CUARTA PARTE
LA CULPA SE REVELA

El inspector Blount había dejado dicho a Nigel que fuera a la comisaría en cuanto llegara. Mientras el coche le conducía hacia allá, repasó mentalmente los detalles de la desaparición de Phil, extraídos de las casi incoherentes declaraciones de Lena y de Felix Cairnes. En la confusión consecuente al atentado de la noche anterior contra Nigel, nadie se había dado cuenta de que Phil no estaba en el hotel para el desayuno. Felix supuso que había desayunado antes de que él bajara; Georgia había estado muy ocupada atendiendo a Nigel; el empleado del hotel creyó que el chico se había ido a su casa y desayunado allí. Sólo cuando la criada entró en el dormitorio de Phil a las diez de la mañana, y descubrió que la cama estaba sin deshacer, comprendieron que había desaparecido. Encontró también, sobre la cómoda, un sobre dirigido al inspector Blount. Éste no había dado a conocer todavía el contenido del sobre; pero Nigel pensó que era muy fácil de adivinar.

Felix Cairnes estaba casi loco de ansiedad. Nunca había sentido Nigel tanta compasión por él como ahora. Hubiera deseado evitarle la tragedia que se desarrollaría a continuación, pero sabía que ya era imposible: las cosas habían empezado a moverse solas, y nadie podría detenerlas; era como si se tratara de un deslizamiento de tierra o de la botadura de un transatlántico cuando ya ha sido apretado el botón que lo deja libre. La tragedia había empezado cuando George Rattery atropello a Martie Cairnes en aquel camino rural; había empezado, podría decirse, antes de que Phil Rattery naciera. Los últimos acontecimientos representaban su culminación. Ahora sólo faltaba el epílogo.

Pero ese epílogo sería largo y doloroso; duraría mientras vivieran Felix Cairnes, o Lena, o Violeta, o Phil.

El inspector Blount, cuando Nigel lo encontró en la comisaría local, tenía un modesto aire de triunfo. Contó a Nigel las medidas que se habían tomado para descubrir el paradero de Phil; vigilancia de las estaciones de ferrocarriles y autobuses, aviso a los camioneros, etc. Era tan sólo cuestión de tiempo.

—Aunque —agregó muy seriamente— podría llegar a ser necesario rastrear el río.

—¡Dios mío! Usted no cree que pueda haber hecho eso, ¿verdad?

El inspector se encogió de hombros. El silencio se volvió intolerable para Nigel. Dijo un poco febrilmente:

—No es más que el último gesto quijotesco de Phil. Seguramente. Porque ayer, cuando estábamos caminando por el césped, me pareció ver un movimiento entre los arbustos. Debía tratarse de Phil. Le oyó decir a usted que arrestaría a Felix. Le quiere apasionadamente; sin duda, creyó que huyendo distraería de él la atención. Eso ha de ser lo que pasó por su mente.

—Quisiera creer que así ha sido, señor Strangeways. Pero ya no puedo. Ya sé que Phil envenenó a George Rattery. ¡Pobre criatura!

Nigel abrió la boca para hablar, pero el inspector prosiguió:

—Usted dijo ayer que la solución de este asunto debía encontrarse en alguna parte del diario del señor Cairnes. Anoche estuve leyéndolo de nuevo y se me ocurrió el principio de una idea: lo que ha sucedido después la comprueba. Le daré las claves en el orden en que se presentaron a mi mente. Primero, Phil estaba trastornado por el trato que su padre daba a su madre; George Rattery solía amenazarle y pegarle; Phil se quejó una vez de ello al señor Cairnes, pero, por supuesto, el señor Cairnes no podía intervenir. Recuerde ahora esa comida que menciona en su diario. Hablaron sobre el derecho de matar. El señor Cairnes dijo que era justificado matar a una persona que hace sufrir a todos los que la rodean. Y luego, como usted recordará, porque está escrito en el diario, Phil hizo una pregunta, y el señor Cairnes comenta: «Supongo que nos habíamos olvidado todos de su presencia. Era la primera vez que se le permitía asistir de noche a la mesa». Todos nos hemos olvidado de su presencia, me parece, desde el primer momento. No le habíamos tomado las huellas dactilares. Bueno, piense usted en el efecto que aquella observación podía tener —la relativa a la eliminación de las pestes sociales— sobre un muchacho impresionable y neurótico. Imagínese a Phil, preocupado por la brutalidad de su padre con su madre, oyendo decir al hombre a quien más admira en el mundo que existe el derecho de matar a las personas que arruinan la vida de los demás. Recuerde la implícita confianza de Phil en Cairnes, y piense que un niño hará cualquier cosa cuando ha sido aprobada por una persona a quien venera. Y recuerde que ya le había pedido a Felix que hiciera algo en ese sentido, y que esa petición no había tenido éxito. Bastantes veces ha dicho usted que el ambiente en que ha sido criado Phil bastaría para desequilibrar la mente de cualquier niño. Bueno, esto en lo que respecta al motivo y al estado de ánimo.

