TERCERA PARTE
EL CUERPO DEL DELITO

1

Nigel Strangeways estaba sentado en un sillón, en el apartamento que había alquilado después de su matrimonio con Georgia, hacía dos años. Por la ventana podía admirar la dignidad precisa y clásica de una de las pocas manzanas del Londres del siglo XVII, no entregadas aún a los innecesarios negocios de lujo y a las portentosas casas de apartamentos para amantes de millonarios. Sobre las rodillas de Nigel yacía un enorme almohadón rojo, y sobre el almohadón, un libro abierto; a su lado estaba el excesivamente complicado y fastuoso atril de lectura que Georgia le había regalado para su cumpleaños. Georgia se encontraba en este momento paseando por el parque, y por eso él podía volver a su antigua costumbre de leer cómodamente con su almohadón.

Pronto, sin embargo, tiró al suelo libro y almohadón. Se sentía demasiado cansado para interesarse. El extraño caso de la colección de mariposas del almirante, que acababa de llevar hacia una feliz aunque complicada solución, le había dejado exhausto y deprimido. Bostezó, se levantó, vagó un poco por la habitación, hizo una mueca al ídolo de madera que estaba sobre la chimenea, y que Georgia había traído de África; cogió del escritorio unas hojas de papel y un lápiz, y se hundió de nuevo en el sillón.

Georgia, al entrar veinte minutos después le encontró sumido en el trabajo.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó.

—Estoy componiendo un catecismo de Conocimientos Generales. Favete linguis.

—¿Eso quiere decir que debo quedarme tranquilamente sentada hasta que acabes? ¿O quieres que me acerque y respire sobre tu hombro?

—Prefiero la primera alternativa. Estoy sosteniendo un tête-a-tête con mi subconsciente. Es muy reconfortante.

—¿Puedo fumar?

—Por favor, como si estuvieras en tu casa.

Después de unos minutos, Nigel le entregó una hoja de papel.

—Me gustaría saber cuántas preguntas puedes contestar —dijo.

Georgia tomó la hoja y leyó en voz alta:

1. ¿Dónde vive actualmente Kubla-Kahn?

2. ¿Quién o qué era el «ama-seca húmeda de los leones»?

3. ¿En qué sentido eran los Siete Sabios?

4. ¿Qué sabe acerca del señor Bangelstein? ¿Qué no sabe acerca de Bion el Borysthenita?

5. ¿Ha escrito usted alguna vez una carta a la prensa relativa a los juncos quebradizos? ¿Por qué?

6. ¿Quién es Sylvia?

7. ¿Cuántos pájaros en mano valen ciento veinticinco volando?

8. ¿Cuál es la tercera persona del plural del pluscuamperfecto de Einstein?

9. ¿Cuál fue el segundo nombre de Julio César?

10. ¿Qué cosa no es soplar y hacer botellas?

11. Decir los nombres de las dos primeras personas que sostuvieron un duelo con arcabuces en globo.

12. Dar razones explicando por qué las personas siguientes no sostuvieron duelos en globo con arcabuces: Pablo y Virginia; Más y Pi; Catón el Joven y Catón el Viejo; usted y yo.

13. Decir la diferencia entre el ministro de Agricultura y un Club de Pesca.

14. ¿Cuántos pies hay que buscar a un gato de siete vidas?

15. ¿Dónde están los muchachos de entonces? Ilustrar la contestación con un croquis aproximado.

16. ¿Cuán pronto se va el placer?

17. «Sólo los tontos como yo hacen poemas». Refutar esta declaración, aunque no es obligatorio.

18. ¿Cree usted en las hadas?

19. ¿Qué célebres deportistas hicieron las siguientes declaraciones?:

a) «Lo volvería a cortar en tiras».

b) «Qualis artifex pereo».

c) «Volverán las oscuras golondrinas».

d) «En mi vida me sentí tan ofendido».

e) «Ya no abriré la boca».

20. Decir la diferencia entre Mozart y el jabón Sunlight.

21. ¿Qué prefiere usted: la Cosmo-terapia o la Descongelación de Valores?

22. ¿En cuántos idiomas se ha impreso la sopa de letras?

Georgia hizo una mueca con la nariz.

—Haber recibido los beneficios de una educación clásica debe ser terrible —dijo sombríamente.

—Sí.

—Te hacen falta unas vacaciones, ¿no?

—Sí.

—Podríamos irnos unos meses al Tíbet.

—Prefiero Hove. No me gusta la leche de yak, ni las tierras lejanas, ni las llamas.

—No hay llamas. Son lamas.

—Es lo que yo quería decir. Llamas.

Sonó el teléfono. Georgia se levantó para contestar. Nigel observó sus movimientos; su cuerpo era ágil y ligero como el de un gato; nunca dejaba de gustarle; estar con ella en la misma habitación bastaba para reconfortarle; y su triste y pensativa carita de mono contrastaba extrañamente con la enorme gracia de su cuerpo, siempre envuelto en rojos flameantes, amarillos y verdes vivísimos.

«Habla Georgia Strangeways… ¡Ah!, ¿es usted, Michael? ¿Cómo le va? ¿Qué tal Oxford?… Sí, está aquí… ¿Un trabajo? No, Michael, no puede… No, está agotado, un caso difícil… No, realmente, está un poco mal de la cabeza… Acaba de preguntarme qué diferencia hay entre Mozart y el jabón Sunlight, y… Sí, ya sé que no viene al caso, pero estamos a punto de tomarnos unas vacaciones, así que… ¿Un caso de vida o muerte? Querido Michael, ¡qué frases extrañas aprende por ahí! ¡Oh, muy bien, le hablará él mismo!».

Georgia le entregó el auricular. Nigel sostuvo una larga conversación. Cuando terminó, tomó a Georgia por debajo de los brazos y la hizo girar por los aires.

—Supongo que toda esta efervescencia significa que alguien ha matado a alguien, y que has decidido meter la nariz en el asunto —dijo ella, cuando él la hubo dejado sobre una silla.

—Sí —dijo Nigel con entusiasmo—. Una situación sumamente extraña. Te lo aseguro. Un amigo de Michael, un hombre llamado Frank Cairnes; parece que es el Felix Lane que escribe novelas policíacas, se decidió a matar a un tipo, y fracasó, y ahora han matado de veras al tipo, con estricnina. Este Cairnes quiere que yo vaya y pruebe que no ha sido él.

—No creo una sola palabra. Son cuentos. Oye, si insistes, te acompañaré a Hove. No estás en situación de ocuparte de otro asunto. Debes descansar y no ocuparte de nada.

—Debo hacerlo. Michael dice que Cairnes es una persona decente, y está en una situación sumamente difícil. Por otra parte, Gloucestershire nos vendría bien para un cambio de aires.

—No puede ser muy decente si quería matar a alguien. Déjalo. Olvídalo.

—Se encuentra en una situación desesperada. El individuo había atropellado al hijo de Cairnes y le había matado. La policía no lo descubrió; entonces Cairnes le buscó por su cuenta y…

—Es demasiado fantástico. Esas cosas no suceden. Cairnes debe estar loco. ¿Y qué necesidad tenía de contar toda la historia si ya han matado al otro?

—Michael me dijo que había escrito un diario. Te lo contaré todo en el tren. Severnbridge. ¿Dónde está la guía?

Georgia le miró largamente, pensativa, curvando el labio inferior. Luego se volvió, abrió un cajón del escritorio, y empezó a buscar algo entre las páginas de la guía.

2

La primera impresión que Nigel tuvo del hombre, bajo y barbudo, que se adelantó a recibirle en el vestíbulo del Angler’s Arms, fue la de una persona singularmente serena ante la desastrosa situación en que se encontraba. Les dio rápidamente la mano, mirándoles intermitentemente con una sonrisa débil y melancólica, con una sugerencia de estar disculpándose en la manera de levantar las cejas, como si les pidiera perdón por haberles hecho venir desde tan lejos por un motivo tan fútil. Hablaron un rato.

—Es muy amable de su parte el haber venido —dijo Felix—. Mi posición es verdaderamente…

—Será mejor que esperemos hasta después de la comida para hablar de este asunto. Mi mujer está un poco fatigada por el viaje. La acompañaré hasta arriba.

Georgia, cuyo organismo prodigiosamente resistente había soportado la prueba de tantas largas expediciones a través del desierto y de la selva (ella era, en realidad, una de las tres exploradoras más famosas de esos tiempos), no movió ni una pestaña ante la escandalosa mentira de Nigel. Sólo cuando estuvieron en su habitación se volvió hacia él y le dijo:

—Así que estoy cansada, ¿no? Me pareció muy bien, sobre todo si lo dice un hombre que está al borde de un derrumbamiento físico y nervioso. ¿Por qué toda esta solicitud hacia tu débil mujercita?

Nigel tomó entre sus manos la cara de Georgia, vívida bajo el brillante pañuelo de seda con que cubría su cabello; frotó suavemente sus orejas, y las besó.

—No conviene dar a Cairnes la impresión de que eres tan fuerte. Debes de ser una mujer muy femenina: una criatura amable, blanda y dócil, en quien él pueda confiar.

—¡El famoso Strangeways entra en escena! —dijo burlonamente—. ¡Qué espíritu desagradablemente oportunista! Pero no veo qué necesidad hay de mezclarme en esto.

—¿Qué piensas de él? —preguntó Nigel.

—Diría que es inteligente. Bastante civilizado. Bastante nervioso. Vive demasiado solo; se nota por el modo que tiene de mirar a lo lejos cuando habla, como si estuviera acostumbrado a hablar consigo mismo. Una persona de gustos delicados y costumbres de solterona. Le gusta creer que se basta a sí mismo, que puede prescindir de la gente; pero en realidad es muy sensible a la vox populi, a la voz de la conciencia. Ahora es un manojo de nervios, y por eso cuesta juzgarle.

—¿Te pareció nervioso? A mí me pareció muy sereno.

—No, querido. Está de pie en el filo de una navaja. ¿No notaste sus ojos cuando decaía la conversación y no había nada que le distrajese? Se llenaba de terror. Una vez vi una persona en ese estado, cuando nos alejamos del campamento, allá junto a las Montañas de la Luna, y estuvimos perdidos una hora en la selva.

—Si Robert Young llevara barba se parecería a Cairnes. Espero, después de todo, que no haya cometido este crimen; es un hombrecito bastante simpático. ¿Estás segura de que no te gustaría descansar un poco antes de la comida?

—No, caramba. Y te diré que no pienso poner ni la punta de mi dedo meñique en este asunto. Conozco tus métodos, y no me gustan.

—Apostaría cinco contra tres a que dentro de unos días estarás metida hasta el fondo; tienes la mentalidad sensacionalista que…

—Aceptado.

Después de la comida, tal como había dispuesto, Nigel subió al cuarto de Felix. Felix estudió cuidadosamente a su huésped mientras servía el café y le ofrecía cigarrillos. Vio a un joven alto y atlético, de poco más de treinta años, con las ropas y el pelo descuidados y como si acabaran de arrancarle de un sueño inquieto en la sala de espera de una estación. Su cara estaba pálida y un poco demacrada, pero sus facciones algo pueriles contrastaban con la inteligencia de sus ojos azules, que le miraban con perturbadora fijeza y daban la impresión de reservar su juicio sobre todas las cosas de la tierra. Había también algo en los modales de Nigel Strangeways —educados, solícitos, casi protectores— que pareció por un momento a Felix indescriptiblemente siniestro. Pensó que podría haber sido la actitud de un hombre de ciencia hacia el sujeto de un experimento, interesada y solícita, pero inhumanamente objetiva bajo la superficie. Nigel era ese tipo de hombre tan poco común, que no tiene la menor dificultad en admitir que a veces está equivocado.

Felix se asombró un poco cuando se dio cuenta de todo lo que había adivinado ya en su huésped; comprendió que el peligro de su posición actual había aguzado sus facultades. Dijo, con una sonrisa un poco lateral:

—¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?

—San Pablo, si recuerdo bien. Será mejor que me lo cuente todo.

Entonces Felix le contó lo esencial de la historia, como lo había escrito en su diario: la muerte de Martie, su preocupación creciente y su decisión de vengarse, la combinación de razonamiento y de afortunado azar que le permitió descubrir a George Rattery, su plan de ahogar a George en el dinghy y cómo se habían invertido los papeles en el último momento. En este punto, Nigel, que había permanecido tranquilamente sentado, mirándose la punta de los zapatos, le interrumpió:

—¿Por qué él no le dijo antes que lo había descubierto todo?

—Lo ignoro —dijo Felix después de un instante—. Quizá para jugar al gato y al ratón. Era un tipo evidentemente sádico. En parte, tal vez, para cerciorarse de que yo iría hasta el fin. Quiero decir que no le hubiera gustado poner las cartas sobre la mesa, porque eso hubiera hecho posible una acusación de homicidio en la persona de Martie. Sin embargo, no sé: cuando estábamos en el barco trató de chantajearme: dijo que me vendería el diario. Pareció muy desconcertado cuando le expliqué que no le convenía entregarlo a la policía.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Bueno, me vine aquí directamente, al Angler’s Arms. George tenía que mandarme el equipaje. Naturalmente, se había negado a que yo volviera a su casa. (Entre paréntesis, todo esto sucedió ayer). A eso de las diez y media. Lena me llamó por teléfono para avisarme de que George había muerto. Puede imaginarse la impresión que esto me produjo. Se había encontrado mal después de la comida. Lena me describió los síntomas; me parecieron justamente los de la estricnina. Fui de inmediato a casa de Rattery; estaba el médico; lo confirmó. Me vi perdido. Allí estaba mi diario, en manos de sus abogados, para ser abierto en el momento de su muerte; la policía conocería mi intención de matar a George; y ahí estaba George asesinado: un caso muy sencillo para ellos.

La rígida postura del cuerpo de Felix y la ansiedad de sus ojos contradecían su tono de voz tranquilo y casi indiferente.

—Tuve ganas de tirarme al río —dijo—. Parecía no haber solución. Luego recordé que Michael Evans me había contado que usted le había sacado de un lío semejante; por eso le llamé por teléfono y le pedí que me comunicara con usted. Y aquí estamos.

—¿Todavía no ha contado a la policía lo del diario?

—No. Esperaba hasta que…

—Hay que hacerlo en seguida. Lo haré yo mismo.

—Sí. Por favor, si usted no tiene inconveniente. Yo más bien…

—Y esto debe quedar establecido —Nigel miró los ojos de Felix, seria e impersonalmente—. De lo que me ha contado, deduzco que es bastante improbable que usted haya matado a George Rattery, y haré todo lo que pueda para probar que no fue usted. Pero, por supuesto, si por una casualidad ha sido usted, y mis investigaciones me convencen de ello, no haré nada para ocultarlo.

—Eso parece bastante razonable —dijo Felix, con la tentativa de una sonrisa—. He escrito tanto sobre detectives ficticios, que me interesará mucho ver cómo trabaja uno en la realidad. ¡Oh, Dios mío, es horrible! —prosiguió con una voz muy diferente—. Debo de haber estado loco durante estos seis meses. Martie… Continuamente me pregunto si yo hubiera sido capaz de arrojar a George al río y de dejarle ahogar; si no…

—No se preocupe. No lo ha hecho; eso es lo que interesa. No hay que llorar por cosas del pasado.

La voz fría y seca, pero amistosa, de Nigel era más efectiva a la hora de darle ánimos que cualquier otro tipo de simpatía.

—Tiene razón —dijo—. A pesar de que no me sentiría arrepentido si hubiera matado a George; era, decididamente, un verdadero cerdo.

—De paso —preguntó Nigel—, ¿cómo sabe que no ha sido un suicidio?

Felix pareció desconcertado.

—¿Suicidio? No se me había ocurrido; quiero decir, siempre pensé en George desde el… hum… punto de vista del asesinato, y no me había pasado por la mente la idea de un suicidio. No, no puede ser; era una persona demasiado insensible y satisfecha de sí misma para… Por otra parte, ¿por qué iba a suicidarse?

—¿Quién cree usted que puede haber sido? ¿Hay algún candidato local?

—Mi querido Strangeways —dijo Felix, intranquilo—; no puede usted pedir al acusado principal que empiece a echar barro sobre todos o cualquiera de los demás.

—Aquí no valen las reglas de Queensberry. No puede ser excesivamente caballeresco: éste es un juego demasiado serio.

—En ese caso, le diré que cualquiera que tuviera algo que ver con George era en potencia su asesino. Trataba indescriptiblemente mal a su mujer y a su hijo Phil; le gustaban las mujeres. La única persona a quien no trataba mal y a quien no podía corromper era a su madre, y es una arpía verdaderamente horrorosa. ¿Quiere que le cuente todo lo relativo a esas personas?

—No. Todavía no, por lo menos. Quiero recibir yo mismo la primera impresión, personalmente. Bueno, creo que por esta noche ya basta. Salgamos; vamos a hablar un poco con mi mujer.

—¡Ah!, fíjese, hay una cosa. Ese niño, Phil: es un niño muy simpático, de doce años apenas; hay que sacarlo de la casa, si es posible. Es sumamente nervioso, y este asunto podría ser demasiado para él. No quiero pedírselo yo mismo a Violeta, teniendo en cuenta lo que dentro de poco ha de saber acerca de mí. Yo pensé que tal vez su mujer…

—Tal vez podamos arreglar algo de eso. Hablaré mañana con la señora Rattery.

3

A la mañana siguiente, cuando Nigel llegó a casa de los Rattery, encontró un policía apoyado contra el portal y mirando flemáticamente, a través de la calle, hacia un acalorado automovilista que estaba tratando de desenredar su coche y sacarlo de la casi desierta zona de aparcamiento que había frente a la casa.

—Buenos días —saludó Nigel—. ¿Es ésta…?

—Es patético. Verdaderamente patético, ¿no es cierto, señor? —dijo inesperadamente el policía.

Nigel tardó unos segundos en comprender que el hombre no se refería a lo que había ocurrido en la casa, sino a las confusas maniobras del automovilista. Severnbridge confirmaba ya su antigua reputación de honesta y firme estolidez. El gendarme indicó la zona de aparcamiento con el pulgar.

—Hace cinco minutos que está así —dijo—; me parece patético.

Nigel admitió que la situación presentaba algunos elementos patéticos. Luego preguntó si podía entrar, ya que tenía que hablar con la señora Rattery.

—¿La señora Rattery?

—Sí. Ésta es su casa, ¿no?

—Es cierto. ¡Qué terrible tragedia!, ¿verdad, señor? Era uno de nuestros hombres más representativos. ¡Pensar que el jueves pasado me dio los buenos días, y ahora…!

—Sí, una tragedia terrible, como usted dice. Por eso quiero ver a la señora Rattery.

—¿Amigo de familia? —preguntó el agente, apoyado todavía pesadamente sobre el portón.

—Bueno, no justamente; pero…

—Uno de esos periodistas. Lo había adivinado. Tendrá que esperar un poco todavía, hijo mío —dijo el gendarme, con un abrupto cambio de tono—. Órdenes del inspector Blount. Por eso estoy aquí.

—¿El inspector Blount? ¡Ah, es un viejo amigo mío!

—Todos dicen lo mismo —La voz del gendarme era lúgubre, aunque tolerante.

—Dígale que se trata de Nigel Strangeways; no, déle esta tarjeta. Le apuesto siete contra uno que me recibe en seguida.

—No hago apuestas. No me parece bien. Es un juego de tontos, y no me importa decirlo. Claro que no me pierdo el Derby; pero siempre digo…

Después de otros cinco minutos de resistencia pasiva, el gendarme accedió a llevar al inspector Blount la tarjeta de Nigel. «¡Qué rápido han recurrido a Scotland Yard —pensó Nigel—, qué casualidad toparme con Blount!». Recordó con encontrados sentimientos su última entrevista con aquel escocés de rostro blando y de corazón de granito; Nigel había sido el Perseo de la Andrómeda de Georgia, y Blount estuvo muy cerca de representar el papel de monstruo marino; fue también en Chatcombe donde aquel legendario aviador, Fergus O’Brien, ofreció a Nigel el problema más complicado de su carrera.

Cuando Nigel fue introducido en la casa por un gendarme algo menos conversador, vio a Blount —como mejor lo recordaba Nigel— sentado detrás de un escritorio, como una imitación perfecta de un gerente de banco a punto de recibir a un cliente que ha girado un cheque sin fondos. La cabeza calva, gafas de montura de oro, el rostro terso, el discreto traje oscuro, respiraban dinero, tacto, respetabilidad. No se parecía en nada al implacable cazador de criminales que Nigel tan bien conocía. Por suerte, tenía cierto sentido del humor, de un tipo más bien seco.

—Es un placer inesperado, señor Strangeways —dijo, levantándose y extendiendo su mano pontifical—. Y su señora esposa, ¿está bien?

—Sí, gracias. Ha venido conmigo. Toda la familia reunida. ¿Diré, más bien, todos los cuervos reunidos?

El inspector Blount se permitió parpadear, pero de una manera seca y helada.

—¿Cuervos? ¿Supongo, señor Strangeways, que no pensará mezclarse otra vez en un crimen?

—Me parece que sí.

—Bueno, bueno, ¡vaya una casualidad! Y estará a punto de proporcionarme alguna inesperada sorpresa. Lo veo escrito en su cara.

Nigel no se impacientó. Nunca desdeñaba un poco de ostentación; pero cuando se sabía poseedor de un golpe de efecto, le gustaba prepararlo.

—¿Así que éste es un crimen? —dijo—. Asesinato, quiero decir, no uno de esos suicidios baratos.

—Los suicidas —observó Blount, un poco sentenciosamente— no suelen tragarse la botella junto con el veneno.

—¿Quiere decir que el vehículo del crimen, o como se llame, ha desaparecido? Será mejor que me lo cuente todo, si no le molesta. No sé todavía una palabra acerca de la muerte de George Rattery, salvo que una persona que paraba aquí, Felix Lane, cuyo verdadero nombre es Frank Cairnes, y que, como usted ya sabe, aquí todos le llaman «Felix», y creo mejor que le llamemos Felix Cairnes en adelante… Como decía, esta persona quería matar a George Rattery; pero según él fracasó, y algún otro debe haber ocupado su puesto.

