EL propio doctor Gelderfield acudió a abrir en respuesta a mi llamada. Su expresión era la de un hombre a quien molestaban en un momento inoportuno. Sin embargo, al ver quién era su visitante, se animó un poco.

─¡Bien, bien! ─exclamó─. ¡Es el señor Lam, nuestro valiente luchador! Entre usted. Hoy he dado fiesta a mi doncella y tengo que abrir yo mismo la puerta. Siempre he temido estas noches, porque son las de más trabajo. Todo el mundo necesita al médico.

Le seguí hasta un saloncito de espera, donde había varias sillas y sillones.

─Esto es para las visitas ─explicó─. Luego pasaremos a otra parte del edificio. Supongo que no tendrá mucha prisa.

─Mientras esté aquí no tendré ninguna prisa.

─¡Magnífico! ¡Quiero hablar un buen rato con usted! Hay algo que me preocupa. Se trata de mi cliente y de la suya. Me refiero a la señora Devarest.

─¿Qué ocurre?

Gelderfield frunció el entrecejo.

─Me tiene preocupado. Sentémonos. ¿Quiere beber algo? ¿Un whisky con soda? No le acompaño, porque nunca sé si me llamarán para asistir a algún enfermo. Iré a buscar el hielo a la nevera. Lo demás está todo aquí. Mientras lo preparo, acomódese bien. Perdone si alguna vez me he mostrado un poco brusco con usted. Es que no sabía la clase de persona que era usted.

Me dejé caer en un sillón. El saloncito era muy agradable, con sillones profundos, luz tamizada, una gran mesa llena de revistas y libros. Todo olía a tabaco bueno.

Desde la cocina llegaba hasta mí el entrechocar de los cubitos de hielo. Al fin regresó con una botella de whisky escocés, otra de agua mineral, un alto vaso lleno de cubitos de hielo y metido en una especie de cestito de paja para que la humedad del vaso no molestara.

─Sírvase, Lam ─invitó, colocando ante mí lo que había traído─. Perdone que no le acompañe. Disfrutaré viéndole beber. Dio usted una gran exhibición de destreza al pegarle al delegado de la compañía de seguros.

Sonreí, y contesté:

─Antes, todo el mundo se atrevía conmigo. Bertha Cool se gastó un puñado de dinero haciéndome tomar lecciones de jiu˗jitsu. Algo me ha quedado de todo ello.

─Puede decirlo. Siempre me ha gustado ver cómo un hombre pequeño zurra a uno grande.

Me serví el whisky.

─¿Iba a decir algo de la señora Devarest? ─pregunté.

Gelderfield asintió, luego se contuvo y se miró pensativo. Al fin dijo:

─Mi cliente, o sea la señora Devarest, está muy enferma. Mucho más de lo que parece. Es necesario tranquilizarla, hacer que olvide. Por algunas razones sospechó que su secretaria, Nollie Starr, tenía relaciones íntimas con su marido. Su odio hacia ella la dominó por completo. Yo me esfuerzo por hacer que olvide a esa mujer; pero no puedo.

─Sobre este respecto tengo algo muy importante que decirle.

─¿Ha ocurrido algo?

─Sí; este mediodía fui al piso de Nollie Starr. Entré con una llave maestra, pues quería registrar el sitio.

─¿Para qué?

─Para explicarlo tendré que retroceder un poco. Descubrí que Rufus Bayley, el chófer, tiene antecedentes policiales.

─Creo haberlo oído decir por radio ─contestó el doctor Gelderfield─. La declaración de Bayley me pareció un cúmulo de mentiras.

─Yo hice que me consiguiese las joyas.

─¿Cómo sabía que él podía obtenérselas?

─Tenía motivos para creerlo.

─¿Y se las dio?

─Sí.

─¿Dónde las tiene?

─En mi poder.

─¿Se lo ha dicho a la señora Devarest?

─No.

─¿Tiene la señorita Starr…? ─Al llegar aquí, el médico se interrumpió.

