SEGUNDA PARTE
PLAN EN UN RÍO

George Rattery volvió al comedor, donde los otros todavía estaban de sobremesa. Se dirigió al hombre barbudo de cara redonda, que en ese momento tenía un terrón de azúcar en la cucharita y miraba cómo se desmoronaba y desaparecía debajo de la superficie del caliente líquido.

—Escuche, Felix; tengo que hacer un par de cosas todavía. ¿No quiere ir a preparar el barco? Nos encontraremos en el embarcadero dentro de un cuarto de hora.

—Muy bien. No hay prisa.

Lena Lawson dijo:

—¿Has hecho ya tu testamento, George?

—Es lo que justamente iba a hacer, pero no lo he dicho por delicadeza.

—Le cuidará, ¿no es cierto, Felix? —dijo Violeta Rattery.

—No te metas. Violeta, yo sé cuidarme solo. No soy un niño de pecho, ya lo sabes.

—Cualquiera pensaría —dijo suavemente Felix Lane— que George y yo vamos a cruzar el Atlántico en una canoa. No, George ha de vivir aún hasta que le cuelguen, siempre que haga exactamente lo que yo le diga y no se amotine en mitad del río.

Por un momento, George pareció enojado; sus labios se curvaron debajo de sus grandes bigotes; no le agradaba la idea de ser dirigido por nadie.

—Está bien —dijo—. Seré juicioso. No tengo intención de ahogarme, se lo aseguro. Nunca me ha gustado el agua, salvo para echarle whisky. Póngase su gorra de marinero, Felix. Estaré con usted dentro de un cuarto de hora.

Todos se levantaron y salieron del comedor. Diez minutos después, Felix se encontraba dirigiendo el dinghy hacia la parte exterior del embarcadero. Con la deliberada minuciosidad del experto, levantó las tablas del fondo, achicó el agua y las volvió a colocar; puso el timón; colocó el foque e izó la driza para ver si corría libremente, antes de dejar la vela sobre las combas y ocuparse de la vela mayor. Sujetó el botalón al palo, enganchó un extremo de la driza al estribo de la verga, y, coleándose a barlovento, izó la vela. Ésta se sacudía y flameaba con los embates del viento intermitente. La arrió de nuevo, sonriendo distraído, y armó los botequines y las chumaceras, bajó la tabla central, jugó un momento con las amarras del foque, y se sentó para esperar a George fumando un cigarrillo.

Todo había sido hecho con una cautela minuciosa y deliberada. Sería espantoso que surgiera algún inconveniente antes del momento tan esperado. Junto al embarcadero, el agua se deslizaba gorgoteando. Mirando agua arriba, podía ver el puente y la parte del río frente al vertedero del taller, donde George había seguramente hundido las pruebas condenatorias del accidente. Recordando aquel día, hacía casi ocho meses, cuyo horror surgía ahora destacándose entre la sucesión de días donde a veces había parecido sepultado, su boca se endureció y el cigarrillo le tembló entre los dedos. Ahora se encontraba más allá del bien y del mal; le parecían palabras tan vacías e inconsistentes como la lata y la envoltura de un helado que pasaban junto a él arrastrados por la corriente. Había construido una estructura de pretextos falsos en torno a su verdadero propósito; ahora se había puesto en movimiento, y era demasiado tarde para saltar fuera de ella; se vería arrastrado hacia el fin inevitable tan irremediablemente como aquellos restos que eran arrastrados por la corriente. Hacia el fin inevitable, de una manera o de otra; por un momento contempló la posibilidad de que su plan fracasara; se sintió bastante fatalista. Como un soldado en la línea de fuego, no veía más allá de la hora presente; al otro lado, todo era irreal, ahogado por el stacato unísono de la emoción del momento, los tambores que sonaban en su corazón, el viento que golpeaba intermitente en sus oídos.

Su ensueño fue roto por el ruido de unos pasos sobre el embarcadero. George le miraba desde arriba, una montaña de hombre, las manos en las caderas.

—¡Dios! ¿Debo meterme en esto? ¡Oh, bueno, vamos, que suceda lo que Dios quiera!

—No, allí no. Siéntese en el banco del medio, y quédese al lado de barlovento.

—¿Ni siquiera puedo sentarme donde quiero? Siempre supuse que éste era un juego de tontos.

—Donde le digo es más seguro. Equilibra mejor el barco.

