ELSIE llegó a eso de las cinco y media. Antes de que cerrase la puerta la vi mirar a uno y otro extremo del corredor.

Se quitó el sombrero, lo tiró junto con el monedero sobre la cama, echó una mirada a su alrededor, comentando:

─¡Qué cuadra!

─¿Qué ocurrió en la oficina?

─Un poco de todo. Pero hubiera preferido perder la mano derecha antes de que viera usted este desorden.

─No se preocupe. ¿Qué ocurrió? ¿Quién se presentó allí?

─Todo el mundo. El teniente Lisman fue el primero en llegar.

─¿Qué quería?

La joven entró en la cocina y arrugó más el ceño.

─Le buscaba a usted ─dijo al fin.

─¿Qué le dijo Bertha?

─Que usted había bajado a retirar el auto de la agencia.

─¿Cuánto tardó en llegar Lisman, después de haberme marchado de la oficina?

─Unos diez minutos.

─¿Qué hizo?

─Llamó mentirosa a Bertha y luego, bajando a la calle encontró el auto frente a la boca de riego. Eso le desconcertó. El sombrero de usted estaba aún en el despacho de Bertha. Pensó que tal vez podía haberle ocurrido algo antes de salir del edificio.

─¿No habló con el encargado del garaje?

─No lo sé.

─¿Le hizo alguna pregunta a usted?

─¡Ya lo creo!

─¿Qué le contestó?

─Pues que usted había llegado y se había vuelto a marchar.

─Bien. ¿No tiene nada que beber por aquí?

─Creo que queda un poco de whisky.

─¿Por qué no baja a comprar más?

─Podemos pedirlo por teléfono.

Elsie descolgó el aparato y pidió comunicación con una tienda próxima.

─Soy Elsie Brand ─anunció─. Envíenme una botella de «House of Lords» y otra de cócteles. ─Tapó con una mano el micrófono y volvióse hacia mí─. ¿Qué prefiere, Martinis o Manhattans?

─Martinis.

─Envíen una botella de «House of Lords» y otra de Martini seco. Añadan tres botellas de agua mineral y asegúrense de que esté bien fresca. Envíen en seguida a Eddie.

La joven colgó el teléfono y yo le tendí un billete de diez dólares. Poco después llegaba el empleado de la tienda, con el género pedido. Desde la cocina oí cómo Elsie preguntaba:

─¿Cuánto es?

─Seis veinte, impuestos comprendidos ─contestó el muchacho. Luego añadió─: Muchas gracias, señorita Brand.

Trasladamos los paquetes a la cocina y entonces pregunté:

─¿Y si comiéramos algo?

─Soy muy mala cocinera.

─Podemos abrir una lata de judías en conserva.

─No está mal, si a usted le parece bien.

─Me encanta. Además podría bajar a buscar unas ensaladillas, y pan moreno. Lo venden en lata. No hay que hacer más que ponerlo veinte minutos en agua hirviendo y luego se abre la lata y se tiene el pan como recién salido del horno.

─¿Todo eso lo pagará Bertha Cool? ─preguntó Elsie.

─Claro.

─¡Magnífico! Sé de una tienda que está especializada en pasteles de chocolate tipo casero. Se deshacen en la boca.

─Traiga medio.

Tarareando una canción, Elsie volvió a ponerse el sombrero. Mientras se maquillaba inquirió:

─¿Qué tal van las cosas respecto al seguro Devarest?

─Muy bien.

─No fue eso lo que dijo Bertha Cool.

─Depende de cómo se mire ─reí.

─¿Puso usted el peso aquel en la puerta del garaje?

─No.

─¿Pues quién lo puso?

─Alguien que deseaba hacer triunfar mi experimento.

─No le entiendo.

Se lo expliqué.

─La puerta se mueve gracias a un contrapeso. Sin embargo, existe un punto en que la puerta permanece en equilibrio perfecto. Una ráfaga de viento tiene, forzosamente, que alterar ese equilibrio abrirla o cerrarla. Ese punto de equilibrio se logra cuando la puerta está, sólo, a metro y medio del suelo. El doctor Devarest no hubiera podido meter su auto en el garaje estando la puerta de aquella forma. Por lo tanto, alguien trasteó en el contrapeso, a fin de que la puerta tuviera su equilibrio a una altura mayor. La persona que se tomó semejante trabajo pensó, también, que el viento cerraría la puerta. Fue un error.

