PRIMERA PARTE
EL DIARIO DE FELIX LANE

20 de junio 1937

Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré…

Amable lector: debe perdonarme este comienzo melodramático. Parece la primera frase de una de mis novelas policíacas, ¿no es cierto? Sólo que esta historia nunca será publicada, y el amable lector es una cortés convención. No, tal vez no sea una cortés convención. Estoy decidido a cometer lo que la gente llama «un crimen». Todo criminal, cuando carece de cómplices, necesita de un confidente: la soledad, el espantoso aislamiento y la angustia del crimen son demasiado para un solo hombre.

Tarde o temprano confesará todo. O, aunque su voluntad siga firme, le traicionará su súper-yo, ese estricto moralista que llevamos dentro y que juega al gato y al ratón con los furtivos, con los cautelosos o con los atrevidos, induciendo al criminal in lapsus verbi; induciéndole al exceso de confianza, dejando pruebas en contra y representando el papel de agente provocador.

Todas las fuerzas de la ley y el orden serían impotentes contra un hombre absolutamente desprovisto de conciencia.

Pero en lo más hondo de nosotros existe ese deseo de expiación, una sensación de culpabilidad, el íntimo traidor; somos delatados por lo que tenemos de falso. Si la lengua se niega a confesar, lo harán nuestros actos inconscientes. Por eso el criminal regresa a la escena del crimen. Por eso estoy escribiendo este diario. Usted, imaginario lector, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, será mi confesor. No le ocultaré nada. Usted será quien me salve de la horca, si alguien puede hacerlo.

Resulta bastante fácil afrontar un crimen, aquí sentado, en el bungaló que me prestó James para que me restableciera después de mi colapso nervioso (no, amable lector, no estoy loco; debe abandonar desde ahora esa idea. Nunca he estado más cuerdo; culpable, pero no demente).

Es bastante fácil afrontar un crimen mirando por la ventana el Golden Cap que brilla en el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía, y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo. Porque todo esto, para mí, significa Martie. Si no le hubieran matado, estaríamos haciendo excursiones en el Golden Cap; él estaría chapoteando en el agua con ese brillante traje de baño, del que estaba tan orgulloso; y hoy habría cumplido siete años; yo le había prometido enseñarle a manejar el dinghy cuando tuviera siete años.

Martie era mi hijo. Una noche, hace seis meses, estaba cruzando la calle frente a nuestra casa. Había ido al pueblo a comprar caramelos. Para él habrá sido un resplandor de faros en la curva, la pesadilla de un momento, y luego el impacto, transformándolo todo en una eterna oscuridad.

Su cuerpo fue arrojado a la cuneta. Murió en seguida, minutos antes de que yo llegara. El paquete de caramelos estaba desparramado sobre el asfalto; recuerdo que empecé a recogerlos. No me parecía que hubiese otra cosa que hacer, hasta que encontré uno con sangre. Después estuve enfermo durante bastante tiempo: fiebre cerebral, colapso nervioso, o algo semejante. La verdad, por supuesto, es que naturalmente yo no quería seguir viviendo. Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al darle a luz.

El hombre que mató a Martie no detuvo su coche. La policía no ha podido encontrarle. Dijeron que para que el cuerpo fuera arrojado y herido de esa manera, debió tomar la curva a ochenta por hora.

Ése es el hombre que tengo que encontrar y matar.

No creo que por hoy pueda seguir escribiendo.

21 de junio

Amable lector: había prometido no ocultarle nada, y ya he roto mi promesa. Pero es una cosa que tenía que ocultarme a mí mismo, a la vez, hasta que estuviera bastante bien como para encararla: ¿Fue culpa mía? ¿Hice mal en permitir que Martie fuera al pueblo?

Ya está. Gracias a Dios, ya lo he dicho; el dolor de escribirlo casi me ha hecho atravesar el papel con la pluma. Me siento débil como si me hubieran arrancado de la carne la punta de una flecha; pero el dolor mismo es una especie de alivio. Déjenme mirar la flecha que estaba matándome lentamente. Si yo no le hubiera dado a Martie los veinte centavos, si yo hubiera ido con él esa noche, o mandado a la señora Teague, todavía estaría vivo, estaríamos navegando en la bahía, o pescando camarones en la boca del Cobb, o descolgándonos por los riscos entre esas flores amarillas… ¿Cómo se llamaban? Martie quería saber el nombre de todas las cosas, pero ahora que estoy solo me parece que no hay ninguna razón para averiguarlo. Yo quería que se criara independiente. Sabía que, muerta Tessa, existía el peligro de que mi cariño lo echara todo a perder. Traté de que se acostumbrara al peligro; pero ya había ido solo al pueblo docenas de veces: mientras yo trabajaba, tenía la costumbre de jugar con los niños del pueblo. Era cuidadoso al cruzar la calle y, por otra parte, en ese camino hay muy poco tránsito. ¿Quién hubiera pensado que aquel diablo aparecería por la curva, destruyendo todo a su paso? Luciéndose ante alguna inmunda mujer que le acompañaba; o borracho. Y no tuvo el coraje de pararse y dar la cara.

Tessa querida, ¿fue mía la culpa? No te hubiera gustado que le criara envuelto en algodones, ¿verdad? A ti no te gustaba que te mimaran, o que anduvieran detrás de ti: eras independiente como el diablo. No. Mi conciencia me dice que tenía razón; pero no puedo sacarme de la cabeza esa mano apretando el cartucho de papel; no me acusa, pero no me deja descansar —es un dulce fantasma que me importuna—. Mi venganza será para mí solo.

Me gustaría saber si el médico oficial hizo algún comentario censurando mi «negligencia». En el sanatorio no me dejaron ver el papel. Sólo sé que dictaron sentencia del homicidio casual, contra una persona o personas desconocidas. ¡Homicidio casual! Asesinato infantil más bien. Si le hubieran cogido, le habrían condenado a unos meses de cárcel y luego hubiera estado libre para hacerse el loco de nuevo, a menos que le hubieran quitado para siempre el permiso de conducir, y creo que nunca lo hacen.

Tengo que encontrarle e impedir que siga siendo un peligro. Al hombre que le mate deberían coronarle con flores (¿dónde leí algo parecido?), como benefactor público.

No, no empieces a engañarte. Lo que te propones no tiene nada que ver con la justicia abstracta. Pero me gustaría saber qué dijo el oficial. Tal vez eso me retenga aún aquí, puesto que ya estoy bastante repuesto; temo, sí, qué dirán los vecinos. «Mirad, ahí va el hombre que dejó matar a su hijo»: eso dijo el oficial. ¡Oh, que se vayan al diablo! ¡Y el oficial también! Ya tendrán razones para llamarme asesino dentro de poco; entonces ¿qué importa?

Pasado mañana me voy a casa. Ya está arreglado. Escribiré a la señora Teague esta noche y le diré que prepare la casa. Ya he afrontado lo peor de la muerte de Martie, y creo sinceramente que no tengo nada que reprocharme. Mi cura ya está terminada; ya puedo dedicar todo mi corazón a la única cosa que me queda por hacer.

22 de junio

Esta tarde he recibido una rápida visita de James; «solamente para saber cómo sigues». Muy amable. Se sorprendió de encontrarme tan bien. Le dije que eso se debía a la saludable situación de su bungaló: no podía decirle que ya le había encontrado una finalidad a mi vida; le hubiera incitado a hacer preguntas molestas. A una de ellas, por lo menos, ni yo mismo podría responder. «¿Cuándo decidiste por primera vez matar a X?» es el tipo de pregunta (como «¿Cuándo te enamoraste de mí?») que requiere todo un tratado para ser contestada. Y los futuros asesinos, a diferencia de los amantes, prefieren no hablar acerca de ellos mismos, a pesar de que este diario evidencia lo contrario; más bien hablan después del hecho, y demasiado, ¡pobres infelices!

Bueno, mi imaginario confesor, supongo que ya es hora de que conozca algunos detalles personales míos: edad, estatura, peso, color de los ojos, condiciones para el oficio de asesino; ese tipo de cosas.

Tengo treinta y cinco años, mido un metro sesenta y cinco, ojos pardos, expresión habitual una especie de sombría benevolencia, como la lechuza, o por lo menos, eso me decía siempre Tessa.

Mi pelo, por una extraña anomalía, no ha encanecido aún. Mi nombre es Frank Cairnes. Antes tenía un escritorio (no diré empleo) en el Ministerio del Trabajo; pero hace cinco años una herencia y mi propia pereza me persuadieron a presentar mi renuncia y a retirarme a la casa de campo donde Tessa y yo habíamos siempre deseado vivir. «Allí debería haber muerto», como dice el poeta.

Dar vueltas por el jardín, y en el dinghy, era muy poco, aun para mis posibilidades de ocio; por eso empecé a escribir novelas policíacas bajo el seudónimo de Felix Lane. Son bastante buenas, según parece, y me reportan una sorprendente cantidad de dinero; pero no puedo convencerme de que la ficción policíaca sea una rama seria de la literatura; por eso Felix Lane ha permanecido siempre en el incógnito.

Mis editores se han comprometido a no descubrir el secreto de mi identidad; después de su horror inicial frente a la idea de un escritor que no quiere ser relacionado con las ineptitudes que da a la luz, terminaron divirtiéndose con esa especie de misterio. «Buena publicidad, este asunto del misterio», pensaron con la simple credulidad de los de su clase, y empezaron a usarlo como propaganda; aunque me gustaría mucho saber a quién demonios importa dos pepinos saber quién es en realidad Felix Lane; él me será muy útil en un futuro próximo. Cuando mis vecinos me pregunten qué estoy escribiendo durante todo el día, les diré que trabajo en la biografía de Wordsworth; sé bastante acerca de él, pero me comería una tonelada de engrudo antes que escribir su biografía.

Mis cualidades para un crimen son, por no decir otra cosa, débiles: representando a Felix Lane he adquirido algunos conocimientos superficiales de medicina legal, justicia criminal y procedimiento policial.

Nunca he disparado un tiro, ni he envenenado a una rata. Mis estudios sobre criminología me han hecho comprender que solamente los generales, los cirujanos famosos y los propietarios de minas pueden cometer asesinatos impunemente. Pero tal vez sea injusto con los asesinos no profesionales.

Con respecto a mi carácter, es mejor deducirlo de este diario; me gusta imaginar que lo creo sumamente despreciable, pero esto tal vez sea tan sólo una sofisticación…

Perdóneme usted esta locuacidad presuntuosa, amable lector que nunca habrá de leerla. Un hombre está obligado a hablar consigo mismo cuando se encuentra sobre los hielos flotantes, solo en la oscuridad, perdido. Mañana vuelvo a casa; espero que la señora Teague haya regalado sus juguetes. Así se lo ordené.

23 de junio

La casa está como antes; y ¿por qué no? ¿Acaso las paredes deberían estar llorando? Esa patética presunción de esperar que todo el rostro de la naturaleza cambie por nuestros pequeños y retorcidos sufrimientos es típica de la impertinencia humana. Por supuesto, la casa está igual, salvo que no hay vida en ella. Veo que han puesto una señal de peligro en la curva; demasiado tarde, como de costumbre.

La señora Teague está muy abatida. Parece que lo ha sentido; o tal vez sus tonos funerarios sean sólo comedia de habitación de enfermo para halagarme. Leyendo de nuevo esta frase, la encuentro singularmente malvada; celos porque otra persona ha querido a Martie y ha ocupado un lugar en su vida.

Dios mío, ¿habré estado a punto de convertirme en uno de esos padres absorbentes? Si es así, realmente no sirvo para asesino.

Escribía esto cuando entró la señora Teague, con una expresión de pedir disculpas, aunque decidida, en su enorme cara colorada, como una esposa tímida que se ha comprometido a elevar una queja, o como un comulgante que vuelve del altar. «No pude hacerlo, señor —dijo—; no he tenido coraje». Y me horrorizó echándose a sollozar. «¿Hacer qué?», pregunté. «Regalarlos», sollozó.

Tiró una llave sobre la mesa y salió del cuarto.

Era la llave del armario de los juguetes de Martie. Subí al cuarto del chico y abrí el armario. Tuve que hacerlo en seguida, porque, si no, nunca lo hubiera hecho. Durante largo rato, incapaz de pensar, estuve mirando el garaje de juguete, la locomotora Hornby, el viejo osito con su único ojo; sus tres favoritos. Me vinieron a la mente los versos de Coventry Patmore.

A su alcance tenía una caja de bolitas,

una piedra veteada,

un pedazo de vidrio roído por la playa,

y siete u ocho conchillas:

una botella con campanillas

y dos monedas francesas de cobre,

arregladas con arte cuidadoso,

para consolar su corazón desolado.

La señora Teague tenía razón. Me hacía falta. Hacía falta algo que mantuviera abierta la herida: esos juguetes son un recuerdo más punzante que la tumba en el cementerio, no me dejarán dormir, serán la muerte de alguien.

24 de junio

Esta mañana he hablado con el sargento Elder. Cien kilos de músculo y de hueso, como diría Sapper, y más o menos un miligramo de cerebro; los arrogantes ojos de pescado del imbécil investido de autoridad. ¿Por qué nos sentimos siempre invadidos por una especie de parálisis moral al hablar con un policía, como si uno estuviera a bordo de una canoa a punto de ser arrollada por el Normandie?

Probablemente es una especie de temor contagioso. El policía está siempre a la defensiva: contra las clases superiores porque pueden dañarle si da un paso en falso; contra las clases inferiores porque es el representante de la ley y el orden, que éstas parecen considerar, con toda razón, como sus enemigos naturales.

Elder desplegó la acostumbrada reticencia pomposa y oficial; tiene la costumbre de rascarse el lóbulo de la oreja derecha y mirar, al mismo tiempo, hacia la pared, por encima de uno, costumbre que considero extrañamente irritante.

Me dijo que aún proseguían las investigaciones; todas las posibilidades serían analizadas; habían reunido gran cantidad de informaciones, pero todavía no había ninguna pista segura. Lo cual significa, por supuesto, que han llegado a un punto muerto y no quieren admitirlo. Me dejan la vía libre. Combate abierto. Me alegro.

Le ofrecí a Elder un medio litro, y se ablandó un poco. Averigüé algunos detalles de las investigaciones. La policía es bastante perfecta. Aparte de la llamada radiotelefónica para que se presentaran los testigos del accidente, parece que visitaron todos los garajes del condado, averiguando si no habían traído radiadores averiados para arreglar, parachoques, guardabarros, etc.; se investigaron las coartadas de todos los propietarios de coches con respecto al instante del accidente, dentro de un extenso radio. Además preguntaron, casa por casa, a lo largo de la posible ruta seguida por el individuo en las proximidades del pueblo; se interrogó a los propietarios de las gasolineras; y así sucesivamente. Parece que aquella tarde había tenido lugar un juicio público, y la policía pensó que la persona buscada podía haber sido alguno de los asistentes que se hubiera extraviado (en verdad corría a la velocidad de alguien que quisiera recuperar el tiempo perdido); pero ninguno de los coches estaba averiado al llegar a la próxima parada. También descubrieron, de acuerdo con las horas indicadas por los oficiales de esas paradas y de la anterior, que ninguno de los conductores había tenido tiempo para dar un rodeo y pasar por el pueblo. Pudo existir alguna excepción; pero pienso que la policía la hubiera descubierto.

Creo haber obtenido toda esta información sin parecer demasiado fríamente inquisitivo. ¿Para qué quiere saber todo esto un padre desolado? Bueno, supongo que Elder no se preocupa demasiado por los matices morbosos de la psicología. Pero es un problema abrumador. ¿Qué éxito puedo tener donde ha fallado toda la organización policíaca? Es como buscar una aguja en un pajar.

Un momento. Si yo quisiera esconder una aguja, no la escondería en un pajar: la escondería en un montón de agujas. Elder estaba muy seguro de que el impacto del choque debía haber averiado de algún modo la parte delantera del coche, aunque Martie pesara menos que una pluma. La mejor manera de disimular una avería sería causar más daño en el mismo lugar. Si yo hubiera atropellado a un chico y hubiera abollado un guardabarros, buscaría otro accidente: lanzaría el coche contra una puerta, un árbol o cualquier otra cosa; esto disimularía todas las marcas del choque anterior. Tenemos que ver si aquella noche hubo algún accidente de este tipo. Llamaré a Elder por la mañana y se lo preguntaré.

25 de junio

La policía ya lo había pensado. El respeto de Elder por los afligidos fue sometido a una severa prueba, a juzgar por su tono en el teléfono: me dio a entender, cortésmente, que la policía no necesitaba que los de afuera le enseñaran a hacer su trabajo. Todos los accidentes ocurridos en las inmediaciones habían sido investigados, para establecer su «bonafides», palabras textuales del imbécil.

Es asombroso, enloquecedor. No sé por dónde empezar. ¿Cómo se me ocurrió que no tenía más que estirar el brazo para coger al hombre que estoy buscando? Debe haber sido el primer paso de la megalomanía del criminal. Después de mi conversación telefónica de esta mañana con Elder, me sentí irritado y desanimado. No tengo nada que hacer; salgo a dar vueltas por el jardín, donde todo me recuerda a Martie, sobre todo este estúpido asunto de las rosas.

Cuando Martie apenas sabía caminar, tenía la costumbre de seguirme por el jardín, mientras yo cortaba las flores para la mesa. Un día descubrí que él había cortado dos docenas de rosas finas, que yo guardaba para una exposición; esa espléndida flor rojo oscuro: «Noche». Me enfadé con él, aunque, aun en ese momento, comprendía que sólo había querido ayudarme. Fui bestial. Luego, durante varias horas, nadie pudo consolarle. Así se destruyen la inocencia y la confianza. Ahora está muerto, y supongo que ya no importa; pero me gustaría no haber perdido la cabeza ese día; para él debió ser como el fin del mundo. ¡Oh diablos, estoy volviéndome imbécil! No me falta más que hacer un catálogo de sus frases infantiles. Y ¿por qué no? Mirando ahora hacia el césped, recuerdo cómo me dijo una vez que vio un gusano cortado en dos por la segadora: «Mira, papá, ese gusano quiere ir a dos lugares a un mismo tiempo». Me pareció muy bien esa facilidad para las metáforas; podía haber llegado a ser poeta. Pero lo que me llevó a pensar en estas cosas sentimentales fue el descubrimiento que hice esa mañana al salir al jardín: que me habían cortado todos los rosales. Mi corazón se detuvo (como digo en mis novelas). Durante un momento pensé que los últimos seis meses habían sido una pesadilla y que Martie estaba todavía vivo. Sin duda habrá sido algún chico travieso. Pero esto me desanimó, me hizo sentir como si todo estuviera en contra de mí; una providencia misericordiosa y justa podría haber dejado por lo menos algunas rosas. Supongo que tendré que comunicar este acto de «vandalismo» a Elder, pero no tengo ganas de que me molesten.

