedirlo. Fue adonde había dejado su bicicleta, montó en ella y pedaleó calle abajo, sin volver siquiera la cabeza. Yo la seguí a cierta distancia. La vi entrar en el Bel Aire, dejando su bicicleta ante la puerta.

Bajé del coche, entré en una cabina telefónica y llamé a Elsie Brand, la eficiente secretaria de Bertha.

─¿Ha almorzado ya, Elsie? ─pregunté.

─Acabo de hacerlo.

─¿Puede hacer un trabajo?

─¿De qué clase?

─Se trata de destrozar una bicicleta.

─¿Con qué?

─Con su auto. Se trata de un trabajo para la agencia.

─¿Lo sabe Bertha?

─No.

─Entonces vale más que se lo diga, ¿no?

─Sería demasiado largo de explicar.

─¿Dónde está usted?

─Cerca del edificio Bel Aire, en la calle Vermont.

─¿Podré hacerlo y llegar a tiempo para abrir la oficina?

─Creo que sí. No le llevará mucho tiempo.

─Dígame exactamente lo que debo hacer.

─Escuche bien, Elsie. Venga por la calle que queda al Norte del Bel Aire. Haga sonar un par de veces la bocina para darme tiempo a marchar. Frente al edificio verá una bicicleta de mujer. Si cuando llega usted allí no está ya, o si no me ve al tocar la bocina, diríjase a la oficina y olvide el suceso.

─Perfectamente. Haré sonar la bocina. Usted estará allá y se largará. ¿Qué tengo que hacer con la bicicleta?

─Procure detener su auto junto a la acera, y, como no sabe guiar muy bien, aplastará la bicicleta de forma que sea imposible montar en ella.

─Y luego, ¿qué?

─Luego verá salir a una indignada joven vestida como para jugar al tenis.

─¿Qué debo hacer con ella?

─Usted está asegurada en el Auto Club, ¿no?

─Sí.

─Pues póngase muy fiera; dígale que no debía dejar su bicicleta allí, y a continuación cuéntele que está asegurada en el Auto Club y que ellos arreglarán lo que deba arreglarse. Dé su nombre y dirección a la mujer y márchese.

─¿Eso es todo?

─Todo.

─¿No he de intentar seguirla?

─Por nada del mundo.

─¿Qué más?

─Informe al Auto Club, y dígales que cuando se presente la reclamación por daños y perjuicios quiere usted ver todos los detalles.

─Perfectamente.

Colgué el receptor y regresé a mi auto. A los ocho minutos y medio oí el sonido de la bocina del auto de Elsie. Puse en marcha el mío, y mientras descendía por la calle Vermont, pude ver, por el espejo retrovisor cómo el coche de la secretaria de Bertha destrozaba la bicicleta de la señorita Starr.

Un momento después, torcía a la derecha y me alejaba de allí.