─Continúe ─invité.

─¿Tiene algo que ver con la desaparición de esas joyas?

─Creo que sí.

─Me lo temía. ¿Aún no ha dicho nada a la señora Devarest acerca de las joyas?

─No.

─No le diga nada aún. Tenemos que buscar alguna manera de devolverle las piedras. Si no vamos con tiento, provocaremos una reacción grave en la pobre mujer.

─Tal vez ya lo sepa todo.

─No lo creo. Estoy seguro de que me lo hubiese dicho.

─Tal vez no.

─Quizá ─meditó el doctor.

─Perfectamente, seguiré con mi declaración ─dije─. Este mediodía me presenté en casa de la señorita Starr, abrí con una llave maestra. De momento creí que el piso estaba vacío, como era lógico, teniendo en cuenta la hora. Pero me equivocaba. Había alguien.

─¿Quién?

─Nollie Starr.

─¿Qué hizo?

─Nada. Estaba muerta.

─¡Muerta!

─Sí.

─¿Desde cuándo?

─No debía de hacer mucho. La habían estrangulado con un cordón rosa de corsé. Se lo anudaron al cuello. Para hacer más fuerza, se utilizó una mano de almirez. Fue como si le dieran garrote. No sé que demostrará la autopsia; pero no me extrañaría que dijesen que antes de estrangularla la golpearon con la mano del almirez.

Durante unos momentos, el rostro del doctor expresó incredulidad y sorpresa. Sin duda quería decir algo, pero luchó contra el impulso.

─El asesinato se cometió sólo unos minutos antes de mi llegada. El cuerpo estaba aún caliente. No se notaba el latido del pulso. Desanudé el cordón y telefoneé pidiendo un pulmotor. Luego me marché. No podía hacer otra cosa. Una de las mujeres de la limpieza me vio salir del piso de Nollie Starr. Eso y otros detalles han puesto sobre mi pista a la policía.

─Pero ¿no puede usted demostrar su inocencia? No creo que sea corriente que un asesino telefonee al hospital pidiendo socorro para su víctima.

─Podrían hacerlo de estar seguros de que sus víctimas estaban muertas. Sería una buena coartada. Por lo menos, así lo vería la policía. De todas formas, ocurra lo que ocurra, no puedo dejar de mantenerme en circulación.

─¿Por qué?

─Porque creo estar a punto de resolver todo el problema. En las próximas veinticuatro horas se dilucidará todo el asunto. Por eso he venido a verle.

─¿Qué quiere usted que haga?

─Necesito que me encuentre algunos síntomas graves que me permitan refugiarme en un hospital, donde nadie me moleste. Dentro de veinticuatro horas me encontrará usted lo bastante mejorado para poder salir a la calle. Usted me administrará un sedante… que yo no tomaré, desde luego.

─Éticamente no puedo hacer eso ─dijo el médico.

─¿Por qué? Quizás esté con los nervios deshechos.

─No presenta usted ningún síntoma. Además, si he de decir que le he administrado un sedante, se lo debo administrar. Y si lo hiciese, dormiría usted veinticuatro horas seguidas.

─Discutamos ese punto…

─Es inútil, Lam. Por mucho que me diga no me convencerá. ¡Ojalá pudiese complacerle!

─El arma con que se dejó sin sentido a Nollie Starr fue una mano de almirez. El cordón con que la estrangularon era de corsé. Como puede ver, ninguna de las dos cosas son armas propias de un hombre.

─¿Por qué no? ─preguntó nerviosamente─. Un hombre puede ser lo bastante, listo para utilizar unas armas que enfocarán las sospechas hacia una mujer.

─Desde luego; pero no lo creo posible.

─Aunque fuese una mujer…

─Un momento, doctor. La noche en que mataron al doctor Devarest, yo entré en el cuarto de la señora Devarest. Sobre una silla vi un corsé con cordones rosados.

