LA gran barcaza de pesca se balanceaba perezosamente al impulso de las olas. Era aún demasiado pronto para la llegada de los pescadores. Sólo algunas cañas curvábanse por encima de la borda. Hacia el Este, el sol iluminaba los altos picos de las montañas costeras de California, reflejándose sobre la oleosa superficie del mar, que no estremecía el menor soplo de aire.
Bertha Cool, firme y voluminosa como un rollo de alambre espinoso, sentábase en la silla del director, apoyados los pies en la baranda y sosteniendo firmemente un largo bambú. La mirada de sus grises y tranquilos ojos, de diamantina pureza, estaba fija en el hilo, allí donde éste se hundía en el agua, y esperaba pacientemente el primer tirón.
De uno de los bolsillos del jersey sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios, y, sin apartar la vista del agua, preguntó:
─¿Tienes una cerilla?
Dejé mi caña contra la barandilla, sosteniéndola con las rodillas, encendí una cerilla y, protegiendo la llama con las manos, la ofrecí a Bertha.
─Gracias ─contestó ésta, lanzando una gran bocanada de humo.
La enfermedad había reducido a Bertha a sólo ochenta kilos de peso, y para reponerse se dedicaba a pescar. La vida al aire libre la bronceaba y endurecía. Seguía pesando ochenta kilos, pero sin grasa.
El hombre que estaba a mi lado, individuo voluminoso que parecía jadear penosamente cada vez que respiraba, comentó:
─No se pesca nada, ¿verdad?
─Ni pizca.
─Hace bastante que están aquí, ¿verdad?
─Psé.
─¿Los dos juntos?
─Sí.
─¿Han pescado mucho?
─Regular.
Seguimos pescando en silencio, durante un rato, y al fin el hombre dijo:
─A mí no me importa no pescar nada. Lo principal es estar aquí, respirar el aire puro y alejarme de la maldita civilización.
─¡Hum!
─El timbrazo de un teléfono me hace el efecto de una bomba. ─Rió, como excusándose, añadiendo─: Parece que fue ayer cuando al empezar mi carrera pasaba el día deseando que sonase el teléfono y mirándolo como su… Perdón. ¿Es su esposa?
─No.
─La iba a llamar su madre, pero no lo hice porque en estos tiempos uno nunca puede estar seguro… Bueno, el caso es que ella contempla el agua con la misma fijeza con que yo miraba el teléfono, como si de esa forma pudiera hacerlo sonar.
─¿Es usted abogado? ─pregunté.
─Médico.
Al cabo de un rato añadió:
─A todos los médicos nos ocurre lo mismo; nos desvivimos por conservar la salud de nuestros clientes y descuidamos la nuestra. Vivimos en una tensión continua. Operaciones por la mañana, luego consulta en el hospital. Por la tarde consulta en casa. Por la noche visitas a domicilio y al llegar la hora de acostarnos se nos presenta alguien que ha estado aguantando su mal todo el día y elige para llamarnos el momento en que ya estás cómodo en la cama.
─¿De vacaciones? ─pregunté.
─No, reposando un poco. Me lo han ordenado los médicos.
Le observé. Estaba demasiado grueso. Sus ojos mostraban abultadas bolsas y le temblaban los párpados cada vez que los entornaba. Estaba muy pálido. Algo en él me recordaba a una bola de masa puesta a subir junto al fogón.
─Su amiga parece estar bien ─añadió.
─Es mi jefe.
─¡Oh!
Tanto si escuchaba como si no, Bertha mantenía la mirada fija en el punto donde el hilo introducíase en el agua.
─¿Dice usted que trabaja para ella?
─Sí.
El hombre evidenció su perplejidad.
─Dirige una agencia de investigaciones privadas ─expliqué─. Bertha Cool. Aprovechamos el tiempo que nos queda libre entre un caso y otro para descansar.
─¡Oh! ─repitió el hombre.
La mirada de Bertha se endureció. Tensando los músculos inclinóse hacia delante, esperando, inmóvil.