—¿Más seguro? ¡Ah, sí! Muy bien, profesor, salgamos.

Felix Lane izó el foque, luego la vela mayor; se sentó en la popa, y con dos ágiles movimientos fijó el extremo de babor del foque, y lo aseguró con una agarradera corrediza; luego, mientras izaba la vela mayor, el barco agarró el viento y se deslizó fuera del embarcadero. Navegaban libremente, con el viento que soplaba a través de los prados acuáticos por la manga de estribor. Con los pies asegurados sobre la cubierta, agarrándose de la borda con las manos, George Rattery miró cómo el molino pasaba a su lado; nunca lo había visto desde este ángulo; pensó que era un lugar pintoresco, pero que debían trabajar con pérdidas. Las burbujas murmuraban y bullían en la estela; el agua golpeaba apresuradamente contra las combas. Deslizarse así era apacible, mirando las casas que pasaban con suavidad como sobre una cinta ondulante. El sentimiento de temor de George comenzó a disminuir; le divertía ver cómo Felix se ajetreaba incesantemente con la cuerda y con el timón, mirando todo el tiempo por encima del hombro derecho, simulando que todo aquello era muy difícil. Dijo:

—La navegación siempre me había parecido un poco misteriosa. Pero ahora veo que no es para tanto.

—¡Oh!, parece muy fácil. Pero espere a que… —Felix volvió a empezar—. ¿Quiere probar un poco cuando lleguemos a aquel remanso?

George rió jovialmente.

—¿Un novato como yo? ¿No teme que tumbe el barco?

—Irá muy bien, siempre que haga exactamente lo que yo le indique. Vea: «timón arriba» es a este lado; «timón abajo» a este otro. Ponga siempre timón abajo cuando sienta que el barco se escora: lo pone en la dirección del viento, y desparrama el viento de las velas. Pero no demasiado bruscamente, porque si no se para en seco, y cuando esto sucede el barco pierde la dirección y usted queda a merced de cualquier racha que le golpee de lado mientras toma el viento de nuevo.

George sonrió; sus dientes eran grandes y blancos. Por un momento pareció una caricatura francesa de algún hombre de Estado inglés, con una mirada de ávida y solemne satisfacción.

—Bueno, me parece tan fácil como hacer pasteles. No puedo imaginarme la razón de tanto alboroto.

Felix sintió una repentina oleada de furia. Tenía ganas de golpear a aquel bulto humano, burlón y satisfecho de sí mismo. Cuando Felix se irritaba mucho, su reacción no era atacar directamente la causa, sino arriesgarse, si estaba en un coche o en un barco; llegaba entonces al borde mismo de la temeridad, y casi siempre aterrorizaba a la otra persona. Ahora, mirando por encima del hombro, notó una ráfaga que corría hacia ellos sobre el agua, y desplazó la vela mayor. El dinghy se escoró como si una mano grande como una nube se apoyara sobre el palo. Puso el timón bien abajo. Por la borda de sotavento entró un poco de agua, mientras el dinghy giraba hacia el viento y se enderezaba, sacudiéndose la ráfaga como un perro que se sacude el agua del lomo. Cuando sintió el primer tumbo del barco, George balbuceó un juramento. Felix observó con evidente placer que el hombre tenía ahora un definido color verde y que le observaba con una inquietud que ni siquiera trataba de disimular.

—Mira, Lane —comenzó a decir George—; yo preferiría…

Pero Felix, sonriéndole inocentemente y libre ya de su momentánea irritación, con un deleite infantil al notar el buen cariz que su maniobra tomaba, dijo:

—¡Oh, eso no es nada! No tiene por qué inquietarse. Cuando lleguemos al remanso y empecemos las bordadas, estaremos haciéndolo todo el tiempo.

—En ese caso, será mejor que me baje y vaya andando.

George dejó oír una risa corta e inquieta. Pensó: «El mequetrefe quiere asustarme; no debo mostrarme miedoso; además, no tengo miedo».

Al cabo de unos minutos de navegación llegaron a la esclusa. El jardín de la ribera derecha, frente a la casa del vigilante, estaba desbordante de flores —dalias, rosas, malvas, lino rojo— en apretadas hileras, agitadas por el viento, como un ejército en su brillante diversidad de uniformes. El vigilante salió fumando una pipa de barro, y se apoyó de espaldas extendiendo sus brazos contra la gran viga de madera que abría las hojas del azud.