─Le puedo asegurar que casi todas las mujeres usan corsés con cordones rosados.

─Recuerde que el teniente Lisman interviene en este asunto. No tardará mucho en interrogar a la señora Devarest. Supongamos, aunque sólo como mera suposición, que encuentra el corsé y ve que el cordón ha desaparecido. Y supongamos, también, que se da cuenta de que en la cocina no hay mano de almirez.

─¡Tonterías!

Encendí un cigarrillo y fumé en silencio.

─Aun así…, podría tratarse de una trampa ─dijo el médico.

─No lo niego, ni me extraña que la apoye usted con tanta decisión.

─No apoyaría a una asesina por el solo hecho de ser mi cliente. Pero conozco muy bien a la señora Devarest… Sé que le hubiera sido imposible hacer nada de cuanto usted explica.

─¿Habla usted como lo haría de un enfermo corriente?

─¿Qué quiere decir con eso?

─Pensé que tal vez sus sentimientos hacia ella eran más íntimos.

Seguí fumando y dejé que el hombre reflexionara sobre mis palabras.

─¿Qué podemos hacer? ─preguntó.

─Yo no puedo ir a casa de la señora Devarest. En primer lugar, porque la policía debe de estarla vigilando; y en segundo lugar, porque, si me pescasen, descubrirían que he estado aquí. Si yo registrara la cocina, en busca de una mano de almirez, todos se darían cuenta de lo que estaba haciendo y se descubriría la verdad. Tampoco podría encontrar una buena excusa para meterme en el cuarto de la señora Devarest y ver si el cordón está o no en el corsé. En cambio, usted podría hacer fácilmente las dos cosas. A nadie le extrañará que un médico visite a su enferma. Una vez allí, podría decir que era necesario aplicar una inyección a la señora Devarest e ir usted a hervir la aguja y la jeringuilla en la cocina. Allí podría buscar la mano de almirez.

─¿Y si no la encontrase?

─¿Quién le prepara aquí la comida?

─Casi siempre como fuera. Tengo una criada que limpia la casa y guisa para mi padre. El pobre no puede levantarse de la cama.

─¿Sabe si le prepara puré de patatas?

─¿Por qué?

─Porque entonces es seguro que tendrá una mano de almirez en la cocina. Métala usted en su maletín, y si a usted le es imposible encontrar una mano de almirez en casa de la señora Devarest, procure que a la policía no le ocurra lo mismo y no deje de encontrar una.

─¿Está usted loco, Lam? ─preguntó Gelderfield─. Soy un médico famoso. No puedo hacer una cosa semejante.

─La señora Devarest es su cliente y su amiga. También es cliente mía. Quiero que cobre los cuarenta mil dólares y me dé mi parte. Ni a usted ni a mí puede interesarnos que la detengan. Mientras usted va a su casa, yo puedo quedarme aquí. Al volver puede decirme lo que ha descubierto y enviarme al hospital. Mientras esté allí podré reflexionar sobre los acontecimientos.

─Si hiciera eso, faltaría a la ética de mi profesión.

─A todo médico le llega un momento en que debe recordar que es tanto un hombre como un médico. Los deberes profesionales están muy bien mientras las cosas siguen su curso normal; pero cuando se descarrían, vale más tirarlos por la ventana.

Gelderfield se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto. Yo seguí fumando, aunque los movimientos del médico empezaban a ponerme nervioso. Me levanté y fui hasta la ventana. No pude ver nada.

El doctor debió de cambiar de opinión con respecto al alcohol, pues le oí destapar la botella de whisky. Sonaron sus pasos en la escalera, subiendo hacia el primer piso, donde estuvo un rato, bajando después y metiéndose de nuevo en la cocina. Un momento más tarde, salió de la cocina, recogiendo su maletín cargado de instrumental.

─¿Lo ha encontrado? ─pregunté.

─No sé ─murmuró─. No quiero decir nada. Me ha hecho pensar usted mucho. ¿Cree que la policía registrará la cocina?

