EL grupo habíase congregado en la oscuridad, frente al garaje. El doctor Gelderfield había colocado a la señora Devarest en una silla de ruedas, abrigándola con una manta. Bertha Cool, firme y dueña de sí, observaba el grupo con mirada aguda y dura.

La señora Devarest había invitado a Corbin Harmley… o bien éste habíase invitado a sí mismo. No pude llegar a saberlo con exactitud. Harmley era uno de esos hombres de tacto que saben conseguir lo que desean y, al mismo tiempo hacer ver que ha sido otro quien se lo ha dado.

La señora Croy insistió en que Forrest Timkan estuviera presente. Acaso porque temía que yo cometiese alguna ilegalidad.

Por mi parte comuniqué con la compañía de seguros, la cual envió a un representante llamado Parker Alfman. Sospeché, en seguida, que además, era abogado, aunque él procuró dar, en todo momento, la impresión de que era sólo un representante de la compañía.

El servicio meteorológico me había asegurado que las condiciones eran ideales para una santana y, en efecto, se notaban en el aire los síntomas precursores del huracán. Todos estábamos nerviosos. Yo sentía la piel reseca, como si me hubiesen metido en un horno. La calma era absoluta. Las estrellas brillaban intensamente y parecían muy cercanas a la tierra.

─Creo que no soplará el viento ─declaró Timkan.

─Las condiciones del aire son exactas a la noche en que murió el doctor ─dije.

Parker Alfman dirigió una cínica mirada hacia la puerta del garaje, que había sido colocada de forma que se mantuviera en equilibrio a la altura de un hombre.

─No sé qué podrán demostrar ─nos dijo─. He venido a ver lo que ocurre; pero nada más. Aunque la puerta se cierre, con ello no se probará nada digno de tenerse en cuenta.

Pacientemente, repliqué:

─La noche en que murió el doctor Devarest, la cuerda de la puerta estaba enredada de la misma forma que hoy. De haber estado la puerta completamente levantada, habría sido imposible cerrarla por dentro. El control exterior se maneja con una palanca. Por lo tanto la puerta pudo cerrarse por fuera, más no por dentro. El doctor Devarest no salió del garaje, cerró la puerta y luego volvió a entrar y puso en marcha el motor.

─No veo por qué no pudo hacerlo.

─No es probable.

─Yo creo que sí.

─Los cuarenta mil dólares enturbian su visión ─exclamé─. Los doce miembros de un jurado verán más claro.

Irritado, el hombre replicó:

─Esos cuarenta mil dólares no tienen nada que ver con el asunto. La compañía de seguros paga sus pérdidas. Si debemos el dinero, estamos dispuestos a pagarlo. Si no es así, no queremos pagar. La ley nos lo impediría.

─Ya lo sé. Lo he oído repetir muchas veces.

─Es verdad.

─Seguramente.

─Bien. ¿Qué cree usted que ocurrió?

─El doctor Devarest levantó la puerta poco más o menos como está ahora, a fin de que su auto pudiera pasar por ella. Sabía que la cuerda estaba enredada.

─¿Cómo sabe usted que el doctor Devarest no enredó la cuerda tal como está ahora?

─Porque el chófer observó a primera hora de la tarde que la cuerda estaba tal como ahora. Pensó arreglarlo, pero tuvo que marchar a una cita.

─Perfectamente. Aceptemos que la cuerda estuviese como ahora y que el doctor Devarest entrara en el garaje. ¿Qué más ocurrió?

─Tuvo que arreglar algo en el motor.

─¿El qué?

─El ventilador.

─El ventilador no estaba estropeado.

─Porque lo arregló.

─Con el motor en marcha, ¿no?

─No. Paró el motor mientras reparaba el auto; luego lo puso en marcha para ver si el ventilador giraba. Sin duda se descuidó en lo que hace referencia a los vapores venenosos, porque creyó que la puerta del garaje estaba abierta.

─¿Y cómo se cerró la puerta?

En aquel momento, y antes de que yo pudiera contestar, sopló una terrible ráfaga de viento que arrastró la gravilla del jardín y agitó los penachos de las palmeras. La puerta pareció estremecerse.

─Observe atentamente ─dije.

─No me parece muy valiosa su teoría, Lam ─dijo Alfman─. Veo que la puerta se mueve; pero eso es todo.

Una tercera ráfaga de viento llegó hasta nosotros.

La puerta del garaje movióse lentamente.

─Fíjese bien ─indique.

De pronto, la puerta pareció saltar hacia arriba, dejando el garaje completamente abierto.

Alfman se echó a reír.

─Tal vez la puerta estaba algo más baja ─dije.

─Entonces no hubiera podido entrar el auto en el garaje ─replicó Alfman.

Moví la palanca que servía para abrir y cerrar la puerta del garaje. Cuando la tuve como antes la alcancé con la mano y la hice bajar un poco más.

La puerta se mantuvo en equilibrio.

─¿Ve cómo pudo estar así?