—Buenos días, señor Rattery. No se le ve a menudo por aquí. Bonito día para navegar.

Hicieron entrar al dinghy en la esclusa. Abiertas las compuertas, el agua comenzó a salir con un rugido y el barco descendió más y más hasta que el palo sobresalió tan sólo un pie por encima de la esclusa y ellos se encontraron encerrados entre las verdes paredes fangosas. Felix Lane trató de contener su creciente impaciencia; afuera, media milla más allá de la puerta de madera, estaba el último tramo; allí quería llegar pronto, terminar de una vez, comprobar que sus cálculos habían sido correctos. En teoría parecían impecables; pero ¿llegado el momento? Suponiendo, por ejemplo, que George supiera nadar… El agua golpeaba y bramaba a través de las compuertas, como un rebaño salvaje, abriéndose camino a través de una empalizada; pero para Felix era como si goteara lenta y débilmente, el hilo tenue de un reloj de arena. El agua de la esclusa debía de estar ya al nivel exterior de la corriente; pero aquel maldito George todavía estaba hablando a gritos con el vigilante, prolongando la agonía de Felix. Parecía, casi, como si quisiera postergar la suya.

Felix pensó: «¡Dios!, ¿cuánto tiempo aún? A este paso estaremos aquí todo el día; el viento puede amainar antes de que lleguemos al remanso». Miró disimuladamente al cielo. Todavía pasaban las nubes, surgiendo del horizonte y deslizándose hacia el confín opuesto. Observó minuciosamente a George: el pelo negro que cubría el dorso de sus manos, el lunar del antebrazo, la curva de su codo derecho mientras sostenía frente a los labios un cigarrillo. En ese momento, George no tenía para él más sentido emocional que el cadáver que uno está a punto de embalsamar; George era tan sólo un cuerpo con el cual había que hacer determinadas cosas; la aguda impaciencia de Felix le había llevado más allá del odio; sólo había lugar en él para la impaciencia: la sensación de una periferia girando locamente, y en el centro una paz inefable y profundamente tranquila.

El bramido del agua se había transformado en un gorgoteo. Las compuertas empezaron a abrirse, mostrando una perspectiva de río y de cielo que aumentaba gradualmente.

—Van a tener viento fuerte cuando estén en el recodo del río —les gritó el vigilante mientras el bote comenzaba a alejarse.

George Rattery le contestó a gritos:

—¡Hemos tenido un ventarrón del diablo por el camino! ¡El señor Lane hizo todo lo que pudo para que nos fuéramos al agua!

—No tenga miedo del señor Lane. Es muy diestro para manejar un barco. Con él está bastante seguro.

—Bueno, mejor saberlo —dijo George, mirando a Felix con indiferencia.

El barco se deslizó indolentemente, dócil como una oveja. No era fácil imaginarse aún al caballo caprichoso, artero y difícil de dominar en que se transformaría cuando sintiera todo el embate del viento. Aquí estaba protegido por las altas márgenes del lado de estribor. George encendió otro cigarrillo, maldiciendo con petulancia, a media voz, cuando el viento le apagó el primer fósforo. Dijo:

—Bastante despacio, ¿no es cierto? —Felix no se molestó en contestar. ¿Así que también George siente que el barco se mueve demasiado lentamente? De nuevo se encendió en él la impaciencia, para abatirse luego como banderas en un día ventoso. Los sauces de la ribera arrastraban y flameaban sus cabelleras al viento, pero aquí la brisa sólo bañaba suavemente su frente. Recordó a Tessa, y a Martie, y pensó sin aprensión en el dudoso porvenir. Los sauces, al agitar sus hojas plateadas, le recordaron a Lena; pero ella parecía estar muy lejos de aquel barco que llevaba a los dos hombres hacia una crisis en cuya preparación ya había representado su papel.