—El general Shrivenham me dijo esta mañana que el abuelo de Phil, el marido de Ethel Rattery, había muerto en un manicomio —dijo Nigel, suavemente, casi para sí mismo.

—Ahí tiene. Estaba en la sangre. Ahora veamos cómo lo hizo. Sabemos que el muchachito podía ir al taller en cualquier momento, y el diario de Cairnes lo confirma: dice que George Rattery mencionó que Phil solía disparar contra las ratas con su rifle de aire comprimido, en el vertedero del garaje. Nada más fácil para él que apoderarse de una porción del matarratas. Había ocurrido una escena desagradable entre George y Violeta, durante la semana anterior: Phil había visto cómo golpeaba a su madre y había tratado de protegerla. Esta escena debió decidir definitivamente al pobre chico, o le enloqueció; como usted prefiera.

—Pero todavía tiene en contra la fantástica coincidencia de que Phil haya elegido el mismo día que Felix para matar a George Rattery —protestó Nigel.

—No tan fantástica si se tiene en cuenta que dos días antes había tenido lugar la escena culminante entre su padre y su madre. Pero tal vez no sea una coincidencia. El diario estaba escondido debajo de una tabla en el cuarto de Cairnes. Pero Phil siempre estaba entrando y saliendo; allí daba sus lecciones; y una tabla suelta en el suelo es justamente lo primero que un chico podía descubrir, si ya no lo había descubierto antes: quizá hubiera guardado ahí, alguna vez, sus tesoros secretos.

—Pero seguramente, si Phil quería tanto a Felix, no podía envenenar a su padre justamente el mismo día de la tentativa de Felix, y acusar tan evidentemente a este último.

—Ah, usted es demasiado sutil, señor Strangeways. Recuerde que se trata de la mente de un niño. Mi teoría es que, si no fue una casualidad, Phil descubrió el diario de Felix, descubrió que Felix intentaba matar a George; cuando su padre volvió sano y salvo del río, puso el veneno en el tónico. No se le hubiera ocurrido que así acusaba a Felix, porque no sabía que el diario había sido descubierto también por George y puesto en manos de un abogado. Ya sé que esto no deja de presentar algunas dificultades: por eso, en general, me inclino a creer que las dos tentativas de asesinato ocurrieron el mismo día por casualidad.

—Sí, todo eso parece bastante razonable.

—Ahora veamos otros detalles. Después de la comida del sábado, cuando el veneno ya había empezado a actuar en George Rattery, Lena Lawson entra en el comedor y descubre la botella sobre la mesa. Llega a la conclusión de que Felix es el responsable del envenenamiento, y, presa de pánico, sólo piensa en deshacerse de la botella. Se dirige a la ventana, para tirarla, cuando ve la cara de Phil apoyada contra el cristal. ¿Qué estaba haciendo allí? De ser inocente, sabiendo que su padre estaba enfermo, hubiera tratado de ser útil de alguna manera, llevando mensajes, trayendo cosas…

—Conociendo el carácter de Phil, diría que es más probable que se hubiera escapado lo más lejos posible, tal vez a su cuarto, o encerrado dentro de él, tratando de borrar de su imaginación la horrible escena, huyendo de ella de cualquier manera.

—Tal vez tenga usted razón. De todos modos, uno no se lo imaginaría mirando por la ventana del comedor, a menos que hubiera puesto el veneno en la botella del tónico y quisiera esperar el momento en que el cuarto estuviera vacío para entrar y esconderla. Sería natural en un chico, sabiendo que ha hecho algo malo, tratar de esconder la prueba de su culpa. Bueno, ya le dijo Phil dónde había escondido la botella, y él mismo se la trajo.

—¿Por qué, si la había envenenado y escondido para protegerse a sí mismo?

—Porque ahora sabía que Lena había confesado que ella se la había dado para que la escondiera. No podía simular que no sabía nada acerca de la botella: lo que podía hacer era destruirla. Y lo hizo lo mejor que pudo. La tiró desde el techo; y cuando descubrió que yo había recogido los pedazos, se me vino encima como una pequeña furia. Usted mismo pudo notar cómo se enfureció por eso. Por un momento pensé que se había vuelto loco. Ahora me doy cuenta de que ya estaba loco. El único pensamiento de su pobre cabecita enloquecida era hacer desaparecer, de una manera u otra, la botella. Vea: todo el tiempo nos hemos explicado sus rarezas como consecuencia de su afecto por Felix: nunca se nos ocurrió que trataba de protegerse a sí mismo.

