LA empleada del archivo notarial me dirigió una dubitativa mirada.

─¿Cómo ha dicho que se llamaba?

─Lam. Donald Lam.

─¿No es abogado?

─No.

─¿En qué se ocupa usted, señor Lam?

Le tendí una de mis tarjetas. La estudió y pareció no saber qué hacer con ella. Por fin inquirió:

─¿Qué desea?

─Quisiera una lista de los hombres que han muerto dejando una buena fortuna y ningún socio comercial.

─No entiendo. Tendrá que explicarse más claramente. Deme los nombres de las personas que han muerto y entonces…

Corrí al teléfono y llamé al Colegio de Médicos, pidiendo a la telefonista que contestó, me dijese qué médicos famosos y ricos habían muerto durante el último año. Me dio seis nombres, entre los cuales figuraba el doctor Devarest. Con estos nombres regresé junto a la empleada y poco después sabía todo lo referente a la fortuna personal de los cinco médicos que interesaban.

Desde la misma oficina del archivo notarial, empecé a llamar por teléfono a las viudas de aquellos doctores.

A todas les fui haciendo la misma pregunta:

─Usted perdone, señora. La llamo desde el archivo notarial. Desearíamos hacerle unas preguntas acerca de la herencia de su marido.

─¿Qué es lo que desea?

─¿Recuerda si su esposo tuvo alguna relación comercial con un hombre de unos treinta años, moreno, de cabello rizado, nariz recta, perfil correcto, que va casi siempre con la cabeza echada hacia atrás, aspecto simpático…?

─¡Oh, sí! ─me interrumpió la segunda a quien llamé─. Se refiere usted al señor Harmley, ¿no?

─¿Sabe si las relaciones comerciales con su esposo se referían a ciertas propiedades sudamericanas?

─No. Mi esposo no hizo más que prestar al señor Harmley una cantidad muy pequeña.

─¿Doscientos cincuenta dólares?

─Sí.

─¿Le devolvió el señor Harmley ese préstamo?

─Sí. Volvió aquí el mismo día de la muerte de mi marido. Leyó la noticia en los periódicos y se puso en contacto conmigo, enviándome una carta de pésame y un cheque por doscientos cincuenta dólares, así como los intereses de medio año.

─¿Y su esposo no tenía ningún interés en las explotaciones petrolíferas del señor Harmley?

─Ninguno.

─¿Y usted? ¿Ha adquirido algún interés?

─No veo qué puede importarles a ustedes todo eso.

Pacientemente, expliqué:

─Señora; sólo tratamos comprobar si esos intereses fueron adquiridos por su esposo o por usted. En el primer caso estarían sometidos a los impuestos por derechos reales.

Más ablandada, la mujer replicó:

─¡Oh, no! Mi marido no tuvo nada que ver con ello. Son propiedad mía.

─Muchas gracias ─repliqué, colgando en seguida el teléfono.

Subí los tres tramos de escaleras del seiscientos ochenta y uno de East Bendon Street. Eran, aproximadamente, las once y media de la mañana. Estaba casi seguro de que ni Dorothy Grail ni Nollie Starr se encontrarían en casa. De todas formas me tomé el trabajo de llamar a la puerta. Nadie contestó. La cerradura no ofrecía ninguna barrera infranqueable. La abrí con una llave maestra.

Una vez dentro cerré detrás de mí la puerta y realicé un minucioso registro, comenzando por el salón y, fijándome, sobre todo, en los libros.

Había muchísimos. El noventa por ciento, al menos, eran novelas detectivescas, de los autores más populares. Sin duda allí iba a parar el sobrante de la biblioteca del doctor Devarest.

Había una de esas camas que se esconden en la pared. La bajé para examinar el colchón y la almohada, en el hueco que quedaba encontrábanse colgadas unas ropas de mujer. Debían de ser las de Dorothy Grail. Sin duda, Nollie Starr dormía en el dormitorio.

Con el mayor cuidado abrí la puerta del dormitorio y entré en él. Las cortinas estaban corridas. No se me había ocurrido la posibilidad de que Nollie Starr pudiese dormir hasta mediodía. Al pensar en ello me acerqué, temeroso, a la cama.

La mujer yacía sobre el lecho, con una mano sobre los ojos, el cabello en desorden y la camisa de dormir dejando al descubierto las bien torneadas piernas.

Durante unos segundos permanecí inmóvil.

Lentamente me dirigí, luego, hacia la puerta, haciendo lo posible por no despertar a la durmiente. Mientras avanzaba volví la cabeza para ver si la joven se movía.

No se advertía ningún movimiento.

