CUANDO entré en las oficinas de Forrest Timkan, la señora Croy estaba ya aguardando en la sala de espera. La mecanógrafa sentada a la máquina de escribir me preguntó qué deseaba, y la señora Croy se apresuró a explicarle:

─Es el señor Lam. Me acompaña. El señor Timkan nos espera.

La secretaria dedicó a Nadine una amplia sonrisa.

─Perfectamente, señora Croy.

Luego, levantándose, fue a avisar a su jefe Era una mujer atractiva, muy maquillada. Nadine Croy la siguió con la mirada hasta que desapareció dentro del despacho del abogado. Entonces comentó:

─No comprendo por qué tiene Timkan una secretaria tan horrible.

─¿Es que no sabe escribir a máquina? ─pregunté inocentemente.

─No es eso. Es demasiado… llamativa.

─¿Quiere un cigarrillo? ─le ofrecí.

─No, gracias. Ya lo he dispuesto todo para que el señor Harmley venga aquí. Timkan ha hecho que Walter y su abogado acudan al mismo tiempo que Harmley.

En aquel momento abrióse la puerta del despacho de Timkan y éste salió de allí, acudiendo hacia nosotros.

─Buenos días, Forrest ─saludó Nadine─. Señor Timkan, le presento al señor Lam.

El abogado estrechó la mano de Nadine y luego la mía. Era un hombre bajo, nervioso, que se movía bruscamente. Sus ojos eran azul pálido y su cabello, pajizo y descolorido, como la seda artificial al cabo de un par de veces de ser lavada. Representaba unos treinta y cinco años, tenía la frente abombada y llevaba lentes.

─Buenos días, señor Lam ─saludó─. Comprendo su situación y obraré de acuerdo con ella. Usted debe mostrarse interesado por la señora Croy. Sobre todo después que el señor Croy haya llegado.

─¿No le enfurecerá que su antigua mujer me haya traído a esta conferencia comercial?

─Así lo espero ─declaró Timkan.

─¿Es que quiere enfurecerle?

─Quiero preocuparle. Usted pórtese como lo haría un cazador de dotes. Ya me entiende, ¿no? Usted se siente tan interesado por la fortuna de Nadine, que hasta la acompaña aquí para cuidar de su dinero.

Con un mohín de coquetería, Nadine murmuró:

─¿Es que soy tan poco atractiva físicamente, que todo aquel que se interese por mí debe ser un cazadotes?

El abogado sonrió afectuosamente.

─Eso es, precisamente, lo que deseo que finja el señor Lam. Debe demostrar que el dinero de usted es lo que más le interesa. Me comprende, ¿verdad, Lam?

─Sí, le comprendo.

─¿Hará todo cuanto pueda?

─No sé, realmente, cómo se porta un cazador de dotes.

─Pues… aparente que tiene hechizada a la señora Croy. Ella debe hacer ver que está dispuesta a casarse con usted tan pronto como usted se lo pida. Recuerde que su mayor interés es el dinero. Ahora vuelvo a mi despacho. Rose me avisará con un timbrazo cuando llegue el momento de mi aparición, o sea cuando lleguen el señor Croy y su abogado.

Nos saludó con una leve inclinación y regresó a su despacho particular. Quedamos solos en la sala de espera.

─Siento mucho obligarle a hacer todo esto ─se excusó Nadine─. Le aseguro que para mí es muy importante.

─¿Y Harmley no sospechará que soy un detective?

─No creo. Le cité aquí para que me recogiese después de la conferencia con mi abogado.

En aquel momento apareció Harmley en la puerta. Por unos momentos miró a su alrededor, como si le costase trabajo fijar la vista. Al fin descubrió a la señora Croy.

Sonriendo, acudió a ella.

─¿Ya ha terminado su conferencia? ─preguntó─. Tal vez me haya retrasado un poco.

─No, señor Harmley ─replicó Nadine─. Quien se ha retrasado ha sido el señor Timkan. Aún no he podido verle. Ha estado muy ocupado.

─Me alegro de no ser yo el retrasado ─sonrió Harmley─. Buenos días, Lam… Supongo que podré esperar aquí.

Se acomodó en un sillón, al otro lado de la señora Croy.

Abrióse la puerta del despacho de Timkan y salió la secretaria, cargada con un montón de documentos que distribuyó en varios montones por encima de su mesa. Dirigiéndose a Harmley, le dio los buenos días y le preguntó su nombre.

─Me acompaña ─informó Nadine.