─¿Sabía usted eso cuando se hicieron las pruebas?

─Lo sospechaba.

─Creo que Bertha tiene razón cuando dice que usted es un bicho muy raro. Bueno, voy a buscar la cena. ¿Quiere algo más?

─Creo que tenemos bastante.

Elsie permaneció ausente veinte minutos, regresando con dos bolsas llenas de comida.

─Todo tenía tan buen aspecto que he traído media tienda. Comeremos las judías, las ensaladillas y el pan moreno…

─¿Y el pastel de chocolate?

─También; pero además he traído unas chuletas de dos dedos de gruesas, y patatas fritas, y una lata de espárragos y pan francés. Lo podemos meter en el horno…

─Dese prisa y empiece a preparar la cena.

Elsie corrió a la cocina. Quise seguirla, pero me lo impidió:

─Es demasiado estrecha para dos personas ─exclamó─. Ya lo arreglaré yo todo. Prepare unos cócteles.

─¿Cuánto tardará en estar la cena?

─Unos cinco minutos ─replicó la joven, a la vez que empezaba a notarse en el pisito el apetitoso olor a carne asada.

Bebimos los cócteles y Elsie regresaba a la cocina cuando sonó el timbre del teléfono.

─Conteste ─indicó la joven.

─Será mejor que conteste usted ─advertí.

─Bien, pues eche una mirada a la carne.

Descolgando el teléfono, Elsie preguntó:

─¿Quién llama?… Sí… ¿Quién?… ¡Oh!

Colgando el teléfono de su horquilla, Elsie Brand volvióse hacia mí, diciéndome:

─Me han llamado desde la portería. Bertha Cool sube hacia aquí.

Durante unos segundos permanecí completamente inmóvil.

─Métase en el ropero ─aconsejó, en seguida, la secretaria, dominada por el pánico─. Si Bertha le encuentra aquí me veré en un terrible compromiso.

Yo seguía vacilando. Al fin sonó una llamada a la puerta y, cediendo a las súplicas de Elsie, me metí en el ropero. Elsie Brand cerró la puerta. Un instante después la oí preguntar:

─¿Quién?

─Yo ─respondió la voz de Bertha Cool.

Abrióse la puerta y Bertha Cool aspiró ruidosamente el aroma de carne asada.

─¿Prepara la cena? ─preguntó.

─Asaba un poco de carne.

─Bien, siga guisando ─indicó Bertha Cool─. Estaré con usted en la cocina.

─No podría. La cocina sólo me admite a mí. Estoy acabando. La carne está casi a punto. Siéntese y fume un cigarrillo. Apagaré el gas y dejaré para más tarde el guiso… a menos…

─Sí; sí, acepto ─replicó Bertha Cool─. La carne huele estupendamente. Tengo mucho apetito.

─La iba a invitar ─dijo, de mala gana, Elsie.

─Pues invíteme. ¿Por qué no lo hace?

─Entonces… ¿tomará un cóctel?

Con segunda intención, Bertha comentó:

─Me alegro que pueda permitirse el lujo de tomar cócteles. ¿Dónde está el mío?

─Se lo prepararé en seguida…

Siguió un silencio que fue interrumpido por el abrirse de la puerta del horno. El olor a carne asada se intensificó. Oí a Bertha ir de un lado a otro.

─Le ayudaré a preparar la mesa ─dijo.

─No se moleste ─replicó Elsie─. No podría encontrar nada.

Se hoyó el entrechocar de los platos al ser colocados sobre la mesa. Luego Bertha Cool exclamó:

─¡Diablos!

─¿Qué ocurre?

─¿Se iba usted a comer toda esa carne?

─No ─replicó prontamente Elsie─. El cocinar no me gusta nada. Cuando me pongo a hacerlo, procuro aprovechar el tiempo. Hoy hubiera comido carne asada caliente; y mañana y pasado mañana la hubiese comido fría.

Bertha lanzó un bufido que parecía significar lo poco que le gustaba la carne fría.