El inspector Blount recibió esta bomba con un aplomo digno de la experiencia. Con gran minuciosidad se quitó las gafas, limpió los cristales y se las volvió a colocar sobre la nariz. Luego dijo:

—¿Felix Cairnes? Sí…, sí… El hombrecito barbudo. Escribe novelas policíacas, ¿verdad? Muy interesante.

Miró a Nigel con amable indulgencia.

—¿Por qué no establecemos las condiciones del partido? —preguntó Nigel.

—¿Usted, eh… eh, representa al señor Cairnes?

El inspector Blount se movía delicada, pero firmemente.

—Sí. Salvo que compruebe que es el culpable, por supuesto.

—Ya veo. Y usted cree que es inocente. Será mejor que ponga de una vez las cartas sobre la mesa.

Nigel resumió la confesión de Felix. Cuando llegó al plan de Felix para ahogar a George Rattery, Blount, por primera vez, no pudo ocultar su agitación.

—Los abogados del muerto acaban de llamar. Dijeron que tenían en su poder algo que nos interesaría. Sin duda debe de ser el diario que usted menciona. Lo cual perjudicará enormemente a su… cliente, señor Strangeways.

—No lo sabremos hasta haberlo leído. No estoy muy seguro de que no le salve.

—Bueno, lo envían con un mensajero especial, así que lo sabremos bastante pronto.

—No discutiré hasta entonces. Ahora, cuénteme un cuento.

El inspector Blount cogió una regla de encima del escritorio, y observó la corrección del filo cerrando un ojo. Luego se sentó rígidamente, y habló con notable precisión.

—George Rattery fue envenenado con estricnina. No puedo decir nada más sobre esto hasta después de la autopsia, que terminará a mediodía. Él, la señora Rattery, Lena Lawson, la anciana señora Rattery, su madre, su hijo Philip —un niño— comieron juntos. Todos comieron las mismas cosas. El finado y su madre tomaron whisky en la comida; los demás, agua. Ningún otro se sintió enfermo. Se levantaron de la mesa a las ocho y cuarto, primero las mujeres y el niño; después de un minuto el finado. Con la excepción del niño, todos se fueron a la sala. Después de diez o quince minutos, George Rattery sintió unos dolores violentísimos. Las mujeres, ¡pobres!, no supieron qué hacer; le dieron un vomitivo a base de mostaza, lo cual agravó el ataque; los síntomas, por supuesto, son horribles. El médico de la casa había salido a causa de un accidente de automóvil; cuando consiguieron otro era muy tarde. El doctor Clarkson llegó poco antes de las diez —había asistido a un parto—, y le aplicó el acostumbrado tratamiento de cloroformo; pero Rattery ya estaba perdido. Murió cinco o diez minutos después. No le molestaré con más detalles; me he cerciorado personalmente de que el veneno no fue administrado en lo que comieron o bebieron durante la cena. Los síntomas del envenenamiento por estricnina rara vez tardan más de una hora en presentarse; como todos se habían sentado a comer a las siete y cuarto, Rattery no pudo haber tomado el veneno antes de la comida. Queda el intervalo de un minuto entre el momento en que los demás salieron del comedor y el momento en que Rattery llegó a la sala.

—¿Café? ¿Oporto? No, claro que no estaba en el oporto. Nadie se bebe el oporto de golpe, y la estricnina tiene un gusto tan amargo que cualquiera la hubiera escupido en seguida, salvo que esperara encontrar un gusto amargo.

—Exactamente. Y la familia no tomó café la noche del sábado; la criada había roto la cafetera.

—Parece suicidio, entonces —El rostro del inspector Blount demostró un poco de impaciencia.

—Mi querido señor Strangeways —dijo—, un suicida no se envenena y luego se va a la sala, en el seno de su familia, para que todos puedan estudiar el efecto del tóxico. En segundo lugar, Colesby no pudo descubrir cómo lo había tomado.

—¿Habían lavado ya la vajilla?

—La platería y la cristalería; pero no toda la vajilla. Tal vez Colesby, el encargado de esta comisaría, ha podido haber pasado por alto alguna cosa: yo no pude llegar hasta esta mañana temprano; pero…

—¿Sabe que Cairnes no volvió a la casa después de haberla dejado, temprano, por la tarde?

—¿Cierto? ¿Tiene pruebas?

—Bueno, no —dijo Nigel, algo desconcertado—. No, no las tengo por el momento. Me dijo que, después de la pelea del dinghy, Rattery le prohibió volver aquí, ni siquiera para hacer las maletas. De todos modos, es fácil de averiguar.

—Tal vez —dijo Blount, precavidamente. Tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. Yo creo, sí…, creo que podríamos dar otro vistazo al comedor.

4

Era una habitación pesada y oscura, abarrotada de muebles victorianos de nogal —mesa, sillas y un alto aparador—, indudablemente concebidos para un cuarto mucho más grande, y que creaban una especie de ambiente congestionado y de conversación aburrida.

Este gusto recargado continuaba en las pesadas cortinas de felpa, el empapelado rojo oscuro, desteñido, pero también repelente, y las pinturas al óleo de las paredes, que representaban respectivamente un zorro comiéndose una liebre semidestripada (muy realista), una milagrosa sarta de pescados —langostas, cangrejos, anguilas, bacalaos y salmones sobre una tabla de mármol—, y un antepasado imponente a quien había dejado en las últimas, sin duda una apoplejía o un hartazgo de comida muy condimentada.

—Gula recordada en tranquilidad —murmuró Nigel, buscando instintivamente a su alrededor una botella de refresco de menta.

El inspector Blount estaba de pie junto al aparador, frotando pensativamente un dedo sobre su superficie de color amarillo ictérico.

—Mire un poco, señor Strangeways —dijo. Le indicaba un círculo pegajoso, en el que podría haber sido apoyado un frasco de medicamento cuyo contenido hubiera chorreado hasta la base.

—Bien. Me asombra —dijo. Lentamente sacó un pañuelo de seda blanca, se limpió el dedo, y apretó el botón de un timbre.

Apareció una mujer, sin duda la criada, muy erguida y displicente, con sus puños almidonados y su gorra blanca, alta y anticuada.

—¿Ha llamado usted, señor? —preguntó.

—Sí. Dígame; Annie…

—Merrit.

Sus labios tinos y contraídos expresaron su opinión sobre los policías que llaman a las criadas por su nombre de pila.

—¿Merrit? Dígame, entonces, señorita Merrit, ¿a qué se debe este círculo?

Sin levantar aparentemente los ojos, que miraban con toda discreción hacia el suelo, como una monja, dijo la mujer:

—Es el tónico del señor, del difunto señor.

—Ah, siiiií… Ajá. ¿Y adónde ha ido a parar la botella?

—No sabría decírselo, señor.

A otras preguntas, Merrit respondió que la última vez que vio la botella fue el sábado después del almuerzo; cuando recogió las cosas de la mesa, después de la comida, no se fijó si la botella estaba aún allí.

—¿Lo tomaba con un vaso o con una cuchara?

—Una cuchara sopera, señor.

—Y el sábado, después de la comida, ¿lavó usted esa cuchara con las demás? —Merrit se irguió levemente.

—Yo no lavo —dijo con énfasis glacial—. Recojo las cosas.

—¿Recogió usted la cuchara con que su señor tomó el tónico? —dijo pacientemente Blount.

—Interesante ejemplo de latín sin lágrimas —comentó Nigel.

—Sí, señor.

—¿Y fue lavada?

—Sí, señor.

—Es una lástima. Déjeme pensar, eh…, eh. ¿Podría usted pedirle a la señora que viniera un momento?

—La anciana señora está indispuesta, señor.

—Quería decir… oh… bien, tal vez sea mejor; sí, pregúntele a la señorita Lawson si puede concederme unos minutos.

—Es fácil ver quién manda en esta casa —observó Nigel cuando la criada hubo salido.

—Muy interesante. Esta sustancia tiene el gusto de un tónico que tomaba yo en otro tiempo, y que contenía nuez vómica.

—¿Nuez vómica? —silbó Nigel—. Eso explicaría por qué no advirtió el gusto amargo. Y se quedó aquí durante un minuto, mientras los demás se dirigían a la sala. Por fin ha llegado usted a alguna parte.

Blount le miró astutamente.

—¿Todavía defiende la teoría del suicidio, señor Strangeways?

—No me parece muy plausible si esta botella fue realmente el vehículo del veneno. ¡Qué extraño que el asesino haya hecho desaparecer la botella! Eliminó toda la posibilidad de que pareciera un suicidio.

—No me negará que los asesinos hacen cosas muy raras.

—Sin embargo, esto parece excluir a Felix Cairnes. Es decir, si…

Nigel se calló de repente, al oír un paso detrás de la puerta. La muchacha que entró resultaba inesperada, pero de ningún modo fuera de lugar en la sombría habitación, como un rayo de sol en una celda. Su pelo rubio claro, su traje blanco de hilo y su brillante maquillaje parecían un desafío a todo lo que aquella estancia representaba, en la vida y en la muerte. Aunque Felix no se lo hubiera dicho, Nigel habría adivinado que Lena era una actriz, por su breve pausa al entrar, por la estudiada naturalidad con que aceptó la silla, que Blount le ofreció. El inspector se presentó, y presentó a Nigel, y expresó sus condolencias a la señorita Lawson y a su hermana. Lena las recibió con una superficial inclinación de cabeza; parecía tan ansiosa como el inspector por hablar de cosas más importantes. «Ansiosa, y sin embargo atemorizada por las posibles consecuencias», pensó Nigel, notando cómo sus dedos jugaban con un botón de la chaqueta, y sus ojos mostraban una especie de candor.

Blount la interrogaba amablemente, pasando de un aspecto del asunto a otro, como un médico que tantea el cuerpo de su paciente, buscando el dolor que ha de revelarle la enfermedad. Sí, Lena Lawson estaba en la habitación cuando se produjo la primera convulsión de su cuñado. No, Phil no estaba allí, por suerte; seguramente se acostó en seguida después de cenar. ¿Qué hizo ella desde el instante en que salieron del comedor? Bueno, se quedó con los demás hasta que George se encontró mal; luego, el señor Rattery le dijo que trajera agua y mostaza; sí, recordaba muy bien que fue la señora Rattery quien sugirió estos remedios, y luego estuvo en el teléfono tratando de conseguir un médico. No. George no había dicho nada, entre sus espasmos de dolor, que pudiera explicar lo sucedido; apenas se movía, y una o dos veces pareció dormirse.

—¿Y durante los ataques?

Las pestañas de Lena cubrieron sus ojos, pero sin ocultar del todo el estremecimiento de temor que pasó por ellos.

—¡Oh, gemía horriblemente, quejándose del dolor que sentía! ¡Era horrible! Se había tirado al suelo. Se curvaba como un arco; una vez atropelló un gato con un automóvil y, ¡oh, por favor, no puedo…!

Escondió la cara entre las manos y empezó a sollozar. Blount le palmeó la espalda paternalmente; pero una vez que ella se hubo serenado insistió con dulzura.

—Y durante esos ataques, ¿no dijo nada, no mencionó algún nombre, por ejemplo?

—Yo… yo estuve fuera de la habitación casi todo el tiempo.

—Vamos, señorita Lawson. Debe comprender que no hay ninguna necesidad de ocultar algo que sin duda oyeron otras dos personas, además de usted. Lo que un hombre pueda haber dicho torturado por el dolor no puede condenar a nadie, no existiendo muchas otras pruebas.

—Bueno, entonces —le espetó con rabia la muchacha—, dijo algo sobre Felix, señor Lane. Dijo: «Lane, ya lo intentó antes». Algo así. Y le maldecía horriblemente. No significa nada. Él odiaba a Felix. Estaba aturdido, fuera de sí por el dolor. No puede usted…

—No se preocupe, señorita Lawson. El señor Strangeways la tranquilizará al respecto, supongo —Blount se frotó la mandíbula y dijo confidencialmente—: ¿Usted no sabe, por casualidad, qué razones podía tener el señor Rattery para suicidarse? ¿Dificultades financieras? ¿Enfermedad? Me han dicho que tomaba un tónico.

Lena le miró, rígida y helada, con el ardor insensato de una máscara trágica en sus ojos. Durante un segundo o dos no pudo hablar. Luego dijo apresuradamente:

—¿Suicidio? Por un momento me ha desconcertado usted. Quiero decir que todos habíamos pensado que había comido alguna cosa en malas condiciones, o algo así. Sí, debe de haber sido un suicidio, supongo; aunque no puedo imaginarme por qué.

Nigel sintió, sin saber cómo, que el evidente pánico de la muchacha no había sido producido por la palabra suicidio. Su intuición se justificaría después.

—Y ese tónico que él tomaba —dijo Blount— contenía nuez vómica, según creo.

—Yo lo ignoraba.

—¿Después del almuerzo tomó su cucharada habitual?

La muchacha frunció el ceño.

—No lo recuerdo con certeza. Siempre lo hacía; de modo que supongo que si no lo hubiera hecho después del almuerzo, yo lo hubiera notado.

—Correcto. Sí…, sí. Si me permite, es una observación muy sutil —dijo Blount felicitándola. Se quitó las gafas y jugó con ellas como si estuviera indeciso—. Mire, señorita Lawson: estoy pensando en la botella. Ha desaparecido. Es muy extraño, ¿sabe?, porque creemos, creemos solamente, que ese frasco puede tener… eh… relación con el fallecimiento. La nuez vómica es un veneno, ¿sabe?, del grupo de la estricnina, y el señor Rattery podría haber agregado un poco más de veneno a su dosis, si hubiera querido suicidarse. Pero si lo hizo así, no pudo, sin embargo, hacer desaparecer la botella.

La reprimida agitación de Blount hizo resurgir su casi desaparecido acento de Glasgow. Ahora Lena se había serenado, o no tenía nada que ocultar. Habló con voz indecisa:

—¿Usted quiere decir que si hubieran encontrado el frasco sobre el aparador después de la muerte de George, esto hubiera probado que se trataba de un suicidio?

—No, no precisamente eso, señorita Lawson —dijo Blount, con tono benévolo. Luego los labios perdieron su amabilidad, se inclinó hacia delante y habló con fría deliberación—: Quiero decir que la desaparición del frasco lo configura como asesinato.

—Ah —suspiró la muchacha. Un suspiro de alivio, casi, como si la ansiedad de estar esperando aquella palabra terrible hubiera terminado, y supiera que no había ya nada peor que afrontar.

—¿No se sorprende? —preguntó Blount, abruptamente, un poco irritado por la calma de la chica.

—¿Qué quiere que haga? ¿Ponerme a llorar sobre su hombro? ¿Morder las patas de la mesa?

Nigel encontró la desconcertada mirada de Blount y le miró pícaramente. Le complacía la derrota de Blount.

—Sólo una cosa más —dijo Nigel—. Parece una pregunta un poco alarmante, pero supongo que Felix ya le habrá dicho que he venido para defenderle. No quiero sorprender su buena fe. Pero ¿sospechó usted alguna vez que Felix tuviera desde el principio la intención de matar a George Rattery?

—¡No! ¡No! ¡Es una mentira! ¡No es cierto! —las manos de Lena cubrieron su rostro, como si pugnara por rechazar la pregunta de Nigel. Luego el terror de su expresión fue sustituido por una especie de perplejidad.

—¿Desde el principio? —dijo con lentitud—. ¿Qué quiere decir «desde el principio»?

—Bueno, desde que ustedes se conocieron, antes de venir aquí —dijo Nigel, igualmente perplejo.

—No, por supuesto que no tuvo esa intención —replicó la muchacha, con evidente sinceridad. Luego se mordió el labio—. ¡Pero no fue él —gritó— quien mató a George! Estoy segura.

—Usted estaba en el coche de George Rattery cuando atropello y mató a un niño, Martie Cairnes, en enero pasado —dijo el inspector, no sin alguna lástima.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Lena—. Así que por fin lo han descubierto —Les miró con expresión sincera—. No fue culpa mía. Quise hacerle parar, pero él no quiso. Durante meses soñé con eso. Era horrible. Pero no comprendo. ¿Por qué?

—Creo que podríamos dejar tranquila a Lena Lawson por ahora, ¿no, Blount? —interrumpió Nigel rápidamente. El inspector se frotó el mentón.

—Sí… Tal vez tenga usted razón. Una pregunta más: ¿Cree usted que el señor Rattery tenía muchos enemigos?

—Quizá. Era el tipo de persona que se hace enemigos, supongo. Pero no conozco a ninguno.

Una vez que la muchacha hubo salido, dijo el inspector Blount:

—Me ha parecido muy sugerente. Juraría que sabe algo de la botella desaparecida. Y teme que Cairnes haya cometido el crimen; pero no ha relacionado aún a Felix Lane con el padre del chico que George Rattery mató. Una bonita muchacha. Lástima que no quiera decir la verdad. Bien pronto la descubriremos. ¿Por qué le preguntó si sospechaba que Felix Lane quería matar a Rattery? Me parece que se ha apresurado un poco —Nigel arrojó un cigarrillo por la ventana.

—Fue por esto. Si Felix no mató a Rattery, nos encontramos frente a una inverosímil coincidencia: en el mismo día en que él planeaba matarle, y fracasó, alguien más lo planeó, y tuvo éxito.

—Una coincidencia inverosímil, como usted reconoce —dijo escépticamente Blount.

—No. Espere un poco. No estoy dispuesto aún a considerar imposible tal coincidencia. Si un número suficiente de monos jugaran con máquinas de escribir durante un número suficiente de siglos, acabarían por componer todos los sonetos de Shakespeare: es una coincidencia también, pero científicamente inevitable. Si el envenenamiento de George no ha sido una coincidencia, y Felix no fue el culpable, se deduce lógicamente que alguna otra persona debía conocer las intenciones de Felix por haber leído el diario o porque George le confió sus descubrimientos.

—¡Ah! Ya veo adonde quiere ir a parar —dijo Blount con los ojos brillando detrás de los cristales de sus gafas.

—Suponga la existencia de una tercera persona, que supiera todo aquello, y que deseara la muerte de George. Cuando la tentativa de Felix fracasó, esa tercera persona se encargó personalmente del asunto y envenenó a George, probablemente por medio del tónico. Podía estar seguro de que las sospechas recaerían sobre Felix a causa del diario. Pero tenía que actuar inmediatamente, ya que no podía esperarse que Felix permaneciera en Severnbridge durante más de una noche, después de su fracaso en el dinghy. Lena era evidentemente la primera persona a quien preguntar, por ser la persona con mayores posibilidades de que George le hubiera confiado la existencia del diario, puesto que ella se veía mezclada en él por la muerte de Martie Cairnes, que el diario revelaba. Pero creo que fue sincera con nosotros cuando dio la impresión de no haber relacionado a Felix Lane con el niño, Martie. Por lo tanto, ella no conoce la existencia del diario, y podemos eliminarla de la lista de sospechosos, salvo que la coincidencia del crimen planeado y del real fuera sólo una casualidad.

—No creo que podamos descubrirlo hasta que no sepamos más acerca de toda esa gente: ¿Notó su perplejidad cuando le preguntamos si sabía que Felix había tenido desde el principio la intención de matar a Rattery? Verdaderamente perpleja. Eso me hace pensar que ella no sabe nada del diario, pero que conoce algún otro motivo para que Felix haya querido matar a George, alguna enemistad surgida después del encuentro de los dos hombres.

—Sí. Eso parece razonable. ¿Tendré que preguntar a todos los miembros de la familia si sospechaban de Felix —Felix Lane, mejor— y observar las reacciones? ¿Cree usted que si alguien ha tratado de utilizarle como escudo podremos sorprenderle?

—Eso mismo. Fíjese en otra cosa, ese niño, Phil. ¿Me permite tenerlo unos días con nosotros en el hotel? Mi mujer le cuidará. Por ahora, el ambiente de esta casa no es muy saludable para una mente tierna.

—¡Desde luego! Me parece muy bien. Uno de estos días tendré que hacer algunas preguntas al chico, pero esperaré.

—Bien. Iré a pedir permiso a la señora Rattery.

5

Cuando Nigel entró, Violeta Rattery estaba sentada escribiendo. Lena también estaba allí; Nigel se presentó y explicó el motivo de su visita.

—Por supuesto, si ustedes no lo disponen de otra manera; pero él y el señor Lane se llevan muy bien, y mi mujer estará encantada de hacer por él todo lo posible.

—Sí. Ya veo. Gracias. Es muy amable —dijo Violeta, vagamente.

Se volvió, con un ademán de impotencia, hacia Lena, que estaba de pie frente al torrente de luz que entraba por la ventana.

—¿Qué te parece, Lena? ¿Estará bien?

—Por supuesto. ¿Por qué no? Phil no debería quedarse aquí ni un minuto más —dijo Lena, descuidadamente, mirando siempre hacia abajo, hacia la calle.

—Sí, ya sé; pero qué dirá Ethel…

Lena giró sobre sí misma; su boca roja era viva y despreciativa.

—Mi querida Violeta —exclamó—. Ya es hora de que pienses por tu propia cuenta. Por otra parte, ¿quién es la madre de Phil? Cualquiera creería que eres una sirvienta, al ver cómo te dejas mandar por la madre de George, por esa vieja perra entrometida. Ella y George han hecho de tu vida un infierno; no, no ganas nada con fruncir el ceño, y ya ha llegado el momento de decir basta. Si no tienes coraje para defender a tu hijo, es mejor que tomes tú también una dosis de veneno y desaparezcas.

La cara indecisa y demasiado empolvada de Violeta se estremeció. Nigel pensó que iba a llorar. Vio en su interior la lucha entre su larga costumbre de obediencia y la verdadera mujer que las palabras de Lena habían tratado deliberadamente de provocar. Después de un momento, sus labios sin sangre se apretaron, una luz apareció en los ojos apagados, y dijo, con una inconsciente y ligera elevación del mentón:

—Muy bien. Lo haré, señor Strangeways; se lo agradezco mucho.

Como contestando a este desafío silencioso, se abrió la puerta. Sin llamar, entró una anciana, toda vestida de negro. El sol que se volcaba por la ventana parecía detenerse en seco a sus pies, como si ella lo hubiera matado.