Hay algo intolerablemente teatral en el sonido de los sollozos.

Espero que la señora Teague no me haya oído. Mañana por la noche recorreré las tabernas y veré si consigo alguna información. No puedo seguir para siempre entristeciéndome dentro de mi casa. Tal vez vaya a tomar algunas copas con Peters, antes de acostarme.

26 de junio

Hay un placer incomparable en la simulación: la sensación de aquel hombre del cuento, que llevaba en el bolsillo una bomba que, al apretar una perilla, le haría volar instantáneamente junto con todo lo que le rodeaba. Sentí lo mismo cuando me comprometí secretamente con Tessa. Ese secreto peligroso y maravilloso dentro de mi pecho; y lo sentí de nuevo anoche, hablando con Peters.

Es un buen tipo, pero supongo que nunca se ha encontrado con nada más melodramático que un parto, una artritis o una gripe. Yo trataba de imaginarme qué hubiera dicho de haber sabido que un futuro asesino estaba sentado con él, tomando un whisky. En un momento dado, el deseo de decirlo llegó a ser intolerable. Realmente, tendré que ser más cuidadoso. Esto no es un juego.

No lo hubiera creído, pero no quiero que me manden de nuevo a ese sanatorio —o a algún lugar peor— bajo «observación».

Me alegré cuando Peters me dijo, después que me hube decidido a preguntárselo, que el informe no decía nada acerca de una posible responsabilidad mía en la muerte de Martie. Sin embargo, todavía me molesta esa idea. Miro las caras de las personas del pueblo y trato de imaginarme lo que realmente estarán pensando de mí. La señora Anderson, por ejemplo, la viuda de nuestro organista, ¿por qué cruzó esta mañana la calle para evitarme?

Siempre quiso mucho a Martie. En realidad, me lo estaba arruinando con sus fresas con nata y esos extraños rombos de gelatina, y sus mimos furtivos cuando suponía que yo no miraba. Esto último nos disgustaba a ambos por igual.

Es cierto que la pobre nunca tuvo hijos, y que la muerte de Anderson fue para ella un golpe decisivo. Preferiría que me cortaran en pedazos antes que tener que soportar su pegajosa simpatía. Como casi todas las personas que llevan una vida aislada —aislada espiritualmente, quiero decir—, soy extraordinariamente sensible a la opinión que los demás tienen de mí. Odio la idea de ser un tipo popular, bien recibido en todas partes; sin embargo, la idea de ser impopular me produce un sentimiento de profunda intranquilidad. No es un rasgo muy simpático querer comerse el pastel y al mismo tiempo guardárselo; ser querido por mis vecinos, pero permanecer esencialmente separado de ellos. Pero, por otra parte, como ya he dicho, no pretendo ser una persona muy agradable.

Voy a ir al Saddler’s Arms, y afrontar la opinión pública dentro de su mismo antro. Tal vez consiga una pista, aunque supongo que Elder ya debe haber interrogado a los muchachos.

Más tarde

He bebido casi cinco litros en las últimas horas, pero todavía estoy frío. Parece que hay algunas heridas demasiado profundas para la anestesia local. Todos muy amigos.

Por lo menos no soy el villano de la obra.

«Una vergüenza —dijeron—. La horca es muy poco para esa clase de gente».

«Echamos de menos al chico; era muy espabilado —dijo el viejo Barnett, el granjero—. Esos automóviles son la maldición de los campos: si dependiera de mí, los prohibiría».

Bert Cozzens, el sabio del pueblo, agregó: «Es el peaje de los caminos, no es más que eso, la libertad de tránsito de los caminos. Selección natural, ¿comprenden? Supervivencia de los más aptos, sin faltarle al respeto, señor; frente a esta horrible fatalidad, le acompañamos todos en el sentimiento».

«¿Supervivencia de los más aptos? —chilló el joven Joe—. ¿Qué nos cuentas, Bert? Supervivencia de los más gordos, parece».

Esto fue considerado como una falta de respeto, y el joven Joe fue suprimido de la conversación.

Son buenas personas: ni hipócritas ni cínicos ni sentimentales cuando se trata de la muerte; tienen la correcta actitud realista. Sus hijos deben ahogarse o nadar; no pueden pagarse nodrizas o comidas de fantasía, por eso nunca se les ocurriría ver mal que yo permitiera a Martie vivir la vida independiente y natural de sus propios hijos.

Yo pude haberlo adivinado. Pero temo que no me hayan sido útiles en ningún sentido. Como lo resumiera Ted Barnett, «daríamos todos los dedos de la mano derecha por encontrar al sinvergüenza que hizo eso. Después del accidente vimos a uno o dos coches que cruzaban por el pueblo, pero no nos fijamos en ellos, pues no sabíamos qué había pasado; y los faros deslumbran de tal manera, que uno no puede ver las matrículas. Supongo que para eso está la policía. Lástima que Elder se pasa el tiempo…». Y aquí seguía una serie de calumnias y de suposiciones, de un carácter sumamente erótico, relativas a lo que nuestro honorable sargento hace en sus horas libres.

Lo mismo en el Lion and Lamb y en el Crown. Mucha voluntad, pero ninguna información. A este paso no llegaré a ninguna parte. Debo tomar una dirección totalmente distinta. Pero ¿cuál? Esta noche estoy muy cansado para seguir pensando.

27 de junio

Hoy, una larga caminata por el lado de Cirencester. He pasado por la colina desde donde Martie y yo lanzábamos aquellos planeadores de juguete; le gustaban terriblemente; tal vez hubiera llegado a estrellarse con un aeroplano si no hubiera aparecido antes el coche. Nunca olvidaré cómo miraba los planeadores, con una cara inefablemente tensa y solemne, como si hubiera querido mantenerlos planeando y volando eternamente. Todo el campo me lo recuerda. Mientras permanezca aquí, mi herida no ha de cerrarse, y es justamente lo que quiero.

Alguien trata de hacerme desaparecer. Anoche destruyeron y tiraron sobre el camino todas las plantas de lirios y de tabaco del cantero que está bajo mi ventana. Más bien esta mañana, temprano; a medianoche estaban como siempre. Ningún chico del pueblo repetiría una cosa semejante. En todo esto hay una malevolencia que me preocupa un poco. Pero no me intimidará.

Se me ha ocurrido una idea extraña. Tengo, tal vez, algún enemigo mortal, que ha matado deliberadamente a Martie y que está destruyendo ahora todas las otras cosas que amo. Fantástico. Demuestra cómo se nos puede trastornar el cerebro si estamos demasiado tiempo solos. Pero si esto sigue durante más tiempo, llegaré a tener miedo de mirar por la ventana al levantarme.

Hoy he caminado rápidamente, para que mi cerebro no pudiera seguirme, y por unas horas me libré de su constante recriminación. Me siento más fresco; por lo tanto, con su permiso, hipotético lector, me decidiré a pensar sobre el papel. ¿Qué nueva línea de conducta debo adoptar? Será mejor disponer el asunto bajo la forma de una serie de proposiciones y deducciones. Ahí va:

1.° No vale la pena utilizar los métodos de la policía, que posee más medios y que parece haber fracasado.

La consecuencia es: debo explotar en lo posible mis propios puntos fuertes. Seguramente, en un escritor policial, la capacidad de situarse dentro de la mente del criminal.

2.° Si yo hubiera atropellado a un niño y averiado mi coche, me alejaría instintivamente de los caminos principales, donde el deterioro podría ser advertido, y trataría de llegar lo más pronto posible a un lugar donde repararlo. Pero, de acuerdo con la policía, todos los garajes han sido registrados, y todas las averías que fueron reparadas en los días siguientes al accidente eran susceptibles de alguna explicación inocente. Por supuesto, pueden haber mentido de una manera u otra; si así fuera, me parece humanamente imposible descubrirlo.

¿Qué se deduce de esto? a) Que el coche no resultó, después de todo, dañado; pero la opinión de los expertos sugiere que esto es muy improbable. b) Que el criminal llevó su coche a un garaje particular, y lo ha mantenido hasta ahora bajo llave; es posible, pero sumamente improbable. c) Que el criminal llevó a cabo las reparaciones por sí mismo, secretamente; ésta es, sin duda, la explicación más verosímil.

3.° Supongamos que el individuo efectuó las reparaciones. ¿Esto revela algo acerca de él?

Sí. Debe de ser un experto, con las herramientas necesarias a su disposición. Pero aun una pequeña abolladura en un guardabarros hace necesaria la utilización de un martillo, y provoca por lo tanto un estrépito capaz de despertar a los muertos. «¡Despertar!». Exactamente. Tuvo que hacer las reparaciones durante esa misma noche, para que al día siguiente no quedaran rastros del accidente. Pero un martilleo nocturno podría despertar a la gente y provocar sospechas.

4.° No martilleó durante la noche. Pero aunque estuviera el coche en un garaje público, o en uno particular, los golpes de martillo por la mañana hubieran llamado la atención, suponiendo que hubiera podido posponer las reparaciones hasta la mañana.

5.° No utilizó el martillo para nada. Pero debemos suponer que las reparaciones fueron efectuadas de una manera u otra. ¡Qué tonto soy! Aun para arreglar una abolladura pequeña hay que sacar el guardabarros. Y si, como estamos obligados a deducir, el criminal estaba imposibilitado de hacer ruido mientras arreglaba el coche, la consecuencia es que tuvo que retirar la parte averiada y sustituirla por otra nueva.

6.° Supongamos que colocó otro guardabarros, quizá también un parachoques, o un faro nuevo, y se deshizo de los averiados. ¿Qué deducimos?

Que debe ser por lo menos un buen mecánico, y que puede conseguir piezas de repuesto. En otras palabras, debe trabajar en un taller de reparaciones público. Es más: debe ser el dueño, porque solamente el dueño del taller podría ocultar la desaparición de esa pieza de repuesto sin dar explicaciones.

¡Por Dios! Parece que he llegado por fin a alguna parte. El hombre que busco posee un taller, y debe ser importante; si no, no tendría las piezas de repuesto necesarias; pero no demasiado importante, porque en un taller grande las piezas de repuesto en existencia estarían seguramente bajo la supervisión de algún empleado o encargado, y no en manos del patrón. A menos que el criminal fuera ese empleado o encargado.

Me temo que esto aumente de nuevo el radio de elección.

¿Qué puedo deducir acerca del coche y de la naturaleza de las averías? Desde el punto de vista del conductor, Martie cruzaba la calle de izquierda a derecha; su cuerpo fue arrojado a la cuneta izquierda del camino. Esto sugiere que la abolladura ha de haber sido a la izquierda del coche, especialmente si se desvió un poco a la derecha, para evitarle. El guardabarros, el faro o el parachoques izquierdo. Faro; esta palabra trata de decirme algo. Piensa. Piensa…

¡Ya lo tengo! No había cristales rotos sobre el camino. ¿Qué clase de faro es más difícil de destruir con un impacto? Los que están cubiertos por una rejilla, como los de esos coches deportivos rápidos y bajos. Y debe haber sido un coche bajo y alargado (con un piloto experto), para haber podido dar vuelta a esa esquina a semejante velocidad y sin salirse del camino.

Recapacitemos. Hay bastantes razones hipotéticas para suponer que el criminal es un piloto experto y temerario, propietario o encargado de un taller público de cierta importancia, y dueño de un coche deportivo con faros protegidos por rejillas. Probablemente un coche bastante nuevo; si no, se hubiera notado la diferencia entre el guardabarros viejo de la derecha y el nuevo de la izquierda, aunque pudo haber disimulado el nuevo para que pareciera usado: rajaduras, polvo, etc. ¡Ah!, y otra cosa: o su taller está en un lugar más bien solitario, o tiene alguna buena linterna sorda; de otro modo hubiera sido visto mientras efectuaba sus reparaciones nocturnas. Además, esa noche tuvo que salir de nuevo para deshacerse de las partes deterioradas después de cambiarlas; y debe existir un río o unos matorrales allí cerca donde tirarlas, pues de ningún modo podía dejarlas junto a los desperdicios del taller. ¡Cielos! Son más de las doce de la noche. Debo acostarme. Ahora que sé por dónde empezar, me siento como nuevo.

28 de junio

Desesperación. ¡Cuán frágil parece todo a la luz de la mañana! Si hasta ni sé, ahora, si hay coches con rejillas frente a los faros; los radiadores, sí, pero ¿los faros? Claro que esto es fácil de averiguar. Pero aun suponiendo que esta cadena de argumentos sea, por milagro, verídica, estoy tan lejos como antes del hombre. Habrá miles de dueños de garajes que poseen coches deportivos. El accidente ocurrió más o menos a las seis y veinte de la tarde; suponiéndole un máximo de tres horas para colocar las partes nuevas y deshacerse de las viejas, le quedaban todavía diez horas de oscuridad para hacer lo que quisiera, lo cual significa que el garaje puede estar en cualquier parte dentro de un radio de trescientas millas. Un poco menos, quizá; no es probable que se atreviera a cargar gasolina en alguna parte, con la marca de la bestia sobre el coche. Pero imagínense ustedes todos los garajes que caben en ese radio, aun cuando lo redujéramos a cien millas. ¿Debo ir a cada uno de ellos preguntando al dueño si tiene un coche deportivo? ¿Y si contestara que sí? La perspectiva es tan espantosa como la extensión infinita de la eternidad. Mi odio hacia ese hombre ha destruido mi sentido común.

Tal vez no sea ésta la razón principal de mi falta de ánimo. Esta mañana llegó una carta anónima. Traída personalmente, mientras todos dormíamos, seguramente por el mismo bromista repugnante o monomaníaco que ha estado destruyendo mis flores.

Me ataca los nervios. Ésta es la carta. Papel barato, mayúsculas de imprenta como de costumbre.

Usted lo mató. No sé cómo se atreve a mostrar su cara por el pueblo después de lo que pasó el 3 de enero. ¿No se da por aludido? Aquí no lo queremos, y vamos a crearle una situación tan molesta que se arrepentirá de haber vuelto. La sangre de Martie está sobre su cabeza.

Parece una persona educada. O personas, si el «nosotros» significa algo definido. ¡Oh, Tessa!, ¿qué haré?

29 de junio

¡La hora más oscura precede al alba! ¡Ha terminado la cacería! Déjenme saludar el nuevo día con una salva de lugares comunes. Esta mañana he salido con mi coche, como estaba aún en lo peor de mi depresión, pensé ir hasta Oxford para ver a Michael. Fui por un atajo desde el Cirencester hasta el camino de Oxford, una huella angosta por las colinas, por donde nunca había pasado. Después de la lluvia, todo vivía y resplandecía a la luz del sol. Mirando a lo lejos, más allá de los montes a mi derecha —había un maravilloso campo de trébol, color de frambuesa aplastada—, me metí de golpe en un vado.

El coche se arrastró por el agua hasta el otro lado y se detuvo. Nunca he sabido nada de lo que sucede debajo del capó; pero sé que cuando el coche se para hay que dejarlo un rato hasta que se le pase el mal humor, y casi siempre vuelve a marchar. Me había bajado para sacudirme el agua —al meterme en el vado un gran abanico de agua se había lanzado sobre mí—, cuando un sujeto apoyado en la valla de una finca me habló.

Cambiamos unos cuantos chistes acerca de los baños de lluvia.

Luego el individuo me dijo que una noche, este invierno, había sucedido algo semejante, allí mismo. Ociosamente, sólo por hablar, le pregunté qué día. Esta pregunta resultó toda una inspiración. Hizo con tono moralista algunos cálculos complicados, relacionados con una visita a su suegra, una oveja enferma y una radio que se había estropeado, y contestó: «El tres de enero. Eso mismo: el tres de enero. No tengo la menor duda. Después de la oración».

En este momento —ya saben cómo— se meten en la cabeza ciertas frases intempestivas, vi mentalmente esta frase: «Lavado en la Sangre del Cordero». Recuerdo que la había leído en un cartel, al lado de una iglesia metodista, junto al camino. En varios sentidos, la frase de Daniel. Después, la palabra «sangre» se asoció con la carta que recibí ayer —«la sangre de Martie está sobre su cabeza»—. Luego la niebla se desvaneció y vi claramente la imagen del asesino de Martie metiéndose a toda velocidad en el vado, como yo, pero a propósito, para lavar del coche la sangre de Martie.

Mi boca estaba seca, mientras preguntaba, tan negligentemente como pude, al hombre:

—¿Usted no recuerda, por casualidad, qué hora era cuando esa otra persona se metió en el vado?

Estuvo pensando un rato; todo temblaba en la balanza (estos viejos clisés son tan satisfactorios), y luego dijo:

—No eran las siete. Menos cuarto o menos diez, supongo. Sí, eso es. Cerca de las siete menos cuarto.

Mi expresión debía ser todo un poema, como algunos dicen. Vi que me miraba con cierta curiosidad, y entonces exclamé con gran entusiasmo:

—¡Entonces habrá sido mi amigo! Me dijo que después de dejarme se había perdido y metido en un vado cuando pasaba por los Cotswolds, etcétera, etcétera.

Detrás de esa cortina de humo mi cerebro efectuaba un cálculo relámpago. Yo había tardado casi media hora en llegar hasta ahí. En un coche rápido, conociendo los caminos y sin tener que parar para consultar los mapas, X podría haberlo hecho entre las seis y veinte, la hora del accidente, y las siete y cuarenta y cinco.

Unos veintiocho kilómetros en veinticinco minutos, promedio de sesenta y cinco kilómetros por hora; bastante plausible para un coche deportivo. Arriesgué todo en otra pregunta:

—¿No era un coche deportivo, alargado? ¿No vio de qué marca? ¿O el número de la matrícula?

—Se metió en el agua a bastante velocidad; pero no distingo bien la marca de los automóviles. Estaba oscuro, ¿sabe?, y los faros me encandilaban. Los vi venir desde lejos. Tampoco me acuerdo bien del número. CAD y algo más, me parece.

—¡Eso mismo! —dije—. (CAD son las letras de las nuevas matrículas de Gloucestershire. El círculo se está estrechando).

Yo pensaba: «Con buenos faros, sólo un lunático se metería a toda velocidad en un vado grande, a menos que quisiera levantar una ola de agua que cayera sobre la parte delantera de coche y lavara las manchas de sangre. Yo me había metido en el agua porque estaba mirando el paisaje, cosa que nadie hace de noche».