El extremo de la caña se curvó. Bertha llevó la mano derecha al carrete. Sus brillantes relucieron al sol. El hilo trazó una serie de irregulares dibujos en el agua.
─¡Retira tu caña! ─ordenó Bertha─. ¡Hazme sitio!
Comencé a recoger el hilo. Sentí un violento tirón en la caña, como si me la fuesen a arrancar de entre los dedos. También yo había cobrado una presa.
─¡Magnífico! ─exclamó el doctor─. Me retiro.
Se puso en pie, para alejarse por el puente. En aquel momento también su caña se dobló. Su rostro expresó una gran emoción.
Intenté retener mi caña. Los tres estábamos terriblemente ocupados. Por entre las verdes profundidades del agua vi brillar un cuerpo plateado.
Bertha hizo un violento esfuerzo y tiró de la caña.
Un enorme pez salió del agua y fue a caer sobre el puente, coleando furiosamente.
El médico también cobró su presa. La mía escapó.
─Su pescado es mayor que el mío ─dijo el doctor, mirando a Bertha.
─¡Hum! ─gruñó Bertha.
─Lástima que el suyo haya escapado ─dijo el doctor, mirándome.
─A Donald no le importa ─contestó Bertha.
El doctor me miró curiosamente.
─Me gusta el aire puro, el ejercicio y el descanso ─expliqué.
─A mí también ─replicó el hombre.
Desde el restaurante situado a mitad de la barca llegaron hasta nosotros unas ráfagas de apetitosos olores.
─¿Le apetece un emparedado de salchicha? ─preguntó el médico a Bertha.
─Todavía no ─replicó ésta─. Estamos sobre un banco de peces. Hay que aprovecharlo.
Desenganchó diestramente el anzuelo y metió el pescado en un saco. Después volvió a cebar el anzuelo y lo tiró de nuevo al agua.
Yo no la imité, mas permanecí observándola atentamente.
Ay los treinta segundos Bertha había pescado otro ejemplar. Lo mismo logró el médico. Después éste pescó un ejemplar magnífico y Bertha uno mucho más pequeño. Un momento más tarde el banco de peces se alejó.
─¿Qué contesta a lo del emparedado de salchicha? ─preguntó el médico.
Bertha asintió con la cabeza.
─¿Y usted? ─El hombre me miraba.
─Con mucho gusto.
─Les convido ─siguió el doctor─. Tenemos que celebrar nuestro encuentro. Ustedes no se muevan de aquí. Vigilen mi caña.
Le prometí hacerlo.
El sol estaba ya muy alto sobre las montañas. Las nieblas matinales habíanse disipado. A lo lejos podían verse los automóviles que circulaban por la carretera que bordeaba el mar.
─¿Quién es ese tipo? ─preguntó Bertha, sin apartar la vista del hilo de su caña.
─Un médico que ha trabajado demasiado y no descanso lo suficiente. Su médico le recetó menos actividad. Creo que necesita algo.
─¿No le dijiste quién soy?
─Sí. Pensé que le interesaría.
─Perfectamente. Una nunca puede decir dónde encontrará un buen trabajo. ─Bertha meditó unos segundos, añadiendo luego─: Sí, seguramente necesita algo.
El doctor regresó con seis emparedados de salchicha con pan tostado y mucha mostaza y pepinillos. Se comió el primero con verdadero apetito. Las escamas que llenaban sus manos no le quitaron el apetito.
Dirigiéndose a Bertha y refiriéndose a mí, dijo:
─Nunca le hubiera tomado por un detective. Yo me los imaginaba grandes y fuertes.
─Es un chico sorprendente ─replicó Bertha─. De una rapidez increíble. En su trabajo cuenta mucho el cerebro.
Noté que el médico me estudiaba con gran atención. Bertha exclamó de pronto:
─Si le ocurre algo… ¡suéltelo de una vez, por amor de Dios!
El hombre le dirigió una mirada de asombro.
─¿Cómo? Pero… si no… ─Al fin rompió en una estrepitosa carcajada─. ¡Está bien! ─dijo─. Usted gana. Me he preciado de adivinar la enfermedad de mis clientes en el rato que tardaban en atravesar mi despacho. Nunca se me ocurrió que algún día harían lo mismo conmigo. ¿Cómo lo ha sabido?