Se acercaban ahora al recodo del río. George miraba de cuando en cuando a su compañero y hacía algún ademán de hablar; pero había algo en la intensa preocupación de Felix, capaz de abrirse paso aun a través de la insensibilidad de George, y de obligarle al silencio. Felix tenía una extraña y desacostumbrada autoridad mientras dirigía el barco. George lo reconoció con un vago sentimiento de petulancia, pero las emociones que luchaban en su mente fueron pronto dispersadas por la violencia del viento sudoeste que se lanzó sobre ellos mientras tomaban la curva. Frente a ellos el río estaba oscuro y tormentoso; se formaban continuas olitas sobre su superficie, a veces hondamente surcada por una ráfaga más violenta. El viento que soplaba a lo largo del remanso luchaba contra la corriente, levantando olas abruptas que se sacudían y golpeaban contra los costados del barco. Felix, sentado en la misma borda del dinghy, apoyando con fuerza los pies sobre el banco lateral opuesto, ceñía por el lado de estribor. El dinghy, con su costumbre de escapar al viento, se sumergía y pateaba como un caballo indómito debajo de Felix, mientras éste luchaba con la vela mayor y el timón para mantenerlo frente al viento. Mirando continuamente por encima del hombro, calculaba la fuerza y la dirección de cada ráfaga que venía hacia él, rasgando su camino sobre la superficie. En un intervalo, pensó sardónicamente que sería una lástima que una de estas ráfagas hiciera volcar antes del momento esperado, por ahora, todas sus energías estaban dedicadas a preservar la vida del hombre cuya huella había estado siguiendo cuidadosamente durante tantos días.

Puso el timón arriba. Mientras la proa trataba de abrirse paso hacia el viento, dejó ir la cuerda de estribor del foque; el viento se apoderó de él y lo sacudió ferozmente de lado a lado, como un perro que sacude un enorme trapo; se sintió una salvaje confusión de ruido y de movimiento: la popa, deslizándose al girar, hizo bullir el agua, y varias olitas fueron a golpear la cercana orilla próxima. El barco se adelantaba lentamente sobre la borda de babor; una ráfaga lo dobló hacia el costado, pero Felix había puesto ya el timón abajo y lo forzaba a avanzar hacia el viento; estaba erguido de nuevo, con un cansado estremecimiento de la vela hacia el lado de la nueva borda. George, inclinándose desesperadamente hacia barlovento, había advertido el peligroso vuelco del dinghy y oído cómo silbaba el agua junto a la borda de sotavento. Apretó los dientes, decidido a no demostrar su miedo a aquel hombrecito barbudo que silbaba mientras luchaba con el viento, amo por el momento, pero cuyo pescuezo podía romper como una ramita en cualquier instante.

Felix, en verdad, estaba tan absorto en controlar su indócil barco, que ni se acordaba de pensar en George. Era vagamente consciente del delicioso poder que ejercía sobre aquel matón vulgar y presuntuoso; se divertía con el mal disimulado terror del hombre, pero ahora sólo como una pequeña parte de su lucha habitual con el viento y el agua. Otra parte de su mente recordaba la posada blanquinegra que se veía allá lejos, en la orilla opuesta; el cacharro abandonado y roto que yacía frente a ella al lado del embarcadero; los pescadores contemplando sus barcas en un éxtasis místico que no llegaban a turbar las viradas y los giros del dinghy mientras tejía su zigzag de ribera a ribera. «Si yo quisiera —pensó—, podría ahogar ahora a George, y ninguno de esos pescadores lo advertiría».

En ese instante oyeron un estrépito; mirando hacia atrás, Felix vio asomar por la curva dos lanchas a motor, por el través, y cada una remolcando un par de lanchones. Calculó con la vista la distancia. Estarían a unos doscientos metros más atrás y le alcanzarían en su tercera bordada a partir de ésta. Él podía, mientras pasaban, hacer unas bordadas cortas entre las orillas y la hilera de lanchones más próxima; pero si así lo hacía, corría el peligro de ser momentáneamente dejado sin viento al ser ocultado por los cascos, y de quedar a merced de la próxima ráfaga; y también el peligro del golpe de agua desviándole de su camino, y la amenaza del cable tenso que unía los lanchones. La alternativa era girar cuando hubieran pasado. Sus cálculos fueron interrumpidos por George, que se despejó la garganta y dijo:

—¿Qué hacemos ahora? ¿Se acercan bastante, no?

—¡Oh, habrá suficiente lugar! —agregó Felix, maliciosamente—. Los barcos a motor deben dar paso a los barcos a vela, ¿sabe?

—¿Dar paso? No veo que nos den paso. ¡Caramba, creen que son los dueños del río! ¡Venirse de dos en fondo! Es un escándalo. Les tomaré el número y me quejaré a los propietarios.