Estaba ya casi junto a la puerta, cuando la completa inmovilidad de aquel cuerpo me comenzó a alarmar. A toda prisa volví junto a la cama y toqué la carne de una de las piernas. Estaba caliente, pero el tacto me indicó, en seguida, que carecía de vida. Levanté la mano que tapaba el rostro y pude ver una cinta rosa que estaba fuertemente atada al cuello de la mujer.

Desanudé a toda prisa la cinta, busqué el pulso de la joven y traté de percibir algún latido de su corazón.

Existía tal vez una posibilidad entre mil de que un pulmotor pudiera volver a la vida a aquella muerta. Corrí al teléfono y llamé a un hospital, explicando lo que ocurría.

Las joyas que habían desaparecido de la caja de caudales del doctor Devarest estaban encima de mí. La policía desearía enterarse de la causa de mi presencia allí. Me registrarían. Y al registrarme encontrarían las joyas. Irían atando cabos y decidirían que a Nollie Starr la silencié estrangulándola con una cinta, voluntaria o involuntariamente. Los enfermeros con el pulmotor iban ya hacia la casa. Yo no podía hacer nada quedándome allí.

Limpié el teléfono con el pañuelo, hice lo mismo con los tiradores de las puertas y salí al pasillo.

Una mujer de unos cuarenta y cinco años, voluminosa, de aspecto inteligente, cargada con un aspirador de polvo, avanzaba hacia mí. Primero me miró distraídamente; luego con más atención.

Bajé a la calle. Por la derecha llegó hasta mí el lejano gemido de una sirena imitando a los demás transeúntes, me detuve junto al bordillo de la acera contemplando, boquiabierto, a los practicantes que, saltando del auto se metieron en el edificio.

Después me dirigí adonde había dejado el auto de la agencia y fui hasta el garaje donde lo guardábamos. Lo dejé al cuidado del vigilante y subí a la oficina. Elsie Brand me dirigió una mirada.

─¿Qué tal se encuentra nuestra bien pagada secretaria? ─pregunté.

─Muy bien, gracias a usted.

─¿Está Bertha?

En voz baja, Elsie replicó:

─Sí.

─¿Quién tiene la culpa?

─Usted.

─¿Qué he hecho?

─Algo con la policía. Está usted en un lío.

─¿Sabe de qué se trata?

─Ha tratado de ocultarle algo al teniente Lisman. El hombre ha descargado su indignación contra Bertha.

─¿Que he tratado de ocultarle algo? ─repliqué─. ¡Después de haberle ayudado a dar con la Starr!

En aquel momento abrióse la puerta del despacho. Bertha Cool me dirigió una centelleante mirada.

─¿Qué estás haciendo? ──preguntó;

─Hablo.

─Seguramente tratas de aumentar el sueldo a Elsie, ¿verdad?

─No es mala idea ─repliqué─. El coste de la vida aumenta cada día más.

─Un día te voy a despellejar vivo.

─¿He hecho algo de malo?

─Mucho. Entra.

─Entraré así que termine de hablar con Elsie.

Bertha palideció de rabia.

─Si no entras ahora mismo…

─¿Qué pasará? ─pregunté tranquilamente.

Bertha Cool cerró de golpe la puerta.

─Le va a dar un ataque ─comentó Elsie Brand─. Nunca la había visto así.

─Desde que ha perdido peso se ha vuelto muy excitable ─sonreí.

─¿No le tiene usted miedo?

─¿Por qué habría de tenérselo?

─No sé. Es muy dura. Cuando le cobra antipatía a alguien nunca perdona.

─¿Cree que le tiene antipatía a usted?

─No le gustó la forma que tuvo usted de aumentarme el sueldo.

─Pero se lo ha aumentado, ¿no?

─Sí.

─Eso es bueno. Procure seguir cobrando ese aumento. Bueno, ahora entraré a calmar la presión arterial de nuestra buena amiga.

Atravesé la oficina y entré en el despacho. Bertha se encontraba sentada frente a su mesa, con los labios apretados y los ojos centelleantes.

─Cierra la puerta ─me dijo.

El rápido teclear de Elsie Brand llegó hasta nosotros antes de que la puerta quedase cerrada.

─Bien, ¿qué ocurre? ─pregunté.

─¿Por qué le has ocultado una información al teniente Lisman?

─Yo no le he ocultado nada.

─Él lo cree.

─Le dije donde podría encontrar a la Starr.

─¿Por qué no le dijiste que el chofer era un antiguo presidiario?

─No me lo preguntó.

─No, pero tú te valiste de Lisman para averiguarlo.

─Le hice unas preguntas y él me facilitó unos informes. ¿Qué hay de malo en ello?