¿Por qué no entró en mis cálculos la cuestión de la sangre? Naturalmente, si X se veía obligado a pararse en cualquier parte durante su viaje de regreso, las manchas de sangre sobre la carrocería podían ser advertidas, y eran más difíciles de explicar que un guardabarros abollado. Por otra parte, era peligroso pararse y ponerse a limpiar la carrocería con un trapo; no es muy fácil deshacerse de trapos manchados de sangre. Mucho más fácil sería meterse en un vado, y dejar que el agua hiciera el resto. Seguramente, había detenido el coche para ver si la limpieza había sido completa

Pero el hombre estaba diciendo, con la sospecha de un guiño en la cara:

—Es bastante bonita, señor, ¿verdad?

Por un momento pensé que me hablaba de otra cosa. Luego, horrorizado, comprendí que se refería a X. Por algún motivo desconocido nunca se me había ocurrido que la persona que buscaba pudiera ser una mujer.

—No sabía que mi amigo llevaba un… una pasajera consigo —balbuceé, tratando de reponerme.

—¡Oh, ah! —dijo. (¡Aceptado! ¡Gracias Dios!) Luego en el coche, iban un hombre y una mujer. El canalla, como había imaginado, andaba pavoneándose. Procuré que el hombre me describiera a «mi amigo», pero no resultó gran cosa—. Un tipo grandote, bien vestido, bien educado. Había que ver cómo estaba de nerviosa la señora, se había asustado al entrar en el vado a semejante velocidad. Todo el tiempo decía: «¡Oh, George apresúrate; no podemos quedarnos aquí toda la noche!». Pero él no tenía prisa. Se quedaba allí como está usted, apoyado en el guardabarros charlando amablemente.

—¿Apoyado en el guardabarros? ¿Así? —pregunté, asombrado por mi buena suerte.

—Hum. Así era.

Yo estaba apoyado en el guardabarros delantero izquierdo; el mismo que debía de habérsele abollado a X: X se había apoyado allí, seguramente, para ocultar la abolladura al hombre con quien yo hablaba. Le hice otras preguntas, con el mayor tacto posible, pero no le pude sacar más datos acerca del hombre o de su coche. Yo estaba furioso. No encontrando otra cosa que decir, adopté un tono repugnante y horrible.

—Bueno, tendré que preguntarle a George acerca de esta amiga suya. Esas cosas no se pueden hacer. ¡Y un hombre casado! Me gustaría saber quién es ella.

La broma dio en el blanco. El individuo se rascó la cabeza.

—Pensándolo bien, yo sé su nombre; pero no lo recuerdo. La semana pasada la vi en una película. En Cheltenham. Trabajaba en paños menores, y no tenía demasiados, tampoco.

—¿En paños menores, en una película?

—Sí. En paños menores. Mi señora se escandalizó bastante. Pero ¿cómo se llama? ¡Eh, patrona!

De la casa salió una mujer.

—¿Cómo se llamaba esa película que vimos la semana pasada? La primera.

—¿La otra? Pantorrillas de criada.

—Hum. Eso es. Pantorrillas de criada. Y esta señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas.

—Medio loca, me pareció —dijo la mujer—. Mi Gertie está alocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar enseñando sus encantos como esa descarada de Polly. Le daría su merecido.

—¿Usted quiere decir que la chica que estaba esa noche con mi amigo tenía el papel de Polly en esa película?

—Bueno, no podría jurarlo. No quiero meter a ese señor en líos. La señora del coche escondía la cara todo el tiempo. Sin duda no quería que la reconocieran. Se puso furiosa cuando el caballero apuntó con la luz para adentro del coche. «George, aparta esa maldita linterna», dijo. Así pude verle la cara. Y cuando vi a la Polly del cine le dije a mi señora: «¡Eh, patrona!, ¿no es la del coche que se paró en el vado?».

—Cierto.

Poco después les dejé, después de haber hecho algunas observaciones sobre la conveniencia de no hablar demasiado sobre todo aquello. Aunque hablaran, no les han quedado más que las ideas de una relación ilícita entre dos personas, la que pienso haber comentado hábilmente. No podía recordar el nombre de la actriz que había representado el papel de Polly; fui directamente a Cheltenham y lo averigüé. Pantorrillas de criada es una película inglesa; podría haberlo adivinado por el título, típico de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar; el nombre de la chica es Lena Lawson. Lo que llaman una «starlet» (Dios, ¡qué palabra!). Están proyectando esa película en Gloucester, esta semana; iré mañana y trataré de verla bien.

No es extraño que la policía no haya utilizado como testigos a esas personas. Su finca es un lugar desierto, junto a un camino por donde pasan de día pocos coches. Tampoco oyeron la advertencia transmitida por la BBC, porque tuvieron durante toda esa semana el aparato de radio estropeado. Y, de cualquier modo, ¿cómo hubieran podido relacionar el coche del vado con un accidente ocurrido a casi treinta kilómetros de distancia?

Estos son los nuevos datos sobre X. Su nombre de pila es George. Su coche tiene matrícula de Gloucestershire. Esto, unido a su conocimiento de la existencia del vado (no tuvo tiempo, seguramente, de buscar uno en un mapa) sugiere fuertemente que vive en el condado. Y que Lena Lawson es su punto débil: y cuando digo débil, sé lo que digo: la muchacha estaba horrorizada, es evidente, cuando mi amigo les habló junto al vado; por eso dijo: «¡Oh, apresurémonos!», y trató de esconder el rostro. Mí próximo paso será ponerme en contacto con ella; seguramente cederá a la presión.

30 de junio

Esta noche he visto a Lena Lawson. Debo confesar que es bastante bonita. Tengo que buscar el modo de encontrarla. Pero, Dios mío, ¡qué película! Perdí bastante tiempo, después del almuerzo, buscando los nombres cuyas iniciales empiezan por G. Hice una lista de aproximadamente una docena. Es una extraña sensación mirar una lista de nombres y saber que tacharemos uno de ellos.

Mi plan de campaña empieza ya a preocuparme. No lo escribiré mientras no haya desarrollado sus líneas generales. Me parece que Felix Lane me será útil de alguna manera. Pero ¡todos los pequeños, ridículos y aburridos detalles que hay que cuidar antes de poder ponerse en contacto con la víctima, y no digamos nada de matarle! Con la misma facilidad podríamos estar organizando una ascensión al Everest.

2 de julio

Es un comentario interesante sobre la falibilidad de la inteligencia humana —aun de una inteligencia superior a la normal— el hacer notar que durante dos días he estado exprimiéndome el cerebro para desarrollar el plan de un asesinato que no implique absolutamente ningún peligro, y sólo esta tarde me he dado cuenta de que era necesario. Por esto: si nadie más que yo (y probablemente Lena Lawson) sabe que George mató a Martie, nadie puede encontrarme un motivo para matar a George. Por supuesto, sé que legalmente no hace falta comprobar la existencia de un motivo si las pruebas circunstanciales están en contra del acusado. Pero, en la realidad, sólo los testigos directos del crimen pueden determinar una convicción segura de culpabilidad cuando no existe ningún motivo aparente. Mientras George y Lena Lawson no asocien a Felix Lane con Frank Cairnes, el padre del niño que ellos atropellaron, nadie puede encontrar la menor conexión entre George y yo. Ahora bien; en los periódicos no apareció ninguna fotografía mía con motivo de la muerte de mi hijo; estoy seguro de esto porque la señora Teague no dio ninguna oportunidad a los periodistas. Y las únicas personas que saben que Frank Cairnes es Felix Lane son mis editores, y han jurado guardar el secreto. Por lo tanto, si llevo bien mi juego, todo lo que debo hacer es conseguir que me presenten a Lena Lawson, como Felix Lane, llegar a George a través de ella, y matarle. Si por casualidad ella o George han leído alguna de mis novelas y oído el asunto del «incógnito» —el «¿quién es Felix Lane?»— que mis editores han propalado, diré que sólo se trata de una mentira publicitaria y que nunca he sido sino Felix Lane. El único peligro sería que me encontrara algún conocido representando el papel de Felix Lane con Lena, pero eso no es muy difícil de evitar. De cualquier manera, me dejaré crecer la barba antes de tener ningún trato con la encantadora «estrellita».

George ha de llevarse el misterio de la muerte de Martie consigo a la tumba (donde tendrá tiempo suficiente para meditar acerca de su bestialidad), y en esa misma tumba será enterrado el motivo de mi «crimen». El único peligro posible podría ser Lena; tal vez haga falta deshacerse de ella también; espero que no, aunque todavía no tengo razones para suponer que su desaparición signifique una pérdida para el mundo.

¿Comenta usted desfavorablemente, imaginario confesor, mi deseo de salvar el pellejo? Hace un mes, cuando se insinuó en mi mente la idea de matar al asesino de Martie, no tenía ganas de seguir viviendo. Pero mientras florecía mi deseo de matar, iba creciendo, no sé cómo, mi deseo de vivir: han crecido juntos, como inseparables mellizos. Creo que debo a mi venganza el salir indemne de este asesinato, como salió George, casi, del asesinato de Martie.

George. Ya he llegado a considerarle como un viejo conocido. Siento casi la impaciencia de un amante y estoy vibrante por la expectativa de nuestro encuentro. No tengo aún, sin embargo, pruebas de que sea él quien mató a Martie: tan sólo su extraño comportamiento en el vado, y la presunción de no equivocarme. Pero ¿cómo probarlo? ¿Cómo podré alguna vez probarlo?

No importa. No cruzaré mis puentes antes de haber llegado a ellos. Sólo debo recordar que puedo matar a George, o a X, o a quien sea, con absoluta impunidad, mientras no pierda la cabeza o piense demasiado. Debe ser un accidente: nada de tonterías con venenos sutiles o coartadas complicadas; apenas un empujoncito mientras paseamos al borde de un acantilado o al cruzar la calle. Nadie conocerá mi motivo para matarle, y nadie tendrá, por lo tanto, razones para suponer que no fue un verdadero accidente.

Sin embargo, lamento que así deba ser. Yo me había prometido el placer de su agonía; no merece una muerte rápida. Me gustaría quemarlo despacio, pulgada por pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que va al infierno.

La señora Teague acaba de entrar. «¿Escribiendo su libro?», dijo. «Sí». «Bueno, suerte que tiene algo para distraerse». «Sí, señora Teague, es una suerte», dije suavemente. Ella también quería a Martie, a su manera. Hace tiempo que no lee los originales de mi escritorio; yo tenía la precaución de dejar notas abandonadas, relativas a mi apócrifa biografía de Wordsworth; eso la despistó. «Me gusta la buena lectura, entienda —me dijo una vez—, pero nada de esas cosas para intelectuales. Mi marido leía mucho: Shakespeare, Dante, Marie Corelli, los había leído todos. Trató de que yo también lo hiciera; dijo que era para mejorar mi intelecto». «Deja en paz mi intelecto —le dije—; con un tragalibros en la casa es bastante. Dante no te hará la comida».

Sin embargo, siempre he guardado los originales de mis novelas policíacas bajo llave, y así guardo este diario. De todos modos, si algún extraño llegara a encontrarlo, podría creer que es otra de las novelas de Felix Lane.

3 de julio

Esta tarde ha venido a visitarme el general Shrivenham. Hemos tenido una larga discusión acerca del dístico pareado. Un hombre admirable. ¿Por qué serán todos los generales inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son invariablemente aburridos, e incalificables casi todos los mayores? Un tema que podría investigar la estadística.

Le he dicho al general que iba a tomarme pronto unas largas vacaciones: no puedo soportar esta casa que me recuerda tanto a Martie. Me miró muy agudamente, con sus ojos azules e inocentes, y dijo:

—No estará a punto de hacer alguna tontería, supongo.

—¿Una tontería? —repetí estúpidamente. Por un instante creí que había descubierto mi secreto. Parecía casi una acusación.

—Hum… —dijo—. Darse a la bebida. Las mujeres, los viajes de placer, la caza de osos. No son más que estupideces. El trabajo es el único remedio, créame.

Me sentí tan aliviado al comprender que sólo se había referido a estos lugares comunes, que sentí una oleada de cariño hacia el anciano. Tenía ganas de confesarle algo, de recompensarle porque no había descubierto mi secreto; una reacción interesante. Entonces le conté lo de la carta anónima y las flores arruinadas.

—En serio —dijo—. Es horrible. No me gusta nada ese tipo de cosas. Usted sabe que soy un hombre tranquilo: odio matar a los animales. Por supuesto, disparé alguna que otra vez cuando estaba en el servicio activo, especialmente a tigres, pero fue hace mucho, en la India; hermosos animales, graciosos, era una lástima matarlos. Lo que quiero decir es que a un individuo capaz de escribir una carta anónima yo lo mataría sin lástima. ¿Ya se lo ha dicho a Elder?

—No —contesté.

En los ojos del general se encendió un destello de satisfacción. Insistió en que le enseñara la carta anónima y los canteros donde habían destruido las flores, y me hizo gran cantidad de preguntas.

—El sujeto viene por la mañana temprano, ¿no? —dijo, mirando autoritario el terreno. Sus ojos se detuvieron por fin sobre un manzano, y me echaron una mirada de extraña irresponsabilidad.

—Muy bien. Me siento allí cómodamente. Una manta, una botella, un arma. Lo cojo en cuanto aparece. Déjemelo, por favor.

Después de un rato, comprendí que tenía intención de esconderse en el árbol con su Winchester del 44 y disparar sobre mi corresponsal anónimo.

—No. Caramba, no puede hacer eso. Podría matarlo.

El general se ofendió.

—Mi querido amigo —dijo—, lo que menos quisiera es meterle a usted en un lío; solamente asustarlo, eso es todo. Esos individuos son cobardes. Estoy seguro de que no le molestaría más, le apuesto cinco libras. Nos salvaría de un montón de complicaciones y de molestias, sin intervención de la policía.

Tuve que ser bastante firme con él. Al irse me dijo:

—Tal vez tenga usted razón. Podría ser una mujer. No es que me importe matar a una mujer; hay tantas, que es fácil matarlas por equivocación, especialmente de perfil. Bueno, a ver esos ánimos, Cairnes. Pensándolo bien, lo que usted necesita es una mujer. No una atolondrada. Una mujer buena, sensata. Una que se ocupe de usted y le haga creer que usted se ocupa de ella. Alguien con quien pelearse; ustedes, los hombres que viven solos prefieren pensar que se bastan a sí mismos, viviendo a fuerza de nervios. Si no tienen con quién pelearse, acaban peleándose consigo mismos, y ¿adónde vamos? Suicidio o manicomio. Dos soluciones fáciles. Sin embargo, no muy buenas. La conciencia nos vuelve a todos cobardes. Supongo que no creerá que usted tiene la culpa de la muerte del chico, ¿no? Ni falta que haría, querido amigo. Es peligroso pensarlo mucho, sin embargo. Un hombre solo es un fácil blanco para el diablo. Bueno, venga a verme pronto. Tengo una cosecha magnífica de frambuesas este año. Ayer comí como un animal. Adiós.

Este viejo es agudo como una aguja. Su lenguaje militar, espectacular, abrupto y divagador, me interesa: probablemente lo adoptó como camuflaje detrás del cual podía sorprender y derrotar a sus colegas menos inteligentes; o tal vez en defensa propia. «Usted acaba peleándose consigo mismo». Todavía no, de ningún modo; tengo otra pelea a mano, y caza mayor que tigres o escritores de cartas anónimas.

5 de julio

Otra carta anónima esta mañana. Muy desagradable. No puedo permitir que esta persona distraiga mi atención cuando más necesito concentrarme en el asunto principal. No tengo ganas, sin embargo, de poner el asunto en manos de la policía. Se me ocurre que si yo supiera quién es no me preocuparía más por estos alfilerazos. Me acostaré temprano esta noche y pondré el despertador para las cuatro de la mañana: debe de ser suficientemente temprano. Luego iré hasta Kemble y tomaré el tren matutino para Londres. Debo almorzar con Holt, mi editor.

6 de julio

No he tenido suerte esta mañana. No ha aparecido mi anónimo enemigo. En cambio, día provechoso en Londres. Le he dicho a Holt que quería situar mi nueva novela policíaca en un estudio cinematográfico. Me ha dado una tarjeta de presentación para un individuo llamado Callaghan, no sé qué de la British Regal Films, Inc., la Compañía donde trabaja Lena Lawson. Holt se ha burlado discretamente de mi barba, que está en la edad ingrata, una especie de rastrojo salvaje. Le he dicho, equívocamente, que era para disfrazarme: ya que tendré que recorrer el estudio en mi carácter de Felix Lane, y tal vez muy detenidamente, en busca de material, no quiero arriesgar que me reconozcan como Frank Cairnes; después de todo, podría encontrar algún viejo conocido de Oxford o del Ministerio. Holt se lo ha creído, mirándome con esa mirada de autoridad y de leve preocupación que suelen tener los editores cuando tratan con sus escritores de más éxito. Como si uno fuera un animal caprichoso que en cualquier momento pudiera hacerse el interesante o trata de escaparse del circo.

Dormiré un poco. El despertador sonará otra vez a las cuatro de la mañana. Me gustaría saber qué encontraré en la red.

8 de julio

Ayer no tuve suerte. Pero esta mañana la mosca ha entrado en la red. ¡Y qué mosca! Gris, cansada, semidormida. ¡Uf! He pensado bastante acerca de quién será el autor de estas cartas: generalmente están escritas por analfabetos subnormales (no las mías) o por personas «respetables» con algún complejo oculto. Pensé en el pastor, el maestro, la empleada del correo, hasta en Peters y en el general Shrivenham; tal es la mentalidad del escritor policial: elegir la persona más inverosímil. Por supuesto, muy correctamente, resultó ser la más verosímil.

El picaporte del portón sonó débilmente poco después de las cuatro y cuarto de la mañana. A la confusa luz de la madrugada alcancé a ver una persona que venía por el camino: primero se movía despacio, indecisamente, como reuniendo valor, o temiendo ser descubierta; luego su andar se transformó en un extraño trote rápido y mantenido, como el de un gato cuando lleva un ratón.

Entonces vi que era una mujer, extrañamente parecida a la señora Teague.

Bajé precipitadamente. Había dejado la puerta del frente sin llave, y, mientras el sobre se deslizaba dentro de la caja de la correspondencia, abrí de golpe la puerta. No era la señora Teague. Era la señora Anderson. Podría haberlo adivinado; el día que me evitó en la calle, su viudez, su soledad, su ávido instinto maternal que se había volcado sobre Martie… Pero era una vieja tan tranquila, inocua, trivial; nunca se me ocurrió pensar en ella.