Nigel se recostó, tocándose el vendaje de la cabeza. Esto le hizo recordar una cosa.

—¿Cómo explica, si Phil fue el culpable, que Felix me golpeara anoche en la cabeza? Yo no lo comprendo.

—No fue él. Fue el muchacho. Escuche, yo lo veo así: él había decidido huir. Desciende en la oscuridad, después de medianoche. Cuando llega al pie de la escalera, oye abrirse la puerta del despacho. Sabe que hay alguien entre él y la puerta del frente, por donde pensaba huir; sabe también que la persona que acaba de salir del despacho encenderá las luces del vestíbulo, y que él será descubierto. Mientras se apoya contra la pared, para no ser visto, su mano encuentra el palo de golf. Está desesperado y aterrorizado. ¡Pobre chico! En una trampa. Levanta el palo y lo blande ciegamente en la oscuridad, golpeando a la persona invisible que se interpone entre él y la huida. Le da un golpe y usted cae. Phil está horrorizado por lo que ha hecho: tiene miedo de encender la luz, tiene miedo del cuerpo que yace entre él y la puerta del frente. Recuerda las ventanas del corredor, y decide huir por ese lado. Las huellas dactilares que encontramos allí eran suyas: las hemos comparado con las que dejó en su dormitorio.

—¿Tenía «miedo del cuerpo»? —dijo Nigel soñadoramente—. ¿Huyó del hotel para no verlo?

—Bueno, ¿qué tiene de raro?

—Nada. Nada. Sí, estoy seguro de que eso es lo que habría hecho. En adelante siempre le defenderé, inspector, cuando me digan que Scotland Yard no tiene imaginación. De paso, le aconsejo una entrevista, alguna vez, con el general Shrivenham; tal vez usted le hiciera cambiar de opinión sobre los escoceses. Seriamente, Blount, su conjetura está brillantemente explicada; pero es teórica. Usted no tiene ni un pedacito de prueba material contra Phil.

—Un pedacito de papel —dijo sombríamente el inspector—. Lo dejó en su cuarto para mí. Una carta para mí. Una confesión.

QUERIDO INSPECTOR BLOUNT:

Ésta es para decirle que Felix no puso el veneno en esa botella de medicina; fui yo. Odiaba a papá porque era tan cruel con mamá. Me escaparé donde no puedan encontrarme.

Le saluda atentamente,

PHILIP RATTERY

—¡Pobre chico! —murmuró Nigel—. ¡Qué asunto más lamentable! ¡Dios, qué mala suerte! —Siguió diciendo apresuradamente—: Fíjese, Blount, hay que encontrarle. Rápido. Tengo miedo de lo que pudiera suceder. Phil es capaz de cualquier cosa.

—Hacemos todo lo que podemos. Tal vez, sin embargo, sería mejor que lo encontráramos un poco demasiado tarde. Le mandarán a un manicomio. Me horroriza pensarlo, señor Strangeways.

—No se preocupe por eso —dijo Nigel, mirando a Blount con extraña intensidad—. Encuéntrenlo. Tiene que encontrarlo antes de que pase nada malo.

—Ya le encontraremos, créame. No hay la menor duda. No puede haber ido muy lejos, a menos que se haya ido por el río —agregó Blount con melancólica intención…

Cinco minutos después, Nigel estaba de vuelta en el Angler’s Arms. Felix Cairnes estaba esperándole en la puerta, con los ojos llenos de inquietud y silenciosas preguntas temblando en sus labios.

—¿Qué saben…?

—¿Podemos subir a su cuarto? —dijo Nigel rápidamente—. Tengo muchas cosas que decirle, y me parece un poco público este lugar.

Arriba, en el cuarto de Felix, Nigel se sentó. De nuevo había empezado a dolerle la cabeza; por un instante el cuarto giró ante sus ojos. Felix estaba de pie junto a la ventana, mirando las graciosas curvas y los brillantes remansos del río donde él y George habían navegado. Su cuerpo estaba tenso; sentía un peso intolerable en la lengua y en el corazón, que le impedía formular la pregunta que había estado creciendo en su interior durante todo el día.

—¿Sabía usted que Phil ha dejado una confesión? —preguntó Nigel amablemente. Felix se dio la vuelta, agarrándose con las manos al alféizar de la ventana—. La confesión de que él envenenó a George Rattery.

—¡Pero es una locura! El chico tiene que haberse vuelto loco —exclamó Felix en una especie de desesperada y desconcertada agitación—. No podría matar ni… Oiga, supongo que Blount no se lo ha tomado en serio, ¿verdad?

—Blount ha desarrollado una tesis sumamente inverosímil en contra de Phil, y esta confesión no hace más que confirmarla.

—No fue Phil. Él no hubiera podido. Yo sé que no fue él.

—Yo también —dijo Nigel, con voz serena.

