EN la primavera y a finales de otoño, la California del Sur padece unas violentas tempestades de viento que vienen del desierto y que se conocen con el nombre de «santanas» o «Santa Anas». En las horas que las preceden el cielo se muestra claro y sin polvo. Los detalles más lejanos se perciben con diáfana claridad. El aire es caliente, sin vida. Los trajes de seda natural o artificial crujen a causa de la electricidad estática.
De súbito, una ráfaga de viento llega del Noroeste. Es un viento cálido, seco, que llega cargado de unas partículas de polvo tan finas que se filtran por entre los labios y se incrustan en los dientes. Por lo general, esos vendavales soplan durante tres días y tres noches. Las partes protegidas del viento acusan, sin embargo, los efectos del seco y sofocante aire. Los nervios se excitan. La gente se muestra nerviosa e irritable. El sudor es secado por el viento y el rostro se cubre de polvillo.
Permanecí en el estudio del doctor Devarest, meditando. La estancia daba a un balcón, y cuando el calor se hizo tan intenso que pareció como si no hubiese ninguna ventana abierta, me asomé a dicho balcón.
Una mirada del estrellado cielo me informó de que se acercaba el santana. Las estrellas brillaban con tal luminosidad que el cielo parecía rebosar de ellas. En el exterior el aire era sofocante como dentro del estudio.
Abandoné el balcón. Me dirigí el aparato indicado por el médico y abriendo una puertecita encontré unos cuantos libros, saqué tres o cuatro, arreglé la lámpara de lectura y empecé a leer.
Al terminar el tercer capítulo del libro elegido, empezó a soplar el viento. La casa estremecióse ante la violencia de la primera embestida. Oí el batir de numerosas puertas y correr de gente. El estudio se hallaba orientado hacia el Suroeste y por ello el viento no sopló directamente hacia el balcón. Sin embargo me vi obligado a cerrarlo, debido a las filtraciones de fino polvillo.
Volví a mi libro y empecé a interesarme por el argumento. El doctor Devarest era un buen juez por la que hacía referencia a las novelas de misterio. Aquel libro me dio la impresión de estar trabajando en el caso que relataba. El tiempo pasó sin que lo notara.
Una puerta abrióse a mi espalda.
Mis nervios siempre se resienten de esas tempestades de viento. Soltando el libro, me incorporé de un salto.
Nadine Croy estaba en el umbral, mirándome con sus negros e inquietos ojos. Mi sobresalto la hizo sonreír ligeramente.
─¿Espera usted al doctor? ─preguntó.
─Sí.
Consulté mi reloj. Eran las once menos veinte.
─Me dijo que todo lo más volvería a las nueve y media.
─Ya, lo sé ─replicó la mujer─. Es muy distraído y nunca se sabe cuándo volverá de sus visitas nocturnas. La señora Devarest ha pensado que tal vez preferiría usted volver mañana por la mañana.
─¿Les molestaría que aguardase? ─inquirí.
─Podemos arreglarlo de forma que usted espere aquí… si está seguro de que eso es lo que el doctor desea.
─No sé lo que el doctor desea ─repliqué─. Sólo sé lo que yo deseo. Necesito algunos informes que él debe darme, Aguardaré hasta que vuelva.
─Tal vez yo pueda ayudarle.
Expresé ciertas dudas acerca de ese punto. La mujer me observó un momento, después cerró la puerta del estudio y dijo:
─Siéntese, señor Lam. Tal vez podemos poner algunas cartas sobre la mesa y entendernos mutuamente.
Me senté. En sus ojos percibí una tragedia. Aquella mujer debía de temer algo. Acaso todo se limitaba a que sus ojos eran demasiado grandes para su rostro. Al fin dijo:
─Lamento que el doctor Devarest le contratase.
No repliqué nada a eso.
Nadine Croy, sin duda con intención de sonsacarme, añadió:
─Lo lamento porque sé lo que usted persigue.
─¿Las joyas? ─pregunté.
─Las joyas… ─replicó despectivamente─. Usted debe recobrar las cosas que él tenía en la caja.
─Tal vez usted sepa más que yo ─sugerí.