Siguió una escena muy desagradable. Temo haber dicho algunas cosas hirientes. Me había hecho perder mucho sueño, no era extraño que estuviera un poco irritado. Pero el aguijón de sus cartas debía haber penetrado más profundamente de lo que yo creía. Me sentí frío y furioso, y devolví con rabia los golpes. En torno a ella había una especie de aire encerrado, sucio, como el de un apartamento lleno de mujeres después de un largo viaje nocturno, que me produjo furia y asco. No dijo nada; se quedó allí parpadeando, como si despertara de un sueño desagradable; después de un rato empezó a llorar, como una llovizna fina y desesperada. Ustedes saben cómo ese tipo de cosas despierta al matón que yace dentro de nosotros; uno amontona crueldad sobre crueldad para ocultar la lucha del remordimiento y del asco. Fui implacable. No me siento orgulloso. Por fin se fue, como arrastrándose, sin una palabra. Le grité que si el hecho volvía a repetirse le denunciaría a la policía. Debía estar fuera de mí. Un espectáculo muy, muy desagradable. Pero no tendría que haberme escrito eso de mí y de Martie. ¡Oh, Dios mío, quisiera estar muerto!

9 de julio

Mañana prepararé mis maletas y me iré de aquí. Frank Cairnes desaparecerá. Felix Lane se mudará a un piso amueblado que ha alquilado en Maida Vale. Espero que nada los asocie, excepto el osito tuerto de Martie, que me llevo conmigo, para que me haga recordar. Creo haber pensado en todo. Dinero. Una dirección para que la señora Teague me mande las cartas; le he dicho que probablemente me quedaré un tiempo en Londres, o quizá viajando. Ella cuidará de la casa mientras yo no esté. Me pregunto si regresaré alguna vez. Tendría que vender la casa, pero no me gusta hacerlo: un lugar donde Martie ha sido feliz. Pero ¿qué haré después? ¿Qué hace un asesino cuando se le ha terminado el trabajo? ¿Vuelve a escribir novelas policíacas? Parece un contrasentido. Bueno, por hoy es suficiente.

Siento como si me hubieran quitado las cosas de las manos. Es lo mejor para una persona sensitiva e indecisa como yo. Arreglar las circunstancias de tal manera que la obliguen a la acción. Éste debe ser el sentido de viejas frases como «quemar las naves» y «cruzar el Rubicón». Me imagino que Julio César debía de ser neurótico, al estilo de Hamlet; casi todos los grandes hombres de acción lo fueron; por ejemplo, T. E. Lawrence.

Me resisto a admitir la posibilidad de que la relación Lena-George sea un callejón sin salida; no sería capaz de volver a empezar desde el principio. Mientras tanto, hay mucho que hacer. Tengo que crear el carácter de Felix Lane: sus padres, sus rasgos característicos, su biografía. Tengo que ser Felix Lane. Si no, Lena o George pueden sospechar. Para cuando Felix Lane me haya sustituido, mi barba ya será mayor de edad: haré entonces mi primera visita a la British Regal Films Inc. Suspenderé este diario hasta ese momento. Creo seguir la dirección más apropiada. Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley recomienda las propiedades afrodisíacas de las barbas; veré si es cierto.

20 de julio

¡Qué día! He ido por primera vez al estudio cinematográfico. Preferiría trabajar en el infierno, o incluso en un asilo, antes que en un estudio cinematográfico. El calor, el estrépito, la fantástica artificiosidad del conjunto: parecía una pesadilla bidimensional; las personas tan poco sólidas o reales como los decorados. Y uno está siempre tropezando con cosas; si no es un cable eléctrico, es la pierna de alguno de los integrantes de una horda de extras, que están todo el día sentados sin hacer nada, como las infelices criaturas del limbo dantesco. Pero mejor será empezar por el principio.

Me ha recibido Callaghan, el hombre para quien Holt me había dado una tarjeta de presentación; muy pálido, delgado, casi demacrado, con un brillo extrañamente fanático en los ojos, gafas de concha, jersey gris, pantalones de franela; todo muy sucio, desarreglado, y de alta tensión, exactamente como una caricatura teatral de un director de películas. Ostensiblemente eficaz, hasta la punta de los dedos (manchados de amarillo brillante; lía sus propios cigarrillos; mientras está fumando uno empieza a liar el otro: son los dedos más inquietos que he visto en mi vida).

—Bueno, «muchacho» —dijo—, ¿quiere ver alguna cosa determinada, o prefiere que recorramos todo el espinel?

Indiqué mi preferencia por el espinel.

Como un inocente. Pareció que duraba horas y horas; Callaghan emitía tecnicismos, continuamente, hasta dejarme la cabeza como un papel secante de oficina de Correos; espero que mi barba haya ocultado la absoluta incomprensión de mi mente; encontrarán escrito en mi corazón, cuando yo muera, «ángulos de toma y montaje» (aunque no sé qué son). Callaghan es implacablemente detallista. El escaso poder receptivo que yo tenía al empezar se agotó del todo después de media hora de enredarme en cables eléctricos, de encandilarme entre lámparas de arco y de ser aplastado por activos operarios; diré de paso que el lenguaje de este lugar dejaría a un sargento o a un carretero a la altura de un representante de la «Liga de la Pureza». Yo buscaba sin parar a Lena Lawson, y descubría que era cada vez más difícil introducir de una manera inocente su nombre en la conversación.

No obstante, Callaghan me dio una oportunidad, cuando nos detuvimos para almorzar. Hablábamos de novelas policíacas y de la imposibilidad de hacer películas con las mejores: él había leído dos mías, pero no tenía ninguna curiosidad sobre el autor. Yo creía que me obligaría a eludir preguntas molestas; Callaghan, sin embargo, sólo se interesaba por la técnica (que, por supuesto, pronuncia «ténica»). Holt le había dicho que yo iba en busca de detalles y del ambiente necesarios para una nueva novela. Después de un rato se le ocurrió preguntar por qué había acudido para mis investigaciones a esa compañía; aproveché la oportunidad y dije que la última película inglesa que había visto era Pantorrillas de criada, realizada por ellos.

—Hubiera creído —dijo— que usted no se acercaría ni a una legua de distancia a una compañía que produce semejante porquería.

—¡Qué imparcialidad! —dije.

—¡Caramba, ropa interior y chistes para empleados! Era una película intolerable.

—Esa chica, ¿cómo se llama?, Lawson; me pareció que no estaba mal. Muy interesante.

—¡Oh, Weinberg quiere imponerla! —dijo Callaghan, sombríamente—. De las piernas para arriba. Está muy bien como percha para colgar lencería; por supuesto, se cree una segunda Harlow; todas se lo creen.

—¿Caprichosa?

—No, tonta.

—Yo creía que todas estas estrellas de cine se pasaban la vida en medio de un constante ataque de nervios —dije tendiendo, y me siento orgulloso, un anzuelo muy fino.

—¿A mí me lo dice? Sí, a la Lawson le gusta mucho hacerse notar. Pero últimamente se ha tranquilizado notablemente. Bastante sumisa y abordable.

—¿Por qué?

—No sé, quizá el amor ya ha entrado en su vida. Tuvo una especie de colapso nervioso, ¿cuándo fue?, en enero pasado. Hubo que suspender la filmación durante una quincena. Créame, «muchacho», cuando a la primera dama le da por sentarse en los rincones llorando, es un verdadero peligro.

—¿Tanto como eso? —pregunté tratando de que mi voz pareciera normal. «Enero, una especie de colapso nervioso». Otra prueba, quizá. Callaghan me miró con ese brillo febril de sus ojos que le hacía parecer un profeta menor, preparando algún exagerado alegato, lo cual forma parte de la alta tensión del oficio; el individuo eficaz al ciento por ciento. Me dijo:

—Ya lo creo, nos preocupó a todos. Por fin, Weinberg le dio una semana de descanso. Claro que ya se ha repuesto.

—¿Ha venido hoy?

—Está trabajando fuera. ¿Quiere liarse con ella? —me dijo Callaghan, sonriendo amablemente.

Le contesté que mis intenciones eran relativamente honorables. Yo quería estudiar el personaje de una típica actriz para mi nueva novela: además, pensaba escribirla de modo que fuera adaptable cinematográficamente —tipo Hitchcock—, y Lena Lawson podría ser la persona adecuada para desempeñar el primer papel. No sé si Callaghan me creyó del todo; me miró un poco escépticamente; pero que piense que mis móviles son profesionales o eróticos, no me importa. Mañana visitaré de nuevo el estudio, y me presentará a la muchacha.

Me siento absurdamente nervioso. Nunca, hasta ahora, he tratado con personas de ese tipo.

21 de julio

Bueno, ya ha pasado todo. ¡Qué ordalía! Al principio no supe qué decir a la muchacha. No hacía falta tampoco. Me dio convencionalmente la mano; dirigió una mirada más bien neutral a mi barba —como reservándose su juicio— y se embarcó seguidamente en una retahíla larguísima, dirigida a Callaghan y a mí, sobre alguien llamado Platanov.

—¡Ese demonio, Platanov! —dijo—. ¿Sabéis, queridos, que me llamó anoche cuatro veces por teléfono? No me molestan las atenciones, pero cuando empiezan a seguir todos los pasos de una chica y a perseguirla por teléfono, bueno, le dije a Weinberg que me volvería loca. El hombre ese es el diablo encarnado, queridos; imaginad que tuvo el coraje de aparecer en la estación esta mañana…; por suerte le dije que el tren salía a las nueve y diez cuando en realidad sale cinco minutos antes, así que le vi corriendo por el andén; fue mi salvación, y ya sabéis, queridos, que tiene cara de pesadilla. ¿No es verdad que yo nunca podría hacerle caso?

—No, por supuesto que no —dijo Callaghan, aplacándola.

—Siempre le digo a Weinberg que llame a la Embajada y que haga deportar a este hombre, porque el país no es bastante grande como para que quepamos los dos; o él se va o me voy yo. Pero, por supuesto, todos estos judíos están confabulados verdaderamente y aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización. Bueno, como les estaba diciendo…

Siguió y siguió bastante tiempo más. Me pareció encantador que pudiera suponer que yo entendería el contexto de su discurso. No tengo idea, probablemente nunca la tendré, acerca de si el demonio Platanov es un tratante de blancas, un hábil periodista, un agente de la GPU o solamente un admirador presuntuoso. Todo concuerda con este mundo increíblemente irreal; es absolutamente imposible saber dónde termina la película y dónde empieza la realidad. Sin embargo, el monólogo de Lena me dio una oportunidad de estudiarla en detalle. Tiene realmente una vivacidad nada vulgar, ni desagradable: si ahora está «sumisa y abordable», como dice Callaghan, antes debía ser abrumadora. Más bien me asombré de que se pareciera tanto a la Polly de la película, pero si no hubiera sido así, el hombre del vado no la habría reconocido. Nariz respingona, boca ancha, pelo rubio platino abundante, levantado en una especie de onda o tiara sobre su frente, ojos azules; sus rasgos, excepto la boca, son bastante delicados, lo cual contrasta curiosamente con su expresión infantil. Pero estos detalles son inútiles; nunca he visto en un libro la descripción física de una persona capaz de provocar una clara imagen mental. Mirándola, se creería que no ha conocido nunca la angustia. Tal vez sea la verdad. No; me niego admitir esa hipótesis.

La contemplé mientras estaba hablando y pensé: «Esta es una de las dos últimas personas que vieron a Martie con vida». No sentí contra ella ni horror ni rencor: sólo una ardiente curiosidad, una impaciencia por saber más, por saberlo todo. Al cabo de un rato se volvió hacia mí y dijo:

—Señor Vane, hábleme ahora de usted.

—Lane —dijo Callaghan.

—Usted es escritor, ¿verdad? Me encantan los escritores. ¿Conoce a Hugh Walpole? Es un escritor que me gusta. Pero, por supuesto, usted se parece mucho más que él a la idea que yo tengo de un escritor.

—Bueno, sí y no —dije, más bien vencido por aquel ataque frontal.

Yo no podía apartar mis ojos de su boca: cuando uno empieza a hablar, la abre ansiosamente, como si estuviera a punto de adivinar lo que uno va a decir. Una costumbre bastante agradable. No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó «tonta»; es frívola, sin duda, pero no tonta.

Mientras vacilaba, tratando de decir algo adecuado, alguien vociferó su nombre. Debía volver al plato. Desesperación. Pensé que se me iba todo de las manos. Por eso me decidí, y le pregunté si tendría inconveniente en almorzar conmigo un día cualquiera; en el Ivy, agregué, adivinando sus preferencias. Fue como un conjuro: me miró, por primera vez, como si yo estuviera allí en realidad y no como un apéndice de su fantástico y diminuto yo, y dijo: «Sí, me gustaría. ¿Qué le parece el sábado?». Ya está. Callaghan me miró ambiguamente y nos separamos. El hielo —aunque no es justamente la palabra adecuada tratándose de Lena— ha sido roto; pero ¿cómo, ¡en nombre de Dios!, haré para seguir adelante? ¿Llevar la conversación a un tema de coches y asesinatos? Sería inoportuno.

24 de julio

Bueno; digan lo que quieran, los gastos de este asesinato resultarán elevados. Aparte del gasto de espíritu y la pérdida de vergüenza que involucra mi relación con Lena, están las cuentas. La chica come con una avidez asombrosa; el pequeño contratiempo de enero pasado no parece haberle hecho perder el apetito.

Por supuesto, ahorraré un poco, ya que no compraré ni municiones ni veneno; no tengo intención de utilizar métodos tan peligrosos y burdos con George; pero ya estoy viendo que el camino hacia él estará empedrado de billetes de cinco libras.

Notará usted, amable pero sin duda perspicaz lector, que estoy de buen humor. Sí, tiene usted razón. Creo que estoy un poco más cerca, creo que me muevo en la dirección apropiada.

Lena ha aparecido hoy en el Ivy con un traje complicado, negro con aplicaciones blancas, y un velo en los ojos, dispuesta a absorber alimentos y admiración en cantidades iguales. Creo que he representado bien mi papel; no, seamos honestos; no he tenido la menor dificultad en representar mi papel, porque ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será utilísima y me permitirá combinar el placer con los negocios, mientras no me reblandezca. Me ha señalado a dos famosas actrices que estaban almorzando allí y ha dicho si yo no pensaba que eran unos seres divinamente hermosos, y yo he dicho: «Sí, no están mal», sugiriendo con una mirada que no podían competir con Lena Lawson. Luego he señalado a un famoso novelista, y ella ha dicho que estaba segura de que mis libros eran mucho mejores que los de él. Así estábamos en paz y las cosas marchaban maravillosamente.

Después de un rato me he encontrado contándole todas mis cosas, todas las cosas de Felix. Mis primeras luchas, mis viajes, mi herencia, y las considerables entradas que mis libros me proporcionan (una parte importante de la leyenda es ésta: no hay peligro en que ella conozca el monto de mis saldos bancarios; el dinero podrá vencer donde mi barba fracase). Por supuesto, he hecho que la historia se pareciera en lo posible a la verdadera historia de mi vida. Nada de bordados inútiles. Yo estaba charlando —el solitario que por fin ha encontrado un auditorio, una sensación bastante agradable— sin sentir ningún deseo urgente de forzar una decisión, cuando de pronto vi una oportunidad y la aproveché. Me preguntó si siempre vivía en Londres. Dije:

—Sí, casi siempre. Me resulta más fácil escribir aquí. Sin embargo, prefiero el campo; supongo que será porque soy un campesino. Nací en el Gloucestershire.

—¿Gloucestershire? —dijo, casi en un murmullo—. ¡Ah!, sí.

Yo miraba sus manos. Dicen más que la cara, especialmente tratándose de una actriz. Vi las uñas de su mano derecha —esmaltadas de rojo— hundirse en la palma. Pero no fue todo. Lo interesante es que no dijo nada más. No hay duda de que fue vista en el pueblo poco después del accidente, y no hay duda de que George vive en el Gloucestershire. ¿Comprenden? Si ella no hubiera tenido nada que ocultar, lo más natural habría sido que me dijera: «¡Ah, en Gloucestershire! Tengo un amigo que vive allí». Claro que tal vez sólo quisiera ocultar su relación con George; pero lo dudo; muchachas como ella no se sienten culpables y confusas por ese tipo de cosas. ¿Qué otra cosa sino su presencia en el coche que mató a Martie pudo enmudecerla cuando mencioné el Gloucestershire?

—Sí —proseguí—. En un pueblecito cerca de Cirencester. Siempre pienso volver, pero nunca lo he conseguido.

No me atreví a mencionar el nombre del pueblo. Eso la hubiera asustado definitivamente. Miré las aletas de su nariz, contraídas, y la mirada cansada y evasiva que por un momento pasó por sus ojos. Luego me puse a hablar de otra cosa.

En seguida empezó a charlar divagando más rápidamente que nunca. El alivio repentino suelta la lengua. Me sentí extrañamente agradecido y amable, como retribuyendo ese momento de revelación. Y traté de ser agradable. Nunca me imaginé, ni aun en mis más alocados sueños, cambiando risas y miradas significativas con una actriz cinematográfica. Bebimos muchísimo. Después de seguir un rato en ese plan, me preguntó mi nombre de pila.

—Felix, contesté.

—¿Felix? —me sacó la punta de la lengua. «Pícaramente», creo que es la palabra—. Me parece que le voy a llamar «Pussy».

—Será mejor que no lo haga; si no, no quiero saber nada de usted.

—¿Entonces piensa verme otra vez?

—Créame, no pienso perderla de vista durante mucho tiempo —le dije.

Las oportunidades para intercalar ironías trágicas están volviéndose peligrosamente numerosas. No debo acostumbrarme. Hubo mucho más badinage de este tipo, pero no me molestaré en describirlo. Comeremos juntos el martes próximo.

27 de julio

Lena no es tan tonta como parece, o más bien como parecen las personas de su tipo. Hoy casi me ha asustado. Ha sido después del teatro. Me ha invitado a tomar algo antes de despedirnos; yo la había acompañado a su apartamento; estaba junto a la chimenea, de pie, más bien pensativa; repentinamente se dio la vuelta y me dijo a quemarropa:

—¿A qué viene todo esto?

—¿Todo esto?

—Sí. Sacarme a pasear y gastar todo su dinero. ¿Con qué intención?

Balbuceé algo acerca del libro que quería escribir: buscando ideas; la posibilidad de escribir una novela susceptible de adaptación cinematográfica.

—Bueno, ¿cuándo va a empezar?

—¿Empezar?

