RUFUS Bayley presentóse media hora después de mi llegada a la casa. Al verme sonrió ampliamente.
─¿Y si me consiguiera las joyas? ─le pregunté.
─¿Por qué he de conseguirle unas joyas?
─Por favorecer a un amigo.
─Está usted hablando un idioma que no conozco.
Dirigí una mirada a mi alrededor y comenté:
─Estas persianas son muy útiles; dejan entrar el aire y el sol y, cuando conviene, se cierran y nadie puede ver lo que ocurre aquí dentro.
─Habla usted mucho.
─Y una cama de matrimonio… Esto es muy distinto de Sing˗Sing.
La sonrisa esfumóse del rostro del chófer.
─¿También sabe eso? ─preguntó.
─Ya lo ve.
─¿Ha leído mis papeles privados?
─Exacto.
─¿Qué desea?
─Las joyas.
─Hace tiempo que dejé el oficio. Me convencí de que resultaba muy peligroso. Además se trabaja para los otros. No se puede hacer el negocio a solas. Hay que contar con un perista, que es el que se beneficia más. Uno se hace con diez mil dólares en piedras. La víctima asegura que le han robado joyas por cincuenta mil dólares y el perista paga todo lo más, mil dólares. Se mata uno trabajando todo un año para ganar ocho o nueve mil dólares. Y mientras tanto se corren riesgos terribles. Y, por último, viene el gobierno y le envía a uno al penal por no haber pagado los impuestos sobre la renta. Por eso reflexioné a fondo y me convencí de que valía más dejar el oficio y dedicarme al de ahora.
─Veo que ha progresado en él ─comenté─. Los cabellos de mujer que encontré en el cepillo del tocador explican bien claro las visitas que acuden aquí.
─¿Qué busca?
─Las joyas.
─Le he dicho que no las tengo.
─¿Y si me las proporcionara?
─No sabría dónde buscarlas.
─Reflexione un poco y verá cómo se le ocurre en seguida ─dije.
El chófer me miró fijamente.
─Dice usted cosas muy raras, amigo.
─Jim Timley estaba en casa de Nollie Starr cuando yo estuve allí ─expliqué─. La señorita Starr vive con una amiga llamada Dorothy Grail. Timley estuvo fingiendo una gran pasión por la señorita Grail.
─Parece que empieza usted a decir algo ─comentó Bayley.
─Timley besó a Dorothy Grail como si fuese la primera vez que lo hacía.
─¿Cómo lo sabe?
─Porque demostró sorpresa. Luego, cuando Timley se iba a marchar, Nollie Starr le tendió un paquetito.
─¿Qué clase de paquete?
─Un paquete de libros.
─Muy interesante. ¿Cuándo necesitará ese paquete?
─Tan pronto como pueda proporcionármelo.
─¿Hará preguntas?
─Sí; pero sólo para mí.
─Lo pensaré ─declaró Bayley.
─No se entretenga demasiado.
─Me pone usted en un apuro. Aquí las cosas me van muy bien.
─No le irían tan bien si cierta persona se enterase de su pasado.
─¿Le va bien esta noche?
─Siempre que no sea después de las doce.
─No sé cuando quedaré libre.
─Voy a telefonear a la oficina del servicio meteorológico. Si me dicen que soplará viento del Este, tendrá usted amplias facilidades para recorrer la casa sin que nadie le moleste.
─¿Qué tiene que ver con esto el viento?
─He estado pensando en la muerte del doctor Devarest. Si la noche de su muerte la puerta del garaje no estaba del todo abierta, pudo ocurrir que una ráfaga de viento la cerrase de golpe.
─¿Qué beneficio puede reportar a nadie que la puerta se cerrase o no a causa del viento?
─Un beneficio de cuarenta mil dólares. Una inesperada ráfaga de viento puede considerarse un accidente.
─No le entiendo.
─No importa. Si sopla el viento podrá ir usted de un lado a otro sin que nadie le moleste. Recuerde que a medianoche necesito las joyas.
Me separé de Bayley y me dirigí a la casa. En el salón estaban el doctor Gelderfield y la señora Devarest. El médico había encargado un sillón de ruedas para la mujer, que disfrutaba enormemente haciendo de inválida.
─No sabía que estuvieras en casa, Donald ─dijo la señora Devarest.
─He llegado hace un rato.
El doctor Gelderfield se levantó.
─Bien, Colette, me marcho. No debe usted inquietarse por nada. Si me necesita no tiene más que llamarme por teléfono.
