LA residencia del doctor Devarest se encontraba en un elegante suburbio de la ciudad. El sonido de las sirenas policiacas atrajo inquietas figuras a las iluminadas ventanas. Luego, cuando el gemido de las sirenas fue en aumento, las ventanas desaparecieron borradas por las cortinas, como si los vecinos quisieran ignorar lo ocurrido más allá de sus casas. Aquella procesión de sirenas hacía repugnante la noche.
El parque de bomberos trajo un pulmotor. La policía lo invadió todo. Reporteros gráficos impresionaron abundantes fotografías. Un delegado del coroner examinó el auto. El capot del motor había sido levantado como si alguien hubiera querido examinar el motor. En la mano derecha del doctor Devarest veíase una mancha de grasa. En el bolsillo izquierdo el doctor tenía una llave inglesa. El maletín del instrumental estaba en el suelo cerca de donde fue hallado el cadáver. El tanque de gasolina estaba lleno en su cuarta parte. Al parecer nadie había oído entrar al doctor. Nada indicaba el tiempo que el cuerpo había yacido allí.
El delegado del coroner me hizo indicar lo más exactamente posible la posición del cuerpo al ser encontrado por mí. Abrió luego el departamento de equipajes del auto y sacó dos estuches conteniendo raquetas de tenis.
Miré a la señora Croy, indicándole que no dijese nada.
El delegado del coroner examinó las raquetas, lanzó un gruñido y las volvió a examinar. Las dos mostraban señales de haber sido muy usadas. Una de ellas era muy pesada, de unas quince onzas, de grueso puño. La otra era más ligera, propia de mujer.
Por la expresión del delegado del forense mientras examinaba las raquetas, saqué la conclusión de que no entendía mucho de tenis y que las raquetas no significaban nada para él. Las volvió a meter en los estuches, dejándolas luego en el mismo sitio donde las encontró, dedicándose a buscar algo más. No halló nada y cerrando el guardamaletas pasó a registrar la parte delantera del coche. En el asiento veíase un par de guantes de piel de cerdo.
─¿Reconoce alguien esto? ─preguntó.
─Son del doctor Devarest ─replicó la señora Croy.
─¿Tenía costumbre de conducir con guantes?
─Sí.
─¡Hum! ─gruñó el delegado.
Luego trató de abrir el departamento de los guantes.
─¿Sabe alguien dónde está la llave? ─preguntó al ver que estaba cerrado.
─En el cuadrante, colgando de la llave de ignición ─indicó la señora Croy.
El coroner abrió el departamento. Se encendió una lucecita automática y la cabina apareció ocupada por varios estuches de joyas. El coroner abrió uno de ellos.
Estaba vacío.
─¿Conoce alguien el significado de esto? ─preguntó el hombre.
La señora Croy ahogó una exclamación. El coroner la miró curiosamente.
─Bien, ¿qué ocurre? ─inquirió.
─¿Están todos vacíos?
El delegado del coronel abrió los demás estuches.
─Sí, todos están vacíos… ¡Un momento! Aquí hay uno lleno. ─Lo abrió, sacando un anillo con una gran esmeralda rodeada de brillantes─. ¿Sabe cómo ha podido llegar esto aquí? ─preguntó a la señora Croy.
La mujer dominaba perfectamente sus nervios. Habló como si midiese, una a una, sus palabras.
─Esos estuches son muy parecidos a aquellos, en los cuales tía Colette, la señora Devarest, guardaba sus joyas. Estoy segura de que ese anillo le pertenece.
─¿Y qué hace esto aquí? ─preguntó el delegado del coroner.
─No lo sé.
Uno de los policías que habían llegado en los autos patrulla adelantóse, diciendo:
─Se ha presentado una denuncia con referencia a estas joyas. La caja de caudales del doctor Devarest fue robada el lunes por la noche o el martes por la mañana. Tenemos una descripción de todas las joyas. A ver… ─Sacó una lista y después de buscar un rato, leyó─: «Una esmeralda cuadrada, de tres quilates, rodeada por ocho diamantes blancos y montados en un aro de platino».