La secretaria sonrió, añadiendo luego:

─Me ha encargado el señor Timkan que le diga que siente mucho este retraso. Dice que saldrá dentro de un instante.

La joven se sentó a la máquina, sacó papel carbón y de cartas y, como si tuviera mucha prisa, arregló el papel de cartas, el de copias y el carbón, lo introdujo en la máquina, y luego, abriendo un cajón, sacó espejo y lápiz de labios y arregló su maquillaje.

Se abrió la puerta de entrada y aparecieron dos hombres. Les dirigí una rápida mirada y luego me volví hacia Harmley y la señora Croy.

Ésta apretó los labios y bajó los ojos. Harmley miró un momento a los recién llegados y luego comentó, hablando de Timkan:

─Se ve que tiene mucho trabajo.

Nadine no replicó. Levantando la cabeza y con sintética dulzura, saludó:

─Buenos días, Walter.

Los hombres se acercaron más. Harmley los observó con mayor atención. En sus ojos sólo había una curiosidad cortés.

En aquel momento, Nadine anunció:

─Donald, te presento a Walter Croy.

Me puse en pie, tropezando con una mirada hostil de Walter Croy, quien me saludó con un seco:

─Buenos días. ─Después, dirigiéndose a su antigua mujer─: ¿Cómo estás, Nadine? Te presento a mi abogado, el señor Pinchley.

Pinchley era un hombre alto, de anchos hombros, atractivo, pero que no parecía muy inteligente. La señora Croy presentó luego a Harmley, y en aquel momento se abrió la puerta del despacho de Timkan, que salió presentando mil excusas por el retraso y dando demasiadas explicaciones. Nadine Croy dijo:

─¿Verdad que no te importará esperarme aquí, Donald? ¿Y usted, señor Harmley? Pueden charlar mientras tanto. ─Después miró a su marido, diciendo─: Estás muy bien, Walter. Has engordado un poco.

─¿No quieren entrar? ─preguntó Timkan.

Se metieron todos en el despacho del abogado, dejándonos a Harmley y a mí solos en la sala de espera.

En cuanto la puerta se hubo cerrado, Harmley se volvió hacia mí y, en voz lo bastante baja para que la secretaria no pudiese oírla, me preguntó:

─¿En qué se ocupa su marido?

─No lo sé.

Me miró como desconcertado.

─Casi nunca habla de su marido ─expliqué─. ¿Es que le interesa algo?

─Sí. Ya le dije que tenía la impresión de haber visto en algún sitio, antes de ahora, a la señora Croy. Lo mismo me ocurre con su marido.

─¿De veras?

─Sí. De momento no he creído reconocerle; pero cuando se ha metido en el despacho del señor Timkan, ha habido algo en su manera de andar que me ha resultado vagamente familiar. Estoy seguro de haber visto antes de ahora al señor Croy, pero no sé dónde ni cuándo.

─Puede que los conociera tiempo atrás cuando vivían juntos.

─Quizá. Sin embargo, el ver a ese hombre me ha producido una impresión desagradable, como si me recordase algo malo. Cuando vi a la señora Croy sólo tuve la impresión de que no era la primera vez que nos veíamos. En cambio ahora, al ver a su marido, he sentido como el recuerdo de que en un tiempo ese hombre estuvo a punto de hacerme caer en una trampa.

─¿No recuerda más detalles?

─No. Tampoco recuerdo nada interesante de mi última conversación con el doctor Devarest.

Permanecimos callados un rato. Dentro del despacho de Timkan se oía un murmullo de voces. Por fin, al cabo de cinco minutos abrióse la puerta y apareció la señora Croy, envuelta en un aura triunfal.

Sonrió a Harmley y, dando la vuelta por detrás de él, acudió junto a mí, inclinándose a mi oído:

─Excúseme, señor Harmley ─dijo─. Es un asunto de poca importancia, pero debo consultarlo en privado con Donald…

─Si desea usted que salga ─dijo Harmley, levantándose.

─¡Oh, no! Es un momento. Sólo quería que usted comprendiera mis motivos.

Apoyando una mano en mi hombro izquierdo, y con la boca a medio centímetro de mi oreja, susurró:

─¡Todo va maravillosamente, Donald! Estoy encantada. Walter se ha puesto furioso contigo. No te marches. Estoy segura de que le engañaremos. No sabe por dónde camina. Y eso que no es un hombre a quien se engañe fácilmente.

─Bien ─dije.