─Es usted muy amable, Warren. No sé qué sería de mí sin usted.
─Sólo quisiera poderla ayudar más. Nunca podré pagar lo mucho que Hilton hizo por mí.
El médico se volvió hacia mí, comentando:
─La actitud de la compañía de seguros es indignante. ¿Adelanta usted mucho en sus investigaciones?
─Algo.
Guiñándome un ojo, el médico siguió:
─La señora Devarest está muy mejorada; pero me interesa que no sufra ninguna emoción fuerte. Si se marcha puede acompañarle. ─Y repitió el guiño.
─Muchas gracias ─dije, disponiéndome a salir con el doctor.
─Pero, Donald, ¿no tienes nada que decirme? ─preguntó la señora Devarest.
Asentí con la cabeza.
─Pues dilo. No tengo secretos con mi médico.
─Bien. Esta noche soplará viento Este ─anuncié.
─¿Y qué?
─Recuerden que la noche en que murió el doctor Devarest sopló viento del desierto ─seguí.
─¿Y que tiene que ver eso con lo que nos importa?
─He observado que las puertas del garaje tienen unos contrapesos para ayudar a levantarlas ─expliqué─. La puerta por donde entró el doctor, tenía una cuerda que debía colgar de una palanca, de forma que la puerta pudiese cerrarse por dentro. La cuerda esa estaba enredada y no había forma de alcanzarla. Eso se ve muy claro en las fotografías.
─¿Y qué significa eso?
─Pues que el doctor Devarest pudo entrar en el garaje y dejar abierta la puerta, permitiendo así, la entrada de aire. Después empezaría a trastear en el motor. Y como le era imposible cerrar la puerta, debió dejarla medio abierta.
─No puede ser ─intervino la señora Devarest─. Las puertas del garaje se abren o cierran del todo, no pueden quedar medio abiertas.
─No lo crea. Existe un punto en que el contrapeso queda en un término medio y si se deja la puerta así, entonces está medio abierta.
─¿Y qué conclusión saca usted de eso? ─preguntó el doctor.
─Recuerdo que el viento Este sopló con gran violencia, y si la puerta estaba medio abierta, la ráfaga de viento pudo cerrarla de golpe, creando el accidente inesperado.
─¿Cree que la compañía aceptaría esa explicación? ─preguntó Gelderfield.
─Sí.
─¿Y cómo lo demostrará?
─Aprovechando otro viento Este. Creo que esta noche soplará.
─¿Llevara a cabo algún experimento?
─Sí.
─¿Verdad que sería magnífico si…? ─empezó la señora Devarest.
El doctor Gelderfield la miró con profesional concentración.
─No sé si debería asistir usted, Colette ─declaró─. Será un experimento muy enervante…
─¡Oh, Warren! Yo quiero verlo…
El médico consultó su reloj.
─Bien, amigo Lam. ¿A qué hora piensa hacer la prueba?
─Así que empiece el vendaval. En la oficina del servicio meteorológico me podrán decir casi la hora exacta en que empezará el fenómeno.
Gelderfield mordióse el labio superior.
─Bien ─dijo de pronto, como tomando una decisión─. Yo también estaré presente. De esa forma podré cuidar a Colette en caso de que le suceda algo. Si no pudiese venir, será mejor que no permitan a Colette ver lo que ocurre.
─¡Yo quiero verlo, Warren! ─ronroneó la mujer.
─¿Sabe a qué hora, poco más o menos, empezará el viento? ─inquirió Gelderfield.
─Los del servicio meteorológico creen que a eso de las nueve.
─Está bien ─replicó el doctor─. Procuraré asistir. Cuando quiera, Lam, podemos marcharnos.
Le acompañé.
─¿Dónde tiene el auto? ─inquirí.
─A un par de manzanas de aquí.
─No le vi al llegar.
─Nunca lo dejo delante de la casa. Quería decirle algo acerca de Colette. Ella cree que se trata sólo de un descentramiento nervioso. Es mucho más grave.
─¿Cuánto?
─El doctor Devarest no quería que ella lo supiese.
─¿De qué se trata?
─Sería muy largo de explicar. Sólo quería que usted supiese cuál es la situación. Es muy conveniente que Colette no sufra ninguna conmoción fuerte. Si averigua usted algo que puede trastornarla, es preferible que antes me lo comunique a mí. De esa forma yo buscaré el momento propicio para darle la noticia.
─¿A qué se refiere con eso de algo que pueda trastornarla?
El médico me miró fijamente.