George incubaba sin duda un ataque de nervios que pronto no podría contener. Verdaderamente, las dos grandes lanchas a motor se les venían encima, y parecían terribles, con sus bigotes de espuma ondulando a los costados. Pero Felix tomó con toda calma otra bordada, y empezó a cruzar el río unos treinta metros frente a las lanchas. George se frotaba la cara con una mano, acercándose furtivamente a Felix, mirándole absorto con sus ojos cada vez más abiertos. De pronto, empezó a gritar:

—¿Qué va a hacer? ¡Tenga cuidado! No puede…

Pero sus palabras fueron cortadas y ahogadas repentinamente por el estruendo de la sirena de una de las lanchas, que parecía hacerse eco de la creciente histeria de la voz de George. Al ver la ridícula angustia de su rostro, Felix pensó súbitamente que aquél era el momento apropiado para representar un accidente impromptu. El terror de George, aunque le inspiraba desprecio, al mismo tiempo le incitaba. Pero rechazó la tentación de alterar su plan primitivo. Sabía que era el mejor; para estar doblemente seguro, mejor unirse al plan y no aventurarse en improvisaciones. Pero no había inconveniente en dar otro susto a George.

Las lanchas estaban ahora a unos veinte metros, encerrando al dinghy contra la ribera. Felix tenía poco sitio para maniobrar. Cambió de rumbo, y la dirección del dinghy empezó a converger y a acercarse a la de la lancha más próxima. Se dio cuenta, vagamente, de que George se había aferrado a su pierna y le estaba gritando en los oídos: «¡Si chocamos con la lancha, pedazo de estúpido, no pienso soltarle!». Felix puso el timón arriba y arrió la vela, de modo que el barco giró, con el botalón sobre la borda de babor, mientras la monstruosa proa de la lancha pasaba casi rozándolo, con ocho metros apenas de separación. El dinghy fue arrastrado a favor del viento, y George, en un estado de furia incontrolable, se levantó tambaleándose y agitó sus puños en dirección al hombre impasible de la cubierta, gritándole toda clase de imprecaciones. Un joven, sentado más hacia la popa, miró con indiferencia sus gesticulaciones. Luego el dinghy fue embestido por la estela de la lancha, y George perdió el equilibrio, cayendo sobre las tablas del fondo.

—Yo de usted no me volvería a poner de pie —dijo suavemente Felix Lane—. La próxima vez podría caerse del barco.

—¡Al diablo esos…! ¡Que el diablo se los lleve! Les…

—¡Oh, cálmese! No había el menor peligro —Felix prosiguió tranquilamente—: Lo mismo sucedió el otro día cuando salí con Phil. Pero él no se asustó.

El lanchón siguiente pasó a su lado, una embarcación de hierro, larga y baja, con la palabra «inflamable» escrita a lo largo de la cubierta. Parecía verdaderamente que Felix tuviera la intención de inflamar a su compañero. Mientras hacía girar de nuevo al dinghy sobre la borda de babor, brincando sobre la estela ondulante de las lanchas, observó fría y distintamente:

—Nunca he visto a una persona mayor que se pusiera tan en ridículo.

Hacía seguramente mucho tiempo que nadie se dirigía de esta manera a George. Se enderezó, miró incrédulamente a Felix, como dudando de sus oídos; un fuego peligroso brilló en sus ojos. Pero después de unos minutos se le ocurrió seguramente otra idea, porque se encogió de hombros y se volvió con una sonrisa artera y misteriosa. Ahora era Felix Lane quien parecía cada vez más y más nervioso, jugando distraídamente con el aparejo y dirigiendo inciertas miradas hacia su compañero, mientras George, desplazando su corpulencia de un lado a otro del barco, a medida que se sucedían las bordadas, comenzaba a silbar y a hacer algunas observaciones aisladas y chistosas.

—Empiezo a divertirme —dijo.

—Bueno. ¿Quiere coger un rato el timón? —La voz de Felix era seca, tensa, casi repentina. Era mucho lo que dependía de la contestación a esa pregunta. Pero George no pareció encontrar nada anormal.

—Cuando usted quiera —contestó descuidadamente.

Una sombra, una expresión que podría haber sido traducida como ambigüedad, consternación u oscura ironía, iba y venía por la cara de Felix. Cuando habló, su voz era apenas un murmullo y, sin embargo, había en ella una nota de desafío que no podía ser disimulada.