Observé que parpadeaba como reflexionando sobre la posibilidad de que yo estuviese diciendo la verdad; luego movió la cabeza, replicando:
─No, el doctor Devarest tenía que ser franco con usted. Lo que debe recobrar son las cosas que él guardaba en la caja de caudales; las cosas que yo no debía conocer.
Permanecí inmóvil.
─Veo que no es usted muy comunicativo.
─Hasta ahora no tengo nada de qué hablar.
─Podría decirme si mi tío ha sido franco con usted.
─Eso deberá preguntárselo a él.
─¿Ha averiguado algo acerca de la señorita Starr?
─Para eso aguardo.
─¿No puede explicarse mejor?
─Necesito registrar su habitación. Quiero echar un vistazo a las cosas que ha dejado.
─La policía lo registró ya todo.
─Lo sé. De todas formas quiero examinarlo.
─¿Quiere que yo se lo enseñe?
─¿Por qué no?
─No sé. Se muestra usted tan reservado… Como si sospechara algo de mí.
Dirigí una sonrisa a mi interlocutora.
─Nunca sospecho de nadie hasta haber encontrado alguna prueba que me dé pie para ello.
─Entonces, vamos.
Dejé el libro boca abajo sobre una mesita colocada junto al sillón y seguí a Nadine Croy a través del dormitorio del doctor Devarest, luego a lo largo de un corredor, por una escalera hacia el otro extremo de la casa. Nadine abrió una puerta, anunciando:
─Aquí es.
La habitación estaba sencillamente amueblada y decorada. Veíase una blanca cama de hierro, un tocador de madera, con un espejo muy grande, una mesa escritorio con muchos cajones, un cuartito ropero, un botiquín colocado sobre un lavabo, un viejo sillón de cuero; una mesita con una pantalla, tres sillas de recto respaldo, una mesita de noche junto a la cama y un despertador barato, sencillo, cuyo metálico tic˗tac se oía claramente.
─¿Quién le dio cuerda al despertador? ─pregunté.
─¿Qué quiere usted decir?
─La señorita Starr se marchó ayer.
─Sí, ayer tarde.
─Ese reloj es de los que tienen cuerda para veinticuatro horas, ¿verdad?
─No sé. Supongo que sí.
─Aunque le hubiera dado cuerda ayer por la mañana, ya se habría terminado.
La mujer replicó, vagamente:
─No sé. La policía ha estado aquí. Tal vez ellos…
Cogí el despertador y traté de darle cuerda. Casi no le quedaba. La campana debía haber sonado a las seis y cuarto. Estaba detenida.
─¿Quiere echar un vistazo? ─preguntó Nadine Croy.
─Sí. ─contesté.
La mujer pareció vacilar entre dejarme solo o no. Al fin sentóse en una silla, vigilándome mientras yo registraba el cuartito ropero y los cajones de la mesa.
─La policía lo registró ya todo ─repitió una vez más.
─Ya lo sé. Busco las cosas que pudieron pasarles por alto.
─¿Qué cosas?
Mostré un par de guantes de piel de cerdo.
─Como éstas, por ejemplo.
─¿Qué les encuentra?
Me acerqué con los guantes a la luz de la mesita.
─¿No nota usted nada en ellos? ─inquirí.
─No.
Saqué un pañuelo y envolviendo con él el dedo índice lo pasé por los dedos de los guantes, mostrando luego la mancha de grasa que había quedado en el pañuelo.
─Grasa de grafito ─dije─. Tiene su utilidad, pero no es tan corriente como las grasas vulgares. ¿Son los guantes de la señorita Starr?
─No lo sé. Supongo que sí. Estaban en el tocador, ¿verdad?
─Sí.
─Entonces deben de ser de ella.
─¿Puede explicarme la causa de que estén manchados de grasa de grafito?
─No.
─Es reciente, ¿lo ve? Durante los últimos días la secretaria debió de trabajar con alguna máquina. ¿Tenía auto?
─No, utilizaba el tranvía o el autobús. Eso en los días que tenía libres. En los demás días, siempre que salía iba en el auto de tía Colette.
─En el ropero he visto unas zapatillas de tenis con suela de goma y unos calcetines cortos que huelen a sudor y a goma.
La señora Croy sonrió.