─Es usted un libro abierto ─replicó Bertha─. Desde que Donald le dijo quién era yo, usted no ha hecho más que buscar la forma de intimar con nosotros.
El doctor sostenía con la mano izquierda su segundo emparedado. Con la derecha sacó un tarjetero y de él dos tarjetas que tendió a Bertha Cool y a mí.
Eché una mirada a la tarjeta que me había correspondido y la guardé. Por ella me enteré de que el hombre en cuestión era el doctor Hilton Devarest, que sólo podía visitársele pidiéndole hora por anticipado, que vivía en un suburbio y que su despacho se encontraba en el Edificio Médico Mutual.
Bertha pasó la yema del pulgar por encima de la impresión, dobló un ángulo de la cartulina, para comprobar la calidad de la misma y por último la guardó en un bolsillo del jersey. Por fin dijo:
─Lo más importante de la casa está aquí. Yo soy Bertha Cool, él es Donald Lam. Oigamos lo que le está preocupando.
─Mi problema es muy sencillo ─explicó el doctor Devarest─. He sido víctima de un robo y me gustaría recobrar lo robado. Le explicaré los detalles. Junto a mi dormitorio tengo un cuarto donde he reunido una serie de trastos muy variados. Viejos aparatos de Rayos X, equipos eléctricos, un microscopio bajo una campana de cristal. El lugar resulta muy llamativo.
─¿Trabaja usted allí? ─preguntó Bertha.
La risa estremeció el estómago del médico.
─No. Todo ese equipo va destinado, únicamente, a impresionar a los clientes. Cuando me aburro en algún lugar, pongo por excusa la necesidad de terminar algunos análisis o investigaciones científicas y me meto en mi laboratorio. Todos mis conocidos lo han visto y han quedado debidamente impresionados por él. Le aseguro que resulta muy efectista.
─¿Y qué hace usted cuando se mete allí?
─En un rincón tengo el más cómodo de todos los sillones del mundo y una buena lámpara de lectura. Me siento allí y leo novelas detectivescas.
Bertha Cool movió aprobadoramente la cabeza. El doctor Devarest prosiguió:
─El lunes por la noche recibimos unos invitados muy aburridos. Me retiré a mi estudio. Cuando los huéspedes se marcharon mi mujer subió…
─¿Qué efecto le produce a su mujer el que la deje usted para distraer a los aburridos huéspedes?
La sonrisa borróse del rostro del médico.
─A mi mujer no la aburre nadie. A ella le interesa la gente y… Bueno, cree que estoy trabajando.
─Entonces ¿no sabe que todo es comedia? ─preguntó Bertha.
El doctor vaciló como si tratase de elegir las palabras más exactas.
─¿No comprende que la esposa es la persona para quien se preparó, sobre todo, la comedia? ─dije yo.
El doctor Devarest me miró fijamente.
─¿Por qué dice eso? ─preguntó.
─Se ha mostrado usted demasiado orgulloso de su engaño. Cada vez que se refería a él tenía que esforzarse por no reír. De todas formas no tiene importancia. Continúe.
─Su empleado es muy sagaz ─declaró el doctor, mirando a Bertha.
─Ya se lo dije ─replicó, secamente, Bertha─. ¿Qué ocurrió el lunes?
─Mi mujer llevaba unas joyas. En el estudio tengo una caja de caudales empotrada en la pared.
─¿También un trasto viejo como los demás? ─preguntó Bertha.
─No, la caja no tiene nada de viejo. Es la última palabra en la materia.
─Siga.
─Mi mujer me entregó las joyas que llevaba y me pidió que las guardase en la caja.
─¿Tenía costumbre de hacerlo?
─No, me dijo que se sentía nerviosa como si algo malo fuese a ocurrir.
─¿Ocurrió?
─Sí, las joyas fueron robadas.
─¿Antes de que usted las guardase en la caja?