─Sí.

─¡Lástima! Si las tiendas estuvieran abiertas, podríamos comprar tantas manos de almirez como nos diera la gana.

─A la policía no le habrá pasado por alto semejante posibilidad.

El doctor se fue con el maletín a la cocina y volvió poco después, con la boca fuertemente cerrada.

─Está bien, Lam ─dijo─. Haré lo que usted quiera. Habrá conseguido lo que nadie hasta ahora había logrado: hacerme faltar a nuestro código.

─Está bien ─repliqué─. Dese prisa. ¿Quiere que conteste si llaman por teléfono?

─Puede tomar los recados que me den.

─Quizá sea un poco peligroso.

─¿Y si yo quiero llamar?

─Entonces, tan pronto como haya marcado el número y oiga la señal de llamada, cuelgue el aparato y corte la comunicación. Espere medio minuto y vuelva a llamar. Ésa será la señal de que es usted quien me llama.

─Está bien ─aprobó el médico.

─¿Me enviará al hospital?

─Tendré que darle una inyección.

─¿No ha dado nunca a una persona nerviosa una inyección de agua esterilizada, diciéndole que era sulfato de morfina?

Al médico se le iluminó el semblante.

─¡Es verdad!

─Puede decir que padezco de histerismo nervioso. Habré venido a pedirle una inyección y usted me la habrá dado de agua esterilizada. Bajo la impresión de que me ha dado de verdad una inyección soporífera, habré empezado a dormirme. Usted podría…

─En tales circunstancias podría acomodarle en mi casa y llamar a una enfermera para que cuidase de usted y le vigilara. Tan pronto como le viera dormido, la enfermera saldría del cuarto.

─¿Habrá algún medio de salir de ese cuarto?

─Puede salir por la ventana, saltar al techo de la galería y bajar de allí por uno de los pilares. Podría volver al cabo de una hora.

─¿Y la enfermera no se quedaría a vigilarme?

─No. Le creería un paciente de buena fe, que está durmiendo los efectos de lo que ha creído una inyección de morfina.

─¿Cuánto tardaría usted en conseguir la enfermera?

─Veinte minutos.

─Perfectamente. Me gusta la idea. Puede usted marcharse.

Un momento después, oí alejarse el auto del médico. Me acomodé en las profundidades de un sillón, me serví otro trago de whisky con soda y lo bebí pausadamente. Luego acomodé los pies en un taburete y empecé a fumar.

En la casa reinaba un anormal silencio. No se oía ni crujir el entarimado, ni llegaba hasta mí el más mínimo rumor de tráfico. La sala aquella era un verdadero refugio contra el ruido.

Me desperecé. Me envolvía un suave calorcito. El sopor iba apoderándose de mis ojos. Sólo mediante un gran esfuerzo conseguía fijar la vista en mis manos.

En mi cerebro empezó a sonar una llamada de alarma. De momento no quise oírla; pero tan insistente se hizo, que al fin, poniéndome en pie y conservando difícilmente el equilibrio, me dirigí a la cocina. Encontré un tramo de escaleras y subí por él, a costa de un esfuerzo violentísimo.

Subí al primer piso y atravesé lo que supuse el cuarto de baño del médico. Al entrar en el cuarto adyacente, vi tendido en una cama a un hombre de unos setenta años. Tenía los ojos cerrados, la piel marfileña y brillante, la boca abierta. Me incliné a oírle respirar.

Lo hacía entrecortadamente, con grandes e irregulares esfuerzos. En algunos momentos creí que estaba muerto.

Quise tocarle y perdí el equilibrio, cayendo sobre él, sin que por eso se moviera ni dijese nada, continuando con su extraña respiración.

Le sacudí violentamente. Por fin movió un brazo, pero siguió con los ojos cerrados, Le abofeteé suavemente y, por fin, me miró vidriosamente.

─¿Es usted el padre del doctor Gelderfield? ─pregunté con voz que sonó muy lejana en mis oídos.