—He oído voces —dijo ásperamente.

—Sí. Estábamos hablando —dijo Lena. Su impertinencia ni siquiera fue escuchada. La vieja permaneció allí un momento, bloqueando la puerta con su enorme cuerpo. Luego se dirigió hacia la ventana, perdiendo repentinamente su dignidad, ya que el movimiento revelaba unas piernas demasiado cortas para un tronco tan formidable, y bajó las persianas. «La luz del día lucha contra ella —pensó Nigel—; en esta penumbra recobrará su poder».

—Estoy asombrada, Violeta —dijo—. Tu esposo muerto en la habitación de al lado, y ni siquiera la consideración de bajar las persianas.

—Pero, madre…

—Yo he subido las persianas —interrumpió Lena—. Las cosas están ya bastante mal para que todavía tengamos que estar sentados en la oscuridad.

—¡Cállate!

—Ni hablar. Si quiere seguir aterrorizando a Violeta, como han hecho George y usted durante estos quince años, no es asunto mío. Usted no manda en esta casa, y yo no recibo órdenes de usted. ¡Haga lo que quiera en su habitación, pero no se meta en las de los demás, vieja obscena!

«La luz contra la sombra, Ormuzd y Arriman —pensó Nigel, mientras observaba a la muchacha, con sus ágiles hombros echados hacia delante, su garganta curvándose como una cimitarra, haciendo frente a la vieja que había quedado como una columna de sombra en mitad del cuarto—; claro que esta representante de la luz ha vuelto a su forma primitiva; pero, aun siendo vulgar, no es malsana, no es impura, no contamina la habitación con un olor a alcanfor y a rancias decencias y poderes podridos, como esa abrumadora criatura de negro. Sin embargo, será mejor intervenir». Nigel dijo con amabilidad:

—Señora Rattery, acabo de pedir a su nuera que nos permita a mi mujer y a mí el placer de tener a Phil por unos días con nosotros, hasta que se arreglen las cosas.

—¿Quién es este joven? —preguntó la anciana. Su actitud imperial apenas había sido conmovida por el asalto de Lena. Siguieron explicaciones—: Los Rattery nunca han huido. Lo prohíbo. Phil debe quedarse aquí —dijo.

Lena abrió la boca para contestar; pero Nigel se lo impidió con un ademán; ahora debía hablar Violeta, o permanecer en silencio para siempre. Ésta miró a su hermana, como implorando ayuda, haciendo un ademán inútil con la mano; luego levantó un poco los caídos hombros y con una expresión de puro heroísmo que le transfiguraba la cara, dijo:

—He decidido que Phil vaya con los señores Strangeways. Sería injusto dejarle aquí; es demasiado joven.

El modo en que la señora Rattery aceptó la derrota fue aún más formidable que cualquier despliegue de violencia. Quedó inmóvil por un momento, mirando fijamente a Violeta; luego se fue hacia la puerta.

—Veo que existe una conspiración contra mí —dijo con su voz de plomo—. Estoy muy descontenta de tu comportamiento, Violeta; hace mucho que dejé de esperar otra cosa que modales de verdulera de parte de tu hermana, pero confiaba en que tú estarías lavada, a estas horas, de las manchas del albañal de donde George te extrajo.

La puerta se cerró con un golpe definitivo. Lena hizo un ademán indecente hacia ella; Violeta cayó casi desmayada en la silla, de donde se había levantado. En el aire flotaba un perfume de alcanfor. Nigel miró hacia el suelo, fijando automáticamente la escena en su memoria; era demasiado autocrítico para no confesarse que por un momento se había sentido francamente alarmado frente a la anciana. «¡Por Dios, qué casa! —pensó—. ¡Qué ambiente para un niño sensible! El padre y la madre discutiendo constantemente y la vieja matriarca tratando sin duda de enfrentarle con su madre y de tomar posesión de su mente». En medio de sus reflexiones, le pareció oír pasos sobre su cabeza, el pesado y vacilante andar de la orgullosa señora Rattery.

—¿Dónde está Phil? —preguntó rápidamente.

—En su habitación, supongo —dijo Violeta—. Justo encima de esto… ¿Va usted a…?

Pero Nigel ya había salido de la habitación; subió las escaleras corriendo, pero sin ruido. Alguien hablaba en el cuarto a su derecha; una voz pesada, sombría, que reconoció muy bien, pero con una nota de súplica bajo su apagado sonido.

—Tú no quieres irte, dejarme, ¿no es cierto, Phil? Tu abuelo no hubiera huido; no era un cobarde. Tú eres el único hombre de la casa, recuérdalo, ahora que tu padre ha muerto.

—¡Vete! ¡Vete! ¡Te odio!

Había un débil y aterrado desafío en la voz; parecía la de un niño tratando de repeler a algún enorme animal que se le hubiera acercado demasiado, pensó Nigel. Con un considerable esfuerzo se abstuvo de entrar.

—Estás muy fatigado, Phil; si no, no hablarías así a tu pobre abuelita. Escucha, hijo: ¿No crees que deberías quedarte con tu madre, ahora que ella está tan sola? Le esperan momentos muy difíciles. Porque tu padre ha sido envenenado. Envenenado, ¿comprendes?

La voz de la señora Rattery, ahora implorante, con una dulzura atroz y pesada como el cloroformo, se detuvo. Se oyó un murmullo en la habitación: el de un niño luchando contra un anestésico. Nigel oyó pasos detrás de él.

—Tu madre necesita toda nuestra ayuda. Porque la policía podría llegar a enterarse de la pelea que tuvo con tu padre la semana pasada, y lo que ella dijo, y eso les podría hacer pensar que ella…

—Esto es demasiado —murmuró Nigel, con una mano sobre el picaporte. Pero Violeta pasó a su lado y entró como una furia en el cuarto. La vieja señora Rattery estaba de rodillas frente a Phil, apretando sus débiles brazos con los dedos. Violeta la cogió por los hombros, tratando de alejarla del niño, pero era como querer mover una roca de basalto. Con un rápido movimiento separó los brazos de la vieja y se interpuso entre ella y Phil.

—¡Bestia! ¿Cómo puede, cómo se atreve a tratarle así? No es nada, Phil. No llores. Nunca más dejaré que se te acerque. Conmigo estás seguro.

El niño miró a su madre con una mirada incrédula y asombrada. Nigel advirtió la desnudez del cuarto: una mesa de cocina, una cama de hierro, barata, ninguna alfombra sobre el suelo. Sin duda, era así como el padre pretendía «templar» al chico. Un álbum de sellos yacía abierto sobre la mesa: las dos páginas estaban sucias de impresiones digitales, y por rastros de lágrimas. Nigel estuvo más cerca que nunca de enfurecerse, pero sabía que aún no podía permitirse el lujo de enfrentarse con la señora Rattery. Ella seguía aún de rodillas.

—Señor Strangeways, ¿tendría la amabilidad de ayudarme? —dijo.

Hasta en esa ridícula posición mantenía una especie de dignidad. «¡Qué mujer! —pensó Nigel mientras la ayudaba a levantarse—. Esto promete ser sumamente interesante».

6

Cinco horas después, Nigel hablaba con el inspector Blount.

Phil Rattery había sido llevado sano y salvo al Angler’s Arms, donde acababa de tomar un generoso té y discutía con Georgia acerca de las exploraciones polares.

—Era estricnina, no hay duda —dijo Blount.

—Pero ¿de dónde la obtuvieron? No basta entrar en la farmacia y pedirla.

—No. Pero se puede comprar veneno para las ratas. Algunos contienen un considerable porcentaje de estricnina. Aunque no creo que nuestro amigo tuviera necesidad de comprarlo.

—Eso me interesa muchísimo. Sin duda, quiere usted decir que el asesino es hermano de un cazador oficial de ratas, o tal vez la hermana.

—No exactamente eso. Pero Colesby hizo algunas averiguaciones de rutina en el taller de Rattery. Está junto al río y lleno de ratas. Me dijo que había visto dos tarros de veneno en la oficina. Cualquiera, es decir, cualquier miembro de la familia, podría entrar fácilmente y llevarse la cantidad que quisiera.

Nigel preguntó:

—¿Averiguó si no vieron, últimamente, a Felix Cairnes por el taller?

—Sí. Estuvo una o dos veces —dijo Blount, con cierta desgana.

—Pero no el día del crimen, ¿verdad?

—No fue visto allí el día del crimen.

—No debe permitir que Felix Cairnes se convierta en una obsesión. Manténgase imparcial.

—No es tan fácil ser imparcial cuando un hombre ha sido asesinado y otro hombre ha escrito bien claro que iba a asesinarlo —dijo Blount golpeando suavemente sobre la tapa de un cuaderno que estaba sobre el escritorio.

—A mi entender, Cairnes puede ser eliminado —dijo Nigel.

—¿Y cómo llega a esa conclusión?

—No hay ninguna razón para dudar de su aseveración de que intentaba matar a Rattery ahogándole. Cuando esta tentativa fracasó, se fue directamente al Angler’s Arms. Hice averiguaciones ahí. El camarero recuerda haberle servido el té a las cinco en el bar; cuatro minutos después de dejar el dinghy en el embarcadero. Después del té, estuvo sentado en el jardín del hotel, leyendo, hasta las seis y media; tengo testigos. A las seis y media entró en el bar y estuvo bebiendo hasta la hora de comer. No pudo volver a casa de los Rattery durante todo ese tiempo, ¿no es cierto?

—Habrá que investigar esa coartada —dijo el inspector Blount, precavidamente.

—Puede pasarla por una criba, si quiere, pero no llegará a ninguna parte. Si echó el veneno en el tónico de George, habrá sido entre el momento en que George tomó una dosis después del almuerzo y el momento en que salió en dirección al río. Tal vez descubra usted que tuvo alguna oportunidad para hacerlo. Pero ¿por qué? No tenía ninguna razón para suponer que el accidente del dinghy fracasara; pero aun si hubiera elegido un veneno —el asunto del dinghy demuestra que es bastante perspicaz— hubiera preparado algo que también pareciera un accidente, no esta burda historia de un matarratas y de una botella que desaparece.

—La botella. Sí, sí.

—Exactamente: la botella. Eliminada la botella, el asunto parece de inmediato un crimen; pero cualquiera que sea su opinión sobre Felix Cairnes, no le atribuirá la tontería de llamar así la atención hacia el crimen cometido por él. De todos modos, creo que será fácil demostrar que no se acercó a la casa hasta algún tiempo después de la muerte de Rattery.

—Yo sé que no lo hizo —dijo Blount inesperadamente—. Ya me he ocupado de eso. Inmediatamente después de la muerte de Rattery, el doctor Clarkson telefoneó a la policía; la casa fue vigilada desde las diez y quince en adelante. Tenemos testigos de las andanzas de Cairnes desde la comida hasta las diez y cuarto, y no anduvo por aquí —agregó Blount.

—Entonces —dijo Nigel desanimadamente— si Cairnes no pudo haber cometido el crimen, ¿qué…?

—No he dicho eso. He dicho que él no pudo haber retirado la botella de tónico. Sus argumentos me han parecido muy interesantes —continuó Blount, en el tono de un profesor que está a punto de demoler la composición de un alumno—; muy interesantes, en verdad: pero parten de una falacia. Usted presupone que una sola persona puso veneno en la botella y luego la retiró. Pero suponga que Cairnes puso el veneno después del almuerzo para que hiciera efecto por la noche, en caso de fracasar el accidente fluvial; suponga que nunca tuvo intención de retirarlo, sino que quiso dar la impresión de que Rattery se había suicidado; suponga que una tercera persona aparece después que Rattery ha empezado a encontrarse mal, una tercera persona que ya sabe o sospecha que Cairnes trataba de matar a Rattery. Esta persona podría querer proteger a Felix, podría relacionar la botella con el envenenamiento, y en una tentativa de encubrimiento, irreflexiva y desesperada, la hace desaparecer.

—Ya veo —dijo Nigel, después de una larga pausa—. Se refiere usted a Lena Lawson. Pero ¿por qué?

—Está enamorada de Cairnes.

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Mi intuición psicológica —dijo el inspector, burlándose del punto débil de Nigel—. Además, he interrogado a los sirvientes. Parece que eran novios más o menos oficialmente.

—Bueno —dijo Nigel, bajando la cabeza ante aquellos golpes inesperados y perspicaces—, parece que me queda bastante por hacer. Temía que mi parte en este asunto fuera demasiado simple.

—Y además hay otra cosa, para que no se fíe usted demasiado. Sin duda la llamará usted una escandalosa casualidad. Su cliente menciona la estricnina en el diario; no he tenido mucho tiempo para leerlo todavía, pero mire un poco esto.

Blount le mostró el cuaderno, señalando en un lugar con el dedo. Nigel leyó:

«Yo me había prometido el placer de su agonía; no merece una muerte rápida. Me gustaría quemarlo despacio, pulgada por pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarle por la pendiente que va al infierno…».

Nigel quedó silencioso un momento. Luego empezó a caminar por el cuarto con sus pasos enormes de avestruz.

—Inútil, Blount —dijo de pronto, más serio que nunca—. ¿No ve? Esto puede confirmar también mi teoría de que una tercera persona conocía el diario y utilizó ese conocimiento para matar a Rattery y arrojar la sospecha sobre Felix Cairnes. Pero dejemos eso. ¿Le parece a usted humanamente creíble que alguien, no digamos Cairnes, que es un hombre normalmente decente, aparte de la irreparable injuria que Rattery le infligió, que alguien pueda ser tan atrevidamente calculador y tener tanta sangre fría para preparar un segundo crimen para el caso de que el primero le salga mal? No parece muy verosímil. Usted lo sabe.

—Cuando la mente está enferma no puede esperarse que sus actos parezcan verosímiles —dijo Blount, no menos seriamente.

—El hombre desequilibrado que intenta cometer un crimen siempre yerra por demasiada confianza, no por falta de confianza. ¿No está de acuerdo?

—En principio, sí.

—Bueno, usted pretende que Frank Cairnes, que había preparado un plan criminal casi perfecto, tuviera tan poca confianza en éste y en sí mismo como para preparar también uno suplementario. No es de creer.

—Usted siga por su camino y yo por el mío. Créame, yo tampoco tengo interés en arrestar a un hombre inocente.

—Bueno. ¿Puedo llevarme el diario, para leerlo?

—Primero voy a mirarlo yo. Se lo mandaré esta noche.

7

Era una tarde cálida. Los últimos rayos del sol dejaban un matiz color damasco, una blanca pelusa sobre el césped que descendía suavemente desde el Angler’s Arms hasta el río. Una de esas tardes misteriosamente tranquilas en las que, como hizo notar Georgia, podía oírse rumiar una vaca a tres praderas de distancia. En un rincón del bar se había reunido un grupo de pescadores, hombres secos, huesudos, con ropas raídas y caídos bigotes; uno de ellos ilustraba con generosos ademanes una pesca real o imaginaria; si algún rumor de violencia había conseguido penetrar hasta el mundo acuoso y apagado donde estos seres se movían y vivían, seguramente había sido apartado como una impertinente intrusión.

Tampoco prestaban la menor atención al grupo que rodeaba otra mesa, bebiendo gin y cerveza.

—Una caña de pescar —dijo Nigel, con una voz nada imperceptible— es un palo con un gusano en una punta y un imbécil en la otra.

—Cállate, Nigel —susurró Georgia—. No quiero tomar parte en una pelea. Estos hombres son peligrosos; podrían matarnos.

Lena, sentada junto a Felix en una silla de alto respaldo, se movió impacientemente.

—Salgamos al jardín, Felix —dijo. La invitación estaba evidentemente dirigida a él solo; pero él no contestó.

—Muy bien. Terminen ustedes de beber, y saldremos a jugar al minigolf en el jardín, o a cualquiera otra cosa.

Lena se mordió el labio, y se levantó casi bruscamente. Georgia dirigió una rápida mirada a Nigel, que él interpretó, correctamente, como significando: «Mejor será que salgamos, es inútil andar a vueltas con estos dos. ¿Por qué no querrá estar a solas con ella?». «¿Por qué, en verdad? —pensó Nigel—. Si Blount tiene razón, y Lena sospecha que Felix ha matado a Rattery, podría comprender que la atemorice un poco su compañía, temor de ver confirmadas sus sospechas por sus propios labios. Pero sucede lo contrario. Él la evita. Durante la comida, daba la impresión de querer mantenerla a distancia: había una especie de filo cortante en su conversación, especialmente cuando se dirigía a ella, que parecía advertirle: "Acércate y te cortarás". Es algo muy complicado; pero Felix tiene un carácter complejísimo, según voy comprendiendo. Me parece que ya es hora de poner algunas cartas sobre la mesa, ver cómo reaccionan si se les habla un poco francamente».

Cuando terminaron un partido de minigolf y estaban sentados en unas sillas plegables frente al río, que brillaba oscuramente, Nigel comenzó a hablar del asunto:

—Tal vez le tranquilice saber que el documento acusador está ya en manos de la policía. Blount me lo mandará esta noche.

—¡Oh! Bueno, supongo que es mejor que lo sepan todo —dijo Felix ligeramente.

En su expresión había una extraña mezcla de timidez y orgullo. Prosiguió:

—Me imagino que podría muy bien afeitarme la barba, ahora que mi disfraz es inútil. Nunca me gustó, nunca me gustaron los pelos en la comida; una delicadeza absurda, indudablemente.

Georgia jugaba con los dedos sobre la silla; las bromas de Felix la exasperaban; ignoraba, todavía, si él le gustaba. Lena dijo:

—¿Podría preguntar de qué están hablando? ¿Qué es ese documento acusador?

—El diario de Felix —dijo Nigel rápidamente.

—¿Diario? Pero ¿por qué…? No comprendo —Lena miró a Felix como pidiéndole ayuda, pero éste evitó sus ojos. Ella parecía totalmente desconcertada. «Claro que es una actriz —pensó Nigel— y puede estar representando; pero apostaría algo que es la primera vez que oye hablar de este diario». Continuó sondeando:

—Óigame, Felix, es mejor que nos entendamos. ¿No sabe nada Lena Lawson acerca de la existencia de este diario y lo demás? ¿No debería usted…?

Nigel no sabía cuál sería el resultado de esta pesca en aguas turbias; pero nunca hubiera esperado lo que realmente sucedió.

Felix se irguió en su silla, y miró a Lena con unos ojos donde la familiaridad, el cinismo, el desafío y una cierta brutalidad despreciativa para con ella o para consigo mismo parecían mezclados, y le contó toda la historia de Martie, de la busca de George, del diario que había escondido bajo una tabla floja del suelo de su cuarto en casa de Rattery, y la tentativa de asesinato en el río.

—Ya sabes qué clase de persona soy —dijo finalmente—. He hecho de todo, menos matar a George.

Su voz había sido serena y objetiva. Pero Nigel vio que todo su cuerpo temblaba, saltaba casi, como si se hubiera bañado demasiado tiempo en agua helada. Cuando concluyó, el silencio fue interminable; el río murmuraba y murmuraba contra sus orillas, una cerceta pasó volando con un grito histérico, la radio del hotel repetía, sin mayor emoción, la declaración japonesa de que el bombardeo de las ciudades abiertas de China era un acto elemental de defensa propia. Pero el silencio se extendía por el pequeño grupo del jardín como un nervio al descubierto. Las manos de Lena se crispaban sobre la madera de la silla; todo el tiempo, mientras hablaba Felix, había permanecido así, inmóvil, salvo los labios, que se abrían a intervalos, como si fueran a adivinar lo que Felix diría, o para ayudarle a hablar. Por fin distendió su rígida posición, su ancha boca tembló, todo su cuerpo pareció volverse pequeño, perderse, mientras sollozaba:

—¡Felix! ¿Por qué no me dijiste todo esto antes? ¡Oh!, ¿por qué no me lo dijiste?

Le miró de frente, pero su rostro seguía inflexible y tenso, Era como si Nigel y Georgia estuvieran muy lejos. Felix no dijo una palabra, decidido, según parecía, a apartarla para siempre. Lena se levantó, se echó a llorar y corrió en dirección al hotel. Felix no se movió para seguirla.

—No comprendo tu diplomacia secreta —dijo Georgia, una hora después, cuando estuvieron en su cuarto—. ¿Quisiste provocar esa terrible escena?

—Lo siento mucho. Verdaderamente, no creí que las cosas sucederían de ese modo. Pero por lo menos prueba casi definitivamente que Lena no mató a Rattery. Estoy seguro de que no sabía nada del diario. Y que está enamorada de Felix. Lo cual significa dos obstáculos que le impedían matar a George y hacer recaer la culpa sobre Felix. Claro que si fuera una coincidencia —siguió casi para sí mismo— quedaría explicado el modo en que dijo: «¿Por qué no me dijiste todo eso antes?». Me gustaría saber…

—Tonterías —dijo Georgia, vivamente—. Me gusta esa muchacha. Tiene alma. El veneno no es un arma de mujer, a pesar de lo que diga la gente; es un arma de cobardes. Lena tiene demasiado espíritu para usarlo; si hubiera querido matar a Rattery, lo hubiera acribillado a balazos, le hubiera clavado un puñal, o algo así. Nunca mataría sino en un momento de cólera. Te lo aseguro.

—Me parece que tienes razón. Dime ahora otra cosa: ¿por qué la trata Felix tan ásperamente? ¿Por qué no le contó lo del diario tan pronto como George fue asesinado? ¿Y por qué contó toda la historia delante de nosotros?

Georgia apartó de la frente su pelo oscuro. Parecía un monito inteligente, algo preocupado.

—La protección de la multitud —dijo—. Había diferido su confesión para no revelar que había utilizado a Lena, por lo menos al principio, como instrumento del crimen que planeaba. Es muy sensible: sabía que Lena le amaba y no quería herirla haciéndole saber que no había hecho otra cosa que utilizarla. Tiene esa clase de cobardía moral que aborrece ofender, menos por el daño que causa a los sentimientos ajenos, que por el deseo de proteger los propios. Odia, además, las escenas. Por eso eligió la oportunidad de contarle toda la historia frente a nosotros. Nuestra presencia le salvaba de las consecuencias inmediatas: lágrimas, reproches, explicaciones, promesas y todo lo demás.