Con voz aún más baja, la señora Croy agregó en voz confiada:

─Me ha hecho una proposición. Le he contestado que debía consultarlo contigo y he salido a verte. Eso es lo que más le enfurecerá. Él sabe que estás aquí fuera y, sin embargo, serás tú quien dirá la última palabra en la conferencia.

─Comprendo ─repliqué.

Riendo se apartó de mí, después de acariciarme las mejillas.

─No se muevan ─dijo─. No tardaré.

Dubitativamente, Harmley declaró:

─Sé por experiencia propia que las entrevistas de este tipo, entre dos abogados y sus clientes suelen durar mucho tiempo.

─Estoy segura de que terminaremos dentro de un momento ─aseguró Nadine Croy─. Sin embargo, si se tiene usted que ir a algún sitio… Quería presentarle a un amigo del doctor Devarest; pero habiéndose retrasado tanto el señor Timkan quizá sea mejor dejarlo para otro día.

─Sí, creo que será lo mejor ─replicó Harmley.

La señora Croy le tendió la mano.

─Muchas gracias por todo ─dijo─. Nos veremos luego, ¿verdad?

─Cuando usted guste.

El hombre abandonó la oficina. Nadine Croy acercóse nuevamente a mí, diciéndome al oído:

─Lo hace usted muy bien. ¿Demostró haber reconocido a Walter?

─No; pero luego me dijo algo que le contaré cuando podamos hablar con calma.

Nadine apretó mi brazo y me favoreció con una invitadora sonrisa. Luego desapareció dentro del despacho particular del abogado.

La secretaria me dirigió una calculadora mirada.

Permanecí allí otros diez minutos y, al fin, abrióse la puerta del despacho y apareció Walter Croy acompañado de su abogado. El antiguo marido de Nadine me dirigió una mirada cargada de odio, mientras Timkan, que había seguido a sus visitantes decía:

─He tenido mucho gusto en verlos. Espero tener noticias suyas…

─Mañana las tendrá ─contestó el abogado de Walter, siguiendo a su cliente.

Cuando los dos se hubieron marchado, Timkan me hizo seña de que entrara en el despacho.

─¿Demostraron reconocerse? ─preguntó, lleno de ansiedad.

─No. Pero luego Harmley, al ver entrar aquí a Croy me dijo que creía recordar vagamente al hombre. No recuerda exactamente dónde le vio, pero está seguro de haberlo encontrado alguna vez. ¿Le sirven de algo estos informes?

Timkan miró a la señora Croy, frunció el ceño, fue hasta la ventana, contempló el tráfico y luego, volviéndose hacia mí, declaró:

─Sí, todo coincide. De sernos posible refrescar su memoria, seguramente podría ofrecernos la clave de este misterio. De todas formas no comprendo qué informes pudo dar a Devarest en contra de Walter Croy. Lógicamente no podían ser muy importantes, pues de lo contrario los recordaría.

─Me parece que Croy no demostró conocer a Harmley ─intervine.

─No ─asintió Nadine─. Estoy segura de que no demostró reconocerle.

─Me ha parecido notar que Walter Croy no ha sido tan difícil de manejar como ustedes temían en un principio ─dije.

─Tiene razón ─asintió Timkan.

─¿No se les ha ocurrido pensar que Walter Croy podría ser un actor mucho más bueno de lo que ustedes imaginan?

─¿Qué quiere decir? ─preguntó Timkan.

─Pudiera ser muy bien que Croy reconociese a Harmley tan pronto como le vio, pero, dándose cuenta de que nuestro hombre no le reconocería mientras conservase la impasibilidad, decidió, en seguida, sacar el mejor partido de la situación, aceptando las proposiciones de ustedes convencido de que antes de poco Harmley le recordaría y entonces tendría que aceptar lo que buenamente ustedes quisieran darle.

Timkan meditó un momento.

─Puede que tenga usted razón ─dijo─. Sin embargo, Croy no se mostró tan manejable.

─Entonces le he entendido mal ─repliqué─. Creí que todo iba bien.

─No por lo que se refiere al dinero ─explicó Nadine, mordiéndose en seguida los labios, como si temiera haber dicho demasiado.

─No trato de inmiscuirme en sus asuntos particulares ─dije, cogiendo mi sombrero y disponiéndome a salir─. Sólo he querido sugerirles algo.

Cuando salí del despacho, observé que la secretaria de Timkan miraba, impaciente, hacia la puerta de su jefe.