—He dicho empezar. No ha dicho aún una sola palabra acerca de este libro. ¿Y qué tengo que ver con él, de cualquier modo? No creeré en este libro suyo hasta que lo vea.

Durante un momento me sentí paralizado. Me pareció que había adivinado algo de lo que yo me proponía. Mirándola, creí ver en sus ojos algo como aprensión, desconfianza, temor. Pero no estoy seguro de que fuera eso. De cualquier manera, el pánico más absoluto me hizo decir:

—Bueno, no era solamente el libro. No era el libro. Cuando la vi en esa película, la deseé. La cosa más bonita que he visto…

Sin duda, el susto me hizo parecer un amante tímido y confuso. Levantó la cabeza, dilató la nariz, con una mirada diferente en su rostro.

—Ya veo —me dijo—. Ya veo… ¿Y…?

Sus hombros se me acercaron. La besé. ¿Debería haber sentido lo mismo que Judas? De todos modos, no lo sentí. ¿Y por qué sentirlo? Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George, y Lena quiere mi dinero.

Comprendo ahora, por supuesto, que la escena del libro era sólo una maniobra para conseguir que el tímido admirador se declarara de una vez. Debía sospechar que el libro no era más que un pretexto de mi parte y quiso hacerme concretar mis intenciones. Pero se equivocó en lo relativo al verdadero pretexto del libro. En realidad, salió muy bien. Hacerle el amor ha sido como un aperitivo de mi venganza.

Después de un rato, me dijo:

—Creo que tendrá que afeitarse la barba, Pussy, no estoy acostumbrada a las barbas.

—Ya se acostumbrará. No puedo quitármela. Es mi disfraz. Porque soy en realidad un asesino, y debo esconderme de la policía,

Lena se rió mucho.

—¡Qué mentiroso! Querido Pussy, no podría hacer daño a una mosca.

—Si vuelve a llamarme así, ya verá si no puedo dañar a una mosca.

—¡Pussy!…

Después me dijo:

—Es extraño que me gustes. No eres un Weissmuller, ¿no es cierto, querido? Debe de ser por la manera extraña de mirarme que tienes a veces, como si yo no estuviera presente, o fuera transparente, o algo así.

¡Qué transparente hipocritona es, realmente! Pero agradable. Juntos ganaríamos un concurso de hipocresía contra cualquiera.

29 de julio

Anoche comió conmigo, en mi apartamento. Sucedió algo desagradable. Por suerte terminó bien; y si no hubiera sido por la pelea no me hubiera hablado de George. Pero es una advertencia para no descuidarme. En este juego no puedo permitirme pasos en falso.

Yo le daba la espalda. Estaba buscando más bebidas en el aparador. Ella se paseaba, pronunciando uno de sus monólogos relámpago.

—Entonces Weinberg empezó a gritarme: «¿qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? Yo no le pago para que trate de parecerse a un pedazo de piedra, ¿no es cierto? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?». «No de usted, Viejo de la Montaña, no de usted —le dije—; no se preocupe». ¡Pussy, qué habitación tan divina! ¡Qué bien te las arreglas solo! Y, ¡oh! ¡Mirad, un osito!

Di un salto, pero era ya tarde. Salió de mi cuarto con el osito de Martie, que yo tengo sobre la chimenea; me había olvidado de esconderlo; no sé por qué perdí la cabeza.

—Dámelo —dije, tratando de agarrarlo.

—¡Malo, no me lo quites! ¿Así que mi pequeño Felix juega con muñecas? Bueno, hay que vivir y aprender —Miró el osito—. ¿Éste es mi rival?

—¡No seas estúpida, devuélvemelo!

—¡Oh, oh, oh! Tiene vergüenza porque juega con muñecas.

—Para decir verdad, era de un sobrino mío; murió; yo le quería mucho. ¿Me lo darás?

—¡Oh, es eso!

Su expresión cambió. Vi que su pecho se agitaba. Parecía poseída por un santo terror, y estaba asombrosamente atractiva; pensé que iba a arañarme la cara.

—¿Así que no soy bastante pura para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿no es cierto? Está bien, llévate esa porquería.

Tiró violentamente el osito al suelo, a mis pies. Algo se encendió en mí.

Le di una bofetada con fuerza. Se me tiró encima y luchamos. Estaba furiosa y fuera de sí, como un animal en una trampa. El vestido se deslizó de sus hombros: yo estaba demasiado enfadado para sentir repugnancia ante aquella extraordinaria escena. Luego su cuerpo cedió. Ella murmuró:

—¡Oh, me estás matando! —y nos besábamos. A través de su rubor podía adivinar la marca de mis dedos. Más tarde me dijo:

—Pero en realidad te avergüenzas de mí, ¿no es cierto? ¿Me crees una vulgar locuela?

—Bueno, de cualquier manera, es evidente que te encuentras muy cómoda metida en un escándalo.

—No. Quiero que seas serio. No me presentarías a las personas de tu familia, ¿no? Tus «papás» no estarían muy contentos conmigo, ya lo sé.

—No tengo. De igual modo, tú no me presentarías a los tuyos. ¿Para qué? Somos mucho más felices así.

—¡Qué cauteloso eres! Crees que voy a enredarte en un matrimonio.

Sus ojos brillaron repentinamente.

—¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George —dijo.

—¿George? ¿Quién es George?

—Bueno, bueno, no hace falta que me saltes encima, celoso. George es tan sólo… bueno, está casado con mi hermana.

—¿Y qué? —(Como ven, estoy aprendiendo el idioma)—. Continúa: ¿qué es George para ti?

—Sí, estás celoso. Un gatito celoso, de ojos verdes. Bueno, si quieres saberlo, George me buscaba…

—¿Te buscaba, o te busca?

—Como te he dicho. Le expliqué que yo no era una destructora de hogares; aunque te diré que Violeta parece pedirlo.

—¿No le has visto últimamente? ¿Te molesta todavía?

—No —dijo con una voz extraña, dura y sonora—. No le he visto desde hace mucho… unos meses.

Pude sentir junto a mí su cuerpo inmóvil y rígido. Luego, recostada, rió con insolencia.

—Le probaré a George que no es él un… ¿Qué te parece si vamos allá a pasar el fin de semana?

—¿Ir allá?

—Severnbridge. Donde ellos viven. En Gloucestershire.

—Pero querida, no puedo.

—Claro que puedes; no va a comerte. Es un hombre casado y respetable, o por lo menos eso se supone.

—Pero ¿por qué? —Me miró seriamente.

—Felix, ¿me quieres? Bueno, no te asustes, no estoy tratando de atarte. ¿Me quieres bastante como para hacer algo sin abrumarme con preguntas?

—Sí, por supuesto.

—Bueno, tengo ciertas razones para volver allá; y quiero que alguien me acompañe; quiero que vengas conmigo.

Su voz parecía un poco áspera e incierta. Tal vez estuvo próxima a contarme todo lo relacionado con George y el accidente, cuyo recuerdo sin duda la perseguía. Pero hubiera sido peligroso incitarla a una confidencia total, y un poco demasiado ruin en ese momento, aun para mi criterio actual.

Aunque no haría falta. Me parecía sentir detrás de sus palabras una decisión de terminar de una vez, no con George, sino con el horror que había estado persiguiéndola durante todos aquellos meses. ¿Qué dije al principio de este diario sobre el deseo criminal de volver al lugar del crimen? Ella no mató a Martie. Pero sabe quién lo hizo: estaba allí. Ahora que quiere acabar de una vez con la fascinación mortal e insistente de ese momento, procura que yo la ayude. ¡Yo! ¡Cielos, qué salvaje ironía de parte de las Parcas! Contestó:

—Muy bien. Pasaré a buscarte el sábado.

El tono de mi voz parecía frívolo y desinteresado.

—¿Qué es George, qué hace? —pregunté.

—Tiene un taller en la ciudad: Rattery Carfax. George Rattery es su nombre. ¡Qué amable de tu parte sería acompañarme! No sé si él te gustará mucho; no es justamente el tipo que prefieres.

Un taller… No sabe si él me gustará…

George Rattery…

31 de julio

Severnbridge. He ido esta tarde con Lena en el coche; he vendido mi coche viejo y comprado uno nuevo. No quiero aparecer con una matrícula de Gloucestershire.

Aquí estoy, por fin, en la ciudadela del enemigo: mi inteligencia contra la suya. No creo que corra peligro de ser reconocido; Severnbridge y mi pueblo se encuentran en los extremos opuestos del condado, y mi barba me cambia enormemente. Lo más difícil será instalar una cabeza de puente en casa de Rattery, y mantenerla cuando lo haya conseguido. Por ahora. Lena está viviendo allí, y yo paro en el Angler’s Arms. Le pareció mejor introducirme paulatinamente en la familia Rattery. Por el momento soy tan sólo un amigo que ha tenido la gentileza de traerla en el coche. La he dejado con su equipaje delante de la casa; me ha dicho que no había escrito avisándoles su llegada. ¿Será porque temía que George no la quisiera tener en la casa? Es muy posible. Él podría sentirse nervioso a causa del secreto que comparten, tal vez tema que ella se ponga histérica cuando le vea, cuando recuerde.

Después de vaciar mis maletas le he preguntado al empleado cuál era el mejor taller de ese pueblo.

—Rattery Carfax —me ha dicho.

—¿El que está cerca del río? —he preguntado.

—Sí, señor; los fondos dan al río: antes de llegar al puente subiendo por High Street.

Dos pruebas más contra George Rattery. Yo había deducido que su garaje debía de ser bastante grande para tener las piezas de repuesto con que sustituir las que fueron dañadas por el accidente, y estar junto al río. Es allí donde desaparecieron las piezas averiadas; yo sabía que las escondería en un lugar por el estilo.

Lena acaba de llamarme por teléfono. Quieren que vaya a comer. Me siento desesperado y miserablemente nervioso. Si el simple hecho de verle me pone así, ¿cómo me sentiré cuando esté a punto de matarle? Tranquilo como una monja, probablemente, el trato con la futura víctima origina una especie de desprecio. Estudiaré a George Rattery con el ojo ardiente del odio: procederé despacio, avivaré mi odio y mi desprecio hacia él antes de que muera; me alimentaré de él como un parásito se alimenta de quien lo lleva.

Espero que a Lena no se le ocurra mostrarse demasiado afectuosa conmigo durante la comida.

Y ahora, al ataque.

1 de agosto

Un ser odioso. Un hombre, en verdad, muy desagradable.

Me alegro. Ahora me doy cuenta de que había temido bastante que George resultara una persona simpática; pero así está bien: no lo es; no tendré compasión en extinguir su vida.

Lo supe cuando entré en el cuarto, antes de que él dijera una palabra. Estaba de pie, al lado de la chimenea, fumando un cigarrillo: lo tenía entre los dedos anular y medio, el codo levantado, el antebrazo horizontal; en la desagradable actitud de quien se da importancia, la actitud del hombre que quiere hacer saber a todos que es el amo en su casa. Permaneció allí, como un gallo en el gallinero, mirándome desde arriba, durante un minuto o dos, antes de adelantarse a saludarme.

Después de presentarme a su madre y a su mujer, y de invitarme a tomar un combinado particularmente horrible, George prosiguió directamente con lo que estaba haciendo antes de mi llegada: típico ejemplo de su brutal falta de educación, su mal gusto innato. Sin embargo, esto me proporcionó una oportunidad para observarle; lo medí como el verdugo mide al hombre que va a ejecutar, para calcular el salto. El no necesitaría, no obstante, un salto muy grande; es tan pesado: un hombre corpulento, carnoso; su cabeza retrocede hacia arriba en la parte de atrás, y la parte superior desciende hacia una frente baja; lleva un bigote pseudomilitar, que no logra ocultar sus labios arrogantes y negroides. Diría que ha pasado los cuarenta años.

Veo que el resultado parece una caricatura. Agregaré, sin embargo, que algunas mujeres —la suya, por ejemplo— pueden considerarle atractivo. Admito la predisposición que tengo en su contra. Pero hay en él una cualidad tan crasa y tan dominante, que podría revolver el estómago de cualquier persona sensible.

Cuando hubo terminado su monólogo, miró el reloj de una manera ostensible.

—Tarde otra vez —dijo.

Nadie hizo comentarios.

—Violeta, ¿has hablado con los sirvientes? Cada día se retrasan más las comidas.

—Sí, querido —dijo su mujer.

Violeta Rattery es una desanimada y desteñida versión de Lena, patéticamente ansiosa por agradar.

—¡Uf! —dijo George—. No parecen hacerte mucho caso. Supongo que tendré que hablarles yo mismo.

—Por favor, no lo hagas —dijo su mujer con una voz confusa (se ruborizó, sonriendo tímidamente)—: No quisiera que se fueran.

Encontró mis ojos y se ruborizó de nuevo, penosamente.

Por supuesto, ella se lo busca. George es el tipo de hombre, cuya inmundicia moral anhela esa especie de sumisión en todas las personas que lo rodean. Es realmente un anacronismo: su tipo brutal, de piel espesa, era natural en los días del hombre mono (también en la época isabelina; habría sido un buen capitán de barco o un traficante de esclavos); pero en una civilización para la cual esas cualidades son inútiles, excepto durante alguna guerra, esa forma primitiva del poder se ve confinada a amedrentar a las personas de la casa, y degenera por falta de ejercicio.

Es extraordinario cómo el odio aguza la visión. Creo saber más de George que de personas que he conocido durante años. Yo le miraba cortésmente. Pensaba: «Allí está el hombre que mató a Martie, que le atropello y salió corriendo, que arruinó una vida más valiosa que veinte suyas, que dio fin a lo único que me quedaba en el mundo. No importa, Martie; pronto le llegará el turno».

Durante la comida me senté al lado de Violeta Rattery, con Lena enfrente y la señora Rattery a mi izquierda. Noté que George no hacía más que mirarnos a Lena y a mí, tratando de comprender la situación. No diré que estaba celoso, porque es demasiado presuntuoso para imaginarse que una mujer prefiera a algún otro; pero tenía una evidente curiosidad por saber qué buscaba Lena en un bicho raro como Felix Lane. La trata de una manera confiada, levemente autoritaria, como si fuera un hermano mayor. «George andaba detrás de mí», había dicho Lena, una noche, en mi habitación. Me gustaría saber si era sólo una verdad a medias; hay una sugerencia de intimidad en la confianza de su trato con ella. En un momento dado, dijo:

—¿Así que te has decidido por los rizos tú también, Lena?

Se inclinó y pasó su mano por los rizos de la nuca de Lena, mirándome al mismo tiempo de una manera casi desafiante, y diciendo:

—Las mujeres son esclavas de la moda, ¿no es cierto, Lena? Si algún afeminado os dijera que en París las calvas son el último grito de la moda, os haríais afeitar inmediatamente la cabeza, sin pensarlo, ¿eh?

La anciana señora Rattery, sentada a mi lado, con su débil aureola de censura y de naftalina, dijo:

—En los días de mi juventud, el pelo de una mujer era considerado la corona de su gloria. Estoy contenta de que haya desaparecido toda esta furia por las melenas.

—¿Tú de parte de la nueva generación, madre? ¡Adónde va el mundo! —dijo George.

—La nueva generación puede defenderse sola, supongo; algunas por lo menos —la señora Rattery estaba mirando directamente hacia delante, pero tuve la impresión de que la segunda parte de su frase estaba dirigida contra Violeta, y también de que suponía que George se había casado con una persona de una clase social inferior, lo cual es cierto; la señora Rattery trata a Lena y a Violeta con una especie de tolerancia paciente y aristocrática.

Después de la comida, el mujerío (como sin duda lo hubiera llamado George) nos dejó junto al oporto. Él estaba evidentemente incómodo —no sabía en absoluto qué hacer conmigo— y probó el lance acostumbrado:

—¿Conoce el cuento de la mujer del Yorkshire y el organista? —me preguntó, acercando confidencialmente su silla.

Escuché y me reí del modo más natural. Luego siguieron muchos otros. Habiendo roto así el hielo con su sutil habilidad de hipopótamo, procedió a investigar detalles sobre mi persona. Ya me sé de memoria la leyenda de Felix Lane; por lo tanto, no hubo ninguna dificultad.

—Lena dice que usted escribe libros —me dijo.

—Sí, novelas policíacas —me miró con alivio.

—¡Ah, de crímenes! Eso es diferente. Para ser franco, me alarmé un poco cuando Lena me dijo que iba a traerme a un escritor. Creí que sería uno de esos tipos intelectuales. A mí me aburren. ¿Gana bastante escribiendo?

—Sí, bastante. Por supuesto, tengo algún dinero particular. Pero supongo que gano entre trescientas y quinientas libras con cada libro.

—¡Al diablo si gana! —Me miró casi respetuosamente—. Un escritor famoso, ¿no?

—Todavía no. Solamente un éxito moderado —por un momento sus ojos me evitaron. Tomó un trago de oporto, y me dijo, con deliberada despreocupación:

—¿Hace mucho que conoce a Lena?

—No. Hace más o menos una semana. Pienso escribir algo para el cine.

—Guapa chica. Tiene mucho espíritu.

—Sí, es un número atrayente —dije sin pensarlo.

El rostro de George se tornó incrédulo y escandalizado, como si hubiera descubierto de pronto una víbora en su seno. Parece que una cosa son los cuentos indecentes y otra la ligereza cuando se trata de las mujeres de su familia. Envaradamente, sugirió que nos reuniésemos con las señoras.

No puedo escribir más por ahora. Salgo a dar una vuelta con mi futura víctima y su familia.

2 de agosto

Ayer por la tarde, cuando salíamos por la puerta que da a la calle —Lena, George, su hijo Phil, chico de unos doce años, y yo— juraría que Lena tuvo un instante de pánico y se detuvo en seco. He recordado la escena una y otra vez, tratando de visualizarla claramente: sucedió con tanta rapidez, que por el momento no pude darme cuenta de todo lo que significaba. En la superficie no había pasado nada.

Estábamos sobre los escalones, a la luz del sol. Lena se detuvo por una fracción de segundo, y dijo: «¿El mismo coche?». George, un poco más atrás, replicó: «¿Qué quieres decir?». ¿Imagino yo un matiz de temor y de amenaza en su voz? Lena respondió un poco confusa, creo.

—¿Vienes siempre en el mismo coche viejo?

—¿Viejo? Todavía no ha llegado a los quince mil kilómetros. ¿Qué? ¿Crees que soy un millonario?

Todo esto es susceptible de una explicación inocente: he aquí la dificultad. Subimos al coche; George y Lena adelante, Phil atrás, conmigo. Phil cerró con violencia la puerta, y George se volvió y exclamó airadamente:

—¿Cuántas veces tendré que decirte que no hay que golpear las puertas? ¿No puedes cerrarlas con cuidado?