Las manos de Felix se detuvieron en la mitad de un ademán. Durante un instante miró desconcertado a Nigel.

Luego murmuró:

—¿Usted «sabe»? ¿Cómo sabe?

—Porque por fin he descubierto quién fue. Necesitaré su ayuda para completar los detalles de mi teoría. Luego decidiremos qué hacer.

—Siga. ¿Quién fue? Siga; dígame.

—¿Recuerda la frase de Cicerón? Está en alguna parte del De Officiis, creo: In ipsa dubitatione facinus inest (la culpa se revela en la misma vacilación). Lo siento mucho, Felix, Usted es una persona demasiado buena para cometer un crimen con éxito. Como me dijo esta mañana Shrivenham, usted tiene demasiada conciencia.

—¡Oh! Ya veo —Felix tragó con dificultad, y dejó caer las palabras en medio del triste silencio que entre ellos se abría. Luego trató de sonreír—. Siento mucho haberle causado todas estas molestias. No ha de ser muy divertido para usted, después de todo lo que hizo para salvarme, llegar a esta conclusión. Bueno, en un sentido estoy contento de que todo haya terminado. Supongo que, por otra parte, Phil no me dejaba otra alternativa con su confesión. Me obligaba a decir toda la verdad a la policía. ¿Por qué lo ha hecho?

—Él le quería mucho. Oyó decir a Blount que estaba a punto de arrestarle. Era lo único que podía hacer para ayudarle.

—¡Dios mío! Si hubiera sido cualquier otro… Me recordaba a Martie, y lo que Martie hubiera podido ser.

Felix se sentó en una silla y hundió la cara entre las manos.

—¿Usted no cree que haya hecho ninguna locura, no? Nunca me lo perdonaría.

—No. Estoy seguro. Creo seriamente que no tiene por qué preocuparse.

Felix levantó los ojos. Su rostro estaba pálido y tenso, pero el peor sufrimiento había desaparecido de él.

—Dígame: ¿Cómo lo descubrió? —preguntó.

—Su diario. Fue una equivocación, Felix. Usted se traicionó. Como había escrito al principio: «Ese estricto moralista que juega al gato y al ratón, con los furtivos, con los tímidos o con los atrevidos, induciendo al criminal a lapsus verbales, induciéndole al exceso de confianza, dejando pruebas en su contra y representando el papel de agente provocador». Usted quiso que su diario fuera una especie de válvula de seguridad para su conciencia; pero luego, cuando cambió sus planes, cuando descubrió que no podía matar a un hombre cuya culpabilidad no había sido probada, el diario se convirtió en el instrumento principal del nuevo plan; y es ahí donde usted se vendió.

—Sí. Ya veo que usted lo sabe todo —Felix sonrió oblicuamente—. Supongo que subestimé su inteligencia. Tendría que haber solicitado un defensor un poco más obtuso. ¿Quiere un cigarrillo? El condenado puede fumar su último cigarrillo, ¿verdad?

Nunca olvidaría Nigel esa última escena. El sol que se volcaba sobre la cara pálida y barbuda de Felix Cairnes; el humo del cigarrillo ascendiendo por la luz del sol; la manera tranquila, casi académica, en que discutían el crimen de Felix, como si sólo hubiera sido el argumento de una de sus novelas policíacas.

—Porque —dijo Nigel— hasta el momento en que fracasó su tentativa de empujar a Rattery por la cantera, en su diario usted cavilaba sobre la imposibilidad de probar que él había matado a Martie. Pero desde ese momento, usted dio por sentado su culpa. Esta discrepancia fue lo que primero me puso en la dirección correcta.

—Sí, ya veo.

—Habíamos supuesto todo el tiempo que su fracaso en la cantera se debía a que George conocía ya sus intenciones. ¿Por qué mintió y dijo que sufría de vértigo? Porque, argumentábamos, había llegado a tener vagas sospechas de usted, y trataba de ganar tiempo. Pero anoche, cuando leí de nuevo su diario, se me ocurrió de pronto que tal vez hubiera mentido usted. ¿Y si usted hubiera llevado a Rattery hasta el borde de la cantera, y, cuando iba a tropezar y caer sobre él y empujarle, usted hubiera descubierto que no podía hacerlo, simplemente porque no tenía pruebas de que él hubiera matado a su hijo…? ¿No ocurrió así?

—Sí. Tiene razón. Fui demasiado delicado —dijo Felix amargamente.

—Una característica que a nadie desmerece. Pero le traicionó. Volvió a traicionarle después, cuando usted se negó a tener ninguna clase de relaciones con Lena, aun después de habérnoslo contado todo, esa tarde en el jardín, lo del diario y su odio hacia George; usted quería romper con ella, porque le disgustaba la idea de verla unida por más tiempo a un asesino. Phil no es la única persona absurdamente quijotesca en este asunto.

