EL Albatros era un edificio de todo lujo, con un portero que parecía un almirante, infinidad de botones con el nombre «Albatros» bordado en el cuello de su uniforme y un albatros en miniatura cosido en el pecho. Un empleado advertía orgullosamente a los visitantes que debían anunciarse a la persona a quien iban a visitar.
─¿Está el señor Harmley?
─Un momento. ¿A quién debo anunciar?
─A la señora Cool y a Donald Lam.
Harmley estaba en casa. El empleado le saludó:
─Buenas noches, señor Harmley. La señora Cool y el señor Donald Lam desean verle.
Por la expresión del empleado creí comprender que Harmley vacilaba. Por fin el hombre dijo:
─Perfectamente, señor Harmley.
Colgó el teléfono.
─Tengan la bondad de subir ─nos invitó─. El departamento veintinueve. El señor Harmley iba a salir; pero les concederá unos minutos.
─Bien ─aprobé.
Fuimos hacia los ascensores. Había dos.
─Suba en éste ─dije a Bertha, indicando uno de ellos─. Yo subiré en el otro.
─¿Por qué?
─No se preocupe. Haga lo que le digo.
Bertha me dirigió una centelleante mirada y por fin metióse en el ascensor. El otro descendía desde el último piso. La aguja indicadora marcó una breve detención en los otros pisos, y por fin se abrieron las puertas. Entre los que salieron de la cabina figuraba Corbin Harmley, que, apresuradamente, se dirigió hacia la calle. Llevaba el sombrero puesto y un abrigo al brazo.
─Harmley.
Al oírme, se volvió sobresaltado.
─¡Oh! ─exclamó─. ¿No le acompañaba alguien?
─La señora Cool.
─¡Ah, sí!
─Ella subió al sexto piso ─expliqué─. Yo le esperé abajo… por si no le habían dado bien el aviso.
Nerviosamente, Harmley declaró:
─Me dijeron que me esperaban ustedes en el vestíbulo. Tengo una cita. Sólo puedo concederles un par de segundos… ─y consultó su reloj.
─Será mejor que subamos a su piso ─indiqué─. Bertha nos estará esperando.
─Me va a ser imposible…
─Creo que es preferible hablar en su piso que en pleno vestíbulo.
Harmley dirigió una mirada al empleado que le anunció nuestra visita.
─Está bien ─dijo al fin─. Podemos hablar unos minutos.
Nos metimos en el ascensor. Bertha, indignada, nos esperaba. Al ver la expresión de Harmley comprendió lo ocurrido. Sus ojos llamearon de ira.
─Perfectamente ─gruñó Harmley, cuando estuvimos en su piso, y sin invitarnos a que nos sentásemos.
─Tengo algo muy interesante que decirle ─anuncié─. No soy un amigo de los Devarest. Hasta hace muy poco no conocía a Nadine Croy.
─Muy interesante ─refunfuñó Harmley.
─Soy un detective particular.
─¿Debo sorprenderme? ─sonrió.
─¿Por qué no?
─¡Hombre! ¿Tan tonto me creen? Lo comprendí todo en seguida. Lo de «amigo de la familia» no lo fingieron por mí. Además, era facilísimo consultar la lista telefónica y encontrar en ella una «B. Cool ˗ Investigaciones Privadas». Después de eso, era más fácil saber que Donald Lam era mano derecha de la citada señora.
─Su socio ─corregí.
─¿Le han aumentado? Le felicito.
Mostrábase suave y dueño de sí.
─En mi capacidad de detective particular he echo muchas investigaciones ─dije.
─Supongo que para eso le pagan.
─En efecto. Durante dichas investigaciones, estuve en el archivo notarial, donde hice algunas averiguaciones acerca de ciertas personas que habían muerto dejando importantes fortunas. Luego telefoneé a las viudas, describiéndole a usted y preguntando si la persona que respondía a dicha descripción se había presentado a devolver ciertas sumas prestadas por el difunto. Si quiere usted nombres, fechas y números de teléfono, puedo dárselos.