─Lo cierto es que el doctor Devarest llevaba una doble vida.
─¿Desde cuándo?
─Eso, señor Lam, está fuera de su radio de acción. No creo que convenga remover el fango. A las nueve vendré para asistir al experimento. Recuerde que Colette no debe presenciarlo a menos que yo me encuentre delante. Pudiera ser necesario aplicarle una inyección.
─¿Cree usted que aparte de las infidelidades de su marido hay algo más que pueda excitarla?
─Para ella sería tan malo excitarse como enfurecerse. Esos dos estados mentales deben ser evitados a toda costa.
─¿Y no existe medio de curarla?
─No tengo por qué decirle nada más ─replicó Gelderfield─. Si usted descubre algo acerca del doctor Devarest, será conveniente que antes me lo haga saber a mí. ¿Lo ha entendido bien?
─¿Conocía usted muy íntimamente al doctor Devarest? ─pregunté.
─¿Por qué pregunta eso?
─¿Sabe si Nollie Starr era la tercera en el triángulo?
Al cabo de unos segundos de meditación, Gelderfield contestó, sencillamente:
─Sí.
─Doctor. Es usted muy poco comunicativo. Si los dos trabajamos en el mismo asunto, sería conveniente que fuésemos de acuerdo.
─No veo por qué he de decirle más de lo que ya he dicho.
─Está bien ─repliqué─. Entonces hablaré yo. He encontrado a Nollie Starr. Vive en el seiscientos ochenta y uno de la calle East Bendon. El departamento está alquilado a nombre de Dorothy Grail. Encontré a Jim Timley allí. Creo que Timley está enamorado de Nollie Starr. Trataron de hacerme creer que en realidad estaba interesado por Dorothy Grail. ¿Significa todo esto algo para usted?
El doctor Gelderfield entornó los ojos, como para apartarme de su imaginación mientras meditaba la respuesta.
─Tal vez sí ─contestó al fin.
─Existe la posibilidad de que el doctor Devarest estuviera enterado de la verdad y lo aprobase.
Con súbito alivio en la voz, Gelderfield me dijo:
─¡Ojalá tenga usted razón! Todo cuanto sé es que Devarest dijo haber estado en el hospital, llevando a cabo una operación de apendicitis. Y eso no fue verdad, pues yo mismo estuve en el hospital y no lo vi. A las siete de la mañana pasé por el parque y le vi jugando al tenis con Nollie Starr.
─¿Algo más?
─Un par de veces el doctor Devarest habló de que le habían llamado de noche para asistir a algunos enfermos, y sin embargo, su cuaderno de notas no indicaba que hubiese hecho ninguna visita.
─Se está acercando a algo que me interesa.
─¿Qué?
─¿No sería posible que el doctor Devarest hubiese hecho algunas visitas que luego no hubiese anotado en su cuaderno?
Gelderfield movió negativamente la cabeza.
─No… a menos que lo hubiera hecho a propósito. Devarest era un hombre terriblemente metódico. Todo lo hacía así. ¿Por qué me lo pregunta?
─Porque no dejo de creer que la noche en que murió hiciese alguna visita que luego no fue anotada en su libro.
─¿Por qué cree eso?
─Pudo visitar a alguien que supiera algo del robo cometido en su caja de caudales.
─¿Se refiere a las joyas?
─No, otra cosa. La llamada pudo llegar a él como si procediera de alguno de sus enfermos, y el doctor tal vez contestó fingiendo lo mismo.
Nuevamente Gelderfield entornó los ojos.
─Es una posibilidad muy interesante ─declaró─. Sin embargo, no creo que vaya usted por buen camino.
─¿No sabe de nadie que pueda ayudarme a averiguarlo?
El médico movió la cabeza.
─¿Y Nollie Starr? ─preguntó─. Acaso ella sepa algo.
─Es posible. La señora Devarest dice que es imposible sospechar de las dos personas a quien su marido visitó aquella noche.
─Desde luego ─replicó Gelderfield─. Conozco ambos casos. Ahora los trato yo. No cabe posibilidad alguna.
─Entonces es indudable que hizo alguna otra visita que no está anotada en el libro.
─Sigo sin creerlo.
─Pues hacia ese punto enfocaré mis investigaciones.
─Perfectamente. Si alguna vez me necesita para algo no deje de ir a verme. Quizá pueda ayudarle.
Un momento después, el doctor se alejaba en su auto, dejándome en la acera, con la mano medio destrozada por el entusiasta apretón que me había dedicado.