─No, después. Las metí en la caja y me acosté… Ayer por la mañana, a las seis, me avisaron para que acudiese en seguida al hospital. Se trataba de una operación de apendicitis. Luego, durante la mañana, hice mi trabajo de costumbre.
─¿Dónde acostumbra guardar su mujer las joyas?
─La mayor parte del tiempo las tiene en la caja de seguridad del Banco. A mediodía me telefoneó pidiéndome que fuera a casa a abrirle la caja.
─¿Es que ella no conoce la combinación?
Con firme acento, Devarest replicó:
─Yo soy el único que sabe cómo abrir la caja.
─¿Qué hizo usted?
─Contesté que iría a casa antes de las dos. Llegué a eso de la una. Tenía mucha prisa, pues ni había desayunado, tomando sólo una taza de café. Al llegar a casa corrí a mi estudio.
─¿Dónde estaba su esposa?
─Entramos juntos en el estudio.
─¿Abrió usted la caja?
─Sí. Las joyas habían desaparecido.
─¿Faltaba algo más?
─Nada más. Sólo los estuches de las joyas. No se guardaba gran cosa más en la caja. Un par de libros de cheques de turismo que guardo allí por un caso de urgencia algunas notas sobre análisis y trabajos que estoy llevando a cabo sobre la nefritis.
─Dígame, exactamente, dónde estaba su mujer cuando usted abrió la caja.
─De pie, en la puerta del estudio.
─Tal vez no cerró usted la caja al guardar las joyas ─sugirió Bertha.
─No, nada de eso ─replicó el doctor.
─¿No se forzó la caja?
─No. Quienquiera que la abriese lo hizo mediante la combinación.
─¿Cómo?
─Eso es lo que no sé.
─¿No pudo alguien…? ─empezó Bertha.
─Sabemos quién lo hizo ─replicó el médico─. Es decir, sabemos la persona que a su vez sabe quién lo hizo.
─¿Esa persona es…?
─Una joven llamada Nollie Starr… secretaria de mi mujer.
─¿Qué hay de ella?
─En algunos momentos uno duda de lo que está viendo. Lo mismo me ocurrió a mí al abrir la caja. Como es lógico, mi mujer hizo muchas preguntas. Esas preguntas me sirvieron para hacerme ver claro. Recuerdo haber guardado las joyas en la caja y haber borrado la combinación.
─¿Y qué tiene que ver eso con la señorita Starr?
─Mi mujer llamó a su secretaria y le pidió que avisase a la policía.
─¿Qué ocurrió luego?
─Al pasar una hora y no presentarse la policía, mi mujer quiso averiguar lo que ocurría. Hizo llamar a la señorita Starr. No la encontraron. Había desaparecido. Nadie avisó a la policía. Eso le dio una hora de margen para huir.
─¿Qué más?
─Llegó al fin la policía. Intentaron encontrar alguna huella dactilar en la caja. Comprobaron que alguien las había borrado con un paño untado de aceite. En el cuarto de la señorita Starr, y escondido dentro de un bote, hallaron el trapo en cuestión.
─¿El mismo? ─pregunté.
─Pudieron asegurarse de que era el mismo. El trapo había sido untado con un lubricante especial, el mismo que estaba en la superficie de la caja. En el cuarto de la señorita Starr encontraron una lata medio vacía de dicho lubricante, especial para armas de fuego. Allí todo indicaba una huida precipitada. La señorita Starr no se llevó nada. Dejó, incluso, su cepillo de dientes.
─¿Y la policía no ha dado con ella? ─inquirió Bertha Cool.
─Aún no.
─¿Qué quiere usted que hagamos?
El médico clavó la vista en el mar y musitó:
─Hasta encontrarlos no me di cuenta de que necesitaba que se hiciera algo. Bien, lo que yo quisiera es que ustedes, anticipándose a la policía, se pusieran en contacto con la señorita Starr y le dijesen que si devuelve las joyas retiraré la acusación presentada contra ella. Podría pagarles una buena recompensa.
─¿No presentará usted ninguna acusación? ─preguntó Bertha.
─No; y además le daré un premio en metálico.
─¿Cuánto?
─Mil dólares.