Me dirigí hacia la Jefatura de Policía. El teniente Lisman se alegró mucho de verme. Estrechó con gran fuerza mi mano, me palmeó la espalda, me lanzó al rostro una bocanada de humo habano, declarando:

─Es un gran placer trabajar con un investigador privado tan inteligente. Son muchos los compañeros de usted que no se dan cuenta de que les conviene trabajar de acuerdo con nosotros.

─¿Le sirvió de algo mi información? ─pregunté.

─¡Ya lo creo!

─¿Descubrió a la chica quién le había facilitado el informe?

─¡No! Siempre protegemos a nuestros informadores. Oiga, Lam, usted y yo podríamos hacer muchas cosas.

─Desde luego. ¿Qué dijo la Starr?

─Poca cosa. Es curioso que diga que el motivo de marcharse tan precipitadamente fue que el doctor Devarest trataba de aprovecharse de su situación.

─¡Oh, oh! ¿Da detalles?

─Muchos. El hombre se mostraba muy insistente.

─La declaración impresionará muy favorablemente al Jurado ─indiqué.

─Sí, el Jurado se dejaría ganar por esto. Además, la viuda no querrá que se haga público. Sospecho que la chica tenía preparada ya la historia por si llegaba a ser detenida. En todo ello veo la mano de un abogado inteligente. Por más que busco no encuentro un punto débil por dónde atacar;

─¿La tendrá detenida?

─Todo el tiempo que nos sea posible. No tenemos nada contra ella. Su desaparición fue lo único que nos hizo buscarla.

─¿Informó la secretaria a la señora Devarest del comportamiento de su marido?

─No. Cuando el doctor empezó a insinuarse, la chica aguantó lo que pudo y, por fin, se marchó.

─¿Y ni siquiera volvió en busca de su cepillo de dientes?

Lisman frunció el entrecejo.

─Sí, se trata de una sarta de mentiras, ¿verdad, Lam?

─Desde luego.

─Cuando más se examina más se ve que no hay nada de verdad en ello.

Siguió un prolongado silencio, al fin del cual pregunté:

─¿Cómo andan sus sistemas de identificación?

─Muy bien. Pero ¿a cuáles se refiere? Tenemos unos basados en la forma de trabajar de los distintos delincuentes. Además, las corrientes de huellas dactilares; peculiaridades físicas.

─¿Podría identificar a un hombre por una cicatriz en la cara?

─Quizá.

─Quiero decir una cicatriz en la barbilla, producida por una cuchillada.

─¿Sigue la pista a alguien?

─No. Se trata sólo de que deseo familiarizarme con el sistema de trabajo de la policía.

─Bien, acompáñeme.

Me guió por un largo corredor hasta una habitación llena de archivadores metálicos.

─Vamos muy por delante de los demás gabinetes de identificación del país ─me dijo─. ¡Lástima que los otros no se quieran dar cuenta de la importancia de esto y se nos nieguen los fondos necesarios para ampliarlo debidamente!

─Debe de dar mucho trabajo.

─Muchísimo.

El teniente se detuvo frente a un archivador en el que se leía: «Cicatrices en la cabeza». Abrió un cajón. Veíanse varias subdivisiones. «Cicatrices en el lado izquierdo de la cara», «Cicatrices en la nariz», «Cicatrices en la barbilla», «Cicatrices en la frente».

Tendiéndome un fajo de fichas me recomendó:

─No las mezcle.

─No tenga miedo ─le prometí.

Consultó su reloj y después de guardarlo me dijo:

─Tengo que marcharme. Si alguien le pregunta algo diga que el teniente Lisman le ha dado permiso para mirarlo.

─Está bien, teniente. Muchas gracias.

Cuando se hubo marchado revisé las fichas y saqué las que necesitaba. No había muchas. Las dos primeras no me indicaron gran cosa. La tercera me descubrió el rostro de Rufus Bayley. Leí: «Paul Rufus, alias Rufus Paul, alias Rufus Cutting. Trabaja exclusivamente en cajas de caudales y joyas. Trabaja solo. Tiene pocos cómplices y confidentes. Gran partido entre las mujeres. A veces lo utiliza para obtener informes precisos. Edad veintinueve años. Cumplió condena en Sing˗Sing por haber sido descubierto en flagrante delito. En dicha ocasión le ayudó una sirvienta que, irritada por infidelidades del sujeto, le denunció a la policía. Ha sido detenido seis veces pero no ha confesado y, por falta de pruebas contra él ha sido preciso soltarle».

«Clasificación de huellas dactilares, medidas Bertillon y detalles complementarios, en el dorso».

Anoté los detalles que más me interesaban y salí de Jefatura en dirección a la casa de los Devarest.