—¿Crees que no está enamorado de ella?

—No estoy segura. Parece querer persuadirla, o persuadirse, de que no lo está. Preferiría que no me gustara —agregó Georgia, inesperadamente.

—¿Por qué?

—¿Has visto qué bueno es con Phil? Creo que le quiere muchísimo, y Phil, por su parte, le considera como una especie de Dios. Si no fuera por eso…

—Le creerías capaz de hacer las peores cosas sin remordimiento —interrumpió Nigel.

—Me gustaría que no me quitaras las palabras de la boca, sobre todo cuando nunca han estado en ella —se quejó Georgia—; como un prestidigitador con un reloj de oro.

—Eres muy divertida y encantadora y te quiero, y es casi la primera vez que me has dicho una mentira evidente.

—No.

—Bueno, no será la primera, entonces.

—No era mentira.

—Muy bien, no era. ¿Qué te parece si te rasco un poco la nuca?

—Delicioso. Es decir, si no tienes nada más urgente que hacer.

—Está el diario. Tengo que leerlo todo esta noche. Velaré la luz y lo leeré cuando te hayas acostado. De paso, tengo que prepararte un encuentro con la señora Rattery, algún día. Grand Guignol ciento por ciento. Me sentiría muy feliz si pudiera encontrarle algún motivo para haber envenenado a Rattery.

—De matricidio he oído algunos casos; pero el filicidio debe de ser sumamente raro —Nigel murmuró:

¡Oh, lord Randal, mi hijo, estás envenenado!

¡Oh, mi hermoso muchacho, estás envenenado!

¡Oh, sí, madre, lo estoy; hazme pronto la cama,

el corazón me duele y quisiera acostarme!

—Pero yo creía que la mujer de lord Randal le había envenenado —dijo Georgia.

—Así lo creía él —dijo Nigel, con éxtasis siniestro.

8

—Me gustaría encontrar esa botella —dijo el inspector Blount a la mañana siguiente, mientras él y Nigel se dirigían hacia el taller—. Si la ha escondido alguno de la casa, no estará lejos. Ninguno de ellos se mantuvo fuera de la vista de los otros durante más de cinco minutos, después del primer ataque de Rattery.

—¿Y Lane Lawson? Dijo que había estado mucho tiempo en el teléfono. ¿Lo ha comprobado usted?

—Sí. Hice un esquema de los movimientos de todas las personas de la casa, desde que terminaron de comer hasta el momento en que llegó la policía, y consideré cada declaración en relación con las otras. Hubo momentos en que cualquiera de ellos pudo haberse deslizado hasta el comedor para llevarse la botella, pero ninguno tuvo bastante tiempo como para irse muy lejos con ella. Los hombres de Colesby han registrado la casa, el jardín y los alrededores dentro de un radio de unos cien metros. Ni rastros.

—Pero, de todos modos, ¿no tomaba Rattery regularmente este tónico? ¿Dónde están las botellas vacías?

—Un hombre que compra botellas viejas se las había llevado la semana anterior.

—Parece que se metió en camisa de once varas —observó alegremente Nigel.

Blount suspiró, se quitó el sombrero, se frotó la calva reluciente, y volvió a colocarlo en su severa posición horizontal.

—Se evitaría muchas complicaciones si preguntara a Lena directamente dónde metió la condenada botella.

—Usted sabe que nunca amedrento a mis testigos —dijo Blount.

—Me extraña que no haya bajado un rayo para exterminarle. Vaya mentira más descarada…

—¿Ya ha leído el diario?

—Sí. Hay varios datos interesantes en él, ¿no le parece?

—Bueno, sí; tal vez. Deduje que Rattery no era muy querido entre su gente, y que ha estado jugando al tira y afloja con la mujer de ese Carfax a quien visitaremos ahora. Pero tengamos en cuenta que Cairnes puede haber exagerado todo eso en el diario, para desviar las sospechas sobre otra persona.

—No creo que exagerado sea la palabra. Apenas lo menciona como de pasada.

—¡Oh, es un hombrecito muy inteligente! Sabía que no le convenía insistir.

—Bueno, sus observaciones son muy fáciles de comprobar. En realidad, ya tengo bastantes pruebas de que Rattery era un infernal matón en su casa; parece que entre él y su extraordinaria madre habían reducido a todos, excepto a Lena, a polvo impalpable.

—Se lo concedo. Pero ¿sugiere usted que fue envenenado por su mujer? ¿O por algún sirviente?

—No sugiero nada —dijo Nigel con cierta irritación—, excepto que Felix escribió en su diario la verdad desnuda acerca de los Rattery.

Caminaron en silencio hasta llegar al taller. Las calles de Severnbridge dormían en el sol de mediodía; si sus habitantes, charlando en las entradas de sus pintorescas, históricas e indigentes callejuelas sabían ya que el próspero hombre de negocios que pasaba a su lado era en realidad el más formidable de los inspectores jefes de la Nueva Scotland Yard, disimulaban su curiosidad con notable desenvoltura. Aun cuando Nigel Strangeways empezó a cantar, a media voz, la Balada de Chevy Chase, no causó la menor sensación, excepto en el alma del inspector Blount, que aligeró el paso y mostró cierto temor en sus ojos. Severnbridge, a diferencia del inspector Blount, estaba acostumbrada a voces discordantes y cantos desafinados, aunque generalmente no tan temprano: la multitud de excursionistas de Birmingham se habían encargado de ello, organizando, cada fin de semana en el verano, un alboroto nunca oído, en el pueblo desde la guerra de las Dos Rosas.

—Me gustaría que terminara con ese ruido horrible —dijo, por fin, Blount, desesperadamente.

—Seguramente no alude a mi versión de la insigne balada.

—Aludo.

—¡Oh, bueno, no importa! ¡Sólo faltan cincuenta y ocho estrofas adicionales!

—¡Dios mío! —exclamó Blount, y era en él una exclamación poco común. Nigel continuó:

Luego las bestias de los bosques fueron

por todos lados;

y en los sotos de galgos aguardaron

para matar a los ciervos.

—¡Ah, ya llegamos! —dijo Blount, metiéndose en el taller.

Dos mecánicos se movían con cigarrillos encendidos en la boca, debajo de un cartel que decía «prohibido fumar». Blount pidió hablar con el patrón, y fueron llevados hasta el escritorio. Mientras el inspector sostenía una pequeña conversación preliminar, Nigel estudiaba a Carfax, un hombre bajo, correctamente vestido, bastante insignificante en su aspecto general; con su cara tersa y curtida, daba la impresión de esa sumisa picardía y del franco buen humor que puede verse en la casa de algunos profesionales del cricquet. «Es un hombre enérgico, pero sin ambición —pensó Nigel—. De este tipo que es feliz al no ser nadie, que es amable, pero al mismo tiempo profundamente reservado, loco por algún hobby particular, tal vez una personalidad no reconocida en alguna rama inverosímil de las ciencias, excelente padre y marido; uno nunca lo relacionaría con una pasión violenta. Pero es un tipo de persona muy engañoso: el "hombrecito"; cuando lo provocan, tiene el frío y furioso coraje de la mangosta; el hogar del "hombrecito" es, tradicionalmente, su castillo; y para defenderlo suele demostrar la tenacidad y la actividad más asombrosas. Y esta Rhoda… Me gustaría saber…».

—Porque hemos hecho averiguaciones por todas las farmacias del distrito —estaba diciendo el inspector Blount— y estamos seguros de que ningún miembro de la familia del finado ha comprado estricnina bajo ninguna forma; por supuesto, el autor podría haber ido un poco más lejos para comprarla; seguiremos investigando en este sentido, pero debemos creer, provisionalmente, que el asesino utilizó parte del veneno para las ratas que ustedes tenían aquí.

—¿Asesino? ¿Ha excluido entonces la posibilidad de suicidio o de accidente? —preguntó Carfax.

—¿Conoce usted alguna razón para que su socio haya querido suicidarse?

—No. ¡Oh, no! Decía tan sólo…

—Por ejemplo, ¿no tenía dificultades monetarias?

—No, el taller anda bastante bien. De cualquier modo, si no fuera así, yo perdería mucho más que Rattery. Yo puse casi todo el dinero cuando lo compramos.

Mirando un poco tontamente la punta de su cigarrillo, Nigel preguntó de pronto:

—¿Le gustaba Rattery?

Blount hizo un movimiento despreciativo, como disociándose de una pregunta tan poco ortodoxa. Carfax pareció mucho menos perturbado:

—¿Quiere saber usted por qué me asocié con él? —dijo—. La verdad es que durante la guerra me salvó la vida, y cuando le encontré de nuevo, ¡oh, hace unos siete años!, él tenía ciertas dificultades de dinero. Su madre había perdido su fortuna; bueno, como comprenderá, lo menos que podía hacer era ayudarle.

Sin responder directamente a la pregunta de Nigel, Carfax había aclarado que su asociación con Rattery había sido motivada por el pago de una deuda, y no por amistad.

Blount continuó su interrogatorio. Era la pregunta de rutina, por supuesto, pero quería saber qué había hecho el sábado por la tarde.

Carfax, con un brillo burlón en sus ojos, dijo:

—Sí, claro. Pregunta de rutina. Bueno, más o menos a las tres menos cuarto fui a casa de Rattery.

El cigarrillo de Nigel se le cayó de la boca; se agachó apresuradamente y lo recogió. Blount prosiguió, tan suavemente como si ya hubiera oído hablar de esa visita.

—¿Una visita particular?

—Sí. Fui a ver a la anciana señora Rattery.

—Pero —dijo amablemente Blount— no sabía nada de esto. La servidumbre —la interrogamos— no nos dijo que usted hubiera ido allá por la tarde.

Los ojos de Carfax eran brillantes, tranquilos y tan poco comprometedores como los de un lagarto. Dijo:

—No me vieron. Subí directamente a la habitación de la señora Rattery; cuando concertamos el encuentro ella me había dicho que procediera así.

—¿Encuentro? ¿Era una conversación de eh… eh… índole comercial la que sostuvieron?

—Sí —dijo Carfax, un poco más torvamente.

—¿Tenía algo que ver con este asunto que está en mis manos?

—No. Algunos podrían creer que sí.

—Señor Carfax, eso lo decidiré yo. Sería mucho mejor para usted que…

—Sí, ya sé, ya sé —dijo Carfax impacientemente—. El inconveniente es que esto implica a otra persona —Pensó durante un momento, y luego dijo—: Oiga, ¿esto no saldrá de ustedes dos, verdad? Si llegan a averiguar que no tiene nada que ver con…

Nigel interrumpió:

—No se preocupe. Por otra parte, está todo escrito en el diario de Felix Lane.

Vigilaba atentamente la expresión de Carfax. El hombre pareció francamente perplejo, o imitaba magistralmente la actitud de un hombre francamente perplejo.

—¿El diario de Felix Lane? Pero ¿qué sabe él?

Sin prestar atención a una mirada más bien furiosa de Blount, Nigel prosiguió:

—Lane había advertido que Rattery, ¿cómo decirlo?, era un admirador de su mujer.

Nigel hablaba de una manera sutilmente ofensiva, para obligar a Carfax a bajar la guardia, al irritarle. Carfax, sin embargo, resistió perfectamente.

—Veo que me lleva ventaja —dijo—. Muy bien, trataré de decirlo en pocas palabras. Le contaré los hechos, tal como fueron en la realidad, y espero que no deduzca conclusiones erróneas. George Rattery había perseguido durante cierto tiempo a mi mujer. Esto la divertía, la interesaba y la halagaba. Cualquier mujer hubiera sentido lo mismo, ustedes lo saben muy bien. George era, a su manera, un hermoso bruto. Tal vez tuvieran un lío inocente. No se lo reproché; el hombre incapaz de confiar en su mujer no debe casarse. Por lo menos, así lo entiendo yo.

«¡Dios mío! —pensó Nigel—. Este hombre o es un Quijote ciego, pero bastante admirable, o, si no, es uno de los impostores más sutiles y convincentes que he encontrado en mi vida; aunque, por supuesto, existe la posibilidad de que Felix haya exagerado la intimidad de Rattery y Rhoda Carfax». Carfax prosiguió jugando con su anillo, y con los ojos entreabiertos como ante una luz deslumbradora:

—Últimamente, las atenciones de Rattery habían sido un poco excesivas. Les confesaré que el año pasado Rattery había perdido su interés por Rhoda; en esa época tenía relaciones con su cuñada, según decía la gente —La boca de Carfax se torció en una expresión de disgusto—. Perdóneme todos estos chismes. Pero parece que hubo una especie de pelea entre él y Lena Lawson, en enero; después de esto, George redobló sus atenciones hacia mi mujer. Tampoco entonces intervine. Si realmente Rhoda lo prefería —a la larga, por supuesto—, era inútil que me pusiera a hacer escenas. Pero por desgracia intervino la madre de George. Por eso quería hablarme el sábado por la tarde. Me acusó directamente de permitir que Rhoda fuera la amante de George, y me preguntó qué pensaba hacer. Le dije que por el momento no pensaba hacer nada: pero que si Rhoda quería divorciarse, se lo permitiría. La vieja señora, mejor dicho, la vieja arpía, me hizo una escena fantástica. Puso de manifiesto que yo era un cornudo complaciente, insultó a Rhoda y dijo que ella había seducido a George, lo que me pareció exagerado, y todo lo demás. Para terminar, me ordenó que detuviera ese escándalo; lo mejor para todos sería que Rhoda regresara al hogar conyugal y que silenciara definitivamente todo lo sucedido. Ella, por su parte, se comprometía a lograr que George se comportara bien. Era, en realidad, un ultimátum, y no me gustan los ultimátum —¿ultimata, prefieren ustedes?— emitidos por ancianas dominantes. Repetí, con firmeza, que si George quería seducir a mi mujer, era cosa suya, y si ella quería verdaderamente vivir con él, yo le concedería el divorcio. Entonces la señora Rattery habló largamente del escándalo público, del honor familiar y de otras materias afines. Me repugnó. En medio de una frase suya salí del cuarto y me fui de la casa.

Carfax se dirigía, más y más, a Nigel, quien asentía afablemente a cada una de sus razones.

Blount se sintió excluido, y en cierto modo fuera de lugar. Por eso su voz parecía algo escéptica y cortante cuando dijo:

—Es una historia muy interesante, señor Carfax, Pero deberá usted admitir que su actitud ha sido un poco… eh… nada convencional.

—Es posible —dijo Carfax, con indiferencia.

—¿Y usted dice que salió directamente de la casa?

Había desafío en la palabra «directamente».

Los ojos de Blount brillaron fríamente detrás de sus cristales.

—Si usted quiere preguntarme si efectué un rodeo por el camino para poner estricnina en el medicamento de Rattery, la contestación es negativa.

Blount se precipitó:

—¿Cómo sabía usted que ése fue el vehículo del veneno? —Por desgracia, Carfax no se desmoronó ante ese ataque.

—Chismes. Los sirvientes siempre hablan, ya lo sabe. La criada de Rattery dijo a nuestra cocinera que la policía estaba muy preocupada por encontrar una botella del tónico que Rattery tomaba, y até cabos. No hace falta ser un inspector jefe, como usted ve, para hacer una deducción tan fácil —agregó Carfax, con una pizca de no desagradable malicia.

Blount dijo, gravemente oficial:

—Tendremos que investigar sus declaraciones, señor Carfax.

—Si les señalara dos cosas —dijo el sorprendente señor Carfax—, quizá les evitara algunas molestias. Sin duda, ya se les habrán ocurrido. Primero: aunque no comprendan la actitud que tomé con respecto a Rattery y a mi mujer, no deben creer que les he mentido; la vieja señora Rattery puede confirmarles esa parte de mi declaración. Segundo: ustedes podrían pensar que era esta actitud mía solamente una especie de escudo para ocultar mis propios sentimientos, para ocultar mi intención de terminar de una vez este asunto entre Rattery y Rhoda. Pero traten de comprender que no necesitaba algo tan drástico como el asesinato de George. Yo financiaba el taller; y si hubiera querido eliminar a George, no tenía más que decirle que eligiera entre Rhoda o su inmediata separación de la sociedad. Su dinero o su vida amorosa, para concretar.

Habiendo detenido así toda la ofensiva del inspector Blount, Carfax se echó para atrás, mirándole afablemente. Blount trató de contraatacar, pero se encontró a lo largo de todo el frente con la misma fría franqueza, y una lógica más fría aún. Carfax casi parecía divertirse. La única prueba nueva que Blount pudo extraerle fue que Carfax tenía una coartada aparentemente inatacable desde el momento de la muerte. Cuando hubieron dejado el taller, Nigel dijo:

—Bien, bien, bien. El temible inspector Blount encuentra un rival de igual fuerza.

—Tiene presencia de ánimo —gruñó Blount—. Todo clarito; tal vez un poco demasiado clarito. Habrá notado usted, por otra parte, en el diario del señor Cairnes, cómo Carfax le agotó el tema de los venenos cuando aquél vino al taller. Habrá que ver.

—¿Así que sus pensamientos están alejándose de Frank Cairnes, por fin?

—Sigo siendo imparcial, señor Strangeways.

9

Durante la momentánea derrota de Blount, Georgia y Lena estaban sentadas junto a la pista de tenis de los Rattery. Georgia había venido para ver si podía servir en algo a Violeta Rattery; pero Violeta, en los últimos días, había desarrollado extraordinariamente su autoridad y su valentía; parecía estar a la altura de cualquier situación que pudiera presentarse, y la jurisdicción de la señora Rattery se había reducido ahora a las cuatro paredes de su cuarto. Como hizo notar Lena.

—Supongo que no debería decirlo, pero la muerte de George ha hecho de Violeta una nueva mujer. Ha llegado a ser lo que nuestra maestra llamaba «una persona tan serena». ¡Qué fea expresión! Pero Violeta… realmente quien la viera no podría darse cuenta de que ha sido un felpudo durante quince años… sí, George…, no, George. ¡Oh…, George, por favor…, no! Y ahora George ha sido envenenado, y quién sabe si la policía no sospecha de la viuda.

—¡Oh!, eso no es muy…

—¿Por qué no? Todos nosotros somos sospechosos en potencia, todos los que estábamos en la casa. Y Felix parece haber hecho todo lo posible para que le ahorquen, aunque no creo que hubiera consumado lo… lo que nos decía anoche —Lena se detuvo, y prosiguió en voz más baja—. Cómo quisiera llegar a comprender que… ¡Oh, que se vaya todo al diablo! ¿Cómo está Phil?

—Cuando le dejé, estaba leyendo a Virgilio con Felix. Parecía muy contento. Pero no entiendo mucho de niños; a veces está muy animado, y de repente se cierra como una ostra, sin ninguna razón aparente.

—Leyendo a Virgilio. No comprendo nada. Me doy por vencida.

—Bueno, supongo que es una buena idea, para distraerle.

Lena no contestó. Georgia miró las nubes que pasaban sobre su cabeza. Al fin sus pensamientos fueron interrumpidos por un ruido de hierba cortada, a su lado; miró hacia el suelo rápidamente: la mano de Lena, flexible y tostada, arrancaba el césped de raíz, rompiéndolo con rabia y tirando a manos llenas los pedacitos por el aire.

—¡Ah, es usted! —dijo Georgia—. Por un momento pensé que había entrado una vaca.

—¡Si usted tuviera que soportarlo, terminaría comiendo hierba!

Lena se giró hacia Georgia con uno de esos impulsivos movimientos de sus hombros que parecían crear de la nada una situación dramática. Sus ojos ardían.

—¿Qué me ocurre? Por favor, dígame, ¿qué me ocurre? ¿Es mal aliento, o es lo que sus amigas más íntimas no se atrevían a decirle?

—Nada le ocurre… ¿Qué quiere decir?

—Bueno, entonces, ¿por qué todos me evitan? —Lena parecía progresivamente histérica—. Felix, por ejemplo, y Phil. Phil y yo nos llevábamos muy bien, y ahora se esconde en los rincones para no encontrarse conmigo. Pero no me importa nada de él. Es Felix. ¿Por qué se me ocurrió enamorarme de él? ¿Yo… enamorada?, me pregunto. Sólo en este país, hay varios millones de hombres para elegir, y se me ocurre enamorarme del único que no me quería, salvo como tarjeta de presentación para el difunto. No, no es cierto. Juro que Felix me quería. Eso no puede simularse; tal vez las mujeres puedan, pero no los hombres. ¡Dios mío, éramos tan felices! Aun cuando empecé a preguntarme qué era lo que Felix se proponía; bueno, no me importaba, prefería estar ciega, no preocuparme.

El rostro de Lena, un poco estúpido y convencional cuando estaba tranquilo, se volvía muy hermoso cuando sus sentimientos le hacían olvidar la calma, el maquillaje y la cuidadosa educación de su preparación cinematográfica. Tomó las manos de Georgia —un ademán impulsivo y extraordinariamente conmovedor— y prosiguió rápidamente:

—Anoche, usted vio cómo no quiso salir solo conmigo al jardín, cuando se lo pedí. Bueno, luego pensé que era por el diario, por el temor de que yo me enterara de su doble juego. Pero después de contarme todo lo del diario, sabía muy bien que ya no existía ese secreto entre nosotros. Y cuando le llamé por teléfono esta mañana, y le dije que no me importaba y que le quería a pesar de todo, y que deseaba estar con él y acompañarle, ¡oh, se mostró tan conforme, tan educado, todo un caballero!, y dijo que sería mejor para nosotros que no nos viéramos más de lo necesario. No entiendo nada. Georgia, esto me mata. Creía ser orgullosa, pero aquí estoy arrastrándome de rodillas, como un peregrino, detrás de este hombre.

—Lo siento, querida. Debe de ser espantoso para usted. Pero el orgullo…, yo no me preocuparía por eso; es el elefante blanco de las emociones, muy imponente y costoso, pero cuanto más pronto se deshace uno de él, mejor.