Devarest siguió mirando el océano, cual si esperase que Bertha dijese algo. Yo sabía lo que pasaba en el cerebro de mi jefe. Aguardó hasta que el prolongado silencio, obligó al hombre a volverse hacia nosotros.
─¿Cuánto nos ofrece? ─preguntó entonces.
El doctor Devarest me llevó a cenar a su casa. No trató de ocultar mi identidad. Yo era un «detective particular a quien había alquilado para colaborar con la policía».
Su casa confirmó la impresión a que yo había llegado acerca de él. Debió de costar mucho dinero el levantarla y seguía costando mucho dinero el sostenerla. Era de estilo español, estucada en blanco, con tejas rojas y galerías con barandales de hierro. Veíanse aposentos para los criados, jardín muy cuidado, alfombras orientales, cactus, fuentes, peces de colores. La comida era demasiado abundante y demasiado cargada de especias.
La señora Devarest mostraba una triple barbilla, ojos saltones, gozaba bebiendo y emitía juicios estúpidos. Su nombre de pila era Colette.
Con ella vivían dos miembros de su familia. Jim Timley era un joven bronceado que, sin duda, iba siempre sin sombrero en un inútil intento de curar la calvicie que avanzaba por la frente. Su cabello era oscuro, liso, muy cortado. Parecía como si el sol lo hubiese marchitado. Sus ojos, en cambio, eran claros, su boca estaba bien formada, y al sonreír lucía una doble hilera de magníficos dientes. Por la fuerza con que me estrechó la mano comprendí que era aficionado al deporte. Era sobrino de la señora Devarest, hijo de un difunto hermano.
Los dos miembros de la familia eran una sobrina de la señora Devarest, una tal señora Nadine Croy, que tenía una hijita de tres años llamada Selma. La niña había cenado ya y estaba en la cama. Aquella noche no la vi.
La señora Croy era hija de una hermana de la señora Devarest. Saqué la conclusión de que era rica. Representaba unos veintinueve años y no podía dudarse de que cuidaba mucho de su dieta alimenticia y de su figura. Sus grandes ojos evidenciaban cierta inquietud. Como nadie habló del señor Croy, decidí no hacer preguntas enojosas.
Vi, también, a un mayordomo con cara de palo y un par de criados sin ningún atractivo. Luego, una camarera llamada Jeannette, con curvas y clase. La señora Devarest tenía su chofer, pero de momento no le vi. Aquella era su noche libre. A la señora Devarest le entusiasmaba la vida de sociedad y la etiqueta. Al doctor Devarest no le agradaba que cuidasen de él. Siempre que su trabajo le dejaba libre (que no era muchas veces) prefería quedarse solo.
Después de cenar, la señora Devarest tendió a su marido una lista de las llamadas que había transmitido la enfermera que ayudaba al doctor en su despacho. El hombre me invitó a subir con él al estudio. Entretanto él revisaría las llamadas.
El estudio era tal como lo había descrito. Me senté en un sillón colocado entre dos aparatos eléctricos de terrible aspecto. Él sentóse en otro sillón, acercó a él un teléfono de sobremesa, dejando sobre el brazo del sillón la lista de las llamadas.
─Abra la puerta de ese cardiógrafo eléctrico, Lam ─indicó.
─¿Qué es el cardiógrafo? ─pregunté.
─Lo que tiene a su derecha.
Abrí la puerta. Dentro no encontré alambres, sino una botella de whisky escocés; otra de whisky de maíz, algunos vasos y un sifón.
─Sírvase usted mismo ─invitó.
─¿Quiere usted?
─No, tendré que salir.
Me serví una ración de whisky escocés. Era la marca más cara del mercado. El doctor empezó a marcar un número. Sus modales eran muy suaves. Hablaba solícitamente. Oyendo sus preguntas y consejos saqué la conclusión de que sus clientes eran ricos y que le consultaban por el menor motivo. A la mayoría de ellos pudo «visitarlos» por teléfono y terminó diciendo que telefonearía a una farmacia para recetar lo que debían tomar. A dos les prometió ir a visitarlos.