─¡Ésta es! ─declaró el delegado.
Los hombres cambiaron significativas miradas.
El policía volvióse hacia la señora Croy.
─¿Cómo es que eso está aquí? ─preguntó.
─No lo sé.
El policía volvióse hacia mí.
─Usted es un detective particular, ¿no?
─Sí.
─¿Qué le ha traído aquí?
─El doctor Devarest. Esperaba su regreso. Me había encargado de verificar ciertos puntos del robo de la caja.
─¿Qué puntos?
─No me los aclaró.
─Será mejor que hablemos con la señora Devarest ─indicó el policía.
─Terminemos antes con eso ─indicó el delegado del coroner─. Usted se llama Lam, ¿no?
─Sí.
─Dígame, exactamente, dónde estaba el cadáver cuando usted lo descubrió.
─En el sitio que le indiqué.
─No me lo indicó bastante bien. ¿Tiene alguien un trozo de tiza?
─Nadie lo tenía. Por fin el delegado del coroner encontró uno en su maletín.
─Perfectamente. Señale en el suelo el sitio donde estaba el cadáver. Indique dónde quedaba la cabeza, los brazos y los pies.
Tracé la silueta del cuerpo. Mientras lo hacía vi aparecer un rostro por la entreabierta puerta del cuarto de las herramientas. Era un rostro moreno, de labios carnosos. Sus ojos me miraban llenos de interés. Al parecer el hombre se disponía a entrar, pero habíase contenido para ver lo que yo hacía.
─No debía usted haber tocado el cadáver ─me reprendió el delegado del forense.
─Hasta después de haberlo tocado no comprobé que era un cadáver ─repliqué.
El delegado del coroner me quitó la tiza y guardándola ordenó:
─Que nadie toque este automóvil. Ahora tomaré las huellas dactilares de todo el mundo para confrontarlas con las que aparezcan en los estuches. Luego hablaré con la señora Devarest. Ustedes dos vengan aquí.
Tomaron nuestras huellas dactilares. El hombre a quien yo había visto por la puerta no estaba ya allí. Después que nuestras impresiones digitales fueron debidamente registradas, entrarnos en la casa, en compañía del oficial y del delegado del coroner.
La señora Devarest estaba en su habitación. La camarera anunció que la atendía el doctor Gelderfield, amigo del doctor Devarest, que había acudido por si podía ser de alguna utilidad. Se le avisaba siempre que la señora Devarest se encontraba enferma. Los médicos no atienden a sus propios familiares, y cuando el padre del doctor Gelderfield estaba enfermo, era atendido por el doctor Devarest.
El doctor Gelderfield era un hombre alto, delgado, de mentón muy firme, que hablaba con meticulosa precisión, como tratando de impresionar a sus oyentes. Al cabo de un momento anunció que la señora Devarest no debía ser molestada, pues sufría una gran conmoción nerviosa.
─Le acabo de aplicar una inyección. Pueden ustedes pedirle que identifique su anillo. ¡Y nada más!
El delegado del coroner y el policía entraron en el dormitorio. El doctor dijo a la señora Croy y mí:
─Ustedes quédense aquí. ─Luego siguió a los otros.
La señora Croy me miró.
─¿Qué conclusión saca usted? ─preguntó.
─¿De qué?
─Ya lo sabe usted. De todo. De que los estuches de las joyas hayan sido encontrados en el auto.
─Puede significar muchas cosas.
─Diga alguna por ejemplo.
─Muchas. Una de las llamadas telefónicas a las cuales respondió el doctor, pudo ser del ladrón que ofrecía vender las joyas. Puede que el doctor le diese el dinero y al volver al garaje…
─En ese caso, ¿qué ha sido de las joyas? ─preguntó la señora Croy.