─La señorita Starr es aficionada al deporte. Siempre que lograba convencer al chófer, jugaba un ser de tenis.
─¿Le quedaba tiempo libre para jugarlo?
─Sólo por las mañanas.
─¿A qué hora empezaba a trabajar?
─Se desayunaba a las diez y en seguida empezaba su trabajo. Tenía que llevarle el correo a tía Colette que abría las cartas mientras tomaba el café y dictaba las contestaciones.
─Entonces el tenis lo jugaba antes del desayuno. Queda explicado que el despertador estuviese puesto a las seis y cuarto.
La señora Croy evidenció algún interés.
─¡Empieza usted a descubrir cosas!
No repliqué nada.
Abrí el botiquín, examinando las botellas y frasquitos.
─¿Es éste su cepillo de dientes?
La señora Croy echóse a reír.
─En realidad no sabría identificar el cepillo de dientes de la señorita Starr. Es un cepillo de dientes y está aquí. ¿Qué importancia puede tener el que lo sea o no?
─La tiene, porque si lo es; demuestra que se marchó muy precipitadamente.
─No se preocupe por eso. Puedo asegurarle que se marchó muy de prisa. Como puede ver ni volvió a su habitación a recoger sus cosas.
Hundí las manos en los bolsillos y sentándome en el escritorio, clavé la vista en el suelo.
─¿Dónde está la raqueta de tenis? ─pregunté al fin.
─¿Qué quiere usted decir?
Hice un vago ademán.
─Todo demuestra que la señorita Starr abandonó la casa sin volver a su cuarto. Aquella mañana estuvo jugando al tenis. Eso es casi seguro. Para jugar al tenis hace falta una raqueta. Y las raquetas se guardan en una funda junto con las pelotas. Sin embargo, no he podido encontrar ninguna raqueta.
─¿Está seguro?
─He registrado bien el cuarto. No hay ninguna.
La señora Croy evidenció una gran perplejidad.
─La señorita Starr tenía una raqueta. Estoy segura.
─¿Dónde está?
─No sé… Verdaderamente es muy extraño.
Permanecimos callados durante un minuto. Oíase el latir del reloj y el soplar del viento. Oía también un golpear continuo a la puerta de mi subconsciente. Era un ruido en el que hasta entonces no me había fijado. Al fin creí identificarlo. Se trataba, sin duda, del zumbido del motor de una nevera eléctrica.
─¿Está cerca de aquí la cocina? ─pregunté.
─Sí.
─Creo que alguien se ha dejado abierta la nevera.
─¿Por qué?
─Por el ruido del motor.
La señora Croy prestó atención
─Vayamos a ver ─dijo, al fin.
La seguí por un pasillo hasta una moderna cocina toda esmalte y electricidad. En un extremo veíase una gran nevera eléctrica. Estaba cerrada y el motor parado. No se oía rumor alguno.
─Volvamos al cuarto y escuchemos ─dije.
Al entrar en el pasillo que daba al lado de la casa ocupado por la servidumbre volví oír el ruido.
─¿Dónde está el garaje? ─pregunté.
La mujer me lo indicó.
─Vayamos hacia allí ─dije.
La señora Croy me guió, encendiendo las luces. Llegamos a una habitación llena de herramientas; neumáticos y latas. El zumbido del motor era clarísimo y el mismo que se oía en el cuarto de la señorita Starr. La señora Croy abrió la puerta del garaje. Nos asaltó una bocanada de aire caliente y cargado de vapores de combustión. Eché una mirada, salté hacia atrás, cobré aliento y corrí a abrir las puertas del garaje. Abrí la que daba frente al auto, cuyo motor estaba en marcha. Tratábase de un coupé muy viejo, con señales de haber estado mucho tiempo al aire libre.
El garaje se ventiló en seguida. En seguida me acerqué al cuerpo del doctor Hilton Devarest y lo arrastré al exterior. Nadine Croy me ayudó a llevarlo.
En cuanto pude examinar el rostro del médico comprendí que era inútil. Aquel color lo había visto ya en otras caras. Era una rojez característica de la asfixia por monóxido de carbono.
El doctor Hilton Devarest estaba completamente muerto.