─Ya está todo listo ─dijo, cuando terminó─. Iré a hacer esas visitas. Me llevará una hora. ¿Quiere quedarse aquí o acompañarme?
─Esperaré aquí.
─Examine todo esto. Mi mujer le ayudará en todo cuanto necesite.
─¿Y esas visitas son de verdadera urgencia? ─pregunté.
El doctor hizo una mueca de disgusto.
─¡Nada de eso, pero se trata de clientes importantes! Unos neuróticos que se pasan las noches jugando al bridge, se hinchan de comer, beben demasiado, no hacen ningún ejercicio y tienen más de cincuenta años. Cuando uno se encuentra con una combinación semejante sólo puede esperar cosas desagradables.
─Entonces, ¿no tienen nada?
─Tienen bastante. Presión elevada, las arterias a punto de estallar, el corazón funcionando muy mal, los riñones hechos polvo. Se imaginan que no tienen ninguna obligación con sus cuerpos. Cuando sus autos se les estropean llaman al mecánico del garaje y los hacen arreglar. Cuando notan algún síntoma grave me llaman a mí y me piden que les arregle la salud… Bueno, ¿para qué diablos me pregunta usted todo eso?
─Por saberlo.
Con helado acento me dijo:
─Limite su curiosidad al hallazgo de la señorita Starr, De mis enfermos ya me encargo yo.
Cuando le vi apoyar una mano en el tirador de la puerta, le dije:
─Bien, ya sé quién tiene las joyas. No es la señorita Starr, ¿verdad?
─¿Quién es?
─Usted.
Me miró con los ojos muy abiertos.
─¿Yo? ─preguntó.
─Sí, usted.
─¡Está loco!
─No, estoy seguro de acercarme a la verdad. El robo de las joyas no pudo realizarse como usted ha dicho. Usted ha dado a la policía la descripción de las joyas. Si las empeña serán recobradas. Mil dólares son muchos dólares para ofrecerlos tan fácilmente como premio.
»Mi sospecha es que en la caja había algo que usted valoraba en mucho. Un día le desapareció. Necesitaba saber quién lo tenía. No podía valerse de medios normales. Por lo tanto hizo que su mujer le entregase las joyas para guardarlas en la caja de caudales; luego usted la abrió y al día siguiente avisó a la policía, De esa forma obligó a actuar al ladrón de lo que a usted le importaba. Nollie Starr vióse obligada a tomar una decisión. Cuando se dio cuenta de que usted le cargaba el robo de las joyas, reconocióse perdida. Eso le sirvió a usted para averiguar lo que le importaba. Ahora le interesa hablar con la señorita Starr.
El doctor cerró la puerta y volvió hacia mí, caminando lenta, amenazadoramente, como si intentase pegarme.
Cuando llegó a dos metros del sillón en que yo me sentaba, dijo:
─Lam, eso es absurdo.
─He venido a ayudarle ─repliqué─. Usted no puede curar a un enfermo que le mienta al explicarle los síntomas de su enfermedad. Yo tampoco puedo ayudarle a menos que me diga la verdad. Lo que usted quiere recobrar de manos de la señorita Starr no son las joyas, ¿verdad?
─Su razonamiento es estúpido ─replicó el hombre─. Encuentre a la señorita Starr y haga que devuelva las joyas. Una vez conseguido eso habrá terminado usted su trabajo. Limítese a eso y no saque tantas conclusiones.
Consultando su reloj añadió:
─Tengo que ver a esos dos enfermos; luego debo pasar por la farmacia para encargar algunas recetas. Quédese aquí. En esa máquina diatérmica encontrará algunas lecturas interesantes. Cuando vuelva se lo explicaré todo.
─¿Cuál es la máquina diatérmica?
─Ésa a la izquierda del sillón. Siéntese, encienda la luz y lea.
─¿Cuándo volverá usted?
Consultó nuevamente su reloj.
─A las nueve o nueve y media como máximo. Y no saque más conclusiones. No hable con nadie. Quédese aquí leyendo.
Volviéndose salió a toda prisa del estudio. Estoy seguro de que se alegró de marcharse.