─Ya lo sabes. Lisman cree que nuestra agencia se niega a colaborar con él. Está furioso. Muy furioso.

─Me tiene sin cuidado ─repliqué─. Lo importante es saber qué piensa hacer con Bayley.

─Se lo ha llevado a Jefatura y le ha hecho hablar muchísimo.

Sacudí la ceniza de mi cigarrillo sobre la mesa.

Bertha, indignada, empujó hacia mí un cenicero.

─¡Cuidado con lo que haces! ─gruñó.

Dejé mi sombrero en un ángulo de la mesa y dije:

─Aguarde un momento. Dejé el auto frente a una boca de riego. No había otro sitio.

─No importa. Dime, ¿qué pensabas hacer al ocultarle a Lisman lo que sabes? Te he dicho muchas veces que no debes dejar el auto frente a las bocas de riego. El pagar una multa te servirá de lección.

─El auto es de la agencia.

─¿Y qué?

─Pues que la multa la pagaremos a medias. Ahora soy socio.

Bertha echó a hacia atrás la silla y fue a levantarse.

─¡Corre a sacar el auto de allí! ─«gritó─. ¡No te quedes aquí como un pasmarote!

Salí del despacho, crucé la oficina y me detuve un momento junto a Elsie Brand.

─Estoy en un apuro, Elsie ─le dije─. ¿Podría ayudarme?

─¿Qué ocurre?

─Tengo en mi poder las joyas de la señora Devarest. Quería devolverlas cuando me conviniera y de la forma que a mí me conviniese. Pero las cosas se me han puesto en contra.

─¿Quiere que guarde yo las joyas?

─Sería peligroso.

─No importa. Démelas.

─Hay otra solución.

─¿Cuál?

─Tal vez pueda, aún, poner las joyas donde a mí me interesa que estén. Necesito un escondite; un sitio adonde no vayan a buscarme.

Antes de que yo terminase de hablar, Elsie abrió su monedero.

─Aquí tiene la llave ─me dijo─. Y por el amor de Dios no me juzgue por el aspecto de mi piso. Esta mañana me levanté muy tarde. La cama está sin hacer y todo el apartamento es una cuadra. No hice más que ponerme los zapatos y vestirme y salir disparada.

─No importa. Hasta luego.

─¿Lo sabe Bertha?

─Nadie lo sabe. Bertha cree que he bajado a trasladar el auto de la agencia.

Elsie Brand cerró su monedero y reanudó su tecleo en la máquina. Yo me dirigí al garaje, saqué el auto y lo estacioné frente a una boca de riego, donde la policía de Tráfico no tardaría en multarlo.

Después, dos manzanas más abajo, tomé un taxi me dirigí al piso de Elsie Brand.

En la cocina había platos sucios. La cama estaba deshecha. Del respaldo de una silla colgaba un pijama de seda. Sobre la bañera se veía un cordel en el que se secaban unas medias y unos pantaloncitos.

Comencé buscar por el piso algo que leer. Encontré un libro y empecé a leerlo, acompañado de la música de la radio. Al fin quedé dormido.

La mención de mi nombre me despertó sobresalto. El locutor de la emisora anunciaba a toda velocidad…

─… Donald Lam, detective particular, es perseguido por la policía, en relación con un robo de mil dólares en joyas, pertenecientes a la señora Colette Devarest. Rufus Bayley, antiguo presidiario, declaró ante el teniente Lisman que Lam había hecho unas proposiciones. El detective particular encontró el cadáver del doctor una hora antes de lo que dijo. Cuando descubrió el cadáver, por primera vez, Lam se apropió de las joyas, volviendo a poner, luego, en marcha el motor. Una hora después, Lam fingió descubrir por vez primera el cuerpo del doctor. Más tarde propuso a Bayley negociar las joyas, pero el chófer, que ahora se porta decentemente, negóse a ello y según su declaración, dirigíase a Jefatura, a denunciar el hecho, cuando la policía le detuvo.

»Como la autopsia ha demostrado sin duda alguna que el doctor Devarest permaneció sin sentido una hora antes de morir, la policía declara que el comportamiento del detective particular, al poner nuevamente en marcha el motor del auto, constituye, legalmente, un asesinato.

»Washington: El presidente Roosevelt declara…

Corté la emisión y fui hacia el teléfono. Antes de descolgar el receptor cambié de idea. En la centralita del edificio había una telefonista que no dejaría de extrañarse si el teléfono de Elsie Brand comunicaba en las horas que la mecanógrafa debía estar en su oficina. Sin duda, por este mismo motivo, Elsie no me había telefoneado.