—Perdona, papá —dijo Phil, resentido. Tal vez George estuviera ya de mal humor antes de que saliéramos; pero sospecho que fue a consecuencia de lo que dijo Lena, o más bien de lo que no dijo, y que por eso se desahogó con Phil.

George es, sin duda, un buen conductor. Francamente, no puedo decir que ayer condujera con temeridad; pero se abría paso a través del tránsito dominical como si tuviera una especie de derecho, como el camión de los bomberos. Había muchos ciclistas que iban de tres en fondo: no les insultaba como yo esperaba, pero pasaba casi rozándoles y se atravesaba abruptamente por delante tratando de asustarles, u obligarles a chocar entre ellos. En un momento dado, me dijo:

—Lane, ¿conoce esta parte del mundo?

—No —dije—, pero siempre he querido volver. Nací en Sawyer’s Cross, sabe, en el otro extremo del condado.

—¿De veras? Un pueblecito simpático. Yo he estado dos o tres veces.

Tiene bastante serenidad. Yo miraba el perfil de su cara: ni siquiera contrajo el músculo de la mandíbula cuando nombré el pueblo donde atropelló a Martie. ¿Conseguiré alguna vez que se traicione? Lena miraba hacia delante, con las manos contraídas sobre las rodillas, inmóvil. Me arriesgué bastante cuando mencioné a Sawyer’s Cross. Suponiendo que empezara a sospechar —o que por simple curiosidad hiciera averiguaciones— descubriría que no ha habido ninguna familia llamada Lane en Sawyer’s Cross durante los últimos cincuenta años. Cuando bajamos del coche, Lena parecía evitar mis ojos: durante el último cuarto de hora había permanecido silenciosa, desde que mencioné Sawyer’s Cross. Y eso es poco frecuente en ella; pero no es una prueba irrefutable.

Bajamos y le pedí a George que me enseñara su coche. Era sólo una excusa para examinarlo. Tiene protección para las piedras, como me imaginaba, pero no hay rastros —por lo menos para mis ojos novicios— de que un guardabarros o un parachoques haya sido retirado y sustituido por uno nuevo. Pero, después de seis meses, sería difícil que los hubiera; la pista (palabra que deseo evitar en mis propias novelas) está fría. Las únicas claves que quedan están dentro de la cabeza de George y Lena; quizá dentro de la cabeza de Lena solamente. George debe haber olvidado todo lo relativo al accidente; no puedo creer que un simple homicidio pueda durar mucho tiempo en su recuerdo.

La cuestión es: ¿cómo conseguirlas? Y, lo que por ahora es más importante, ¿qué motivo plausible puedo tener para quedarme? Lena volverá mañana a la ciudad. Tal vez esta tarde me ofrezca otra posibilidad: tenemos que jugar al tenis con los Rattery.

3 de agosto

Ya está arreglado. Me quedo un mes más o menos, invitado por George. El plazo me basta. Mejor empezar por el principio.

Cuando llegué, ninguno de los invitados había llegado, y George sugirió que jugáramos un poco con Lena y Phil. Esperamos un rato en la pista y entonces George empezó a gritar a Phil para que viniera. El niño estaba en la casa; los gritos atrajeron a Violeta, que llegó corriendo, y, alejándose con George, susurró:

—No quiere jugar.

—¿Qué pasa con el chico? —exclamó George—. No sé qué le sucede últimamente. ¿No quiere jugar? Ve y dile que tiene que jugar, a la fuerza. ¡Estará arriba haciéndose el interesante! Nunca…

—Se encuentra un poco mal, querido. Fuiste algo severo esta mañana con él, cuando trajo la libreta.

—Querida mía, no digas tonterías. El chico ha descuidado sus estudios. Carruthers dice que no le faltan condiciones, pero que si no trabaja no irá a Rugby el año próximo. ¿No quieres que le den una beca?

—Claro que sí, querido; pero…

—Bien; entonces alguien tiene que decirle que se preocupe. No lo voy a tener todo el tiempo tonteando en la escuela y gastándome el dinero; está demasiado mimado, y si…

—Hay una avispa en tu espalda —le interrumpió Lena, mirándole con una ansiedad perfectamente ficticia.

—Lena, es mejor que no te metas —dijo él, peligrosamente.

Me pareció que no podría soportar un momento más aquella sórdida escena. Además, me sentía un poco apenado por Phil, al oír los proyectos de su padre; dije entonces que iría yo mismo a decirle que queríamos jugar con él. George quedó un poco desconcertado, pero no supo encontrar razones para prohibírmelo.

Encontré a Phil escondido en su dormitorio, al principio sumamente empecinado. Sin embargo, conversamos; no es un mal chico, y al rato me confesó todo: no había descuidado sus estudios, pero había otro chico en la escuela que le había amenazado, y esto le había preocupado tanto (como si yo no lo supiera) que no podía concentrarse ya en su trabajo. Cuando terminó, lloraba. Por alguna razón absurda me recordó el día en que reté a Martie porque me había arruinado las rosas; y le sugerí, impulsivamente, que yo podría darle algunas lecciones en las vacaciones, dos horas por día, por ejemplo, para que recuperara el tiempo perdido.

Mientras Phil se perdía en medio de una balbuceante y molesta demostración de gratitud, se me ocurrió que aquél era un excelente pretexto para quedarme en Severnbridge.

Un buen ejemplo de cómo, haciendo el bien, puede conseguirse el mal, si puede llamarse mal a la eliminación de George.

Esperé hasta que George estuviera de buen humor, excitado por su victoria en un partido de tenis, y después dije que el pueblo me gustaba, que pensaba quedarme unas cuantas semanas más y empezar, en la paz del campo, mi nuevo libro, y expliqué la ayuda que, mientras tanto, podía proporcionar a Phil. George pareció un poco molesto al principio, pero luego admitió la proposición, y hasta llegó a invitarme para que me quedara en su casa. Rehusé cortésmente, de lo cual, creo, se alegró. A ningún precio me quedaría en casa de los Rattery durante un mes. No es que sienta especial dificultad en matar un hombre de cuya sal he comido; pero no podría soportar la sensación de estar todo el tiempo sobre el filo de alguna pelea doméstica. Por otra parte, no quiero que George empiece a revolver mis cosas y termine encontrando este diario. Mis lecciones me permitirán una suficiente familiaridad con los Rattery. Después de haber arreglado esto, estuve un rato mirando jugar al tenis. El socio de George, Harrison Carfax, jugaba con Violeta contra George y la señora Carfax. Esta es una mujer alta, morena, de tipo gitano; tengo la sensación de que ella fue una de las causas del repentino buen humor de George. Vi claramente cómo sus dedos se entretenían en los de ella al darle las pelotas de tenis, y cómo ella le miró dos o tres veces ardientemente. No es extraño: su marido es un tipo insignificante, aburrido y seco.

Lena vino y se sentó a mi lado; estábamos algo separados de los demás. Me pareció muy atrayente con sus ropas de tenis: armonizaban con sus ágiles movimientos. Adquiría, además, un aire infantil, ficticio pero encantador, para hacer juego.

—Estás encantadora —le dije.

—Ve y díselo a la mujer de Carfax —contestó. Pero advertí que se había alegrado.

—¡Oh!, eso se lo dejo a George.

—¿George? No seas ridículo —pareció casi enfadada. Luego recompuso su expresión y me dijo:

—Apenas te he visto desde que estamos aquí. Todo el tiempo has estado con una mirada lejana, como si hubieras perdido la memoria o tuvieras una indigestión.

—Es mi temperamento artístico que sube a la superficie.

—Bueno, podrías dejarlo a un lado y condescender a un beso de vez en cuando. Por lo menos —se inclinó y murmuró en mi oído— no hace falta esperar hasta que volvamos a Londres, Pussy, recuérdalo.

Nadie podrá decir que no soy un asesino obsesionado: tan absorto había estado en el problema de George, que había olvidado completamente mi relación con Lena. Traté de explicarle por qué me quedaba allí. Temía que ella hiciera una escena: el hecho de estar a la vista de muchas personas la hubiera estimulado en vez de contenerla. Pero, muy extrañamente, Lena recibió con toda tranquilidad la noticia. Demasiada tranquilidad, por cierto; yo podría haber sospechado alguna otra cosa; había un pliegue desafiante e irónico a los lados de su boca cuando me fui a jugar un partido de tenis, y a mitad de camino noté que estaba sumida en una profunda conversación con Violeta. Cuando salíamos de la pista, oí que le decía a George:

—¿Qué te parece si tu deslumbrante cuñada se queda un tiempo más con vosotros? Ya hemos terminado una película, y he pensado que podría enclaustrarme durante un tiempo en la tranquila vida de campo.

—Todo esto es muy repentino —dijo, dirigiéndole una de esas miradas calculadoras de traficante de esclavos—. Si Violeta está de acuerdo, supongo que nos resignaremos. ¿Por qué ese cambio?

—Bueno, no se lo digas a nadie, pero creo que languidecería lejos de mi Pussy. Pero no se lo digas a nadie.

—¿Pussy?

—El señor Felix Lane. Felix el Gato. Pussy. ¿Comprendido?

George emitió una risa fortísima, estúpida y desconcertada.

—Que me cuelguen. ¡Pussy! Le queda bastante bien, sobre todo por su manera de devolver la pelota por sobre la red. Pero realmente, Lena…

No se imaginaba que yo estaba escuchando. Tal vez sea mejor que en ese momento no haya visto su cara. ¡No olvidaré el sarcasmo! Pero Lena, ¿qué pretende hacer? ¿Es posible que esté valiéndose de mí para tentar a George? ¿O habré estado, desde el principio, cometiendo una equivocación imperdonable, horrible, respecto a ella?

5 de agosto

Como de costumbre, lecciones con Phil durante la mañana; es un muchacho bastante despierto —Dios sabe de dónde habrá heredado la inteligencia—, pero hoy estaba algo distraído.

Por ciertos indicios —su atención vagabunda y una mirada más bien lacrimosa de Violeta, que se cruzó conmigo cuando entré— supuse que había habido una pelea en casa de Rattery. En medio de una frase latina, Phil me preguntó si yo estaba casado.

—No. ¿Por qué? —le dije. Me avergonzó mentirle, aunque miento a los demás sin el menor escrúpulo.

—¿Le parece bien casarse? —preguntó, con su fina voz precisa y reposada.

Para sus años, su modo de hablar es de persona adulta, como la de la mayor parte de los hijos únicos.

—Sí. Creo que sí. Puede ser en algunos casos —dije.

—Sí; supongo que sí, entre personas adecuadas. Yo nunca voy a casarme. Nos hace tan desgraciados… No quisiera…

—El amor suele hacer desdichadas a las personas; parece mal, pero es cierto.

—¡Oh, el amor! —dijo. Se detuvo un momento, respiró profundamente y sus palabras surgieron atropelladas—. A veces, mi padre le pega a mi madre.

Yo no sabía qué decir; comprendí que necesitaba desesperadamente una palabra de aliento. Como cualquier chico sensible, se siente terriblemente desgarrado por estas luchas entre sus padres. Para él es como vivir en un volcán; no tiene seguridad. Yo estaba a punto de consolarle; pero de pronto me tomó una especie de repugnancia; no quería que me distrajeran, que me envolvieran.

Dije, un poco fríamente:

—Supongo que será mejor que continuemos con el ejercicio.

Realmente, fue un acto de miserable cobardía. Vi mi traición reflejada en la cara de Phil.

6 de agosto

Esta tarde di una vuelta por el garaje Rattery Carfax.

Le dije a George que podía servirme de material para un libro: nihil subhumanum a me alienum puto es el lema del novelista policial, aunque no se lo expresé con estas palabras.

Le hice muchas preguntas idiotas que le permitieron adoptar una actitud protectora, mientras yo descubría la existencia de todas las piezas de repuesto de los modelos de coche por ellos representados; no me atreví a preguntar directamente por los guardabarros y los parachoques; podría haberle infundido la sospecha de que era un policía disfrazado. Ya he descubierto que a veces, por la noche, guarda aquí su coche, aunque tiene un garaje adosado a su casa. Luego fuimos a la parte trasera. Hay un pedazo de terreno con un apartado de cosas inútiles, y el Severn detrás. Quise dar un vistazo al montón de hierro viejo, por más que no podía creer que George hubiera sido tan tonto como para dejar el guardabarros abollado allí; por eso le entretuve con un poco de conversación.

—¡Qué feo aspecto tiene esto!

—¿Y qué quiere que hagamos con todas estas cosas? ¿Que cavemos un elegante pozo y las enterremos como los de la Liga contra el Desorden?

George estaba bastante enfadado. A pesar de su gran aplomo, a veces es muy susceptible.

De pronto, decidí arriesgarme.

—¿Por qué no tiran al río todo este material viejo? ¿Nunca lo hacen? Por lo menos, lo perderían de vista.

Hubo una pausa perceptible antes de que me contestara. Me encontré temblando sin control, y tuve que alejarme hacia la orilla del río para que no lo advirtiera.

—¡Por Dios, hombre, qué idea! ¡Toda la municipalidad se me vendría encima! ¡En el río! ¡Eso sí que es bueno! Se lo diré a Carfax.

Estaba al borde del agua.

—De cualquier manera, las orillas son muy poco profundas. Mire…

Yo miraba. Podía ver el lecho del río, y también, a quince metros a mi izquierda, una balsa amarrada. «Sí, George, son muy poco profundas estas orillas para esconder algo; pero usted pudo ir con la balsa hasta el centro del río y tirar ahí las pruebas del crimen».

—No sabía que el río fuera tan ancho en esta parte —dije—. Me gustaría navegar un poco. Supongo que por aquí se podrá alquilar algún barquito.

—Supongo —dijo con indiferencia—. Un juego muy sedentario para mi gusto, ese de estar acurrucado con una cuerda en la mano.

—Me gustaría llevarle algún día con viento fuerte. No le parecería tan «sedentario».

He visto todo lo que quería ver. El hierro viejo del vertedero es, en realidad, hierro viejo. Un espectáculo desagradable, y estoy seguro de haber visto una rata que salía de allí, cuando volvíamos: con la basura y la humedad, aquello debe de parecerles el cielo. De regreso al garaje, nos encontramos con Harrison Carfax. Mencioné, al pasar, que me gustaría navegar un poco, y me dijo que su hijo tenía un barco de doce pies de eslora, y que estaba seguro de que me lo prestaría, porque él lo usaba solamente los domingos. Sería un buen cambio de ambiente poder salir de cuando en cuando por el río. Podría enseñarle a Phil a manejar el barco.

7 de agosto

Esta tarde casi mato a George Rattery. Estuve muy cerca. Me siento completamente exhausto. Ninguna emoción. Solamente un doloroso vacío donde debería estar la emoción, como si fuera yo, y no él, quien se hubiera salvado; no, salvado no, una suspensión momentánea de la ejecución: nada más que eso. Fue todo tan simple y tan infantil —mi oportunidad y su escapatoria—. ¿Llegaré a tener otra oportunidad semejante? Ya es medianoche pasada, y no he hecho más que recordar una y otra vez lo sucedido; tal vez escribiéndolo pueda quitármelo de la cabeza, y conseguir un poco de sueño.

Lena, Violeta, George, Phil y yo, hemos salido esta tarde a pasear en el coche por los Costwodls.

Íbamos a contemplar un poco los paisajes del lado de Bibury, y a tomar el té al aire libre. George me mostró el pueblo de Bibury como si fuera propiedad suya, mientras yo procuraba comportarme como si no hubiera estado allí cien veces.

Nos detuvimos sobre el puente contemplando las truchas, que parecían tan gordas y orgullosas como el mismo George; luego seguimos en el coche subiendo por los cerros.

Lena estaba sentada atrás, con Phil y conmigo; últimamente ha estado muy afectuosa, y cuando bajamos me dio el brazo y caminó apretada contra mí. Yo no sé si fue esto lo que encendió la ira de George. El hecho es que algo la encendió, porque una vez que hubimos extendido unas mantas en el extremo de un bosque, mientras Violeta sugería que encendiéramos una fogata para alejar los mosquitos, empezó a desarrollarse una escena infame.

Primero, George protestó porque tuvo que ir a buscar ramitas. Lena empezó a bromear, diciendo que un poco de trabajo manual mejoraría su silueta; esto no le sentó nada bien.

George, evidentemente furioso, llamó a Phil diciéndole que ya que había sido boy-scout en la escuela, podía demostrarnos cómo se encendía una hoguera. George estaba de pie junto a él, amonestándole y gritando, mientras el infeliz muchacho, sin saber qué hacer con las ramas, gastaba montones de fósforos y se quedaba sin pulmones tratando de avivar el fuego.

Su cara enrojeció; sus manos empezaron a temblar lastimosamente. George se estaba comportando de un modo abominable.

Después de un rato, Violeta intervino; lo que fue echar aceite a las llamas. George le gritó que si ella había pedido el fuego, para qué diablos intervenía ahora, y que solamente un retrasado mental como Phil era incapaz de encender fuego. Esto fue demasiado para Phil —este ataque insensato a su madre—; se levantó y le dijo a George en la cara:

—¿Por qué no lo enciendes tú, si sabes tanto? —El pequeño desafío acabó en un murmullo. Phil no tuvo el coraje necesario para llevarlo a término. Pero George lo había oído. Le dio un golpe que le tiró al suelo. La escena era indescriptible, horrible. Por una parte, George incitaba al niño a la rebelión, y luego le maltrataba.

Yo estaba furioso conmigo mismo por no haber intervenido antes. Me levanté: estaba decidido a decirle a George lo que pensaba de él (lo cual, de paso, hubiera arruinado todo mi plan). Pero Lena intervino, y dijo textualmente, como si nada hubiera ocurrido:

—Id vosotros dos y mirad el paisaje. El té estará listo dentro de cinco minutos. Ve, George querido.

Le miró con una de sus más acariciantes miradas, y él se fue conmigo, como un cordero.

Sí, fuimos a ver el paisaje: era un paisaje espléndido, pero casi lo primero que vi cuando rodeamos el bosque, fuera de la vista de los demás, fue un abrupto declive, de unos treinta metros, una cantera abandonada. Es largo describirlo, pero todo pasó en menos de treinta segundos. Me había alejado un poco de George, pues quería mirar una orquídea. Cuando llegué me encontré en el borde mismo de la cantera. Allí estaba la orquídea, la caída vertical a mis pies, los cerros rodeándonos, deliciosos con sus pastos y el trébol; y allí estaba George, curvando sus labios gruesos debajo del bigote, envenenando para Violeta y el pobrecito Phil el aire de la tarde; el hombre que había matado a Martie.