—¡Oh!, no me preocupo por eso. Es por Felix que me preocupo. No me importa si ha matado o no a George, pero no veo por qué tiene que matarme a mí también. Cree usted, quiero decir, ¿estarán a punto de arrestarle? Es tan horrible pensar que pueden arrestarle en cualquier momento y que tal vez no nos veremos nunca más, que cada minuto que no estamos juntos ahora, es un minuto perdido.

Lena empezó a llorar. Georgia esperó que se serenara; luego le dijo tiernamente:

—Yo no creo que lo haya hecho; Nigel tampoco. Entre nosotros le salvaremos. Pero para poder salvarle debemos conocer toda la verdad. Tal vez tenga alguna razón muy importante para no querer verla a usted por ahora; o quizá sea una caballerosidad mal entendida, quizá no quiera comprometerla en este asunto. Pero usted no debe esconder nada, callar ninguna cosa; eso también sería caballerosidad mal entendida.

Lena se apretó las manos sobre la falda. Mirando hacia delante, dijo:

—Es tan difícil… Porque compromete a otra persona. ¿No mandan a la cárcel a las personas que ocultan una prueba?

—Bueno, eso sucede cuando uno es lo que se denomina «cómplice después del hecho». Pero vale la pena arriesgarse, ¿verdad? ¿Es acerca de esa botella de tónico que ha desaparecido?

—Escuche, ¿me promete no decírselo a nadie más que a su marido, y pedirle que hable conmigo antes de pasar la información a otra persona?

—Sí.

—Muy bien. Se lo diré. He guardado silencio hasta ahora, porque la otra persona comprometida es Phil… y le quiero mucho.

Lena Lawson comenzó su historia. Empezaba con una conversación durante la comida en casa de Rattery. Hablaban del derecho de matar, y Felix dijo que le parecía justificado eliminar a las personas que eran una peste social, las que hacían del mundo un infierno para todos los que las rodeaban. Ella, en ese momento, no tomó en serio la discusión; pero cuando George se encontró mal y pronunció el nombre de Felix, la recordó de nuevo. Tuvo que ir al comedor, y allí vio la botella del tónico sobre la mesa. George estaba en la otra habitación, quejándose y retorciéndose, y sin saber por qué relacionó inmediatamente el hecho con la botella y con las palabras de Felix. Era algo totalmente irracional, pero por un momento creyó que Felix había envenenado a George. La única idea que se le ocurrió en ese instante fue deshacerse de la botella; no pensó que al hacerlo eliminaba la única prueba que podía sugerir que la muerte de George era un suicidio. Instintivamente, se había acercado a la ventana pensando tirar la botella entre la maleza. Entonces vio a Phil que la miraba desde afuera, con la nariz apretada contra el cristal: oyó la voz de la señora Rattery, llamándola desde la sala. Abrió la ventana, dio la botella a Phil, y le pidió que la escondiera en alguna parte. No había tiempo para explicaciones. No sabía dónde la había puesto; él parecía evitarla cada vez que ella trataba de hablarle a solas.

—Bueno, no le extrañe —dijo Georgia.

—¿No me…?

—Le pide que esconda una botella… Él la ve muy agitada; después oye que su padre ha sido envenenado y que la policía está buscando la botella. ¿Qué puede deducir?

Lena la miró, perturbada; luego exclamó, casi riendo, casi llorando:

—¡Dios mío! ¡Esto es demasiado! ¿Phil cree que he sido yo? Yo… ¡Esto es demasiado!

Georgia se levantó, y con un rápido movimiento se inclinó sobre la muchacha. La cogió por los hombros y la sacudió sin piedad, hasta que el pelo brillante de Lena quedó cubriéndole un ojo como una gran onda, y la risa insensata e idiota cesó. Mirando por encima de la cabeza de Lena, apoyada ahora sobre su pecho, mientras sentía el temblor convulsivo de su cuerpo, Georgia vio un rostro que las observaba desde una ventana alta, la cara de una anciana de aspecto patricio, austero y sombrío, con una expresión helada en la boca, que parecía censurar la risa salvaje que había atravesado aquella casa de silencio, o el pétreo y satisfecho triunfo de un dios vengativo, una imagen de granito en cuyas rodillas acababa de consumarse el sacrificio sangriento.

10

Georgia refirió a Nigel esta conversación cuando volvió al hotel, antes del almuerzo.

—Eso lo explica todo —dijo—. Yo estaba seguro de que era Lena quien había hecho desaparecer la botella, pero no podía comprender por qué insistía en ocultarlo, sabiendo que esa desaparición no mejoraría en nada la situación de Felix. Supongo que de ninguna manera podría haber parecido un suicidio. Bueno, tendremos que hablar con el joven Phil.

—Estoy contenta de que le hayamos sacado de esa casa. Esta mañana he visto a la señora Rattery; nos miraba desde una ventana alta, como Jezabel; bueno, no tanto como Jezabel, sino como un ídolo que encontré una vez en Borneo, sentado solo en medio de la selva, con las rodillas cubiertas de sangre seca. Un descubrimiento muy interesante.

—Muy interesante, sin duda —dijo Nigel estremeciéndose levemente—. ¿Sabes que empiezo a tener ideas extrañas sobre la vieja señora? Si no fuera evidente el arquetipo de la falsa pista que utilizan los escritores policíacos… Pero si estuviéramos en un libro, apostaría por Carfax; es suave y transparente como el vidrio; me quedé pensando si no nos hizo alguna «prueba del espejo».

—El gran Gaboriau dijo, ¿no es cierto?, «Siempre sospechar de lo que parece increíble».

—Si dijo eso, el gran Gaboriau debía ser retrasado mental. Nunca he oído una paradoja tan fácil y fantástica.

—Pero ¿por qué no? El asesinato es fantástico, excepto cuando está gobernado por reglas estrictas como las de la vendetta. Es inútil considerarlo desde el punto de vista realista; ningún asesino es realista; si lo fuera, no cometería el crimen. Tu propio éxito en tu profesión se debe al hecho de estar semidemente la mayor parte del tiempo disponible.

—Ese elogio, aunque espontáneo, es inoportuno. De paso, ¿has visto a Violeta Rattery esta mañana?

—Sólo durante uno o dos minutos.

—Me gustaría saber lo que dijo cuando tuvo esa escena con George, la semana pasada. La madre de Rattery lanzó algunas oscuras indirectas cuando rescatamos a Phil de sus manos, ayer por la mañana. Aquí haría falta, de nuevo, el tacto femenino.

Georgia hizo una mueca.

—¿Hasta cuándo piensas utilizarme como agent provocateur?

—Provocateuse. Lo eres, querida, a pesar de tu aspecto endurecido. Ignoro por qué.

—El sitio de la mujer está en la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus insidias. Si quieres plantar víboras en los corazones de la gente, ve y plántalas tú mismo, para variar.

—¿Es una sublevación?

—Sí. ¿Por qué?

—Sólo quería saberlo. Bueno, la cocina está abajo, primera puerta a la izquierda…

Después del almuerzo, Nigel salió al jardín con Phil Rattery. El niño estaba muy cortés, pero distraído, mientras Nigel conversaba con él. Su palidez, la delgadez patética de sus brazos y de sus piernas, las esquivas miradas de sus ojos, hacían sentir a Nigel cierta timidez que le impedía hablar de lo que le interesaba. Sin embargo, la serenidad del niño, su aspecto de delicada reserva, como el de un gato, le desafiaban. Por fin, dijo con cierta brusquedad involuntaria:

—Con respecto a esa botella…, ya sabes, la botella del tónico, Phil. ¿Dónde la escondiste?

Phil le miró a los ojos con una expresión de inocencia casi agresiva.

—Yo no escondí la botella, señor —Nigel estuvo a punto de aceptar esta declaración en su valor estricto, pero recordó un dicho de un maestro de escuela amigo, Michael Evans: «Un niño verdaderamente inteligente y educado siempre mira al maestro a los ojos cuando está diciendo alguna mentira importante». Nigel endureció su corazón.

—Sin embargo, Lena me dijo que te la había dado para que la escondieras.

—¿Dice eso? Pero, entonces, ¿quiere decir que no fue ella quien —Phil tragó con dificultad— envenenó a mi padre?

—No, claro que no fue ella —La gravedad tensa y terrible del niño daba a entender que quería poner sus manos sobre el autor del crimen; no importa quién fuera. Nigel tuvo que mirar de nuevo a Phil para recordar que era un niño azorado y torturado, y no el adulto que a veces parecía hablar por su boca—. Por supuesto que no. Te admiro porque quisiste protegerla, pero ya no hace falta.

—Pero si no fue Lena, ¿por qué me dijo que escondiera la botella? —preguntó Phil, con la frente profundamente arrugada por la perplejidad.

—Yo de ti no me preocuparía por eso —dijo Nigel descuidadamente.

—No puedo evitarlo. No soy un niño, ¿sabe? Me parece que usted debería decirme por qué fue.

Nigel podía seguir la mente rápida e inexperta del niño luchando ya con el problema. Se decidió a decirle la verdad: era una decisión que traería extrañas consecuencias, pero Nigel no podía preverlas.

—Es un poco complicado —dijo—. Para decir la verdad, Lena estaba tratando de proteger a otra persona.

—¿A quién?

—A Felix.

El rostro luminoso de Phil se ensombreció, como si una nube pasara sobre una laguna cenicienta y pura. «Aquel que enseñe a los niños a dudar —se repetía Nigel con inquietud—, de la tumba podrida nunca se ha de salvar». Phil se había vuelto hacia él, y le había agarrado por la manga.

—¿No es cierto, no? ¡Estoy seguro de que no es cierto!

—No. No creo que haya sido Felix.

—¿Y la policía?

—Bueno, la policía sospecha por principio de todo el mundo. Y Felix ha estado un poco tonto.

—Usted no permitirá que le hagan nada, ¿verdad? Prométamelo.

El candor inocente y material de la súplica de Phil le hizo parecer, por un momento, extrañamente femenino.

—Le cuidaremos —dijo Nigel—. No te preocupes. Lo más importante es encontrar esa botella.

—Está en el techo.

—¿En el techo?

—Sí, ya le enseñaré dónde. Venga conmigo —Muy impaciente ahora, Phil sacó a Nigel de su silla, y, casi corriendo, se mantuvo a un paso de ventaja durante todo el camino hasta la casa de Rattery. Nigel quedó sin aliento, después de haber sido arrastrado por dos escaleras, y una escalera de mano. Miraron por una ventana del altillo hacia el techo de tejas; Phil indicó:

—Está en la canaleta, allí. Bajaré a cogerla.

—No señor. No quiero que te rompas la cabeza. Buscaremos una escalera y la apoyaremos contra la pared de la casa.

—Es muy fácil, señor; le juro que es muy fácil. He subido al techo muchas veces. No hay nada más fácil; basta quitarse los zapatos y atarse con una cuerda.

—¿Quieres decir que en la noche del sábado subiste al techo y escondiste la botella en la canaleta? ¿En la oscuridad?

—Bueno, no estaba tan oscuro. Primero pensé descolgar la botella atándola con un hilo. Pero hubiera tenido que soltar el hilo, después, y tal vez la botella hubiera quedado colgando junto a la pared, más abajo de la canaleta, y alguien la hubiera visto.

Phil ya estaba atándose a la cintura un pedazo de soga que había sacado de un viejo baúl de cuero del altillo.

—Verdaderamente, es un escondite formidable —dijo Nigel—. ¿Cómo se te ocurrió?

—Por una pelota que perdimos una vez. Papá y yo jugábamos al cricquet en el jardín con una pelota de tenis, y él la lanzó hasta el techo y se quedó colgada en la canaleta. Entonces papá se descolgó por esta ventana y la pescó. Mamá estaba muy asustada; creyó que iba a caerse. Pero él es… Él era muy práctico para trepar. Siempre usaba esta soga en los Alpes.

Algo golpeó con fuerza en la mente de Nigel, pidiendo que lo dejaran entrar, pero la puerta estaba cerrada y en ese momento no podía encontrar la llave. Ya lo recordaría; tenía una memoria extraordinariamente amplia, en la que ordenaban cuidadosamente hasta los detalles en apariencia más impertinentes. Pero ahora estaba demasiado atento al espectáculo de Phil que se deslizaba por la unión de los dos techos, ataba un extremo de la cuerda a la base de una chimenea, trepaba por el otro techo y desaparecía al otro lado.

«Espero que la soga sea bastante resistente: caramba, no hay peligro mientras tenga la soga bien atada a la cintura; pero ¿la habrá asegurado bien? ¡Cuánto tarda! Es un chico tan raro… No me extrañaría que desatara la cuerda y se tirara del techo al suelo, si se le ocurriera que…».

Se oyó un grito, siguió un silencio intolerable, y después, no el golpe sordo que Nigel esperaba con todos sus nervios en tensión, sino un golpe débil, vítreo. Su alivio fue tan enorme que, cuando la cara y las manos de Phil aparecieron por el techo, cubiertos de hollín, le gritó enfadado:

—¡Eres un estúpido! ¿Por qué la has dejado caer? Hubiéramos debido usar una escalera, pero tenías tantas ganas de presumir por los techos…

Phil sonrió, disculpándose a través del hollín.

—Lo siento mucho, señor. No sé por qué, la botella estaba resbaladiza por la parte de afuera; se me cayó de las manos cuando yo…

—Sí. Muy bien. No tiene remedio. Mejor será que baje y recoja los pedazos. De paso, ¿la botella estaba vacía?

—No, medio llena.

—Dios nos guarde. ¿No hay gatos o perros por aquí?

Nigel iba a bajar corriendo las escaleras cuando le detuvo la voz plañidera de Phil. Los nudos de la soga alrededor de su cintura y de la chimenea se habían apretado tanto que no podía deshacerlos. Nigel se vio obligado a perder uno o dos minutos preciosos en descolgarse por la ventana del altillo y desatar los nudos. Cuando pudo por fin salir de la casa y llegar al jardín, estaba hirviendo de impaciencia, y bastante preocupado también. La idea de que allí en el césped se encontraba tirada una cantidad buena de estricnina no era como para tranquilizarle. Sin embargo, no tenía por qué preocuparse. Al salir corriendo de la casa, se encontró con el espectáculo de Blount, de rodillas, su sombrero señorial colocado con el mismo austero grado de horizontalidad, frotando el césped con un pañuelo. Sobre el sendero, a su lado, ya había una cuidada pila de pedacitos de cristal. Miró hacia arriba y dijo, en tono de reproche:

—Casi me acierta con esa botella. No sé a qué estarían jugando, pero…

Nigel oyó detrás de sí una voz entrecortada. Luego pasó a su lado Phil, como una ráfaga de viento caliente, y saltó sobre Blount, golpeándole y arañándolo en una furiosa tentativa de arrebatarle de las manos el pañuelo empapado. Los ojos del niño estaban negros de ira; todo su rostro y su cuerpo parecían transformados en los de un duende malvado. El sombrero de Blount quedó torcido, los lentes dorados colgando. Su rostro, sin embargo, no mostró ningún exceso de emoción mientras sujetaba los brazos del niño y le empujaba, no sin delicadeza, hacia Nigel.

—Mejor será llevarle adentro y hacerle lavar las manos. Podría haberle quedado algo de esta sustancia. Otra vez, métase con alguien de su tamaño, señor Phil. Y cuando haya terminado con él, me gustaría cambiar unas palabras con usted, señor Strangeways. Usted podría pedirle a la madre del chico que le cuide un rato.

Phil dejó que le llevaran hacia la casa. Parecía definitivamente derrotado. Su boca y las comisuras de sus ojos se contraían, una contracción como la de un perro que tiene una pesadilla. Nigel no sabía qué decir: sabía que, además de la botella, algo más había sido roto en pedazos, y pasaría mucho tiempo antes que volvieran a juntarse las piezas.

11

Cuando Nigel volvió a salir de la casa, encontró a Blount entregando a un gendarme el pañuelo manchado y los pedazos de cristal. El líquido había sido exprimido dentro de una palangana.

—Suerte que la tierra está dura —dijo Blount pensativamente—, porque si no se hubiera infiltrado; tendríamos que haber cavado en el césped. Es el veneno, decididamente.

Adelantó con extremo cuidado la punta de la lengua hacia el pañuelo.

—Amargo. Todavía se siente el gusto. Le agradezco que lo haya encontrado; pero no hacía falta tirármelo por la cabeza. Más prisa, menos velocidad, señor Strangeways. De paso, ¿por qué me quiso atacar el chico?

—Está un poco nervioso.

—Ya lo he notado —dijo Blount secamente.

—Siento lo de la botella. Phil me dijo que la había escondido en aquella canaleta, y yo le permití, un poco apresuradamente, que se descolgara y la recogiera. Se ató a una chimenea. Le resbaló de las manos (la botella, no la chimenea).

—No, no le resbaló nada —Con irritante minuciosidad Blount se limpió las rodillas de los pantalones, se ajustó las gafas, y llevó a Nigel hasta el lugar donde había caído la botella.

—Vea, si se le hubiera caído, la botella habría ido a parar a ese cantero de flores. Pero cayó mucho más afuera, en el borde del césped. Ha debido tirarla. Ahora, si me permite un momento, nos sentaremos allá donde no nos puedan oír los de la casa, y usted me contará lo ocurrido.

Nigel le relató la confesión de Lena, y la excursión de Phil durante la noche del sábado.

—Phil es, en ciertos sentidos, un chico muy despierto. Se le habrá metido no sé cómo en la cabeza la idea de que la botella podía comprometer de alguna manera a Felix, y, como dice Georgia, Felix es para él un dios; pero como ya me había confesado dónde estaba la botella, lo único que podía hacer para ayudar a Felix era destruirla, tirarla desde el techo y entretenerme obligándome a deshacer los nudos de la soga, con la esperanza de que, cuando yo llegara abajo, el líquido se hubiera infiltrado en la tierra. Dentro de los límites de su capacidad mental, era lógico e ingenioso. Como muchos niños solitarios, es capaz del más apasionado culto por sus héroes y al mismo tiempo de una profunda desconfianza frente a los extraños. Evidentemente, no me creyó cuando le dije que la aparición de la botella no perjudicaría a Felix en modo alguno. Hasta es posible que crea que Felix envenenó a su padre. Pero quería protegerle. Por eso le agredió a usted al comprender que su plan había fracasado.

—Sí. Parece una explicación verosímil. Y bien, es un jovencito muy valiente. ¡Descolgarse por esos techos! Con soga o sin ella, no me gustaría nada. Pero nunca he tenido cabeza para las alturas. Es el vértigo…

¡Vértigo! —exclamó Nigel, con los ojos repentinamente iluminados—. ¡Ya sabía que lo recordaría después de un tiempo! ¡Por Dios, al fin he encontrado algo!

—¿Qué?

—George Rattery tenía vértigo, y al mismo tiempo no tenía. Tenía miedo de acercarse al borde de una cantera, pero no tenía miedo de los Alpes.

—Si eso quiere ser una adivinanza.

—No es una adivinanza. Es la solución de una adivinanza. O el comienzo de una solución. Ahora cállese un momento y deje que el tío Nigel reflexione sobre algo que tiene en la mente. Usted recordará lo que Felix Cairnes escribió en su diario, cuando estuvo a punto de simular un accidente en una cantera de los Cotswolds; George Rattery no quiso acercarse al borde porque, según dijo, tenía vértigo.

—Sí, me acuerdo muy bien.

—Bueno; cuando yo estaba en el altillo con Phil, le pregunté cómo se le había ocurrido semejante escondite para la botella. Me contó que una vez su padre había tirado una pelota al techo y que ésta se había quedado en la canaleta, y que su padre había subido a buscarla. Aún más: me dijo que su padre era alpinista. ¿Entonces?

La amable boca de Blount parecía una línea delgada; sus ojos brillaban.

—Significa que Felix Cairnes, por un motivo u otro dijo una mentira en su diario.

—Pero ¿por qué?

—Ésa es una pregunta que muy pronto le haré personalmente.

—Pero ¿qué motivo pudo tener? El diario no estaba destinado a ser visto por nadie. ¿Por qué, en el nombre del Gran Khan de Tartaria, se mentía a sí mismo?

—Pero vamos, señor Strangeways, usted admitirá que era una mentira… la afirmación de que Rattery sufría vértigo.

—Sí, lo admito. Lo que no admito es que Felix lo haya dicho.

—Pero, caramba, lo dijo; está escrito, en blanco y negro. ¿Qué otra alternativa se le ocurre?

—Sugiero que fue Rattery el que mintió.

Blount abrió la boca. Por un momento pareció un respetable gerente de Banco a quien acaban de decir que han visto a Montague Norman alterando una página del libro de contabilidad.

—Calma, calma, señor Strangeways; usted no pretende que crea eso, ¿no?

—Lo pretendo, inspector jefe Blount. Siempre he sostenido que Rattery había llegado a sospechar de Felix, que había comunicado sus sospechas a una tercera persona, y que esta persona fue la que mató a Rattery, ocultándose detrás del asesino voluntario. Ahora, suponga que Rattery ya sospechara vagamente de Felix el día que fueron a esa excursión. Seguramente debía conocer la existencia de la cantera; la gente suele volver siempre a los mismos lugares a pasear cuando ha vivido un tiempo en la misma región. Felix, de pie al borde de la cantera, llama a George para enseñarle algo. George advierte cierta agitación en su voz, en su aspecto. La chispa de sospecha se aviva y convierte en una hoguera. Piensa: «Supongamos que Felix quiera tirarme por la cantera». O, según otra alternativa, no supo de la existencia de la cantera hasta que Felix, como admite en el diario, se lo dijo con bastante poca precaución. De cualquier manera, George no podía hablarle de sus sospechas; todavía no tenía ninguna prueba; su juego consistía en dar la impresión de ser la víctima inconsciente, hasta tener pruebas fehacientes de que Felix era un futuro asesino. Al mismo tiempo, no se atrevía a ir hasta el borde de la cantera. Tenía que inventar alguna excusa que no pusiera en guardia a Felix. En la prisa del momento dice: «Lo siento. No hay caso. No tengo cabeza para las alturas. Vértigo». La primera excusa que se le ocurre a un alpinista consumado.