─Desde luego ─replicó Alfman─. Pero resultaría imposible meter un auto en el garaje.

─Eso ya lo discutiremos luego. Antes veamos lo que ocurre con el viento.

No tuvimos que esperar mucho. El viento soplaba más regularmente. No a ráfagas, como antes; pero sí con muchísima fuerza. La puerta comenzó a estremecerse y, por fin, cayó de golpe, cerrando el garaje.

─¿Qué le parece, Alfman? ─preguntó, belicosamente, Timkan.

─Sencillamente, que estando la puerta de esa forma habría sido imposible meter el auto en el garaje. Y aún en el caso de que hubiera podido meter el coche, hubiese oído claramente el golpetazo de la puerta.

─Pudo estar muy preocupado con lo que estaba haciendo.

─Mucha preocupación me parece a mí para que no oyese el golpetazo.

─Está bien, saquemos el auto del doctor Devarest y comprobemos si pudo pasar o no por la puerta en esa posición.

Sacamos el vehículo, ajusté la puerta como la vez anterior, de forma que virtualmente rozaba la parte superior del auto.

─No veo cómo pudo entrar ─comentó Alfman, riendo burlón.

Señalé el espacio que quedaba libre entre la puerta y la parte superior de la carrocería. Espacio por el que apenas hubiese pasado un papel de fumar.

─Queda sitio suficiente ─declaré

─El doctor Devarest no hubiese tratado de entrar con la puerta así.

─¿Quiere decir que no pudo entrar? ─pregunté.

Alfman meditó unos instantes y al fin insistió:

─No creo que lo hubiese intentado.

Sin decir nada metí de nuevo el coche en el garaje y aguardamos todos una nueva ráfaga de viento.

Una vez dentro del garaje, parecía imposible que el auto hubiera podido entrar por una abertura tan reducidísima. También parecía que de soplar más viento la puerta se cerraría por sí sola.

Alfman fue a su auto y sacando una máquina fotográfica, con reflector sincronizado, se dispuso a impresionar una placa, declarando:

─Nadie, en su sano juicio, trataría de meter el auto por un espacio tan pequeño.

─Pero el auto ha pasado ─recordé.

Alfman impresionó una foto del garaje, cambió la bombilla del reflector y la placa y marchó a impresionar otra foto de la calle. Al volver hacia el garaje, con la cámara en la mano, sopló otra violentísima ráfaga. La puerta del garaje no tembló sino que, suavemente, sin vacilación alguna, ascendió, abriéndose por completo.

La risa de Alfman llegó hasta mí.

─Estamos frescos ─declaró, a mi lado, Bertha Cool.

─La función ha terminado ─oí decir a Timley─. Podemos volver a casa.

─Yo ya me marchaba aseguró el representante de la compañía de seguros, guardando la máquina de retratar.

El doctor Gelderfield se inclinó a decir unas palabras al oído de la señora Devarest.

─Un momento ─pidió de pronto, Timkan.

Todos le miramos.

─Oígame, Lam, ¿ha comprobado usted si el contrapeso del cierre de la puerta ha sido movido?

─Lo examiné esta tarde ─dije─. Es el mismo que en las otras puertas.

Alfman subió a su auto y puso en marcha el motor.

Gelderfield se preparó para meter a la señora Devarest en casa.

─No me ha gustado nada la forma que ha tenido de moverse la puerta ─declaró Timkan─. Aunque sólo sea por convencerme quiero echarle un vistazo al contrapeso. Enséñeme dónde está, Lam.

Fuimos hacia el garaje. Alfman encendió los faros del auto y comenzó a retroceder; luego, como pensándolo mejor, bajó otra vez del auto y acercóse a ver lo que hacíamos. El viento soplaba con toda su fuerza.

Encendí las luces de dentro del garaje. Timkan levantó la cabeza y frunció el ceño.

─Tiene que haber un contrapeso ─dijo.

─Está en la parte de dentro ─expliqué─. Se trata de una masa metálica. Como ve nadie la ha tocado.

Timkan buscó una escalera de mano, subió por ella y examinó la puerta.

─Sí ─declaró al fin─ creo que tiene usted razón. De todas formas no me ha gustado nada la forma de moverse de esta puerta.

Burlonamente, Alfman anunció:

─No me marcharé hasta que la función termine. No quiero excusas. ¿Cómo está el contrapeso?

El doctor Gelderfield dejó de empujar la silla de ruedas.

─Me parece en perfecto estado ─contesté a Alfman.

Éste se dirigió hacia su auto.

─Lo malo en nuestro sistema comercial, es que se juzga a un hombre por los resultados que obtiene ─comentó Gelderfield─. Creo que las compañías de seguros están siempre dispuestas a pagar sus deudas, pero los empleados insisten en demostrar a sus jefes el mucho dinero que pueden ahorrar a la casa.

Subí por la escalera y pasé una mano por la parte superior de la puerta, que quedaba oculta a la vista de todos.