—No hablemos más de Lena. Es lo único que me avergüenza. Y la he utilizado como si fuera un peón de ajedrez; perdóneme el lugar común.

—Bueno, volviendo al asunto. Consideré todos sus movimientos en el episodio de la cantera desde el punto de vista de que su objetivo principal fuera arrancar a George la verdad, y sólo entonces, cuando él hubiera admitido su culpa en la muerte de Martie, matarle. La culpa era visible en la vacilación que le impedía matar a un hombre quizá inocente. Usted no podía preguntarle a quemarropa si había matado a Martie; él lo hubiera negado, simplemente, y le hubiera echado de su casa. Por eso usted trató deliberadamente de hacerse sospechoso a sus ojos, de despertar su curiosidad, de darle a entender de una manera indirecta que proyectaba matarle.

—No veo cómo pudo llegar usted a esa conclusión.

—Primero: se hizo invitar a casa de Rattery, aunque sólo unos días antes había dicho que nada en el mundo le induciría a vivir bajo su techo, y a pesar de que así aumentaba enormemente el peligro de que su diario fuera descubierto. Pero supongamos que una parte importante de su nuevo plan hubiera sido que su diario fuera descubierto por George. Y según usted mismo dice, le incitó deliberadamente a interesarse por él. Durante ese almuerzo al que asistieron el señor y la señora Carfax, usted dijo que estaba escribiendo una novela policíaca; simuló ponerse muy nervioso cuando alguien propuso que leyera un capítulo en voz alta, usted sugirió a George, muy inteligentemente, que le había hecho aparecer en la obra; después de eso, ningún hombre del tipo de George podía resistir el deseo de hurgar los manuscritos, especialmente cuando, unos días antes, usted le había permitido muy claramente descubrir que su verdadero nombre no era Felix Lane.

Felix le miró durante un momento con verdadera incredulidad. Luego mostró en su rostro haber comprendido.

—El general Shrivenham me dijo esta mañana que el doce de agosto, un jueves, le había visto, o creído verle, en una confitería de Cheltenham. Usted estaba con un hombre alto de grandes bigotes, así lo describió el general. Sin duda era Rattery. Ahora bien, Shrivenham va todos los jueves por la tarde a esa confitería; siendo amigo suyo, era de imaginar que usted lo supiera; y sabiéndolo, era muy poco probable que fuera con Rattery a esa confitería un jueves por la tarde, a menos que quisiera ser reconocido y saludado por el general por el nombre de «Cairnes», que es precisamente lo que sucedió. Al salir ustedes, el general le llama por el nombre de Cairnes; Rattery, de inmediato, lo relaciona con el Martie Cairnes que atropello con su coche. Tan pronto como Shrivenham me lo dijo —de paso, me lo contó sin que yo se lo hubiera preguntado— comprendí por qué usted no quería que yo hablara con él y llegara a deducir…

—Siento muchísimo el golpe que le di en la cabeza. Verdaderamente, ayer no sabía lo que hacía; era una inútil tentativa de postergar su entrevista con Shrivenham. ¡Es tan hablador! Temía que le contara el incidente de la confitería. Pero, en realidad, traté de no golpearle muy fuerte.

—No es nada. Siempre trato de conciliar lo bueno con lo malo. Blount creyó que Phil me había golpeado en el momento de huir. Blount desarrolló su teoría muy correctamente, pero sin explicar por qué yo había encontrado desabrochados los botones de mi camisa, cuando volví en mí. Nadie abre la camisa de un individuo para comprobar si todavía late su corazón, sino cuando teme haberle golpeado muy fuerte. Phil se hubiera asustado del cuerpo que estaba en el suelo y no se hubiera atrevido a acercarse a él, como el mismo Blount admite. Y si el asesino de George hubiera sido otra persona, y hubiera advertido que yo estaba acercándome demasiado a la verdad, para desgracia suya, habría tratado de matarme; habría vuelto a golpearme si al abrir la camisa hubiera descubierto que todavía latía mi corazón.

—Ergo, el hombre que le abrió la camisa fui yo. Ergo, yo soy el asesino de Rattery. Sí, supongo que fue un mal paso de mi parte.

Nigel ofreció un cigarrillo a Felix y encendió el fósforo. Su mano temblaba mucho más que la de su amigo; para poder seguir conversando debía convencerse a sí mismo de que sólo era una discusión académica acerca de un crimen imaginario. Siguió amontonando detalle sobre detalle, aunque los dos lo conocían muy bien, y retrasando así el momento inevitable en que él o Felix decidirían cuál había de ser el próximo capítulo de la historia: el último.