Después de un largo silencio, dijo Blount:

—Bueno, no niego que sea una teoría bastante plausible. Pero no más que una telaraña muy bien tejida, pero que no resiste el peso de nuestro examen.

—Las telarañas no están hechas para resistir el peso de nuestro examen —replicó Nigel agriamente—. Son para cazar moscas, como usted podría saber si dejara alguna vez de mirar manchas de sangre e interiores de jarras de cerveza, y se permitiera observar un poco la naturaleza.

—¿Y puedo preguntar qué mosca ha cazado su telaraña? —preguntó Blount, escéptico.

—Toda mi defensa de Felix Cairnes está basada en el hecho de que una tercera persona conociera sus planes, o por lo menos su propósito general. Esa persona puede haberlo descubierto independientemente, pero no es muy probable; porque seguramente Felix debió esconder su diario con mucho cuidado. Pero suponga que George haya comunicado sus sospechas, tal vez desde el primer momento, a esta tercera persona. ¿En quién le parece más probable que confiara?

—No cuesta adivinar, ¿verdad?

—No le pido que adivine. Le pido que haga funcionar la máquina que está detrás de su abultada frente.

—Bueno, en su mujer no confiaría… Por lo que veo, la despreciaba demasiado. Ni en Lena, si es cierto lo que dice Carfax de que ella y George se habían peleado. Tal vez se lo podría haber dicho a Carfax. No. Yo diría que la persona más probable era su madre. Estaban muy unidos.

—Ha olvidado a una persona —dijo Nigel con tono pícaro.

—¿Quién? Supongo que no se refiere al niño…

—No. Rhoda Carfax. Ella y George eran…

—¿La señora Carfax? ¿Se burla de mí? ¿Por qué iba a desear la muerte de Rattery? De todos modos, su marido dice que ella nunca iba por el taller; luego, no ha podido sacar el matarratas.

—Lo que diga su marido no prueba nada.

—Tengo pruebas que lo corroboran. Por supuesto, ella podría haber entrado de noche y cogido parte del veneno. Pero la verdad es que tiene una coartada para la tarde del sábado. No pudo echar el veneno en la botella de tónico.

—A veces pienso que hay en usted los elementos de un buen detective. Así que usted, después de todo, también había puesto el ojo sobre Rhoda.

—Eso es parte de la investigación de rutina —dijo Blount, algo escandalizado.

—Bueno, está bien. No me importa Rhoda. Como usted dice, la señora Rattery es la persona más probable.

—No he dicho eso —dijo Blount dramáticamente—. Está Felix Cairnes. Todo lo que he dicho es que…

—Muy bien. Su protesta ha sido tomada en cuenta y recibirá toda nuestra atención. Pero no nos alejemos por ahora de Ethel Rattery. Usted ha leído el diario de Cairnes. ¿No ha encontrado allí alguna referencia a ella?

El inspector Blount se acomodó en su silla. Sacó una pipa, pero no la encendió, frotándola pensativamente contra su mejilla tersa:

—A la anciana le entusiasma el honor de la familia, ¿verdad? De acuerdo con el diario de Cairnes, ha dicho: «Matar no es asesinar cuando se trata del honor», o algo parecido. Y más adelante, Cairnes cuenta que ella le dijo al niño que nunca se avergonzara de su familia, ocurriese lo que ocurriese. Pero ésas son muy pocas pruebas, como usted comprenderá.

—Sí, aisladas. Pero cuando las vinculamos al hecho de que ella tuvo la oportunidad: ella y Violeta estuvieron solas en la casa durante la tarde del sábado hasta que George volvió del río, y con lo que sabemos —y ella sabía— acerca de George y de Rhoda…

—¿Cómo lo ve usted?

—Sabemos que esa misma tarde ella pidió a Carfax que controlara a su mujer y que tratara de silenciar el escándalo. Se enfadó mucho cuando Carfax le dijo que estaba decidido a divorciarse de Rhoda, si ella quería. Ahora, suponiendo que esto fuera un ultimátum de la señora; supongamos que ella hubiera ya decidido, en su fuero interno, que si fracasaba mataría a George para no permitir que el escándalo de este asunto y de su posible divorcio mancillara el noble escudo de la familia. Había pedido a George que dejara a Rhoda; había pedido a Carfax que adoptara una actitud severa. Sus dos peticiones fracasaron. Entonces sólo le queda la estricnina. ¿Qué le parece?

—Admito que esa posibilidad pasó por mi mente. Pero hay dos inconvenientes terribles.

—¿Y son…?

—Primero: ¿Suelen las madres envenenar a sus hijos para proteger el honor de la familia? Es muy fantástico. No me gusta.

—Por regla general no suelen hacerlo. Pero Ethel Rattery es una verdadera matrona romana, de la escuela más estoica. Además, no está muy bien de la cabeza. No debemos esperar de ella un comportamiento normal. Sabemos que es una autócrata decidida, fanática del honor de la familia, y que, como buena victoriana, considera que el escándalo sexual es la peor afrenta. Combine esas tres cosas y obtendrá una criminal en potencia. ¿Cuál es su segunda objeción?

—Usted opina que George confió a su madre sus sospechas acerca de Felix Cairnes. Que el asesino conocía el plan del dinghy, y que el veneno era sólo una segunda línea de ataque, por si fracasaba la tentativa de Felix. Ahora bien, si la señora Rattery tenía intención de envenenar a su hijo solamente en el caso de no tener éxito la petición que pensaba hacer a Carfax, esta petición hubiera debido producirse mucho antes. Porque si no, Carfax podría acceder en el mismo instante en que George estaba ahogándose, y ella lo sabía. No tiene sentido.

—Usted confunde dos teorías mías diferentes. Sugiero que la señora Rattery, lo mismo que George, conocía el plan del dinghy, descrito por Felix en su diario. Pero también sugiero que lo discutieron juntos y que George dijo a su madre que representaría hasta el final su papel de víctima para obtener una confirmación absoluta de las intenciones de Felix, y que en el último momento cambiaría los papeles, diciéndole a Felix que su diario estaba en manos de un abogado. En realidad, George no tenía ninguna intención de dejarse ahogar, y su madre lo sabía. Pero ella tenía toda la intención de envenenarle si fracasaba su entrevista con Carfax.

—Sí. Por supuesto. Eso es ciertamente posible. Bueno, éste es un caso extraño. La señora Rattery, Violeta Rattery, Carfax y Cairnes, todos tuvieron oportunidad y motivo para matar a George Rattery. La señorita Lawson también; tuvo la oportunidad, pero es difícil imaginarse cuál pudo ser el motivo. Es muy extraño que ninguno de ellos tenga coartadas. Me sentiría más feliz con una bonita y jugosa coartada donde poder hincar los dientes.

—¿Y la de Rhoda Carfax?

—Sería demasiado. Estuvo en Cheltenham desde las diez y media hasta las seis de la tarde, jugando en un campeonato de tenis. Después se fue con unos amigos a comer al Plough y no volvió aquí hasta las nueve. Por supuesto, tenemos que comprobar todas las declaraciones; pero hasta ahora no existe la menor posibilidad de que haya podido escabullirse hasta aquí durante la tarde. Parece que no era un campeonato muy importante; cuando no jugaba, hacía de arbitro o charlaba con sus conocidos.

—Eso parece eliminarla. Bueno, ¿adonde vamos ahora?

—Tengo otra entrevista con la señora Rattery. Estaba a punto de entrar cuando me tiraron la botella por la cabeza.

—¿Puedo asistir?

—Muy bien. Pero déjeme hablar a mí, por favor.

12

Era la primera vez que Nigel tenía oportunidad de estudiar desapasionadamente a la madre de George. El otro día, en el boudoir de Violeta, habían revuelto tanto barro que le había sido imposible reflexionar tranquilamente. Ahora, de pie en medio de su habitación y extendiendo hacia él un brazo del cual descendían en diversos pliegues las voluminosas telas negras de su duelo, Ethel Rattery parecía un modelo posando para una estatua del Ángel de la Muerte.

Sus facciones ásperas y amplias, debajo de su expresión de dolor convencional y preparado, no parecían mostrar ni sufrimiento ni contrición, ni piedad ni temor. Más que el modelo parecía la estatua. «En lo más profundo de su ser —pensó Nigel— hay un núcleo pétreo y apagado, un principio antivital». Notó brevemente, cuando le daba la mano, un enorme lunar negro en su antebrazo, con largos pelos: era muy desagradable a la vista, y sin embargo, en ese momento daba la impresión de ser lo único vivo en ella. Luego, con una inclinación vacilante de su cabeza hacia Nigel, se dirigió a una silla y se sentó; la ilusión se desvaneció de inmediato. Ya no era el ángel de la muerte, el pilar de sal negra, sino una vieja desgarbada cuyas temblorosas piernas de pato eran, grotescamente, demasiado pequeñas para el cuerpo que soportaban. No obstante, los pensamientos vagabundos de Nigel fueron repentinamente traídos a la realidad por las primeras palabras de la señora Rattery. Sentada, rápidamente erguida en su alta silla, con las manos dispuestas con las palmas para arriba sobre sus amplias faldas, dijo a Blount:

—He decidido, inspector, que este triste asunto ha sido un accidente. Creo que será mejor para todos las partes interesadas considerado así. Un accidente. Por lo tanto, no necesitaremos más de sus servicios. ¿Para cuándo puede ordenar que sus hombres se retiren de mi casa?

Por su temperamento y por su experiencia, Blount no era un hombre fácilmente alarmable, y raras veces permitía a su rostro expresar la sorpresa que su espíritu podía sentir; pero ahora, por un instante, quedó francamente boquiabierto frente a la anciana.

Nigel sacó un cigarrillo, y rápidamente lo guardó de nuevo en su pitillera. Pensó: «Loca, completamente loca, chiflada». Blount consiguió, por fin, hablar.

—¿Por qué cree usted que fue un accidente, señora? —le preguntó cortésmente.

—Mi hijo no tenía enemigos. Los Rattery no se suicidan. La única explicación, por lo tanto, es un accidente.

—¿Sugiere usted, señora, que su hijo puso accidentalmente una cantidad de veneno para las ratas en su medicamento y luego se lo tomó? ¿No le parece un poco… improbable? ¿Por qué supone que haya hecho algo tan extraordinario?

—Inspector, yo no soy policía —contestó la señora con un aplomo monstruoso—. Es su deber, creo, descubrir los detalles del accidente. Yo le pido que lo haga lo más pronto posible. Como puede imaginar, me resulta molesto tener la casa llena de policías.

«Georgia no querrá creer esto cuando se lo cuente —pensó Nigel—. Este diálogo debería ser terriblemente gracioso, pero no lo es». Blount estaba diciendo, con peligrosa amabilidad:

—¿Y por qué tiene usted tanto interés, señora, en convencerme, y en convencerse, de que se trata de un accidente?

—Como puede imaginar, trato de defender la reputación de la familia.

—¿Le interesa más la reputación que la justicia? —preguntó Blount, no sin autoridad.

—Me parece una observación muy impertinente.

—Algunos podrían considerar una impertinencia de su parte el pretender enseñar a la policía cómo debe resolver este asunto.

Nigel casi aplaudió. Por fin, el viejo espíritu escocés aparecía. Nolo Ratterari. La anciana se ruborizó un poco ante esta inesperada oposición; bajó la vista hacia el anillo conyugal hundido en su carnoso dedo, y dijo:

—¿Hablaba usted de justicia, inspector?

—Si yo le dijera que su hijo ha sido asesinado, ¿no le gustaría que el asesino fuera descubierto?

—¿Asesinado? ¿Puede probarlo? —dijo la señora Rattery con su voz sorda, plomiza; luego, la voz se volvió de plomo derretido al anunciar esta sola palabra—: ¿Quién?

—Eso, por ahora, no lo sabemos. Con su ayuda quizá podamos llegar a la solución verdadera.

Blount empezó de nuevo a hablar con ella de lo sucedido en la tarde del sábado. La vagabunda atención de Nigel fue atraída por una fotografía que estaba sobre una mesita barroca, a su derecha. Tenía un raro marco dorado y exuberante, flanqueado por medallas, un florerito lleno de siemprevivas enfrente y dos floreros altos detrás, abarrotados de rosas mal arregladas y que ya empezaban a perder sus pétalos. Sin embargo, no eran aquellas reliquias lo que interesaba a Nigel, sino el rostro del hombre de la fotografía: un joven vestido de militar; sin duda, el marido de la señora Rattery. El bigote espumoso y las patillas no ocultaban las facciones —delicadas, indecisas, supersensitivas, más parecidas a las de un poeta del noventa que a las de un soldado— y su extraordinario parecido con Phil Rattery. «Bueno —le dijo Nigel silenciosamente a la fotografía—, si yo hubiera sido tú y me hubieran dado a elegir entre una bala en Sudáfrica y una vida entera al lado de Ethel Rattery, también yo hubiera elegido la muerte más rápida; pero qué ojos extraños tienes; la locura, según dicen, salta a veces una generación; entre Ethel y tu herencia, no es extraño que el niño sea tan nervioso. Pobre muchacho. Me gustaría profundizar un poco la historia de esta familia».

El inspector Blount estaba diciendo:

—El sábado por la tarde, ¿tuvo usted una entrevista con el señor Carfax?

El rostro de la vieja enlutada pareció ensombrecerse. Nigel levantó involuntariamente la vista, esperando ver una nube sobre el sol; pero todas las persianas del cuarto estaban bajadas.

—Así es —dijo—; pero no veo que le pueda interesar a usted.

—Eso lo decidiré yo —dijo Blount, implacable—. ¿Se niega usted a referir lo que discutieron?

—Efectivamente.

—¿Niega usted haber pedido al señor Carfax que pusiera fin a la relación entre su mujer y George Rattery, y haberle acusado de admitir tácitamente esa relación, y que cuando él dijo que pensaba divorciarse de su mujer si ella así lo quería, usted le insultó en términos más bien exagerados?

Durante este discurso, el rojo rostro de la señora Rattery se volvió púrpura y empezó a agitarse. Nigel creyó que se echaría a llorar, pero en cambio exclamó en tono de ofendida indignación:

—Ese hombre no es más que un alcahuete, y así se lo dije. El escándalo era ya bastante grande, para que encima lo estimulara.

—Si le interesaba tanto, ¿por qué no habló usted con su hijo?

—Hablé con él. Pero era muy terco… Supongo que lo ha heredado de mi familia —dijo con furtiva vanidad.

—¿No tuvo usted la impresión de que el señor Carfax disimulaba el rencor hacia su hijo como consecuencia de ese asunto?

—Pero yo… —la señora Rattery enmudeció bruscamente. Volvió a sus ojos la mirada furtiva—. Por lo menos, yo no noté nada. Pero la verdad es que estaba muy agitada para poder notarlo. Ciertamente, la actitud que adoptaba era extraña.

«Vieja lengua venenosa», pensó Nigel.

—Después de esa entrevista, tengo entendido que el señor Carfax salió directamente de la casa —Tal como cuando había hablado con Carfax, Blount puso el mismo débil énfasis sobre la palabra «directamente».

«Una pregunta casi capciosa: está mal», pensó Nigel. La señora Rattery dijo:

—Sí, supongo que sí. No, ahora que lo pienso un poco, no pudo salir muy directamente. Yo estaba en la ventana, y tardó uno o dos minutos en aparecer por el jardín.

—Por supuesto, su hijo le contó lo del diario de Felix Lane, ¿verdad? —Blount había utilizado la vieja treta de dejar caer una pregunta esencial cuando la atención del interrogado se encontraba dirigida hacia otra cosa. Su táctica no tuvo ningún efecto visible, a menos que pudiera haber algo sospechoso en la pétrea altivez con que la señora Rattery la recibió.

—¿El diario del señor Lane? No entiendo…

—Sin duda su hijo le contó su descubrimiento de que el señor Lane tenía intención de matarle.

—No me aturda a preguntas, inspector; no estoy acostumbrada. En cuanto a ese cuento de hadas…

—Es la verdad, señora.

—En ese caso, ¿por qué no pone usted fin a esta entrevista, que me parece sumamente desagradable, y arresta al señor Lane?

—Cada cosa a su tiempo, señora —dijo Blount con igual frigidez.

—¿Notó usted alguna hostilidad entre su hijo y el señor Lane? ¿No le sorprendió un poco la situación del señor Lane en esta casa?

—Sabía perfectamente que él estaba aquí a causa de esa criatura abominable, Lena. Es un asunto que prefiero no discutir.

«Usted creyó que la enemistad entre George y Felix se debía a Lena», pensó Nigel. Mirando hacia abajo, dijo en voz alta:

—¿Qué dijo Violeta cuando se peleó con su marido, la semana pasada?

—¡Pero, señor Strangeways! ¿Hay que sacar a luz hasta los más pequeños incidentes domésticos? Me parece innecesario y vulgar.

—¿Incidente? ¿Innecesario? Si le parece tan trivial, ¿por qué le dijo a Phil, el otro día: «Tu madre necesita toda nuestra ayuda. Porque la policía puede llegar a saber que se peleó con tu padre la semana pasada, y lo que dijo, y eso podría hacerles pensar…»? ¿Hacerles pensar qué?

—Eso será mejor que se lo pregunte a mi nuera.

La anciana no quiso hablar más. Después de unas cuantas preguntas, Blount se levantó para irse. Distraídamente, Nigel se acercó a la mesita barroca y, pasando un dedo por la parte de arriba de la fotografía, dijo:

—Supongo que éste es su marido, señora Rattery, ¿verdad? Murió en Sudáfrica, ¿no es cierto? ¿En qué batalla?

El efecto de esta inofensiva observación fue electrizante. La señora Rattery se levantó y avanzó con una horrible rapidez de insecto —como si tuviera cincuenta piernas en vez de dos— a través de la habitación. En medio de una oleada de naftalina, interpuso su cuerpo entre Nigel y la fotografía.

—¡Quite usted sus manos de ahí, joven! ¿Nunca terminará de hurgar y de espiar las cosas de mi casa? —Respirando agitadamente, con los puños apretados, escuchó las disculpas de Nigel. Luego se volvió hacia Blount—. La campanilla está a su derecha, inspector. Tenga la bondad de llamar, y la sirvienta le acompañará hasta la puerta.

—Creo que sabré salir solo, señora; muchas gracias.

Nigel le siguió mientras bajaba y se dirigía al jardín. Blount juntó los labios y se enjugó la frente.

—¡Uf, qué vieja loca! Me da escalofríos, y no me avergüenzo de decirlo.

—No importa. La trató usted con gran intrepidez. Parecía un Daniel. Y ahora, ¿qué me dice?

—No hemos adelantado nada. Absolutamente nada. Quiere que lo consideremos un accidente. Pero en seguida se dejó seducir, con demasiada rapidez me parece, por mi sugestión de que Carfax era el culpable. Picó de inmediato el anzuelo cuando hablamos del tiempo que Carfax tardó en salir de la casa; habrá que averiguar cuál de los dos se ha equivocado, pero supongo que, muy probablemente, encontraremos una explicación inocua. Por otra parte, prefiero no hablar de Felix Cairnes o de Violeta Rattery. Evidentemente, no sabía nada del diario de Felix Cairnes; por lo menos ésa es mi impresión; y eso es un golpe mortal para su teoría. Está chiflada por el prestigio de la familia, pero ya lo sabíamos. Sus observaciones contra Carfax pueden haber sido motivadas exclusivamente por el odio que le tiene. No. Si ella mató a George, no nos ha dicho nada que lo confirme. Estamos de nuevo en el punto de partida. Y es, tanto si le gusta como si no, Felix Cairnes.

—Sin embargo, hay una cosa que valdría la pena investigar.

—¿Se refiere a esa pelea entre George y su mujer?

—No. Me parece que eso no tiene ninguna importancia. Violeta pudo haber proferido alguna amenaza histérica; pero una mujer que se ha humillado ante su marido durante quince años, no se amotina de golpe y le mata. No es verosímil. No, me refiero a lo que el viejo Watson habría llamado «El Singular Episodio de la Anciana y la Fotografía».

13

Nigel se separó de Blount, que quería interrogar a Violeta Rattery, y volvió al hotel. Cuando llegó, Georgia y Felix Cairnes estaban tomando el té en el jardín.

—¿Dónde está Phil? —preguntó en seguida Felix.

—En su casa. Supongo que su madre lo traerá después. Hubo algunos inconvenientes.

Nigel relató las aventuras de Phil sobre el techo y su tentativa de destruir la botella probatoria. Mientras hablaba, Felix parecía más y más nervioso, y por fin no pudo contenerse más.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿No pueden alejar a Phil de todo esto? Es verdaderamente desesperante; un chico de su edad en semejante ambiente. No lo digo por usted; pero este Blount, ¿cómo no comprende el daño que puede hacer a un niño tan nervioso?

Nigel no había comprendido hasta aquel momento que Felix tenía los nervios de punta. Le había visto paseando por el jardín, leyendo con Phil, hablando de política con Georgia; un hombre tranquilo y amable, cuya discreción natural se alternaba con repentinas confidencias y momentos de sardónico buen humor; un hombre con quien sería muy molesto vivir, pero agradable aun en sus momentos más inabordables y espinosos. Aquella explosión recordó a Nigel cuan pesadamente debía pesar sobre él la nube de la sospecha. Dijo amablemente:

—Blount es un buen hombre. Es muy humano; por lo menos, lo es bastante. Creo que Phil ha tenido que soportar todo esto por mi culpa. A veces es muy difícil recordar su extraordinaria juventud. Uno termina tratándole casi como si fuera de nuestra edad. Y además, él me arrastró hasta ese tejado.

Siguió un apacible silencio. Georgia sacó un cigarrillo de la caja de cincuenta que siempre llevaba consigo. Las abejas zumbaban entre las dalias, en el cantero de enfrente. A lo lejos podía oírse el melancólico y prolongado silbato de una lancha que anunciaba su llegada a la esclusa.

—La última vez que vi a George Rattery —dijo Felix, casi para sí—, atravesaba el jardín de aquella esclusa, pisoteando las flores. Estaba de muy mal humor. Habría pisoteado cualquier cosa que hubiera encontrado en su camino.

—Habría que hacer algo con ese tipo de gente —dijo Georgia afablemente.