Tardó varios minutos en coordinar sus ideas. Se movieron sus párpados. Repetí la pregunta.

─Sí. ─respondió al fin, con voz débil y mortecina.

Concentrando toda mi energía y voluntad, logré conservar mis ideas lo suficientemente claras para preguntar, a continuación:

─¿Le cuidaba el doctor Devarest?

─Sí.

─Ahora ya no le atiende, ¿verdad?

─No… Se ha marchado.

─¿Cuándo le visitó por última vez?

─Hace mucho…, una semana.

─¿Cuál fue el último día en que vino aquí?

─No sé.

─¿Recuerda si había estado pescando aquel día?

─Sí… había estado pescando… Luego… en el garaje…

A lo lejos sonó el timbre del teléfono. Dos llamadas y nada más. Era la primera parte de la señal. El doctor Gelderfield me llamaba. Traté de consultar la hora, mas no pude hacerlo. Mis ojos se negaban a ver las saetas del reloj. Cuando quise salir del cuarto lo hice tropezando contra las paredes. Sólo un milagro impidió que no rodase por la escalera. Al fin, cuando ya casi estaba abajo caí de bruces. El dolor me ayudó a recobrar el sentido.

Cuando al fin llegué junto al teléfono, el timbre volvía a sonar. Era la segunda parte de la señal.

Levanté el receptor y durante unos segundos me fue imposible recordar qué se dice cuando se contesta a una llamada. Por fin murmuré:

─Dígame.

La voz del doctor Gelderfield llegó hasta mí.

─¿Es usted, Lam?

─Sí.

─El cordón aquel ha desaparecido. ¿Me entiende?

─Sí.

─No se preocupe. Me he llevado el corsé. La mano de almirez está en su sitio, ¿me entiende?

─Sí.

La voz del médico evidenció preocupación.

─¿Se encuentra bien, Lam?

─Cre… creo que sí.

─¿Ha bebido mucho?

─No… creo que no.

─Parece cansado.

─Lo estoy.

─No habrá bebido más ¿verdad?

─Otro… trago.

─¿Muy lleno?

─Creo… que… sí.

─No vuelva a beber ─ordenó─. Vacíe la botella en el lavabo.

─Está bien ─contesté, trabajosamente, dejando el receptor en la horquilla.

Traté de esperar el tiempo suficiente para que la línea volviese a quedar libre. Un gran fragor resonaba en mis oídos. La cabeza parecía a punto de estallarme y era como un enorme globo que giraba lentamente. Quise detenerla, mas no pude. Alargué la mano y mis dedos tropezaron con una gruesa cortina. Me agarré a ella con fuerza y logré incorporarme. Luego, levanté el receptor, dejándolo a un lado y traté de buscar el número que me pondría en comunicación con la central. Pareció transcurrir una hora antes de que me respondiera una voz femenina, inquiriendo con insistencia cuáles eran mis deseos…

─Pronto… póngame con la policía… Un asesinato…

No oía bien. Un continuo chorro de agua parecía saltar por mis oídos. Al fin una voz anunció:

─Jefatura de policía al habla.

─El teniente… Lisman… Asesinato ─murmuré.

Después otra voz.

─¡Aquí Lisman! Diga… Soy Lisman… Dígame…

Reuní mis fuerzas.

─Soy Donald Lam… estoy en casa del doctor Gelderfield… He envenenado a la señora… Devarest y al padre de Gelderfield… ¡Envenenado…!

El estruendo dentro de mis oídos se hacía ensordecedor. Mi cabeza giraba con más violencia. Tuve que esforzarme para no caer al suelo. Deseaba decirle algo más a Lisman; pero mi lengua estaba tan atada que no pude emitir las palabras. La cortina a que me agarraba empezó a ceder. De pronto, con violento estrépito, se desprendió, precipitándose al suelo.

Antes de chocar contra él ya estaba sin sentido.