─Estuvo bastante tiempo tendido en el suelo, antes de que le descubriésemos ─dije─. Cualquier persona pudo abrir el departamento utilizando la llave que estaba en el cuadro.
La mujer reflexionó un momento sobre mis palabras.
─No se puede quitar la llave de la ignición estando el motor en marcha ─dijo.
─No trato de convencerla de eso. Es una idea como otra cualquiera.
─No encaja.
─Está bien, no encaja.
Abrióse la puerta del dormitorio, dando paso al doctor Gelderfield.
─¿Es usted el detective? ─me preguntó.
─Sí.
─Quiero decir si es usted el detective que contrató Hilton.
─Sí.
─La señora Devarest quiere verle. Está muy nerviosa. Ha sufrido una gran conmoción. Le he aplicado una inyección. Empieza a surtir efecto. Procure ser breve. No discuta con ella. Dígale algo tranquilizador. No importa lo que sea.
─¿Una mentira?
─Sí. Dígale cualquier cosa. Tranquilícela. Quiero que duerma.
─¿Cuándo podré entrar?
─Tan pronto como salgan los otros. Ya salen.
El delegado del coroner y el oficial del auto patrulla salieron del dormitorio. Hablaban en voz baja. No parecieron fijarse en la señora Croy ni en mí. El doctor Gelderfield me indicó con un movimiento de cabeza que entrase en el dormitorio, y cuando la señora Croy hizo intención de seguirme, la contuvo con un ademán.
Entré en el aposento. El doctor me siguió, cerrando suavemente la puerta.
La señora Devarest estaba sentada en la cama, apoyada en tres almohadas. Llevaba un salto de cama azul. Sin duda, el doctor Gelderfield y la doncella la habían desnudado a toda prisa. Sus medias estaban en el suelo y su traje sobre la cama. Un corsé de sucios cordones se veía sobre una silla. Indudablemente a Colette Devarest no le hubiera gustado recibir así a ningún visitante masculino.
Sus saltones ojos me miraron como si tuvieran dificultad en verme. Su voz temblaba.
─¿Cómo dice que se llama? ─preguntó.
─Donald Lam.
─¡Oh, sí! Lo había olvidado. Fue la emoción. ─Parpadeó unos momentos─. Quiero que continúe adelante.
─¿A qué se refiere?
─A la investigación. ¿Sabe lo que insinuaron esos hombres?
─¿Qué?
─Pues que Hilton robó las joyas… No lo hizo… Debe vindicarse su buen nombre… No tenía dificultades monetarias… ganaba mucho dinero… cuarenta mil dólares en un seguro de vida… doble si moría de accidente… Usted lo arreglará todo para mí, ¿verdad, señor?… ¿Cómo se llama?
─Lam.
─¿Verdad que lo hará, señor Lam?
─Seguiré trabajando ─prometí.
─Hable conmigo mañana.
─Sí usted lo desea…
─Sí, lo deseo.
─¿A qué hora?
─Después del desayuno.
─No antes de las diez y media ─dijo el doctor Gelderfield.
La mujer le miró.
─Quiere que duerma; ¿verdad, Warren?
─Sí.
─Procure descansar, señora ─dije─. Nuestra agencia se encargará del caso. Trabajaremos día y noche. No debe preocuparse por nada. Descanse cuanto le sea posible.
El doctor retiró algunos de los almohadones.
─Es lo mejor que puede usted hacer, Colette. Deje que este joven se haga cargo de todo. Ya lo ha arreglado todo. No se preocupe más de ello.
─No me preocuparé ─murmuró, soñolienta, la mujer.
El doctor Gelderfield me indicó que saliese del cuarto. Lo hice de puntillas.
─¿Qué quería? ─me preguntó la señora Croy.
─Que vuelva mañana a las diez y media ─contesté.
Una llamarada de ira se encendió en los ojos de mujer.
─¡Es usted muy bromista! ─declaró, volviéndome la espalda.