—Algo hicieron con él.

La boca de Felix se redujo a una línea.

—¿Cómo van las cosas, Nigel? —preguntó Georgia. La palidez de la cara de su marido, los pliegues de su frente, sobre la que caía un mechón rebelde, la infantil y obstinada posición de su labio inferior, todo la preocupaba. Estaba cansadísimo; jamás debió aceptar aquel asunto. Deseó que Blount, los Rattery, Lena, Felix, incluso Phil, desaparecieran en el fondo del mar. Pero mantuvo fría e impersonal su voz: Nigel no quería ser protegido; y además allí estaba Felix Cairnes, que había perdido a su mujer y a su único hijo; Georgia comprendió que no debía obligarle a oír en su voz ese afecto que ya nunca sería para él.

—¿Cómo van? No muy bien. Este parece uno de esos casos simples y pérfidos donde nadie tiene coartada y todos podrían haber cometido el crimen. Sin embargo, ya lo sortearemos, como diría Blount. De paso, Felix, ¿sabe usted que George Rattery no sufría en absoluto de vértigo?

Felix Cairnes parpadeó. Su cabeza se inclinó hacia un lado, como la cabeza de un zorzal que mira con el costado del ojo algún movimiento en las cercanías.

—¿No tenía vértigo? Pero ¿quién dijo que lo tenía? ¡Dios mío, me había olvidado! Sí. El asunto de la cantera. Pero ¿por qué dijo eso entonces? No comprendo. ¿Está seguro?

—Completamente seguro. ¿Ve la consecuencia?

—La consecuencia es, supongo, que yo dije una fea mentira en mi diario —dijo Felix, mirando a Nigel con una especie de candor tímido y cauteloso.

—Hay otra posibilidad: que George sospechara sus intenciones, o empezara ya a sospecharlas, y dijera que tenía vértigo para mantenerse fuera de su alcance sin que usted imaginara que él sospechaba.

Felix se volvió hacia Georgia.

—Esto ha de parecerle a usted muy incomprensible. Se refiere a una oportunidad en que yo traté de empujar a George desde el borde de una cantera, pero en el último momento no quiso acercarse. Lástima, nos habríamos ahorrado muchas molestias.

Su irresponsabilidad molestó a Georgia. Pero pensó: pobre hombre, tiene los nervios al descubierto, no es culpa suya. Recordaba demasiado bien una vez en que ella se había encontrado en la misma situación, y Nigel la había salvado. Nigel salvaría también a Felix, si es que alguien podía salvarle. Miró a su marido; éste contemplaba el suelo de esa manera inexpresiva que significaba que su cerebro trabajaba a toda presión. «Querido Nigel —se dijo—, querido Nigel».

—¿Sabe usted algo del marido de la anciana señora Rattery? —preguntó Nigel a Felix.

—No. Salvo que era militar. Muerto en la guerra bóer. Se salvó providencialmente de Ethel Rattery, supongo.

—Verdaderamente. Me gustaría saber cómo podría averiguar algo de él. No tengo conocidos entre los militares retirados. ¿Y ese amigo suyo? Usted lo menciona al principio de su diario: Chippenham, Shrivellem, Shrivenham; sí, eso es, el general Shrivenham.

—Eso parece. ¡Oh! ¿Ha estado usted en Australia? ¿No encontró allá un amigo mío llamado Brown? —dijo burlonamente Felix—. No creo en absoluto que el general Shrivenham sepa nada acerca de Cyril Rattery.

—Sin embargo, vale la pena intentarlo.

—¿Por qué? No veo el motivo.

—Tengo el presentimiento de que valdría la pena investigar la historia de la familia Rattery. Me gustaría saber por qué la señora Rattery se emocionó tanto cuando le pregunté algo acerca de su marido esta tarde.

—Ese afán suyo de exhumar viejos escándalos de familia es indecente —dijo Georgia—. Hubiese sido mejor que me casara con un chantajista.

—¡Escuche! —dijo Felix pensativamente—. Si usted quiere informarse, conozco una persona en el Ministerio de la Guerra que podría enseñarle los archivos.

La respuesta de Nigel a esta oferta fue extraordinariamente ingrata, por no decir otra cosa. En el tono más amistoso, pero más serio imaginable, dijo:

—¿Por qué no quiere que me entreviste con el general Shrivenham, Felix?

—Yo… Es absurdo lo que usted dice. No opongo la menor objeción a que ustedes se vean. Sólo sugería una manera más práctica de obtener esa información que usted busca.

—Muy bien. Disculpe. No se habrá ofendido, supongo, porque mi intención no ha sido ofenderle.

Hubo una pausa incómoda. Nigel, evidentemente, no estaba nada convencido, y sabía que Felix lo sabía. Después de un momento, Felix sonrió:

—Creo que no era toda la verdad. Lo cierto es que quiero mucho a mi viejo amigo, y que inconscientemente luchaba contra la idea de que él llegara a saber qué clase de persona soy en realidad —Felix sonrió amargamente—. Un asesino que ni siquiera tiene éxito.

—Bueno, supongo que tarde o temprano llegará a ser de dominio público —dijo Nigel razonablemente—. Pero si usted no quiere que Shrivenham se entere todavía, puedo preguntarle lo de Cyril Rattery sin necesidad de contarle lo demás. Si usted quiere darme una tarjeta de presentación…

—Muy bien. ¿Cuándo piensa ir para allá?

—Mañana, supongo.

Hubo otro largo silencio, el silencio inquieto que hay en el aire cuando ha amenazado una tormenta y ha pasado sin desencadenarse, pero está a punto de volver. Georgia vio que Felix temblaba. Por fin, fluyendo dolorosamente, su voz brotó con fuerza y sin naturalidad, como la de un amante que por fin se ha decidido a confesar su amor, y dijo:

—Blount. ¿Cuándo va a arrestarme? No puedo soportar por mucho más tiempo esta espera —Sus dedos se contraían y volvían a extenderse, colgando a ambos lados de su silla—. Pronto confesaré cualquier cosa.

—No es mala idea —dijo Nigel pensativamente—. Usted confiesa, y como no fue usted, Blount estará en condiciones de destruir su confesión, y convencerse así de que no es usted el asesino.

—¡Nigel, por el amor de Dios, no seas de tan implacable corazón! —exclamó Georgia, vivamente.

—Para él no es más que un juego, como el ajedrez —Felix sonrió. Parecía haber recuperado su serenidad. Nigel se sintió más bien avergonzado; debía curarse de esa costumbre de pensar en voz alta. Dijo:

—No creo que Blount piense todavía arrestarle. Es muy minucioso y quiere estar seguro del terreno que pisa. Recuerde: la detención de un hombre inocente es un asunto serio para un policía; no le reporta beneficio alguno, créame.

—Bueno, espero que cuando se decida usted, me mande un telegrama o algo así, y entonces yo me afeito la barba, me hago el despistado, atravieso el cerco de la policía y tomo un barco para Sudamérica: allí van los criminales prófugos en las novelas policíacas…

Georgia sintió lágrimas en sus ojos. Había algo intolerablemente patético en las bromas que hacía Felix sobre su situación. Además, era muy molesto: tenía el coraje, pero no el tipo de audacia necesario para decir una broma semejante; estaba herido demasiado en lo vivo, y se le notaba. Se encontraba sin duda en una horrible necesidad de que alguien le consolara: ¿por qué no trataba Nigel de hacerlo? No le costaría mucho. Una asociación de ideas hizo decir a Georgia:

—Felix, ¿por qué no le pide a Lena que venga esta tarde? Hoy he estado hablando con ella. Confía en usted. Le quiere, y está desesperada de ganas de ayudarle.

—Es mejor que no nos veamos mientras yo esté bajo la sospecha de asesinato. Sería injusto —dijo Felix obstinadamente y un poco distante.

—Seguramente es a Lena a quien corresponde decidir si es o no injusto con ella. No le importa que usted haya matado a Rattery, o no lo haya hecho; sólo quiere estar con usted, y, sinceramente, usted está haciéndole mucho daño; no quiere su caballerosidad, le quiere a usted.

Mientras ella hablaba, la cabeza de Felix se inclinaba de un lado a otro, como si su cuerpo estuviera atado a la silla y las palabras hubieran sido piedras que le arrojaban a la cara. Pero no quería admitir cuánto le dolían. Se recogió dentro de sí mismo, diciendo obstinadamente:

—Prefiero no hablar de esto.

Georgia miró a Nigel, implorante. Pero en ese momento se oyó el sonido de unos pasos sobre la grava, y los tres levantaron la vista, secretamente aliviados por la interrupción. El inspector Blount, con Phil a su lado, venía por el sendero. Georgia pensó: «Gracias a Dios, aquí está Phil; es el David que alegrará el humor de este melancólico Saúl».

Nigel pensó: «¿Por qué lo ha traído Blount, cuando debía traerlo Violeta Rattery? ¿Querrá decir que Blount ha descubierto algo acerca de Violeta?».

Felix pensó: «Phil…, ¿qué hace el policía con Phil? ¡Dios! ¿Habrá arrestado a Phil? Claro que no, no seas absurdo; si lo hubiera hecho, no lo traería aquí. Pero la sola idea de verles juntos…; enloqueceré si esto dura».

14

—He tenido una conversación muy interesante con la señora Rattery —dijo Blount cuando quedó a solas con Nigel.

—¿Violeta? ¿Qué dijo?

—Bueno, primero le pregunté por esa pelea que había tenido con su marido. Fue muy franca en ese sentido; por lo menos, ésa es la impresión que me dio. Se pelearon, según parece, a causa de la señora Carfax.

Blount calló para aumentar el énfasis dramático. Nigel examinaba atentamente la punta de su cigarrillo.

—La señora Rattery pidió a su marido que pusiera fin a su relación, o lo que fuera, con Rhoda Carfax. De acuerdo con su relato, ella no se refirió para nada a sus sentimientos personales, sino al daño que podía causar a Phil, que, según me han contado, sabía muy bien lo que pasaba, aunque sin duda no lo comprendía del todo. Entonces Rattery le preguntó directamente si quería divorciarse. Ahora bien: Violeta Rattery había estado leyendo un libro, una novela sobre dos niños cuyos padres se habían divorciado; es una mujer, me parece, que toma muy en serio los libros; hay personas así, ¿no? Bueno, esos niños, los del libro, sufrieron mucho a consecuencia del divorcio de sus padres; uno de ellos era un varoncito, que le recordó a Phil. Por eso le dijo a su marido que de ninguna manera consentiría en un divorcio.

Blount respiró profundamente. Nigel esperó con impaciencia; estaba muy seguro de que Blount, como buen escocés, no perdonaría ningún detalle.

—Esta actitud de la señora Rattery irritó singularmente a su marido. Especialmente en lo que respecta a Phil. Sin duda, le dolía que todo el afecto del niño estuviera dedicado a su madre. Pero sobre todo le disgustaba que Phil fuera tan diferente de él; más fino, por decir así. Quería herir a Violeta, y sabía que la mejor manera de hacerlo era a través de Phil. Entonces le dijo bruscamente que había decidido no mandar a Phil a la escuela secundaria, sino emplearlo en el taller, en cuanto acabara su período legal de educación. No sé si Rattery lo decía en serio; pero así lo entendió su mujer; y ahí empezó la verdadera pelea. En un momento dado, ella dijo que preferiría verle muerto antes que permitirle arruinar la vida de Phil, y esto es lo que la vieja señora Rattery oyó. De todos modos, siguió una discusión terrible, y por fin Rattery perdió la cabeza y empezó a pegar a su mujer. Phil la oyó gritar e irrumpió en la habitación para detener a su padre. Hubo un alboroto espantoso —concluyó Blount sin emocionarse.

—¿Así que Violeta sigue siendo sospechosa?

—Bueno; yo diría que no. Por esto: Después de esa escena se dirigía a la madre de George para que le persuadiera de no poner a trabajar al chico en el taller. La vieja es bastante esnob, me parece, y por una vez estuvo de acuerdo con Violeta. Le pregunté acerca de esto y me dijo que consiguió que George le diera su palabra de que Phil seguiría estudiando. Así que ya no existe ese motivo para la posible culpabilidad de Violeta.

—Tampoco es probable que fuera por celos de la señora Carfax; porque de ser así, la habría envenenado a ella, y no a su marido.

—Todo esto es razonable, aunque, por supuesto, se trata sólo de teorías —Blount continuó con su sistemática exposición—: Durante mi entrevista con Violeta Rattery conseguí otra información importante. Estaba preguntándole acerca del sábado por la tarde. Parece que después de hablar con la señora Rattery, Carfax cambió algunas palabras con Violeta, y que ella le acompañó hasta fuera de la casa. Así que él tampoco tuvo oportunidad de envenenar el tónico del señor Rattery.

—¿Por qué nos dijo entonces una mentira innecesaria, haciéndonos creer que había salido directamente de la casa?

—Bueno, no nos dijo ninguna mentira. Recuerde que contestó: «Si usted quiere decir que hice un rodeo para poner el veneno en el tónico de Rattery, la contestación es negativa».

—Pero esto es un subterfugio.

—Sí, estoy de acuerdo. Pero me parece más probable que lo haya utilizado porque no quería referirse a la breve conversación sostenida con Violeta Rattery.

Nigel preparó sus oídos. Por fin llegaba a algo concreto.

—¿Y de qué trató esa conversación? —preguntó.

Blount se detuvo solemnemente antes de contestar. Luego con el grave aspecto de un juez, dijo:

—Protección de la infancia.

—¿Quiere decir protección de Phil? —dijo Nigel perplejo.

—No, quiero decir protección de la infancia. Nada más —Los ojos de Blount brillaban. No tenía muchas oportunidades de burlarse de Nigel; y, cuando conseguía una, trataba de aprovecharla minuciosamente—: De acuerdo con Violeta Rattery, y no veo ninguna razón para no creerla, existe el propósito de crear en este pueblo un centro de protección de la infancia. Las autoridades locales contribuyen parcialmente y el resto del dinero será obtenido por suscripción privada. La señora Rattery pertenece al comité encargado de recolectar esas contribuciones, y el señor Carfax fue a decirle que quería contribuir con una suma elevada, anónimamente. Es el tipo de hombre que no permite que su mano izquierda sepa lo que hace la derecha. Por eso mantuvo en secreto su breve conversación con Violeta Rattery.

—¡Dios mío! La dulce plática de una mente inocente. Así que Carfax ha sido eliminado. ¿O podría haberse deslizado en el comedor cuando subía para encontrarse con la vieja señora Rattery y charlar con ella?

—También ha sido eliminada esa posibilidad. Hablé un poco con el chico cuando veníamos. Parece que él estaba en el comedor cuando el señor Carfax entró; la puerta estaba abierta, y vio cómo Carfax subía las escaleras.

—No nos queda más que la vieja señora Rattery entonces —dijo Nigel.

Bordeaban la parte del jardín que daba al río. A su izquierda, unos diez metros más allá, había un pequeño macizo de laureles. Nigel notó descuidadamente una leve agitación en los arbustos, impropia de una tarde tan tranquila; seguramente, pensó, se trataba de un perro. Si hubiera investigado esa agitación, con toda seguridad se habría alterado profundamente el curso de varias vidas. Pero no lo hizo. Blount estaba diciendo, con un tono de discusión en la voz:

—Usted es terco, señor Strangeways. Pero no me convenceré de que todas las pruebas que hasta ahora tenemos no señalan inequívocadamente a Frank Cairnes. Hay argumentos contra la señora Rattery, lo admito; pero son demasiado teóricos, demasiado fantásticos.

—¿Quiere usted arrestar a Felix, entonces? —dijo Nigel.

Habían dado la vuelta y pasaban ahora al lado del macizo de laureles.

—No veo otra alternativa. Tuvo la oportunidad; tenía un motivo bastante más serio que el de la señora Rattery; puede decirse que ha confesado con sus propios labios. Por supuesto, queda todavía bastante trabajo de rutina por hacer; no pierdo las esperanzas de que alguien le viera sacando el matarratas del taller; o tal vez encontremos restos microscópicos del veneno en su habitación, en casa de Rattery, aunque confieso que hasta ahora no los hemos encontrado. Quizá tengan los fragmentos de la botella huellas dactilares, aunque también es muy improbable, a causa de su larga exposición a la intemperie, en la canaleta, y, por otra parte, un escritor de novelas policíacas es la última persona que dejaría por ahí sus huellas dactilares. De modo que por ahora no arrestaré a Cairnes; pero le haré vigilar, y, como usted bien sabe, es después del crimen, no antes, que el criminal comete su peor equivocación.

—Bueno, así será, supongo. Pero mañana iré a ver a un señor que se llama general Shrivenham. Y no me sorprendería nada que volviera con una buena cosecha. Señor jefe inspector Blount, sería mejor que comenzara a reconciliarse con la idea de sufrir una nueva decepción. Estoy convencido de que la solución de este problema se encuentra en el diario de Felix Cairnes; deberíamos tan sólo saber cómo y dónde buscarla. Tengo la sensación de que se trata de algo muy evidente. Por eso quiero averiguar algo más sobre la historia de la familia Rattery: creo que esto puede iluminar algún punto del diario que hasta ahora ha permanecido en la oscuridad.

15

Esa noche, Georgia se fue a acostar porque sabía que no debía entrometerse cuando Nigel estaba en uno de esos intensos estados de abstracción, durante los cuales parecía mirarla sin verla. «Por Dios —pensó— cómo me hubiera gustado no haber venido a este lugar; está agotado; si no tiene más cuidado acabará en un serio surmenage».

Nigel estaba sentado en el escritorio del hotel. Una de sus excentricidades más notables consistía en que su cerebro podía funcionar con eficacia en los escritorios de los hoteles. Frente a él había varias hojas de papel. Empezó lentamente a escribir…

Lena Lawson:

¿Oportunidad para obtener el veneno? Sí.

¿Oportunidad para envenenar el tónico? Sí.

¿Motivo para el crimen? a) Afecto por Violeta y Phil: eliminar a George Rattery, que les arruinaba la vida. Inadecuado, b) Odio personal hacia G. R. Resultado de su anterior relación con él y a consecuencia de la conmoción que le produjo el accidente de Martie Cairnes. No, ridículo: Lena era muy feliz con Felix, c) Dinero. Pero G. R. dejó su dinero en partes iguales a su mujer y a su madre, y además no tenía mucho que dejar. L. L. está definitivamente eliminada.

Violeta Rattery:

¿Oportunidad para obtener el veneno? Sí.

¿Oportunidad para envenenar el tónico? Sí.

¿Motivo del crimen? Cansada de George: a) a causa de Rhoda; b) a causa de Phil. Pero el asunto de Phil estaba arreglado y V. había soportado a G. durante quince años. ¿Por qué rebelarse tan bruscamente? Si el motivo hubieran sido los celos de Rhoda, la hubiera envenenado a ella y no a G. V. R. queda eliminada.

James Harrison Carfax:

¿Oportunidad para obtener el veneno? Sí. (Mucho más que los otros).

¿Oportunidad para envenenar el tónico? Aparentemente ninguna.

El sábado subió directamente al cuarto de Ethel Rattery, declaración de Phil. Bajó para hablar con Violeta, que le acompañó hasta el exterior de la casa; declaración de Violeta. Tiene coartada segura desde ese momento; ref. investigaciones de Colesby.

¿Motivos para el crimen? Celos. Pero, como nos indicó el otro día, si hubiera querido poner fin al asunto entre G. y Rhoda, no tenía más que amenazar a G. con echarle de la sociedad, que el dominaba financieramente. C. parece quedar eliminado.

Ethel Rattery:

¿Oportunidad para obtener el veneno? Sí. (Aunque iba al taller mucho menos que los otros).

¿Oportunidad para envenenar el tónico? Sí.

¿Motivo para el crimen? Extravagante orgullo de familia; cualquier cosa para terminar el escándalo del asunto George-Rhoda, y especialmente para evitar el escándalo de un divorcio. Ruega a Carfax que adopte una actitud decidida, pero sin éxito. Él le dice que se divorciará de Rhoda si así lo desea ella. Su conducta con Violeta y con Phil demuestra que es capaz de ser abiertamente cruel; una autócrata para quien el poder es un derecho.

Nigel estudió cuidadosamente cada hoja de papel, y luego las rompió en muchos pedacitos. Se le había ocurrido una idea. Tomó otra hoja de papel y empezó a escribir…

¿Habremos descuidado la posibilidad de una relación más íntima entre Violeta y Carfax? Es interesante notar que, hasta cierto punto, se proporcionan mutuamente coartadas psicológicas y materiales.

Carfax podría haber sustraído el matarratas mucho más fácilmente que los otros tres; Violeta podría haberlo puesto en el tónico. No es inconcebible que cada uno de ellos, desilusionado por el comportamiento de su cónyuge respectivo, se haya sentido atraído hacia el otro. Pero ¿por qué no se fueron? ¿Por qué algo tan drástico como el envenenamiento de George?

Respuestas posibles: Que George se hubiera negado a divorciarse de Violeta y/o Rhoda del dicho Carfax: que, yéndose juntos, habrían dejado a Phil en manos de George y Ethel Rattery, cosa que Violeta no hubiera admitido. Plausible. Hay que investigar cuidadosamente las relaciones entre V. y C. Pero a menos que sea una coincidencia que el crimen haya tenido lugar el mismo día que la fracasada tentativa de Felix (lo cual es increíble), el asesino debe haber conocido el plan de Felix, o por confidencias de George o por haber descubierto independientemente el diario. Lo primero es improbable en el caso de Violeta y Carfax; pero V. pudo haber descubierto el diario.

Conclusión. No puede eliminarse la posibilidad de una alianza entre Carfax y Violeta. Es de notar de paso, que cada vez que he ido a casa de los Rattery, Carfax no estaba allí. Como socio del marido y amigo de la familia, Carfax debería haberse encontrado presente, proporcionando a Violeta toda la ayuda y el consuelo posibles. El hecho de no haber estado allí sugiere que no desea dar motivo para que sospechemos una relación culpable entre ellos. Pero por otro lado, la actitud de Carfax, cuando Blount le interrogó, era notablemente franca, sincera y abierta, y también suficientemente excepcional, como para ser creída. Es muy difícil para un criminal mantenerse en una actitud moral falsa hacia su reciente víctima, y hacerlo de una manera verosímil, mucho más difícil que un plan prefijado (coartada, ocultación de motivos, etc.). Estoy dispuesto a creer, provisionalmente, en la inocencia de Carfax.