—El doce de agosto fue el día en que usted se encontró con Shrivenham en la confitería. En su diario no habla de ese encuentro. Usted menciona que pasó una tarde muy agradable en el dinghy. Es interesante —siento ser tan frío en mi manera de encarar este asunto— que usted haya falsificado esa anotación. No había ninguna necesidad de hacerlo, porque de todos modos George leería después el diario; y era peligroso ocultar su viaje a Cheltenham, pues la policía hubiera podido estudiar sus movimientos y notar la discrepancia, la contradicción…

—Yo estaba nervioso y agitado cuando escribí eso. El asunto de la confitería había sido mi primer movimiento en mi nueva campaña contra George, y era un plan delicadísimo. Eso habrá nublado mi lucidez.

—Sí, yo pensé que debió ocurrirle algo semejante. Ya antes me había parecido un poco fuera de tono su anotación del doce de agosto. Usted desarrolló una teoría sobre las dilaciones de Hamlet. Pero desarrollando su teoría acerca de la «prolongación de la dulce anticipación de la venganza», usted esperaba ocultar de cualquier entrometido el hecho de que su verdadero motivo era una conciencia demasiado sensible.

—Ha sido usted muy inteligente al advertir eso —dijo Felix.

A Nigel le pareció que había algo extraordinariamente patético en la manera en que Felix admitió esto último, una manera tranquila, pero levemente decepcionada, como si Nigel hubiera encontrado un error en un libro suyo.

—Más adelante vuelve usted a lo mismo. Era algo así: «La voz de la conciencia, supone usted, amable lector. Se equivoca. No tengo el menor remordimiento por matar a George Rattery». Usted trataba de simular que no tenía conciencia; pero esa palabra estaba indeleblemente escrita a lo largo de todo el diario y en todas sus acciones. Espero que no le moleste que siga hablando de esto. Comprenda que quiero aclararlo todo; para mí, por lo menos.

—Siga hasta donde quiera —dijo Felix con otra sonrisa oblicua—. Cuanto más largo mejor. Recuerde a Scherezade.

—Bueno. Si usted quería que George leyera el diario, el plan del dinghy era un pretexto. Si realmente pensaba ahogar a George en el río, no había necesidad de escribir todos los detalles en el diario y luego incitarle a que lo leyera. Entonces me pregunté, ¿para qué este asunto del dinghy? Y la respuesta fue que usted quería obtener una confesión de labios de George. ¿Es así?

—Sí. De paso, le diré que yo estaba bastante seguro de que George había mordido el anzuelo: un día descubrí el diario colocado en una posición levemente alterada, bajo la tabla del suelo. Evidentemente, a George no le bastaba saber que yo era Cairnes y que quería matarle. A causa de la acusación de homicidio que pesaba sobre su cabeza, no se atrevía a actuar a menos que fuese definitivamente cuestión de vida o muerte para él. Por eso me permitió desarrollar mi plan hasta que le pedí en el río que dirigiera el barco a favor del viento. Se salvaguardó —así creyó él— mandando el diario a sus abogados antes de embarcarse. Yo estaba casi seguro de que haría algo semejante. La escena del dinghy fue muy terrible para ambos. George no creía, sin duda, que yo tuviera el coraje de llevar mi plan hasta el fin; y yo estaba sobre ascuas, por ver si él se daba realmente cuenta del peligro y si en el último momento llegaba a admitir que había atropellado a Martie. Estábamos nerviosos como dos gatos, lo puedo asegurar. Por supuesto, si él hubiera aceptado mi invitación de conducir el barco a favor del viento, habría significado que no había leído mi diario: en ese caso, yo habría vaciado aquella botella del tónico al volver a la casa.

—¿Se rindió, por fin?

—Sí. Cuando dimos la vuelta, y le pedí que pilotase el barco, ya no pudo disimular. Dijo que conocía mis intenciones, que había mandado el diario a sus abogados para que lo abrieran en el caso de su muerte, y luego trató de hacerme un chantaje vendiéndomelo. Ese fue el peor momento. Yo estaba casi seguro de que él había matado a Martie, porque si no no habría esperado hasta tan tarde para discutir el asunto conmigo. No fue el único cuya vacilación probó su culpa. Pero no tenía ninguna prueba segura. Y cuando le hice notar que el diario era tan peligroso para él como para mí, a causa de la explicación de la muerte de Martie, podría haberlo negado, podría haber simulado que no sabía absolutamente nada acerca de Martie. Pero se rindió. Admitió que la posición era un empate, y por lo tanto admitió tácitamente su responsabilidad por la muerte de Martie. Esto firmó su sentencia de muerte, como dicen algunos.

Nigel se levantó y caminó hacia la ventana. Se sentía mareado y un poco indispuesto. La tensión nerviosa, tan cuidadosamente reprimida, de esta conversación, obraba su efecto. Dijo:

—Desde mi punto de vista, la teoría de que el plan del dinghy era una impostura y que nunca fue destinado a ser llevado a la práctica era la única teoría que explicaba otro punto muy difícil.