─Cuidado con las telarañas ─advirtió Bertha Cool─. Ése es un buen lugar para que viva en él la araña Viuda Negra. Ponte un guante.

─No hay telarañas ─repliqué.

─No puede haberlas, porque la puerta siempre está en movimiento ─dijo Gelderfield. De pronto interrumpióse y exclamó─: ¡Un momento! ¿Dice que no hay telarañas?

─No ─contesté─. Y me parece tan extraño como a usted. Veamos…

Mi mano había tropezado con un buen trozo de metal.

─Denme la linterna eléctrica ─pedí.

Gelderfield me la tendió.

Ascendí hasta el último tramo de la escalera. Torciendo la cabeza pude ver que una pieza de metal había sido insertada en la puerta.

─Llamen al delegado de la compañía de seguros ─pedí.

─¿Qué sucede? ─preguntó Timley cuando el doctor Gelderfield hubo salido.

─Han aumentado el contrapeso de la puerta ─dije.

─¿Y qué?

─Nada, sólo que de esa forma la compañía de seguros podría ahorrarse cuarenta mil dólares.

─Ninguna compañía de seguros sería capaz de hacer semejante cosa ─declaró Timley.

─Tal vez no lo hiciera la compañía.

En aquel momento regresó Gelderfield con Alfman.

─Ahora podrá fotografiar otra cosita ─dijo el doctor.

─¿Qué ocurre? ─preguntó el delegado de la compañía.

─Han sobrecargado el contrapeso con una pieza de plomo ─expliqué─. Y todo indica que el trabajo se ha hecho recientemente.

─¿Después de las seis de la tarde? ─preguntó Gelderfield.

─No podría asegurarlo, porque entonces no examiné a fondo el lugar.

─¿Qué piensa hacer? ─preguntó Timley.

─Dejarlo tal como está. La policía podrá buscar las huellas dactilares.

─¡Me olvidaba de la señora Devarest! ─exclamó, de pronto, el doctor, Gelderfield─. La he dejado afuera, en la silla de…

─No se preocupe ─sonrió Bertha─. Mientras usted perseguía al señor Alfman, ella se levantó y vino a ver qué pasaba. Luego, cuando se hubo enterado, volvió a convertirse en una inválida.

─¡Mal hecho! ─exclamó el doctor, partiendo hacia donde aguardaba su enferma.

Yo bajé de la escalera.

─¡Todo esto es una trampa! ─rugió Alfman─. Desde el principio me olió mal este asunto.

─¿Insinúa algo? ─pregunté.

─¡Sí, señor! ─replicó─. Están ustedes intentando poner en mala posición a la compañía de seguros. Quieren poderle decir al jurado: «Ven como la compañía de seguros trató de falsear la apariencia de las cosas». ¡Muy bonito! Quieren hacer ver que para no pagar los otros cuarenta mil dólares hemos trampeado la puerta. ¡Todos los detectives particulares son una cuadrilla de sinvergüenzas!

─Anda, pártele la cara a ese idiota ─aconsejó Bertha.

Avancé hacia Alfman.

─No tengo la menor idea de quién ha puesto el peso ahí ─dije─. No sé si ha sido usted. Tal vez. Pero en cambio sé muy bien que yo no lo he puesto.

Con risa burlona, Alfman replicó:

─Usted sabe muy bien quién ha hecho eso.

─¡Es usted un canalla! ─le dije.

El hombre enrojeció.

─Oiga, microbio ─empezó─. No me gusta pegarle a un hombre más pequeño que yo; pero estoy más que harto de tratar con sinvergüenzas…

La bofetada que le solté con todas mis fuerzas le dejó inmovilizado por el asombro. Yo esperaba recibir una buena paliza, mas recordando las lecciones de Louie Hazen obré instintivamente, saltando a lado cuando Alfman descargó contra mí su derecha, que pasó rozándome el hombro.

La cosa no pareció una pelea de verdad, sino un entrenamiento más con Louie. Cuando le pegué al estómago, lo hice con todas las fuerzas de mi cuerpo. Noté la contracción de los músculos del otro, luego, antes de darle tiempo a rehacerse de mi izquierdazo le alcancé con la derecha en el mentón.

Oí entrechocarse sus dientes.

En sus ojos se reflejó el dolor, la sorpresa y la agonía.

Como en sueños oí la voz del doctor Gelderfield que le decía a la señora Devarest:

─¡Por Dios, no mire! Es peligroso para sus…

─¡Márchese! ─contestó la viuda─. ¡Déjeme ver eso!

─¡Acábale! ─recomendó Bertha.

Seguí su consejo antes de que pasaran los efectos de los dos golpes anteriores, y Alfman cayó pesadamente de bruces al suelo del garaje.

Me aparté de él, temblando nerviosamente. Ni por salvar mi vida me hubiera sido posible acercar a un cigarrillo la llama de una cerilla. En todos los rostros vi asombro y respeto. En el de Bertha Cool vi incredulidad.

Yo estaba más sorprendido que ella.