Vi todo esto, y la cueva de conejos al borde, simultáneamente. Ya sabía con exactitud cómo destruir a George. Le llamé para que echara un vistazo desde allí. Empezó a acercarse. Le enseñaría la moledora que estaba en el fondo de la cantera, debajo de nosotros. Él estaría en el mismo borde. Entonces yo empezaría a caminar. Pero al dar el primer paso, metería el pie en la cueva de conejos, y caería pesadamente contra las piernas de George; él se precipitaría barranca abajo: la altura y el peso se encargarían del resto.

Era un asesinato perfecto; no importaba que alguien nos viera: yo no tenía el propósito de ocultar que había tropezado y caído contra George; pero como nadie sabía que yo tenía un motivo para matarle, nadie sospecharía que no hubiera sido un accidente.

George estaba ahora apenas a unos cuatro metros de distancia.

—Bueno, ¿qué hay? —dijo, caminando siempre hacia mí.

Entonces cometí un error fatal, aunque no podía saber que era un error. Me sentí como embravecido y le dije, casi desafiándole a que se acercara.

—Hay una cantera muy alta. Un verdadero precipicio. Venga y mire.

Se paró en seco y dijo:

—No, no es para mí; gracias, amigo; nunca he podido soportar la altura, la cabeza no me da para tanto; tengo vértigo, o lo que sea.

Ahora debo empezar de nuevo.

10 de agosto

Anoche hubo una fiesta en casa de Rattery. Ocurrieron dos pequeños incidentes, reveladores del carácter de George, si puede usarse la palabra «reveladores» para un carácter tan evidente.

Después de la comida. Lena hizo una o dos pruebas. Luego jugamos a un juego singularmente erótico, denominado «Sardinas». Una persona debe elegir, para esconderse, un lugar estrecho. Si alguien la encuentra, se desliza a su lado, y así sucesivamente, hasta originar una confusión que es una mezcla entre el Hueco Negro de Calcuta y una orgía babilónica. Bueno, la primera vez que jugamos se escondió Rhoda Carfax. La encontré en seguida, en un armario lleno de escobas.

Estaba bastante oscuro, y mientras me sentaba a su lado me susurró:

—Pero, George, ¡qué extraño que me hayas encontrado tan rápidamente! Debo ser magnética.

Adiviné, por la manera irónica con que lo dijo, que ya le había dicho dónde encontrarla. Tomó mi brazo y lo puso alrededor de su cintura; reclinó la cabeza en mi hombro, y descubrió que había cometido una horrible equivocación. Sin embargo, la soportó dignamente y no trató de hacerme quitar el brazo de su cintura. En ese momento entró alguien, a tientas, pisándome los pies pesadamente, y se deslizó al otro lado de la señora Carfax.

—¡Hola! ¿Eres Rhoda, no? —murmuró.

—Sí.

—¿Así que George te encontró primero?

—No es George; es el señor Lane.

El hombre que había entrado después de mí era James Carfax. Es interesante que haya supuesto que yo era George; debe de ser uno de esos maridos complacientes. George llegó el tercero; no creo que estuviera muy contento de encontrar tanta gente. Por lo menos, después de otro partido de «sardinas», dijo que debíamos jugar a otra cosa (es el tipo de hombre que quiere estar cambiando todo el tiempo, aunque sea en los juegos de salón). Y empezó a organizar un juego excesivamente salvaje y estrepitoso, que consistía en arrodillarse en un círculo y tirarse almohadones. Eligió un almohadón bastante duro, y suscitó un gran alboroto, rugiendo de alegría. En un momento dado, me tiró el almohadón con toda su fuerza contra la cara. Me caí de lado; me había acertado en un ojo y estuve ciego por un momento. George emitió uno de sus rugidos de risa vacua.

—¡Lo derribó como un rayo, lo derribó! —aulló.

—Eres un estúpido —dijo Lena—. ¿Para qué quieres sacarle los ojos a la gente? El eslabón perdido, presumiendo.

George me golpeó la espalda con atención burlona, diciéndome:

—¡Pobre amigo Pussy! Discúlpeme, amigo. No he querido ofenderle.

Yo estaba furioso, especialmente porque utilizaba aquel sobrenombre ridículo delante de la gente. Le dije con rabia:

—No es nada, rata, no es nada, amigo. No sabe la fuerza que tiene, eso es todo.

No le gustó nada. Así aprenderá a guardar para sí su lengua grosera y torpe. Me inclino a creer que está celoso de mí y de Lena. No sé. Tal vez esté solamente perplejo; no puede comprender qué hay entre nosotros.

11 de agosto

Hoy Lena me pidió que me quedara en casa de los Rattery hasta fin de mes. Le dije que temía que a George no le entusiasmara gran cosa el proyecto.

—¡Oh, no le importa!

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo he preguntado —Luego me miró seriamente, y dijo—: Querido, no debes preocuparte. Hace tiempo que he terminado con George.

—¿Quieres decir que hubo algo entre ustedes?

—Sí —confesó—. Yo era su amante. Ahora, haz tu equipaje y vete a tu casa, si lo prefieres.

Lloraba, casi. Traté de consolarla. Después de un momento, me dijo:

—¿Vendrás entonces, no?

Dije:

—Sí, si no le importa a George.

No sé si fue una estupidez de mi parte; pero es bastante difícil resistirse a Lena. Tendré que guardar mi diario bien escondido; pero es muy cómodo vivir en el lugar del hecho: cuesta poco hablar de accidentes, pero es arduo, cuando llega el momento, organizar el tipo apropiado de accidente para George. Por ejemplo, no sé de coches lo suficiente como para atreverme a hurgarle el suyo. Me están vedados los accidentes mecánicos. Quizá el vivir en su casa me proporcione la inspiración necesaria. Dicen que pueden suceder accidentes aun en las familias más respetables, y nadie puede dar ese nombre a la familia Rattery. Además, será muy agradable estar con Lena, viviendo en la misma casa; aunque espero que no me reblandezca; no quiero que haya lugar ahora en mi corazón para el amor. Estoy solo, y quiero seguir solo.

12 de agosto

Una bonita tarde en el río, con el dinghy del joven Carfax. Como sospeché la última vez que lo saqué (aunque no había viento suficiente para probarlo), se desvía un poco a sotavento; debe ser difícil de manejar en un día de ráfagas fuertes. Pronto llevaré a Phil; tiene muchas ganas de acompañarme, pero no hago más que retrasar la salida, quizá porque en este mismo mes estaría enseñando a Martie como se maneja un barco, si… Razón de más para salir con Phil; quiero que todo me lo recuerde.

Hoy me pregunté cómo puedo seguir día tras día viendo a George, odiándole con cada fibra de mi cuerpo tan amarga y encarnizadamente que casi me asombra la plácida expresión de mi cara, cuando la encuentro en un espejo; odiándole así, en cuerpo y alma, y sin embargo, tratándole correctamente; sin esfuerzo por dominarme o por disimular, sin impaciencia por acabar. No es que tema las consecuencias; tampoco desespero de encontrar el método adecuado. Y, no obstante, me doy cuenta de que trato de retrasar el cumplimiento de mi obligación.

Creo que ésta es la explicación: así como se entretiene el amante, no por timidez, sino para prolongar la dulce anticipación del cumplimiento del amor, así el hombre que odia desea saborear su venganza antes de realizar el acto por el que ésta será consumada. Parece muy rebuscado, tanto que no me atrevo a decirlo a nadie sino a mi fantástico confesor, mi diario. Pero estoy convencido de que es la verdad: esto puede hacerme pasar por una criatura neurótica, anormal, un sádico perfecto; sin embargo, corresponde tan exactamente a mis sensaciones ante George, que no dudo de que es la explicación adecuada.

¿No explica esto, además, la larga «indecisión» de Hamlet? No sé si algún erudito habrá sugerido que ella se debe al deseo de prolongar la anticipación de la venganza, de apurar gota a gota el dulce, peligroso y jamás empalagoso néctar del odio. Creo que no. Sería una ironía por mi parte escribir un ensayo sobre Hamlet, donde propusiera esta teoría, después de acabar con George. ¡Por Dios, no me faltan ganas de hacerlo! Hamlet no era un neurótico vacilante, tímido e indeciso. Era un hombre con un talento especial para el odio, capaz de convertirlo en un arte. Mientras le creíamos vacilante, absorbía hasta la última gota el cuerpo de su enemigo; la muerte final del rey no fue más que el acto de arrojar a un lado una piel vacía: la piel de un fruto consumido y seco.

14 de agosto

¡Hablando de ironías trágicas! Esta noche surgió en la mesa una conversación extraordinaria. No sé cómo empezó, ni por quién; pero llegó a ser un discurso sobre el derecho de matar. Creo que empezamos hablando de la eutanasia. ¿Debían los médicos, en los casos incurables, tratar de prolongar la vida?

—¡Los médicos! —exclamó la anciana señora Rattery, con su voz pesada, plúmbea—. Ladrones, todos ladrones. Charlatanes. No les tengo ninguna confianza. Recuerden a ese tipo de la India, ¿cómo se llamaba?, que descuartizó a su mujer y escondió los pedazos bajo un puente.

—¿Buck Ruxton, madre? —dijo George—. Ése fue un caso extraño.

La señora Rattery cloqueó roncamente. Me pareció que entre ella y George pasaba una mirada de complicidad. Violeta se ruborizó. Fue un momento difícil. Violeta dijo tímidamente:

—Yo creo que si una persona está desahuciada, habría que permitir a los médicos que le eviten más dolores. ¿No cree usted, señor Lane? Después de todo, lo hacemos con los animales.

—¿Los médicos? ¡Bah! —dijo la anciana señora Rattery—. Nunca he estado un solo día enferma en mi vida. La mitad es imaginación (George rió un poco), y te diré, George, sería mejor que terminaras con todos esos tónicos tuyos. ¡Un animal grande y sano como tú, pagando a un médico para que le dé frascos con agua coloreada! ¡Y lo que valen! No sé qué pasa con esta generación. Un montón de hipocondríacos.

—¿Qué es un hipocondríaco? —preguntó Phil. Supongo que todos nos habíamos olvidado de su presencia. Acababa de ser admitido a la sobremesa de la noche.

Advertí que George tenía en la punta de la lengua alguna observación aplastante, y me apresuré a contestar:

—Una persona a quien le gusta suponer que está enferma cuando no lo está.

Phil pareció desconcertado. Supongo que no comprendía que a nadie le pudiera interesar tener dolor de estómago. La conversación siguió un rato al azar; ni George ni su madre escuchan lo que los demás dicen; siguen su propia línea de ideas, si pueden llamarse ideas. Me sentí bastante irritado por este opresivo método de conversación y, con malevolencia, dije suavemente, a toda la mesa:

—Pero dejando aparte los incurables físicos o mentales, ¿qué podemos decir del incurable social, la persona que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que la rodean? ¿No les parece justificado matar a una persona así?

Hubo un interesante momento de silencio. Luego varias personas empezaron a hablar a la vez.

—Me parece que se están poniendo todos morbosos —dijo Violeta, agitada, en tono de dueña de casa y con histeria mal disimulada.

—¡Oh!, pero piensen cuántos serían; quiero decir, por dónde habría que empezar —dijo Lena, mirándome muy largamente, como si me viera por primera vez. ¿O ha sido sólo una idea mía?

—Tonterías. Ideas perniciosas —declaró la señora Rattery, francamente escandalizada; quizá la única reacción franca en la reunión.

George no se sintió afectado. Evidentemente, ni siquiera se imaginaba que la flecha disparada al azar iba dirigida contra él.

—Lena, ¡qué hombrecito más sanguinario es tu Felix!, ¿eh? —dijo.

Es típico de la cobardía moral de George no hacer nunca estas observaciones cuando estamos solos; y cuando estamos acompañados las hace oblicuamente, agrediéndome desde detrás de Lena, por decirlo así.

Lena no le hizo caso. Todavía me miraba de una manera perpleja, más bien especulativa, torciendo un poco los rojos labios.

—Pero ¿lo harías realmente, Felix? —preguntó, por fin, con acento sombrío.

—¿Haría qué?

—Destruir una peste social: el tipo de persona que has descrito.

—Como todas las mujeres —intervino George—. Siempre refiriéndose a casos particulares.

—Sí. Lo haría. Esa clase de persona no tiene derecho a vivir —y agregué ligeramente—: Es decir, lo haría si no corriera ningún riesgo.

En este momento, la madre de Rattery entró en acción.

—¿Así que usted es un librepensador, señor Lane? Y ateo también, supongo.

Dije suavemente:

—¡Oh, no, señora! Soy muy convencional. Pero ¿no cree usted que hay circunstancias que justifiquen el asesinato, aparte de la guerra, por supuesto?

—En la guerra es una cuestión de honor. Matar, señor Lane, no es asesinar, cuando se trata del honor.

La vieja dio a luz esas penosas antiguallas de una manera más bien honrosa. Con sus rasgos cargados y su nariz dominante pareció durante un momento una matrona romana.

—¿Del honor? ¿Se refiere a su propio honor, o al de alguna otra persona? —pregunté.

—Me parece mejor, Violeta —interrumpió la señora Rattery, con su estilo más mussolinesco—, que dejemos a los caballeros de sobremesa. Phil, abre la puerta. No te quedes ahí soñando.

Con el oporto, George se puso confidencial. Sería sin duda el alivio de verse libre de aquel tema, morboso y molesto para una conversación.

—Es una mujer notable, mi madre —dijo—. Nunca olvida que su padre era primo lejano del conde de Evershot. Nunca ha podido acostumbrarse a la idea de que yo me dedicara a los negocios. Pero la necesidad… Perdió su dinero en una quiebra, pobre vieja. Si no fuera por mí estaría ahora en el asilo; mejor no hablar de eso. Por supuesto, hoy los títulos nobiliarios no significan nada. No soy un esnob, gracias a Dios. Uno tiene que estar de acuerdo con su época, ¿no? Pero hay algo hermoso en el modo con que la vieja se aferra a su orgullo. Noblesse oblige, y todo eso. Y ahora que me acuerdo, ¿conoce el cuento del duque y de la criada y tuerta?

—No —dije, tratando de contener las náuseas.

15 de agosto

Esta mañana he salido con Phil en el barco. Viento fuerte; más tarde, lluvia. El dinghy me ha dado bastante trabajo. Phil no es muy diestro, pero aprende rápidamente y tiene la valentía —la entrega a la extraña fascinación del peligro— de los sensitivos. Además, me ha dicho cómo podía matar a su padre.

Por supuesto ha sido inconscientemente. De boca de los niños, etc. Acababa de tomar el timón, y una ráfaga extraordinariamente fuerte inclinó la borda hasta la superficie del agua: tomó por avante, como le había enseñado, luego me miró, riendo, con los ojos brillantes de alegría.

—Esto es bastante divertido, ¿verdad, Felix?

—Sí. Lo has hecho muy bien. Ahora tendría que verte tu padre. ¡Cuidado! Tienes que mirar siempre por encima del hombro. Si miras a barlovento verás llegar las ráfagas.

Phil se sentía feliz. George le considera, o simula considerarle, un cobarde consumado.

Es notable hasta qué punto el carácter de un muchacho como Phil se modifica por la necesidad de justificarse a sí mismo ante los ojos de un padre antipático, con tal de demostrarle que está equivocado.

—¡Oh, sí! —gritó—. ¿No te parece que podríamos pedirle que viniera un día con nosotros? —Luego su rostro se ensombreció—. No, me había olvidado. No creo que venga. No sabe nadar.

—¿No sabe nadar? —dije.

Esta frase se repetía constantemente en mi pensamiento, gritándome cada vez más y más desde una enorme distancia, y, sin embargo, en el núcleo más secreto de mi ser. Como las voces que uno oye cuando está bajo los efectos de un anestésico; o como el enloquecido golpear de mi corazón, o como un espíritu vengador abriéndose paso a través de su cárcel.

Nada más por esta noche. Tengo que planearlo cuidadosamente; mañana escribiré mi plan. Será simple y mortal. Ya lo veo formándose ante mis ojos.

16 de agosto

Sí. Creo que es perfecto. La única dificultad reside en lograr que George me acompañe en el dinghy; pero unas burlas bien aplicadas conseguirán el milagro. Y una vez que esté a bordo del dinghy la función habrá terminado.

Tendré que esperar un día ventoso como el de ayer. Supongamos un viento del sudoeste: es el viento que aquí prevalece. Ascenderemos por el río más o menos un kilómetro y luego volveremos a favor del viento; ésa será mi oportunidad: esperaré una ráfaga, y trataré de mantener la dirección. El defecto que lo hace girar a sotavento sin duda hará volcar el barco. Y George no sabe nadar.

Primero pensé hacerlo volcar yo mismo, pero generalmente hay pescadores diseminados a lo largo de las orillas, y alguno podría ver el accidente, saber algo de navegación, y hacerme preguntas molestas: por qué un marino experimentado como yo permitió que el barco volcara. ¡Cuánto más convincente si en el momento de zozobrar George estuviera manejando el timón!

Así lo he dispuesto. Cuando empecemos a correr, daré el timón a George, y me ocuparé de la vela mayor y de los foques. Tan pronto como vea aproximarse una ráfaga de viento, diré a George de poner timón arriba: esto hará que el viento quede detrás del gratil de la vela mayor y el botalón se correrá a la derecha, con terrible violencia; la única esperanza de evitar que el barco vuelque será poner timón abajo; pero George no lo sabe, y no tendré tiempo de quitarle el timón antes de que el barco vuelque. Tengo que acordarme de levantar la tabla central en cuanto empecemos a correr: es la cosa más natural, y asegurará por partida doble la volcadura del barco. George se verá arrojado limpiamente al agua; si tengo suerte, golpeado por el botalón. Le será imposible regresar y agarrarse al casco. Tendré que apañármelas para caer debajo de la vela o enredarme con las cuerdas, o algo semejante, de modo que no pueda libertarme para salvar al pobre hombre sino cuando ya sea tarde. Tengo que cuidar también de no estar demasiado cerca de alguno de los pescadores de las orillas cuando giremos.

Será un crimen perfecto, un accidente con todas las de la ley. Lo peor que puede pasar es que el oficial que investigue el caso me amoneste por haber permitido a George que saliera con un viento tan traicionero.

¡El oficial investigador! Por Dios; hay una trampa de la cual me había olvidado. Seguramente habrá de aparecer mi verdadero nombre durante la investigación, y Lena sabrá que soy el padre del niño que George atropello con ella en el coche.