—¿Cuál era?

—Lo lamento, pero tenemos que hablar de Lena otra vez. Resulta que si el plan del dinghy estaba realmente destinado a cumplirse, si hubiera sido su único y franco plan para matar a Rattery, usted se hubiera visto inevitablemente obligado a descubrir su verdadera identidad durante la investigación subsiguiente. Lena habría sabido que usted era el padre de Martie Cairnes, y sospechado de inmediato que el accidente no era tan «genuino» como parecía. Por supuesto, existía la posibilidad de que ella no lo delatara; pero no creo que usted dejara su vida en sus manos de esa manera.

—Creo que todo el tiempo me he engañado deliberadamente con respecto a la intensidad de su amor hacia mí —dijo Felix tristemente—. Yo había empezado por engañarla, y no podía creer realmente que ella no me engañaba también; que buscaba mi dinero. Eso demuestra lo despreciable que soy. El mundo no perderá nada con mi desaparición, ni yo tampoco.

—Por otra parte, si usted envenenaba a George sabiendo que el diario llegaría a ser públicamente conocido, significaba que aceptaba la idea de que toda la historia de Felix Cairnes fuera puesta en evidencia. Usted confió en que nadie dudaría de que el plan de ahogar a George era el verdadero. Ya que pensaba ahogar a George ese día, y sólo fue impedido porque él, inesperadamente, conocía sus planes, era inverosímil que usted hubiera arreglado todo para envenenarlo esa misma noche. Así creyó usted que pensaría la policía, ¿no?

—Sí.

—Era una idea brillante. Me engañó totalmente. Pero un poco demasiado sutil para Blount. X admite haber planeado la muerte de Y; Y es asesinado; por lo tanto, lo más probable es que el asesino sea X. Así lo pensó Blount. Es siempre muy peligroso confiar demasiado en la sutileza de un policía, o subestimar su sentido común. Y otra cosa: usted no le dio a la policía la oportunidad de sospechar de otra persona —Felix se ruborizó.

—Vamos, no soy tan perverso. Supongo que no me cree capaz de inculpar a una persona inocente, ¿verdad?

—No. No a propósito, por lo menos. Pero su diario contenía muchas cosas que me hicieron creer durante un tiempo que la vieja señora Rattery era la asesina; y Blount también basó gran parte de su acusación contra Phil en el diario.

—No me hubiera importado mucho que colgaran a la vieja señora Rattery, supongo; estaba arruinando espantosamente la vida de Phil. Pero no se me ocurrió que pudieran sospechar de ella. En cuanto a Phil, bueno, usted sabe bien que hubiera preferido morir antes que verle sufrir algún daño. En realidad —continuó Felix, en voz baja— fue Phil quien mató a George Rattery, en cierto modo. Yo podría haberme sentido desanimado o asustado, dejando a un lado la idea de matar a Rattery, si no hubiera tenido que ver, día tras día, su horrible influencia sobre la vida de Phil. Era como si hubieran torturado y oprimido a mi propio Martie. ¡Dios mío! ¡Pensar que todo ha sido inútil! Si Phil hubiera…

—No, Phil estará perfectamente. Estoy absolutamente seguro de que no ha hecho ninguna locura —dijo Nigel, tratando de poner en su voz un poco más de convicción que la que realmente tenía—. Pero ¿cómo creyó usted que interpretarían la muerte de George?

—Como suicidio, por supuesto. Pero Lena retiró la botella y logró que Phil la escondiera. Justicia poética, supongo.

—¿Pero qué motivo podía tener George para suicidarse?

—Bueno, yo sabía que esa tarde él volvería del río muy agitado. La gente lo notaría. Es el tipo de pregunta que siempre hace el oficial que se ocupa de la investigación: ¿en qué estado de ánimo se encontraba el finado? Me imaginé que la policía creería que se había suicidado en una especie de arrebato mental, de temor porque iba a ser descubierta la realidad acerca de la muerte de Martie. Algo por el estilo. Yo sabía que de regreso pasaría por el taller para sacar su coche, y por lo tanto sería verosímil que hubiera conseguido el veneno en ese momento. Claro que no me preocupé mucho por el motivo. Todo lo que deseaba era sacar a Rattery de allí, antes de que pudiera hacer más daño a Phil —Felix se detuvo—. Es extraño. Estuve preocupándome toda la semana, hasta sentirme enfermo. Pero ahora que sé que no hay remedio, ya no me importa.

—Siento muchísimo que este asunto concluya así.

—No es su culpa. Usted estaba mucho mejor armado que yo. ¿Querrá Blount detenerme ahora mismo?

—Blount no sabe nada todavía —dijo Nigel lentamente—. Todavía cree que ha sido Phil. Y es mucho mejor: pondrá todo su empeño en encontrarle; tiene que mantener su reputación.