—Hace bien. Seguiremos hasta un poco más adelante, y luego daremos vuelta y usted puede timonear.

Lo estaba retrasando, se dijo a sí mismo: «Débil de voluntad, postergas la crisis, tu última esperanza. No hay otro remedio: si hay que actuar, cuanto antes mejor. Ahora, a otra cosa: me gustaría saber qué utiliza aquel pescador como carnada; mi caña también tiene carnada; una carnada lista para George Rattery».

Se habían invertido ahora las posiciones. Felix se hallaba en un estado de nervios lamentable, no ya ajetreándose, sino con todo el cuerpo rígido por el sufrimiento; George había recuperado su tono jocoso, su brutal actitud de orgullo y petulancia; o por lo menos, así habría parecido a uno de esos observadores omniscientes y ubicuos de Thomas Hardy, si hubiera asistido a esta extraña excursión. Felix notó que el lugar que había elegido para la acción —un grupo de olmos en la orilla derecha— quedaba ahora a popa. Apretando los dientes, siempre esperando inconscientemente la llegada de las ráfagas del lado de babor, hizo girar al dinghy en una amplia curva. El agua arremolinada gorgoteó sardónicamente. No se atrevió a encontrar los ojos de George, mientras le decía con voz abrupta y agitada:

—Ahí tiene. Coja el timón. Mantenga la amarra de la vela hacia fuera, como está ahora. Yo iré hasta la punta y levantaré la tabla central; corre mejor así, menos resistencia al agua.

Mientras hablaba, tuvo la extraña impresión de que el viento había amainado, de que todo se había sosegado para oír mejor sus palabras decisivas y esperar sus consecuencias. La naturaleza parecía contener su respiración, y su propia voz sonaba sobre la calma como un desafío gritado desde una atalaya en el desierto. Luego comenzó a percibir que este silencio extraordinario no provenía del viento y del agua, sino que emanaba, como una niebla helada, de George. La tabla central, pensó; dije que iría hacia adelante para levantarla. Pero permaneció sentado en la popa, como clavado por los ojos de George, que parecían perforarle. Se esforzó por levantar la vista y encontrarlos. El cuerpo de George daba la impresión de haberse hinchado y acercado horriblemente, como un ser de pesadilla; pero sólo se había corrido tranquilamente hacia la popa y estaba sentado a su lado. En sus ojos se veía una expresión no disimulada de astuto triunfo. George dijo suavemente, lamiéndose los gruesos labios:

—Muy bien, hombrecito. Córrase y cogerá el timón —Su voz se hizo más baja, como un afilado murmullo—. Pero le daré un consejo: nada de esas bromas que ha estado planeando.

—¿Bromas? —dijo Felix apagadamente—. ¿Qué quiere decir?

La voz de George se elevó en una ráfaga de rabia explosiva.

—¡Usted sabe muy bien lo que quiero decir, inmundo monigote asesino! —rugió. Luego, de nuevo tranquilamente, dijo—: Hoy he enviado su precioso diario a mis abogados, por correo; eso es lo que he tenido que hacer después del almuerzo, cuando le he enviado a preparar el barco. Tienen orden de abrirlo en el caso de mi muerte, y tomar las medidas necesarias. Sería sumamente triste para usted que yo me ahogara durante el paseo. ¿No es cierto?

Felix había desviado la cara. Tragó con dificultad, y trató de hablar, pero no encontró palabras. Los nudillos de sus manos parecían muy blancos sobre el timón.

—¿Ha perdido su pequeña lengua mentirosa? —George prosiguió—: Y sus uñas también. Sí, parece que le hemos arrancado las uñas definitivamente al pobre Pussy. Se creía muy superior, ¿no? Mucho más listo que todos nosotros. Bueno, se ha pasado de listo.

—¿Hace falta ponerse tan melodramático? —murmuró Felix.

—Si empieza a ser maleducado, hombrecito, le romperé la mandíbula. En realidad, me parece que voy a rompérsela de todos modos —dijo George, peligrosamente.

—¿Y pilotar el barco usted solo, de regreso? —George le miró amenazante. Luego, sonrió.

—Sí, es una idea. Creo que voy a dirigir el barco por mis propios medios. De todos modos, siempre me queda tiempo de romperle la mandíbula cuando lleguemos a tierra firme, ¿eh?