La seguridad iba desapareciendo del rostro de Harmley.
─Sentémonos ─dijo al fin─. ¿Qué desean?
─Puede decirnos toda la verdad. Si no lo hace, la averiguaremos dentro de muy poco, poniéndonos en contacto con las personas interesadas. Puede ahorrarnos ese trabajo.
Harmley quedó unos momentos pensativo.
─No se me ocurrió que, de la misma forma que me enteraba de lo de ustedes, ustedes podían enterarse de lo mío ─dijo por fin.
─Fue una lástima… para usted.
─Así parece. De todas formas, quizá podríamos hablar de negocios, ¿no?
─Quizá.
─¿Cómo podríamos arreglarlo?
─No sé.
─Mi lema es vivir y dejar vivir.
─Un buen lema.
─Podría aplicarlo a ustedes.
─Necesitaría conocer los detalles antes de contestar.
Pareció que trataba de convencerse a sí mismo.
─Si saben todo eso de mí, no me perjudicará gran cosa decirles todo lo demás ─murmuró.
Con una mirada indiqué a Bertha que no dijese nada. El hombre se nos estaba entregando.
─De todas formas ─prosiguió─, Walter Croy me podría traicionar de un momento a otro. Además, lo que yo hago no es tan malo… siempre que se mire desde mi punto de vista. Hay mujeres, sobre todo las esposas de hombres famosos, que se sienten muy solas. Sus maridos, ocupados en ganar dinero, no les prestan ninguna atención. Son las mujeres más solitarias de la tierra. Tienen que entretenerse en algo. Sobre todo, desean que alguien se fije en ellas. Quieren ser algo más que una percha animada.
─Y por eso van a los cabarets y alquilan gigolós, ¿verdad?
─Exacto. Y si el gigoló es inteligente, puede ganar mucho dinero.
─Supongo que usted es inteligente.
─Claro. Obtuve buenos beneficios y las hice felices. De esa forma descubrí el negocio que practico ahora.
─¿Cómo encuentra a sus clientes? ─pregunté.
─Leyendo las esquelas de defunción. Por lo que en ellas dice veo si es posible poner en práctica mi estudiado plan.
─Y entonces se convierte usted en un hombre quien el muerto había favorecido, ¿verdad?
─Sí. Después de la muerte del sujeto, escribo una carta a la viuda dándole el pésame y pidiéndole permiso para presentarle personalmente mis condolencias. Ninguna mujer se niega a recibir a un hombre que va a decirle lo muy bueno que era su marido, y, además, le va a devolver dinero.
Asentí con la cabeza.
─Después de eso todo va sobre ruedas. La mujer se encuentra sola, sin nadie que la aconseje ni ampare. Está acostumbrada a depender para todo de su marido, y sin él no sabe que hacer.
─¿Cuánto tiempo hace que está asociado con Croy?
─Bastante. Walter trabajaba otra rama del negocio. Tuvo relaciones con la viuda de un amigo del doctor Devarest, quien consiguió de la mujer una declaración jurada de todo. Con ese documento, el doctor Devarest obligó a Walter a estarse quieto. Luego la mujer murió, y más tarde la caja de caudales del doctor Devarest fue robada.
─¿Por Walter Croy?
─No. Walter no tuvo por completo nada que ver con el hecho.
─¿Cómo lo sabe?
─Estoy seguro de ello. Walter necesitaba ese documento y, creyendo que lo tenía la señora Devarest, me envió allí para que trabajase a la viuda y comprobara si había sido ella quien había abierto la caja.
─¿Por qué creía Walter Croy que la autora del robo era la señora Devarest?