─No coma mucho ─aconsejó al fin─. Yo me dejaba llevar de mi apetito y acabé enfermando. Claro que la enfermedad me ha servido de mucho, pues al adelgazar me he puesto tan bien, que nunca me he encontrado mejor.

─Es verdad. Tiene usted mucho mejor aspecto. ¿Le preocupa algo?

─¿Dónde está Donald? ─preguntó Bertha.

─Al salir de la oficina dijo que iba a apartar su auto de la boca de riego.

─¿No ha venido aquí?

─¿A qué iba a venir, señora Cool?

─En algún sitio debe de estar. Me interesa mucho encontrarle antes de que la policía dé con él, ¿comprende?

─¿Qué ocurre?

─Ha metido a la agencia en un terrible lío. Dicen que nos van a retirar la licencia… Pero…, ¿sólo pone mantequilla a un lado de la carne?

─Perdón. Creí que usted la prefería sin mantequilla.

─¡Por hoy, que se vaya al diablo el régimen! Estoy demasiado nerviosa para preocuparme de mi salud.

Oí arrastrar de sillas y el ruido de cuchillos y tenedores. El apetito me hacía sentir unos dolores tan agudos como los de muelas. Por el oído me era fácil juzgar lo que estaba ocurriendo. En aquellos instantes, Elsie debía de estar sirviendo un jugoso trozo de carne a Bertha.

─¿Quiere unas puntas de espárragos? ─preguntó la secretaria.

─Bien ─asintió Bertha.

─¿Y la ensaladilla?

─¡Ya lo creo! Póngame también unas patatas fritas.

─Tome esta rebanada de pan francés. Vaya con cuidado, pues está muy caliente.

Llegó hasta mí la risa de Elsie y el entrechocar de un plato con otro.

¡De pronto, alguien llamó con los nudillos a la puerta del piso!

─¿Quién será? ─preguntó Bertha.

─No sé ─contestó. Elsie, añadiendo luego, como súbitamente inspirada─: Tal vez sea Donald.

─¿Quién llama? ─preguntó Elsie, sin abrir.

─Déjense de preguntas y abran la puerta.

Era la voz del teniente Lisman.

Elsie Brand abrió.

─¡Vaya, vaya! ─exclamó Bertha.

Oí reír a Lisman.

─Me ha dado mucho trabajo, señora Cool ─declaró─. Sin embargo, sabíamos que pensaba ir a ver a Donald Lam. ¿Dónde está?

─¿Cómo quiere que lo sepa?

La risa de Lisman no tuvo nada de cortés.

─La señora Cool vino a preguntarme si yo sabía dónde estaba el señor Lam ─explicó Elsie.

─¿Y se quedó a cenar?

─Sí, yo la invité.

─¿Cuántas veces ha estado la señora Cool en el piso, en estos dos últimos años? ─preguntó el teniente Lisman.

─Pues… No recuerdo…

─¿Había estado alguna vez antes de ahora?

─No sé…

─No me mienta.

Bertha Cool intervino.

─¿Qué tiene que ver eso? ─preguntó─. Estoy aquí.

─Eso es. Está usted aquí. ¿Dónde se escondió Lam al oírme llamar?

Bertha echóse a reír.

─Es usted un hombre de ingenio, teniente. ¿Por qué no se dedica al cine?

Afablemente, Lisman declaró:

─Está bien, no quiero interrumpir su cena. Tampoco yo he cenado. ¿Y si firmásemos un armisticio hasta terminar con esos apetitosos manjares?

─¿Qué quiere decir con eso de armisticio? ─preguntó Elsie Brand.

─Un armisticio completo ─dijo Lisman─. Que durase hasta los postres. Porque supongo que también habrá postres, ¿no?

─Pastel de chocolate ─replicó Elsie─. La verdad es que tiene usted mucha frescura, teniente.

─Es usted una gran cocinera ─declaró Lisman─. Hacía tiempo que no veía una carne tan bien asada. Adelante, señora Cool. No se preocupen por mí.

Oí el roce de los cuchillos y tenedores.

Entonces, abriendo la puerta del ropero, grité:

─¡No le den toda la carne a ese bárbaro! Al fin y al cabo, la he pagado yo.