—¿Blount no lo sabe? —Felix estaba de pie junto a la cómoda, de espaldas a Nigel—. Bueno, quizá no tuviera tantas armas.

Abrió un cajón y se volvió con un brillo febril en los ojos y un revólver en la palma de la mano.

Nigel permaneció sentado, tranquilo: nada podía hacer; entre ellos mediaba toda la habitación.

—Cuando Phil desapareció esta mañana, fui hasta la casa de Rattery a buscarle. No lo encontré, pero en cambio encontré este revólver. Era de George. Pensé que tal vez me hiciera falta.

Nigel levantó los ojos, mirando a Felix con una expresión interesada, levemente impaciente.

—Usted no piensa matarme, ¿no? Verdaderamente, no habría ninguna razón…

—¡Mi querido Nigel! —exclamó Felix, sonriéndole tristemente—. No creo merecer eso. No. Estaba pensando en mi propia conveniencia. Una vez asistí a un juicio criminal; no tengo muchas ganas de asistir a otro. ¿Le parecería mal si yo declinara la invitación y utilizara esto?

Hizo unas muecas desdeñosas dirigidas al revólver. Nigel pensaba: «Está haciendo un esfuerzo enorme de voluntad; su orgullo es terrible; el orgullo y una especie de sentido artístico de la ocasión le permite elevarse a la altura de las circunstancias, y dominar su carne atemorizada; bajo una tensión intolerable, estamos todos inclinados a dramatizar las situaciones; es una manera de ablandar la dura realidad, de hacer soportable una agonía suprema». Después de un minuto, dijo:

—Escuche, Felix. Yo no quiero entregarle a Blount, porque me parece que la muerte de Rattery no ha sido ninguna pérdida para el mundo. Pero no puedo estar tranquilo mientras no arregle el asunto de Phil; por otra parte, Blount siempre me ha tenido confianza. Si usted escribe una confesión —mejor será que se la dicte yo, así nos referimos a los puntos más importantes—, y se la envía a Blount, dejándola en el buzón del hotel, yo me iría a dormir hasta última hora de la tarde. Tengo que dormir, por estos dolores que siento en la cabeza.

—El buen espíritu inglés para los pactos —dijo Felix, mirándolo burlonamente—. Tendría que estar agradecido por esto. Pero ¿lo estoy?… Sí, lo estoy. Mejor que un revólver…; es molesto y desagradable. Mejor terminar peleando en mi elemento.

Los ojos de Felix se habían encendido de nuevo. Nigel le miró inquisitivamente.

—Si pudiera llegar hasta Lyme Regís… Allí está mi dinghy. Nunca se imaginarán que me escapé por ese lado.

—Pero Felix, usted no tendría ninguna esperanza de llegar…

—No creo que me haga falta. Mi vida acabó con Martie. Ahora lo sé. Volví a la vida durante unas semanas tan sólo para salvar a Phil. Me gustaría morir en el mar luchando con un enemigo franco, para cambiar: el viento y las olas. ¿Podré llegar hasta allá?

—Creo que sí. Blount y la policía están buscando a Phil. Si ha tenido dudas a su respecto, ya no las tiene. Aquí tiene usted su coche, y…

—¡Y puedo afeitarme la barba! ¡Dios mío! Tal vez consiga pasar. Una vez dije que me afeitaría la barba y me escabulliría a través del cerco policial. Esa tarde en el jardín, ¿recuerda?

Felix echó el revólver de nuevo dentro del cajón, sacó las tijeras y los utensilios para afeitarse, y puso manos a la obra. Nigel le acompañó hasta arriba de la escalera y vio cómo echaba la confesión en el buzón del hotel. Estuvieron durante un momento en la habitación.

—Tardaré más o menos tres horas y media en llegar allá.

—Todo irá bien si Blount no vuelve hasta el atardecer. Yo me encargaré de Lena.

—Gracias. Ha sido usted muy bueno. Desearía…, me gustaría haber sabido que Phil está a salvo, antes de irme.

—Nosotros nos encargaremos de Phil.

—Y Lena… Dígale que es mucho, mucho mejor, y todo eso. No. Dígale que la quiero. Ha sido conmigo más buena de lo que yo merezco. Bueno, adiós. Esta noche o mañana desapareceré para siempre. ¿O habrá algo después de la muerte? Sería bonito comprender la razón de todas estas cosas tan tristes —Sonrió rápidamente a Nigel—. Seré entonces Felix qui potuit rerum cognoscere causas

Nigel oyó cómo el coche arrancaba.

—¡Pobre hombre! —murmuró—. Cree que tiene alguna esperanza, en un dinghy, con este viento que está levantándose.

Salió del hotel, en busca de Lena…