─Walter no fue enteramente franco conmigo. Cuando se trata de ciertas cosas, Walter es más reservado que una tumba. De todas formas, estaba muy enterado de cuanto ocurría en casa de los Devarest. Sabía que el doctor se relacionaba con la secretaria de su mujer, y pensó que Colette, celosa, había decidido cargar a la chica con la acusación del robo de las joyas. Y así lo hizo. El doctor, al saber la verdad, aconsejó a la Starr que se mantuviera alejada algún tiempo, mientras él arreglaba las cosas.
─¿Y las joyas?
─Las tenía la mujer. Devarest lo sabía. Por eso alejó a Nollie Starr, en tanto que procuraba averiguar toda la verdad. Así consiguió descubrir el sitio donde su mujer había escondido las joyas. Se apoderó de ellas y preparó la forma de devolverlas y acabar con las sospechas que podían recaer sobre la Starr. Le mataron antes de conseguirlo.
─¿Por qué cree que le mataron? ─pregunté.
─Por lo mismo que usted también lo cree.
─¿Quién le mató?
Harmley se encogió de hombros.
─¿Y qué hizo usted? ─pregunté.
─Averigüé que la viuda no tenía lo que a Walter le interesaba. Sin duda, debió de destruirlo sin darse cuenta de lo que era. En cuanto Walter lo supo, reanudó las actividades contra su ex mujer.
─¿Eso era todo cuanto usted debía hacer?
─Era todo cuanto debía hacer por Walter.
─Pero se quedó a trabajar para usted, ¿verdad?
─Sí. Colette se dejó engañar tan bien por la historia del préstamo, que no vi razón alguna para no seguir adelante con el trabajo. Temí que Nadine me hubiese reconocido; pero al pasar el tiempo y no decirme nada, pensé que no me recordaba. Ahora, si usted no habla, nadie me impedirá seguir con el negocio. Puede usted salir muy beneficiado. Walter no tiene participación alguna en esto. Piense en lo mucho que puede ganar.
Fingí reflexionar sobre ello.
─Colette me ha encargado de ciertos negocios suyos ─siguió Harmley─. Lo tengo ya todo arreglado. El dinero lo tengo tan seguro como si estuviese ya en el Banco. Lo arreglaré de forma que sea enteramente legal. Trabajando conmigo podrá ganar en unas semanas más dinero que en un año haciendo de detective.
─¿Y arruinar a la señora Devarest?
─Nunca las arruino. Soy demasiado listo para ello. Sólo las libro de unos pocos miles. A la señora Devarest le sacaré veinte o veinticinco mil.
Bertha movióse, inquieta.
─Tendré que consultarlo con mi socia ─dije.
─¿Cuándo me dará la contestación?
─Mañana.
─Recuerden que el juego es fácil. El doctor Devarest le dejó a su mujer unos doscientos o doscientos cincuenta mil dólares. Colette no echará de menos veinte o treinta mil.
─¿Y Walter?
─¡Al diablo con él!
Me puse en pie.
─Bueno, Bertha, ya ha oído la proposición. Tenemos que hablar de ello.
Solícitamente, Harmley nos acompañó hasta la misma puerta.
─Reflexionen sobre ello ─dijo─. Nunca se les presentará otra oportunidad de hacerse más fácilmente con quince mil dólares.
Cuando salimos al pasillo, Bertha Cool me dijo:
─El teniente Lisman te andará buscando por toda la ciudad. O arreglas eso o te apartas de mí. A este paso me tendrás en un hospital antes de mañana.
─¡Magnífica idea! ─exclamé.
─¿Cómo?
─Un hospital es el único sitio donde Lisman no me buscaría.
─¿Y te vas a esconder en un hospital?
─Sí. Claro que costará algún dinero.
Bertha frunció el entrecejo.
─Por lo visto, te crees que el dinero crece en los árboles.
─Si prefiere que no me aparte de usted…
─¿Cuánto costará? ─preguntó rápida Bertha.
─Cien o ciento cincuenta dólares en dinero efectivo.
Suspirando, Bertha abrió su monedero y me entregó ciento cincuenta dólares en billetes.