Empujó a Felix hacia un costado, y cogió el timón. El barco se zambulló y empezó a correr con el viento, las orillas pasaron volando a los costados. Felix, sosteniendo todavía la cuerda de la vela y observando automáticamente la relinga por un posible movimiento peligroso, parecía hundido en una especie de apatía.

—Bueno, ¿por qué no empieza a hacer algo pronto? Estamos a mitad de camino de la esclusa. ¿O ha decidido, después de todo, no ahogarme? —Felix levantó un hombro con un pequeño ademán—. ¿No? Lo suponía. Ha perdido el coraje, ¿no? Quiere salvar su maldito gaznate. Me imaginé que no tendría la valentía de ir hasta el final y de aceptar las consecuencias. Confié en ello. Bastante buen psicólogo, ¿no?… Bueno, no hable, hablaré yo.

Y pasó a explicar, entre otras cosas, cómo las observaciones de Felix, un día, mientras almorzaban, le habían despertado su curiosidad acerca de la «novela policíaca» que estaba escribiendo; por eso había subido a la habitación de los invitados una tarde en que Felix había salido, y descubierto el escondite, y leído el diario. Había tenido antes vagas sospechas acerca de Felix, y el diario comprobó que eran fundadas.

—Ahora —concluyó— le tengo a usted en la cuerda floja. De ahora en adelante tendrá que portarse bien, Pussy; deberá cuidar mucho, mucho, sus pasos.

—No puede hacer nada —dijo Felix sombríamente.

—¡Oh! ¿Conque no puedo? No sé gran cosa de nuestra posición legal; pero ese diario suyo le provocaría muy probablemente un veredicto de tentativa de homicidio.

Cada vez que George pronunciaba la palabra diario, se detenía, luego la escupía con furia, como si se le hubiera pegado a la garganta. No había apreciado sin duda el análisis de su carácter que dicho diario contenía. El silencio apagado de Felix parecía enfurecerle: empezó de nuevo a insultar a su compañero, no violentamente como antes, sino en términos incrédulos, quejosos y escandalizados, casi como si estuviera quejándose de la radio de un vecino que le impidiera dormir de noche,

Mientras George se preparaba progresivamente para otra explosión de virtuosa indignación, Felix le cortó en seco:

—Bueno, ¿qué piensa hacer?

—Tengo bastantes ganas de entregar su diario a la policía. Eso es lo que debería hacer. Pero por supuesto sería muy desagradable para Lena y… todos los demás. Es posible que me decida a venderle el diario a usted. Tiene bastante dinero, ¿no? ¿No quiere hacer una oferta por él? Tiene que ser una oferta generosa.

—No sea estúpido —observó Felix, inesperadamente.

George dio un respingo y miró incrédulamente a su compañero.

—¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué diablos quiere decir con…?

—He dicho «no sea estúpido». Usted sabe muy bien que no puede entregar mi diario a la policía…

George le dirigió una mirada cautelosa y calculadora. Hundido en la popa, el brazo rígido sobre el banco, Felix miraba atentamente la vela. George siguió la dirección de su mirada, persuadido por un momento de que podía surgir de la vela, curva e hinchada, alguna sorpresa. Felix continuó:

—Por la importante razón de que usted no quiere que la policía le persiga por una acusación de homicidio.

George parpadeó. Su gruesa cara se cubrió de sangre. Increíblemente, en el ardor del triunfo sobre su pequeño y peligroso adversario, en el tumultuoso alivio que había sentido al comprobar que ya había pasado el peligro físico, en la deliciosa expectativa de todo lo que podía hacer con el dinero de la venta del diario, había pasado por alto su contenido: la peligrosa información que Felix poseía. Sus dedos se crisparon; le dolían de ganas de rodear el cuello de su compañero, de hundirse en sus ojos, machacando y destrozando al pequeño intrigante que parecía haberse librado de una situación difícil; que le había devuelto el golpe.

—Usted no puede probar nada de lo que afirma —dijo amenazadoramente. La voz de Felix era indiferente:

—Usted mató a Martie, usted mató a mi hijo. No tengo la menor intención de comprarle mi diario. No creo que sea necesario fomentar los chantajes. Entréguelo a la policía, si quiere. Aplican sentencias bastante largas por homicidio casual, ¿sabe? Usted no está en condiciones de ocultar lo que ha hecho; y aunque pudiera hacerlo, Lena no podría. No, es un empate, amigo mío.