¿Atará cabos y llegará a sospechar que el accidente no fue tan genuino como parecía? Tendré que arreglar esto de una manera u otra. ¿Me querrá lo suficiente como para no delatarme?

Es un asunto muy sucio emplear a Lena de este modo; pero ¿por qué diablos voy a preocuparme? Lo único que debo recordar es la pobre figurita de Martie, vacilante en medio de la calle, y el cartucho, roto, de caramelos. ¿Qué importan, comparados con esa muerte, los sentimientos de una persona?

Es muy doloroso, en los primeros momentos, ahogarse. Bien. Me alegro. Los pulmones de George, reventando; la parte de arriba de su cabeza, aullando de dolor; sus manos, tratando vanamente de arrancar del pecho el gigantesco peso del agua.

Espero que entonces se acuerde de Martie. ¿Nadaré hasta él y le gritaré: Martie Cairnes? No. Creo que puedo tranquilamente abandonarle a sus pensamientos de ahogado; ellos me vengarán suficientemente.

17 de agosto

Hoy, durante el almuerzo, le he echado el anzuelo a George. Estaban presentes Carfax y su mujer. La manera lastimosa que Violeta trataba de simular que no advertía el mutuo entendimiento entre Rhoda Carfax y George ha aguzado contra él mi ingenio. He dicho que Phil prometía llegar a ser un experto en el manejo del dinghy. En la cara de George se pudo ver una lucha entre la vanidad orgullosa y un desagradable escepticismo. Dijo, más bien rezongando, que se alegraba de que su hijo supiera hacer algo; así dejaría de haraganear por el jardín durante las vacaciones, etc., etc.

—Uno de estos días usted también debería probar su destreza —dije.

—¿Salir en esa cáscara de nuez? ¡Aprecio mucho mi pellejo! —rió, un poco demasiado estruendosamente.

—¡Oh!, es muy segura, si eso le preocupa. Es gracioso, sin embargo —proseguí, dirigiéndome a la mesa en pleno—, cómo algunas personas se asustan de un barquito; personas que nunca se han preocupado sobre las probabilidades de que les atropellen al cruzar la calle.

Ante esta broma mía, George bajó un poco la mirada; fue su única demostración. Violeta dijo:

—¡Oh, George no tiene miedo, estoy segura! Solamente que…

Era lo peor que podría haber dicho. Ante la idea de que su mujer tomara las armas para defenderlo, George se enfureció. Sin duda, ella estaba a punto de decir que George no sabía nadar; pero él la interrumpió, imitando desagradablemente su voz.

—No, querida, George no tiene miedo. No tiene miedo de un barquito, puedes estar segura.

—Muy bien —dije negligentemente—. Entonces, ¿vendrá usted uno de estos días, no? Estoy seguro de que va a divertirse mucho.

Ya está. Me sentí agitado y casi sin respiración. Todas las demás cosas de la habitación me parecieron difusas y lejanas: Lena conversando con Carfax, los vagos murmullos de Violeta, Rhoda sonriendo ociosamente al rostro de George, la anciana señora Rattery trinchando su pescado con un aspecto de desaprobación, como si le faltara pedigree, y dirigiendo de cuando en cuando alguna aguda mirada hacia George y Rhoda, por debajo de sus pestañas de invernadero. Tuve que permanecer inmóvil deliberadamente, para descansar mi cuerpo que temblaba como un alambre tenso. Miré por la ventana, hasta que la casa gris y el árbol por ella circundados se perdieron y confundieron en una especie de diseño tembloroso, cambiante y veteado, como las aguas de un río al sol.

Me sentí bruscamente arrancado de ese éxtasis por una voz que parecía venir desde muy lejos. Era Rhoda Carfax, que me decía:

—¿Y qué hace usted durante todo el día, señor Lane, cuando no está instruyendo a la juventud?

Me preparaba para una respuesta, cuando George intervino:

—¡Oh!, se queda sentado arriba, planeando su crimen.

En mis novelas he usado a veces el cliché sobre cómo toda la sangre parece vaciarse bruscamente del corazón de alguien. Nunca comprendí, sin embargo, cuan adecuado era. La frase de George me hizo sentir —y parecer, supongo— como si mi carne hubiera sido desangrada. Le miré absorto, durante un tiempo que me pareció durar horas, con la boca temblando y fuera de control. Sólo cuando Rhoda dijo: «¡Ah!, usted trabaja en un libro nuevo, ¿no?», comprendí que George se había referido a un crimen literario. ¿O quizá no? ¿Es posible que haya descubierto o sospechado algo? No; temer esto sería ridículo. En ese momento, mi alivio fue tan grande que me sentí agresivo e irritable, furioso con George, por haberme dado semejante susto. Dije:

—Sí, estoy preparando un crimen muy hermoso. Creo que ha de ser mi obra maestra.

—Ciertamente, se lo guarda muy escondido —dijo George—. Puertas bajo llave, labios sellados, y todo eso. Por supuesto, él dice que está escribiendo una novela; pero no tenemos ninguna prueba, ¿no? Creo que debería enseñarnos los originales, ¿no te parece, Rhoda? Sólo para que nos cercioremos de que no es un fugitivo de la justicia, o un criminal disfrazado, o algo por el estilo.

—Yo, no…

—Sí, léenos algo después del almuerzo, Felix —dijo Lena—. Nos sentaremos alrededor y gritaremos en coro cuando desciende la daga del villano.

Era insoportable. La idea se propagó y avivó como el fuego en un rastrojo.

—Por favor. Sí, usted debe hacerlo.

—Vamos, Felix, sé amable.

Tratando de parecer firme, pero, supongo, con todo el aspecto de una gallina asustada, dije:

—No, no puedo. Lo siento. Odio que alguien vea un manuscrito mío inconcluso. Tengo esa manía.

—No nos arruine la diversión, Felix. Le diré cómo; yo mismo lo leeré, ya que el ruboroso autor es demasiado tímido. Leeré el primer capítulo, y luego haremos una tómbola acerca de quién es el asesino: un chelín cada uno en el pozo. Supongo que el asesino aparece en el primer capítulo, ¿no? Subo y lo traigo.

—Ni piense en hacerlo —Mi voz parecía cambiada—. Se lo prohíbo. No quiero que nadie hurgue mis manuscritos.

El rostro estúpidamente sonriente de George me enfurecía. Debí de haberle mirado con ostensible odio.

—A usted no le gustaría que alguien hurgara su correspondencia particular, así que puede dejar la mía tranquila, ya que me obliga a ser tan explícito.

George estaba encantado, por supuesto, por haber conseguido que me enfadara.

—¡Ah, conque ésas tenemos! Correspondencia particular. Cartas de amor. ¿Escondiendo su amor entre las matas? —rió estrepitosamente, celebrando su ocurrencia—. Será mejor que tenga cuidado, porque si no, Lena se pondrá celosa. Cuando la provocan es terrible; hablo por experiencia.

Hice un esfuerzo desesperado para mantenerme tranquilo y hablar de una manera negligente.

—No. No son cartas de amor, George. ¡Cómo se nota que esas cosas son su única obsesión! —Algo me hizo seguir—: Pero yo no le leería mi manuscrito, George. Suponga que le introdujera en la historia; sería muy molesto para usted, ¿no es así?

Carfax intervino inesperadamente:

—No creo que se reconociera. Generalmente nadie lo hace. Salvo que fuera el héroe, por supuesto.

Una observación agradablemente ácida. Carfax es un personaje tan indiferente, que no la hubiera esperado de él. La puntilla, no hace falta decirlo, era demasiado fina para que la espesa piel de George pudiera sentirla. Empezamos a hablar de cómo y hasta qué punto los escritores sacan sus personajes de la vida real, y la tormenta pasó. Pero mientras duró fue muy desagradable. Espero, por Dios, no haberme delatado al enfadarme tanto con George. Espero que el lugar donde escondo este diario sea verdaderamente seguro. Dudo que una cerradura y una llave sean capaces de contener a George, si éste se sintiera realmente interesado en el «manuscrito».

18 de agosto

¿Puede usted imaginarse, hypocrite lecteur, en situación de poder cometer un crimen impunemente? ¿Un crimen que, tanto si tiene éxito su consumación, su manera de realizarse, como si por alguna desgracia imprevisible, no lo tiene, será considerado, de todos modos, como un accidente, sin la menor sombra de sospecha? ¿Puede imaginarse viviendo, día tras día, en la misma casa que su víctima, un hombre cuya existencia —aparte de lo que ya sabemos acerca de su especial infamia— es una maldición para cada uno de los que lo rodean y un insulto al Creador? ¿Puede imaginar cuán fácil es vivir con esta detestada criatura? ¿Cuán pronto la familiaridad con la víctima origina el desprecio hacia ella? A veces, quizá, él le mira a usted extrañamente; usted le parece distraído, y le contesta con una sonrisa amable y vacua, distraída, porque en ese mismo momento usted está imaginando, por quincuagésima vez, los movimientos exactos del viento, del timón y de las velas, los movimientos que han de causar su destrucción.

Imagine todo eso, si puede, y luego trate de concebirse detenido, frustrado, impedido, por una pequeña cosa sin importancia. ¿La sutilísima voz de la conciencia? Tal vez lo haya supuesto usted, amable lector; un pensamiento generoso, pero incorrecto. Créame, no siento el menor remordimiento por la supresión de George Rattery. Aunque no hubiera tenido otra razón, me justificaría la manera en que está arruinando e hiriendo la vida de Phil, ese niño encantador; ha matado a un niño maravilloso, no le dejaremos que destruya a otro. No, no es la conciencia lo que me retiene. Ni siquiera mi timidez natural. Es un obstáculo más elemental aún que esto: ni más ni menos que el tiempo.

Aquí estoy, y aquí estaré, no sé cuántos días, silbando para que surja el viento, como un antiguo marino. (Supongo que silbar al viento es un acto de magia simpática, tan viejo como el primer barco de vela; lo mismo que cuando los salvajes golpean sus tambores para atraer la lluvia, o cumplen en los campos sus ritos de fertilidad). No es tan cierto que yo silbe para que venga el viento; hoy el viento soplaba del sudoeste, pero, por desgracia, demasiado, como un huracán. Ésa es la dificultad. Tengo que elegir un día en que haya bastante viento como para hacer girar a un barco mal pilotado, pero no tanto como para que parezca una locura salir con un novicio a bordo. ¿Y cuánto tendré que esperar para conseguir la cantidad exacta de viento? No puedo quedarme aquí para siempre. Aparte de todo lo demás, Lena se está impacientando. A decir verdad, empiezo a descubrir que me aburre un poco. Decirlo es abominable; ella es tan dulce y amorosa; pero últimamente parece haber perdido un poco de su ánimo; está demasiado infantil y apasionada e intensa para mi actual estado de ánimo. Esta tarde me ha dicho: «Felix, ¿no podríamos irnos a alguna otra parte? Estoy cansada de toda esta gente. ¿No quieres?». Estaba muy excitada al decírmelo; no me extraña; para ella no debe ser muy divertido ver todos los días a George, que le recordará la vez que atropellaron a un niño con el coche, hace siete meses. Tuve que conformarla con promesas vagas, por supuesto. No me siento muy inclinado hacia Lena; pero no me atrevería a romper con ella, aun si quisiera ser un sinvergüenza, porque debo tenerla de mi parte cuado surja mi verdadera identidad en el curso de la investigación.

Me gustaría que volviera a ser la muchacha de alta tensión, alegre y fuerte, que era cuando la conocí. Sería tanto más fácil traicionar a esa Lena. Y tarde o temprano tendrá que saber que ha sido traicionada, utilizada como clave en algún problema mío, aunque nunca llegue a comprender de qué problema se trataba.

19 de agosto

Una extraña ilustración marginal del hogar de los Rattery. Pasaba junto a la puerta semiabierta de la sala. Desde adentro se oía el murmullo de un llanto ahogado; quise seguir —uno se acostumbra a esa clase de cosas en esta casa— cuando oí decir a la madre de George, en voz baja, imperiosa, urgente, áspera:

—Vamos, Phil, deja de llorar. Recuerda que eres un Rattery. Tu abuelo murió luchando en Sudáfrica. A su alrededor había un círculo de enemigos muertos. Le cortaron en pedazos. No consiguieron que se rindiera. Recuérdalo. ¿No te avergüenza sollozar cuando…?

—Pero él no debería…, él… no puedo soportar…

—Cuando seas mayor, comprenderás esas cosas. Tal vez tu padre sea un poco irascible, pero no puede haber más de un amo en la casa.

—No me importa lo que digas. Es un déspota. No tiene derecho de tratar así a mamá… Es injusto… Yo…

—¡Cállate, niño! ¡Cállate en seguida! ¿Cómo te atreves a criticar a tu padre?

—Bueno, lo haces. Ayer oí cómo le decías que era un escándalo su relación con esa mujer y que…

—Basta, Phil. No te atrevas a volver a mencionar tal cosa, ni a mí ni a nadie —La voz de la señora Rattery parecía el filo de una hoja corroída, mellada. De pronto, en un cambio horrible, se volvió dulce y paciente, y dijo—: Prométeme, jovencito, que olvidarás todo lo que oíste ayer. Eres demasiado joven para turbar tu mente con asuntos de personas mayores. Prométemelo.

—¡No puedo prometer olvidarlo!

—No seas tan sutil, jovencito. Comprendes muy bien lo que quiero decir.

—¡Oh, muy bien! Lo prometo.

—Eso está bien. Ahora, ¿ves la espada de tu abuelo colgada allí en la pared? Tráemela, por favor.

—Pero…

—Haz lo que te digo… Está bien. Dámela ahora. Quiero que hagas una cosa por tu abuelita. Quiero que te arrodilles y sostengas la espada frente a tu pecho y jures que, suceda lo que sucediere, mantendrás el honor de los Rattery y nunca te avergonzarás del nombre que llevas. Suceda lo que sucediere. ¿Comprendes?

No aguanté más. George y la vieja arpía conseguirán que el chico se vuelva loco. Entré en la habitación, diciendo:

—Hola, Phil. ¿Qué haces con esa horrible espada? ¡Por Dios, no la dejes caer, o te cercenará los pies! ¡Ah, señora Rattery, no la había visto! Lo siento mucho, pero tengo que llevarme a Phil; ya es hora de empezar las lecciones.

Phil parpadeó, estupefacto, como un sonámbulo recién despierto; luego miró nerviosamente a su abuela.

—Ven conmigo, Phil —le dije.

Tuvo un estremecimiento y, bruscamente, se deslizó delante de mí, fuera del cuarto. La vieja señora Rattery permaneció sentada, con la espada sobre las rodillas, estúpida y pétrea, como una figura de Epstein. Al salir sentí sus ojos clavados en mi espalda; por nada del mundo me hubiera atrevido a volverme y a encontrar su mirada. Por Dios, me gustaría ahogarla con George. Entonces habría esperanza para Phil.

20 de agosto

Es sorprendente la facilidad con que me he acostumbrado a la idea de que, dentro de unos días (si el tiempo lo permite), cometeré un asesinato. No me emociona en lo más mínimo. Sólo siento la esporádica y leve intranquilidad que experimenta una persona normal antes de visitar al dentista. Supongo que cuando se está al borde de una acción semejante, durante largo tiempo estudiada y meditada, nuestra sensibilidad se embota. Es interesante. Me digo: «¡Pronto seré un asesino!». Y suena en mis oídos tan natural y desapasionadamente como si me dijera: «Pronto seré padre».

Hablando de asesinos, esta mañana he tenido una larga conversación con Carfax, cuando he llevado mi coche al taller para que le cambien el aceite. Parece bastante decente: no puedo imaginarme cómo soporta al inaudito George. Es un admirador de las novelas policíacas, y me acribilló con preguntas relativas a su técnica. Discutimos la ciencia dactiloscópica, y los méritos comparados del cianuro, la estricnina y el arsénico, desde el punto de vista del asesino literario. Debo confesar que en esta última asignatura me descubrí bastante flojo: debo seguir un curso de venenos cuando vuelva a mi profesión de escritor. (Me extraña la calma con que admito que volveré a mi profesión cuando termine este pequeño interludio de George. Es como si Wellington se hubiera puesto a jugar con soldaditos de plomo después de Waterloo).

Luego de haber charlado un rato, me dirigí hacia la parte trasera del taller. Mis ojos se encontraron con una escena más bien extraña: George, dándome su enorme espalda y cubriendo casi toda la ventana, se encontraba en la actitud de un hombre que apunta con un arma desde una casa sitiada. Se oyó un ruido: «fut». Me acerqué a él. Estaba disparando con un rifle de aire comprimido. «Otra rata inmunda —dijo cuando estuve a su lado—. ¡Ah, es usted! Estoy tirando al blanco sobre las ratas del vaciadero. Hemos probado con todo —trampas, veneno, gatos—, pero no disminuyen. Anoche esos bichos inmundos entraron y se comieron un neumático nuevo».

—¡Qué rifle tan bonito!

—Sí. Se lo regalé a Phil en su último cumpleaños. Le prometí un penique por cada rata que matara. Creo que ayer cazó un montón. ¿Quiere probarlo? Juguemos un chelín. A ver quién mata más ratas en seis tiros.

A continuación tuvo lugar el divertido espectáculo de un asesino y de su futura víctima, conversando amablemente uno al lado de otro y tirando alternativamente a un montón de desperdicios lleno de ratas. Recomiendo esta escena a mis colegas: quedaría muy bien en el primer capítulo de una novela de Dickson Carr; Gladys Mitchell también podría escribirla de modo muy convincente, o Antony Berkeley.

George ganó el chelín. Cada uno mató tres ratas, pero George juró que yo apenas había herido a la última: no quise discutir; al fin y al cabo, ¿qué es un chelín entre amigos?

Hoy ha amainado un poco el viento, pero aún pueden presentarse ráfagas muy fuertes. Lo mejor sería matar a George mañana; generalmente descansa durante la tarde de los sábados, y no hay por qué retrasar el crimen. Es una broma bastante divertida que mi relación con George haya empezado y terminado con un accidente.

21 de agosto

Sí, hoy. Esta tarde George saldrá conmigo en el dinghy. Es el término de mi largo viaje y el comienzo del suyo. Durante el almuerzo, cuando le he pedido que me acompañara, mi voz pareció bastante natural. No me tiembla la mano, ahora, mientras sostiene el lápiz. Están formándose en el cielo unas nubes blancas; las hojas juegan ruidosamente con el sol. Todo saldrá perfectamente.

Fin del diario de Félix Lane