Quedan Ethel Rattery y Felix. Las posibilidades de que haya sido Felix son superficialmente mucho mayores que las de los demás. Medios, motivo, todo, hasta una confesión de propósitos; pero es justamente ahí, en el diario, donde está la dificultad. Es concebible —aunque no demasiado— que Felix haya preparado otra arma (el veneno) para que surtiera efecto en el caso de fracasar el plan del dinghy. Pero, en realidad, no puedo llegar a creer que tenga la sangre fría o la locura necesaria para permitirse una tan complicada estrategia. Pero supongamos, por un momento, que lo hubiera hecho. Lo inconcebible es que, después del fracaso en el dinghy, y sabiendo que su diario está en manos de un abogado, y que se leerá si muere George, Felix persista en el plan de la estricnina.

Obrar así era ponerse una soga al cuello y saltar. Si Felix hubiera envenenado el tónico, inevitablemente, en cuanto hubiera sabido que la muerte de George significaba su propia destrucción, se lo habría dicho a George o hubiera penetrado en la casa y retirado la botella. A menos que, por supuesto, estuviera tan ciego de odio contra George por la muerte de Martie, que no le importara cometer ese suicidio con tal de que George muriera. Pero si no le importaba salvar su vida, ¿por qué desarrollar un plan tan complicado para que pareciera un accidente de navegación, y por qué hacerme venir hasta aquí para probar su inocencia? La única respuesta posible es que Felix no puso el veneno dentro del tónico. No creo que haya matado a George Rattery: está contra toda probabilidad y toda lógica.

Nos queda Ethel Rattery. Una mujer malvada; pero ¿mató a su hijo? Y si lo hizo, ¿habrá alguna manera de probarlo? El asesinato de George es típico de la altanería egoísta que uno tan fácilmente asocia con Ethel Rattery. Ninguna tentativa de su parte para despistar, aunque no hacía mucha falta, si sabía que toda las sospechas recaerían sobre Cairnes. Ninguna tentativa de buscarse una coartada para la tarde del sábado, cuando la botella fue envenenada. Vierte tranquilamente su medicamento y reposa en sus excesivas asentaderas, hasta que George lo bebe. Y luego publica un edicto ordenando a Blount que el asunto sea considerado accidente. «Supremo dictador y juez de la tierra»; ése es el papel que quiere representar. Hay una casi agresiva falta de sutileza en el envenenamiento de George, que armoniza con el carácter de Ethel Rattery. Pero ¿es suficientemente serio el motivo? Llegado el caso, ¿sería ella capaz de actuar de acuerdo con su propio dictado de que «matar no es asesinar cuando se trata del honor?». Tal vez reúna bastante material de manos del viejo Shrivenham, o de alguno de sus camaradas, para decidir este punto. Mientras tanto…

Nigel suspiró cansadamente. Miró lo que había escrito, hizo una mueca, y acercó un fósforo a las hojas de papel. El reloj de pared del vestíbulo jadeó largamente y anunció que era medianoche. Nigel tomó la carpeta donde estaba la copia del diario de Felix Cairnes. Algo le llamó la atención en la página que abrió primero. Su cuerpo se endureció, su cerebro cansado comenzó de inmediato a trabajar. Siguió hojeando las páginas en busca de otra referencia. Una idea extraordinaria empezó a tomar forma dentro de su cabeza; una trama tan lógica, tan clara, tan convincente, que tuvo que desconfiar de ella. Era como uno de esos maravillosos poemas que uno compone en el momento de dormirse, y que, vueltos a ver a la luz desilusionada del día, parecen vulgares, incoherentes o absurdos. Nigel decidió dejarlo para la mañana siguiente; no estaba ahora en condiciones de comprobar su verosimilitud; le repugnaban sus amargas consecuencias. Bostezando, se levantó, puso la carpeta bajo el brazo y se dirigió a la puerta del escritorio.

Apagó la luz y abrió la puerta. El salón estaba oscuro como la muerte. Nigel caminó a tientas a través de él hacia los interruptores de la luz eléctrica, que estaban en la pared opuesta, tratando de orientarse con la mano sobre la puerta de entrada. «¿Estará dormida Georgia?», pensó. Y en ese momento oyó un ruido sibilante en la oscuridad y algo surgió de las tinieblas y le golpeó en la sien…

Oscuridad. Una negra cortina de terciopelo sobre la cual se encendían, bailaban y desaparecían unas luces dolorosas; un ballet de fuegos artificiales. Lo contempló sin curiosidad; deseaba que aquellas luces dejaran de jugar frente a sus ojos, porque quería abrir la cortina negra, pero se interponían a su paso. Por fin las luces dejaron de oscilar. La negra cortina de terciopelo subsistía. Ahora podía avanzar y abrir la cortina, aunque primero debía sacar la tabla dura que parecía estar atada a su espalda. ¿Por qué tenía una tabla en la espalda? Debía ser un hombre emparedado. Por un momento quedó inmóvil, deleitado por el brillo de su deducción. Luego quiso caminar hacia la cortina negra. De pronto se encendió en su cabeza un dolor lacerante, y el ballet de fuegos artificiales se reanudó con furiosa rapidez. Dejó que terminara ese baile. Cuando éste hubo terminado, permitió, muy cautelosamente, que su cerebro comenzara a trabajar; si empezaba muy rápidamente todo se haría pedazos.

«No puedo acercarme a esa hermosa cortina negra de terciopelo, porque… porque… porque… no estoy de pie y esta tabla atada a mi espalda no es una tabla, sino el suelo. Pero nadie puede tener el suelo atado a la espalda. No, eso es evidente. Estoy en el suelo. En el suelo. Bueno. ¿Por qué estoy en el suelo? Porque… porque… porque —ahora no me acuerdo— algo salió de la cortina de terciopelo y me dio un golpe. Un golpe muy fuerte. ¡Qué broma! Entonces estoy muerto. El problema de cómo se llama está resuelto. Problema de la Supervivencia. Vida tras la muerte. Estoy muerto, pero consciente de la existencia. Cogito, ergo sum. Por lo tanto, he sobrevivido. Soy uno de la Gran Mayoría. ¿O tal vez no? Quizá no esté muerto. Los muertos, con toda seguridad, no sufren estos atroces dolores de cabeza: no figuran en el contrato. Entonces estoy vivo. Lo he probado incontro… incontro… lo que sea, lógicamente. Bien, bien, bien».

Nigel se llevó la mano a la sien. Pegajosa. Sangre. Muy lentamente se levantó, tanteó la pared y encendió la luz. Por un momento le aturdió su repentino resplandor. Cuando pudo abrir de nuevo los ojos, miró a su alrededor. El vestíbulo estaba vacío. Vacío, excepto un viejo palo de golf y la copia del diario que yacía en el suelo. Nigel sintió que tenía frío. Su camisa estaba desabrochada: la abrochó, se inclinó dolorosamente, para recoger el palo y el diario, y se arrastró escaleras arriba con ellos.

Georgia le miró desde la cama, medio dormida.

—Hola, querido. ¿Has jugado un bonito partido de golf? —dijo.

—Bueno, para decir verdad, no. Un sujeto me dio con esto. No era cricquet. No era golf, quiero decir. En la cabeza.

Nigel miró con aturdimiento a Georgia, y se deslizó, no sin gracia, hasta el suelo.

16

—Querido, ¿vas a levantarte?

—Claro que voy a levantarme. Tengo que ver al viejo Shrivenham esta mañana.

—No puedes levantarte con un agujero en la cabeza.

—Con o sin agujero, iré a ver al viejo Shrivenham. Diles que suban el desayuno. El coche vendrá a las diez. Puedes venir conmigo, si quieres, para evitar que me arranque las vendas en el delirio que puede acometerme.

La voz de Georgia temblaba.

—¡Oh, querido! Y pensar que yo no hacía más que decirte que debías cortarte el pelo. Y tu pelo te ha salvado, y tu cabeza dura. Y no vas a levantarte.

—Querida Georgia, te amo más que nunca, voy a levantarme. Ayer, anoche, empecé a ver claro, antes de que ese individuo me pegara con el palo de golf. Y creo que el viejo Shrivenham puede…, por otra parte, no estará mal ponerse bajo la protección del ejército durante unas horas.

—¿Cómo? ¿Crees que puede repetirse? ¿Quién fue?

—Adivina. No, no espero una repetición del atentado. No, ciertamente. No a la luz del sol. Por otra parte, mi camisa estaba desabrochada.

—Nigel, ¿estás seguro de no delirar?

—Seguro.

Mientras Nigel tomaba el desayuno, entró el inspector Blount. Parecía bastante preocupado.

—Su amable mujer me ha dicho que usted se niega a permanecer en cama. ¿Está seguro de que puede…?

—Sí, por supuesto. Los golpes con palos de golf me hacen mucho bien. De paso, ¿no encontró en él huellas dactilares?

—No. El cuero es muy áspero para conservarlas. Pero en cambio, descubrimos una cosa rara.

—¿Cuál?

—Las ventanas del comedor estaban sin pestillo. El camarero jura que las cerró a las diez, anoche.

—Bueno, ¿qué tiene de raro? El sujeto que me golpeó tuvo que entrar y salir de alguna manera.

—¿Cómo pudo entrar si estaban cerradas? ¿Sugiere usted que tuvo un cómplice?

—Pudo haber entrado antes de las diez, y haberse escondido, ¿no le parece?

—Bueno, es posible. ¿Pero cómo podía saber alguien de afuera que usted se quedaría levantado hasta tarde, hasta que hubieran apagado las luces del vestíbulo y él pudiera atacarle sin ser visto?

—Ya veo —dijo Nigel lentamente—. Sí, ya veo.

—Es muy comprometedor para Felix Cairnes.

—¿Se explica usted por qué Felix, habiendo pagado los servicios de un detective sumamente caro, se dedique a golpearle la cabeza con un palo de golf? —preguntó Nigel, examinando una tostada—. ¿No sería ir en contra de sí mismo?

—Tal vez. Fíjese, no es más que una sugerencia. Tal vez tuviera alguna razón para desear que usted estuviera imposibilitado en este momento.

—Bueno, seguramente habrá pasado esa idea por el fondo de la cabeza de mi agresor. Quiero decir, que no estaba entrenándose en el vestíbulo —dijo Nigel burlándose del inspector. Pero recordaba cómo Felix trató de poner inconvenientes a su visita al general Shrivenham.

Blount parecía aún preocupado. Dijo:

—Pero eso no es lo más raro. Fíjese, señor Strangeways, hemos encontrado huellas dactilares en la llave y en la manija interior de la ventana; también en el vidrio y en la manija exterior. Como si alguien la hubiera cerrado con una mano en el cristal y otra en la falleba.

—No me parece tan raro.

—Espere un momento. Las huellas no son las de ningún miembro del personal del hotel, ni pertenecen a nadie relacionado con este caso. Y no hay forasteros en el hotel, aparte de ustedes.

Nigel se sentó de un salto, con un terrible estremecimiento de dolor en la cabeza.

—Así que no pudo haber sido Felix, después de todo.

—Eso es lo más extraño. Cairnes pudo golpearle, y luego abrir la ventana usando un pañuelo mientras levantaba el pasador, para dar a entender que usted había sido atacado por alguien de afuera. ¿Pero quién dejó esas huellas afuera de la ventana?

—Esto es demasiado —se quejó Nigel—. Traer a un misterioso desconocido al asunto cuando… Oh, bueno, se lo dejo a usted. Le distraerá mientras hablo con el general Shrivenham…

Media hora después, Nigel y Georgia se sentaban en la parte trasera de un coche alquilado. En ese momento una sirvienta, atrasada en su trabajo a consecuencia de las tempranas investigaciones del inspector, entraba al dormitorio de Phil Rattery…

Poco antes de las once, el coche se detuvo frente a la casa del general Shrivenham. La puerta del frente estaba abierta, y entraron en un amplio vestíbulo cuyas paredes y suelo estaban cubiertos de pieles de tigre y otros trofeos de caza. Hasta Georgia se estremeció al ver las feroces mandíbulas llenas de blancos colmillos que por todas partes sonreían.

—¿Crees que algún criado les limpia los dientes todas las mañanas? —murmuró a Nigel.

—Muy probable. Me deslumbran los ojos; murieron a edad temprana.

La criada abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo; desde el interior se oía la música alada, débil y aérea de un clavicordio; alguien tocaba, con moderada destreza, el Preludio en Do Mayor de Bach. Las minúsculas notas parecían ahogadas por el rugido silencioso de todos los tigres del vestíbulo. El preludio terminó en un largo y tembloroso quejido, y el ejecutante se embarcó afanosamente en la fuga. Georgia y Nigel parecían fascinados. Finalmente, la música terminó y oyeron una voz que decía:

—¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué no les ha hecho pasar? No hay que dejar a la gente esperando en los pasillos.

Un anciano apareció en la puerta, vestido con pantalones y chaqueta antiguos, y una gorra escocesa, de pesca. Les observó amablemente con sus apagados ojos celestes.

—¿Admirando mis trofeos?

—Sí. Y la música también —dijo Nigel—. Es el más hermoso de los preludios, ¿no?

—Me alegra oírle decir eso. A mí me lo parece, pero estoy muy poco dotado para la música. Muy poco. Para decirle la verdad, estoy enseñándome yo mismo a tocar. Compré este instrumento hace pocos meses. Clavicordio. Un hermoso instrumento. El tipo de música que uno se imagina que emplean las hadas para bailar. Los espíritus de Ariel, ya sabe. ¿Cómo me dijo que se llama?

—Strangeways. Nigel Strangeways. Esta es mi esposa.

El general les dio la mano, mirando a Georgia con una mirada algo insinuante. Georgia le sonrió, conteniendo un deseo casi avasallador de preguntarle si siempre llevaba un sombrero escocés, de pescador, para tocar a Bach; parecía la indumentaria más apropiada.

—Tenemos una tarjeta de presentación de Frank Cairnes.

—¿Cairnes? Sí. ¡Pobre hombre! Su hijo fue atropellado, como usted sabrá. Murió. Una tragedia terrible. Dígame, ¿no se ha vuelto loco, no?

—No. ¿Por qué?

—El otro día pasó una cosa extraordinaria. En Cheltenham. Todos los jueves voy allá y tomo el té en Banners. Tienen los mejores pasteles de chocolate de Inglaterra; debería probarlos. Trago como un animal. Bueno, pues, entro en el Banners y juraría que estaba Cairnes sentado en un rincón. Un hombre bajo, con una barba. Cairnes se fue del pueblo hace unos dos meses, pero creo que había empezado a dejarse la barba antes de irse. No me gustan las barbas; las usan en la Marina, pero la Marina no ha ganado una batalla desde Trafalgar; no sé que les pasa; miren cómo está ahora el Mediterráneo. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, Cairnes! Bueno, este sujeto que me pareció Cairnes…, fui directo a hablarle, pero salió disparado; él y otro individuo que estaba con él, un hombre grandote con unos bigotes. Bueno, ese Cairnes, o el individuo que parecía Cairnes, huyó como una comadreja y se llevó consigo al otro. Le llamé por su nombre, pero no me hizo caso; entonces me dije: ése no puede ser Cairnes. Luego pensé, tal vez sea Cairnes y haya perdido la memoria, como ésos de la BBC. ¿Recuerda los mensajes de SOS? Por eso le pregunté si Cairnes había perdido la razón. Siempre fue muy raro este Cairnes, pero no sé qué podía andar haciendo con ese hombre grandote en Banners.

—¿Recuerda usted la fecha?

—Déjeme pensar. Fue la semana… —El general consultó una agenda de bolsillo—. Sí, aquí está, el doce de agosto.

Nigel había prometido a Felix que no hablaría del asunto Rattery cuando se entrevistara con el general; pero éste parecía haber aterrizado involuntariamente en medio del mismo asunto. Por ahora, prefirió descansar su mente en la encantadora y tétrica atmósfera, donde un guerrero retirado tocaba el clavicordio y aceptaba como la cosa más natural del mundo la llegada de un extraño con la cabeza vendada y una esposa muy guapa. El general y Georgia se habían sumergido en una conversación relativa a la vida de los pájaros en los valles de Burma del Norte. Nigel callaba, tratando de ajustar dentro de su plan provisional el pequeño episodio ocurrido en la confitería Banners. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el general, que decía:

—Veo que su marido ha estado en la guerra por estos días.

—Sí —dijo Nigel tocando tiernamente su vendaje—. En realidad, un hombre me golpeó la cabeza con un palo de golf.

—¿Un palo de golf? Bueno, no me sorprende. Hoy día se ve de todo en las pistas de golf. Por otra parte, nunca ha sido un juego como debe ser; una pelota inmóvil; es como girar a un pájaro dormido; de modo alguno un juego de caballeros. Miren un poco a los escoceses —ellos lo importaron—, la raza menos civilizada de Europa: sin arte, sin música, sin poesía, incluyendo, por supuesto, a Burns; y miren sus comidas: haggis y roca de Edimburgo. Dime lo que comes y te diré quién eres. Pero el polo, eso es diferente. Yo jugaba un poco en la India. El golf no es más que el polo quitándole toda la dificultad y la diversión; una versión en prosa del polo; una paráfrasis; es típico de los escoceses el reducirlo todo a su nivel prosaico; hasta hicieron una paráfrasis de los Salmos. Horrible. Vándalos. Bárbaros. Estoy seguro de que este hombre que le golpeó con el palo tenía sangre escocesa en las venas. Son buenos soldados, sin embargo. No sirven para otra cosa.

Nigel interrumpió, sin impaciencia, la polémica del general, y explicó la razón de su visita. Investigaba el asesinato de Rattery y quería saber algo sobre la historia de la familia; el padre del muerto había servido en el ejército: Cyril Rattery; cayó en la guerra con los bóers. ¿No podría el general Shrivenham presentarle a alguien que hubiera conocido a Cyril Rattery?

—¿Rattery? ¡Dios mío, entonces es él! Cuando leí en los periódicos este asunto, pensé si ese hombre tendría algo que ver con Cyril Rattery. ¿Su hijo, dice usted? Bueno, no me extraña. Hay mala sangre en esa familia. Escuche, mientras toma una copita de jerez le diré todo lo que sé acerca de él. No, no es ninguna molestia: siempre tomo una copita de jerez y unos bizcochos por la mañana.

El general salió de la sala, y volvió con una licorera y una bandeja de bizcochos. Cuando todos se hubieron servido, empezó a hablar, con los ojos iluminados por el placer de los recuerdos.

—¿Sabe que el asunto de Rattery fue todo un escándalo? Me extraña que los periódicos no lo hayan sacado de nuevo a la luz; lo habrán ocultado, en su época, algo mejor que de costumbre. Peleó valientemente durante toda la primera parte de la campaña; pero cuando empezamos a vencer, falló. Uno de esos tipos que suelen tener los labios apretados —muertos de miedo, en realidad, como todos nosotros, solamente que no se lo confiesan ni a sí mismos—, hasta que un día no pueden disimular más. Me lo encontré una o dos veces, en los primeros tiempos, cuando los bóers nos estaban enseñando a pelear; qué tipos magníficos los bóers. Fíjese, yo no he servido más que para sablear, pero conozco a la gente cuando vale algo. Cyril Rattery valía; demasiado bueno para el ejército; debería haber sido poeta; pero aun así, me pareció un poco —¿cómo les llaman ahora?— un poco neurótico. Neurótico. Conciencia… también; tenía demasiada conciencia; Cairnes es otro tipo así, de paso. El momento crítico llegó cuando Cyril Rattery fue enviado al frente de un destacamento, a incendiar unas granjas. No conozco los detalles; parece que la primera granja no había sido evacuada a tiempo; hubo un poco de resistencia y uno o dos de los hombres de Rattery fueron muertos; el resto se exaltó un poco y, cuando vencieron la oposición, prendieron fuego a las casas sin averiguar demasiado si había alguien adentro. Según parece, había una mujer que se había quedado a cuidar a su hijo enfermo. Los quemaron vivos a ambos. Fíjese, en la guerra suelen ocurrir esas cosas; a mí no me gustan; son horribles. Hoy matan a los no combatientes con toda naturalidad; suerte que soy muy viejo para verme mezclado en esas cosas. Bueno, de cualquier modo, allí terminó Cyril Rattery. Se trajo a los hombres de vuelta y se negó a destruir las granjas restantes. Desobedeciendo órdenes, por supuesto. A causa de eso lo destituyeron; fue degradado. Pobre hombre, ése fue su fin.

—Pero yo tenía la impresión, por lo que la señora Rattery había dicho, de que su marido había muerto en acción de guerra.

—Nada de eso. Con el incidente de la granja, y la degradación —tenía pasión por su carrera militar— y su estado de ánimo, que habría empeorado más y más a lo largo de la guerra, el pobre perdió la razón. Murió, según creo, en un manicomio, años después.

Hablaron un rato todavía. Luego Nigel y Georgia se separaron, muy en contra su voluntad, de su delicioso huésped, y subieron al coche. Mientras volvían a través de las onduladas y pequeñas colinas de los Cotswolds, Nigel iba muy silencioso; tenía ganas de decirle al chófer que los llevara directamente a Londres, lejos de aquel triste y lamentable asunto; pero seguramente ya era demasiado tarde.

Estaban de vuelta en Severnbridge, haciendo sonar la gravilla de la entrada al Angler’s Arms. Parecía haber una agitación desusada en torno al tranquilo hotel. Un agente junto a la puerta; un grupo de gente reunida sobre el césped. Una mujer se separó de este grupito cuando se acercó el coche: era Lena Lawson, con su pelo rubio flotando al aire mientras corría hacia el coche, y los ojos llenos de ansiedad.

—¡Oh, gracias a Dios, han vuelto! —gritó.

—¿Qué pasa? —dijo Nigel—. Felix…

—Es Phil. Ha desaparecido.