En las sienes de George sobresalían las venas. Sus puños apretados empezaron a levantarse. Felix dijo rápidamente:

—Yo trataría más bien de quedarme quieto, porque, si no, podría producirse un accidente auténtico. Un poco de control no le vendría mal.

George Rattery explotó en un torrente de injurias, que despertó de su éxtasis a uno de los pescadores de las orillas. «Debe de haberle picado una avispa —pensó—. Mal año para las avispas; dicen que el otro día uno de los jugadores del equipo del condado fue picado mientras estaba pateando; el otro no parece preocuparse mucho; me gustaría saber qué gusto puede tener en recorrer el río arriba y para abajo en un barquito. A mí que me den una lancha a motor bien cómoda, con un cajón de cerveza en la cabina».

—¡Usted se irá de mi casa y no volverá más! —seguía gritando George—. Si vuelvo a verle otra vez, enano, le haré mermelada. Le…

—¿Y mi equipaje? —dijo Felix, blandamente—. Tengo que volver para hacer mis maletas.

—Usted no cruza más mis umbrales, ¿me oye? Lena puede hacerle las maletas —Por la cara de George pasó una expresión de astucia—. Lena… Me gustaría saber qué dirá cuando sepa que no ha sido más que un medio para llegar hasta mí.

—Será mejor que no la mezcle en esto —Felix sonrió amargamente para sí mismo, molesto por haberse dejado infectar por la actitud melodramática de George. Se sentía cansado, lastimado. Gracias a Dios llegarían dentro de un minuto a la esclusa y allí podría dejar a George en tierra. Puso el timón abajo y arrió la vela mientras se acercaban a la curva. El botalón cayó a estribor; el barco se desvió y zambulló; puso el timón bien arriba y volvió a su dirección. La parte que en él ejecutaba estos movimientos era real, todo el resto era un sueño. Podía ver a babor las flores apretadas y brillantes en el jardín del vigilante. Se sintió melancólico y solitario. Lena… No se atrevía a pensar en el futuro. Se lo habían quitado de las manos de manera inesperada.

—Sí —decía George—, ya me encargaré de que Lena sepa qué especie de puerco es usted. Eso hará que todo termine entre ustedes.

—No se lo diga demasiado pronto —dijo cansadamente Felix— porque podría negarse a hacer mis maletas. Entonces tendría que hacerlas usted mismo, y eso sería terrible, ¿no? Víctima providencialmente salvada arregla la maleta del asesino frustrado.

—No sé cómo puede quedarse ahí sentado y bromear. ¿No comprende…?

—Muy bien, muy bien. Los dos nos hemos pasado de listos. Dejémoslo así. Usted mató a Martie, y yo no he conseguido matarle a usted; por suerte usted me gana por puntos.

—¡Oh, por Dios, cállese, monstruo sin sangre! No puedo soportar más su cara. Déjeme salir de este maldito barco.

—Muy bien. Aquí está la esclusa. Usted se baja aquí. Córrase, tengo que arriar la vela. Puede mandar mis cosas al Angler’s Arms. ¿No quiere que firme en su libro de visitas?

George abrió la boca para dejar escapar la rabia que de nuevo hervía en él; pero Felix, mostrándole al vigilante que se aproximaba, dijo:

—No delante de los sirvientes, George.

—¿Han tenido un buen paseo, caballeros? —preguntó el vigilante—. ¡Ah!, ¿usted se baja aquí, señor Rattery?

Pero George Rattery ya había saltado fuera del bote y pasado al lado del hombre, y se alejaba rápidamente sin decir una palabra, a través del jardín, cuidado y floreciente, con su enorme cuerpo que se abalanzaba despiadadamente sobre las flores, como un tanque, caminando en su ciega furia por encima de los canteros y aplastando el lino rojo con los pies.

El vigilante le miró con la boca abierta. La pipa de barro cayó de sus labios y se estrelló sobre el muelle de piedra.

—¡Oiga! ¡Eh, señor! —dijo por fin con una voz incierta y herida—. ¡Cuidado con mis flores, señor!

Pero George no le hizo caso. Felix contempló sus anchas espaldas alejándose hacia la ciudad, y la línea que sus pies habían cortado a través de las atónitas y lucientes flores. Fue lo último que vio de George Rattery.