10: Decisiones y promesas

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Decisiones y promesas

Oscurecía en el recinto de los animales. Los rayos del agonizante sol caían sobre el techo de piel tensada, iluminando todo el interior con una intensa luz roja. Dentro de sus jaulas, animales de malos instintos paseaban, correteaban, o se arrastraban impacientes de un lado a otro, rugiendo, aullando y haciendo chasquear las mandíbulas a la espera de la cena.

—¡Estaos quietos ahí afuera! —vociferó Rikus, aunque sabía de antemano que su orden no tendría el menor efecto.

No sirve de nada hacer ruido, le informó el gaj. Los alimentadores no vendrán más aprisa por eso.

No me importan los alimentadores, respondió el mul. Todo lo que deseo es un poco de tranquilidad.

Rikus estaba sentado sobre un montón de harapos en un rincón de la jaula, hurgándose con cuidado los oscuros cardenales recibidos horas antes mientras practicaba con Yarig la lucha con garrotes. El enano tampoco había salido mejor parado. Cubierto también de marcas rojas de la cabeza a los pies, estaba sentado en la esquina opuesta de la celda, ocupado en volver a colocar las tiras de cuero que sujetaban la cabeza de su mazo de combate al mango.

El joven templario que había reemplazado a Boaz permitía que sus pupilos conservaran las armas por la noche, comprendiendo que los luchadores que se ocupaban de su propio equipo confiaban más en él. También se daba cuenta de que, si los cuatro gladiadores querían escapar, de poco les servirían las armas contra la magia de los templarios que Tithian había emplazado alrededor del recinto después de la huida de Sadira.

Rikus hizo una mueca de dolor al hundir un dedo en su costado y notar cómo el cartílago se movía entre dos costillas.

—¿Es que intentabas matarme hoy, Yarig? —bromeó el mul.

—¿Por qué querría yo matar a un amigo? —replicó el enano con su acostumbrada expresión seria—. Eso no tiene sentido.

—No tienes por qué quejarte de la forma de luchar de Yarig —interpuso Neeva, que estaba sentada en el centro de la jaula, utilizando un pedazo curvado de asta para pulir una nueva hoja para la espada corta de Rikus.

Al ver que el mul no contestaba, la mujer continuó:

—Las mozas de las tabernas pelean mejor de lo que tú has estado luchando últimamente. —Apretó la punta del asta contra el borde de obsidiana que afilaba. Un diminuto pedacito se desprendió y fue a caer sobre un montón de restos similares—. Si no te quitas de la cabeza a esa fregona, los dos recibiremos algo más que unos cuantos cardenales durante los juegos.

—Ganaremos nuestro combate —gruñó Rikus—. No te preocupes por eso, Neeva.

El mul no quiso seguir discutiendo. No podía negar que había estado preocupado pensando en Sadira durante los últimos días. Se sentía responsable por lo que le sucediera a la semielfa, a la vez que incapaz de ayudarla. Estas emociones contrapuestas lo llenaban de una sensación de culpabilidad y dificultaban su concentración.

Poco a poco, Rikus advirtió que el estruendo en el recinto de los animales había alcanzado su punto culminante. El creciente tumulto solía anunciar la llegada de los alimentadores, pero aún parecía muy temprano para ello. Al cabo de unos instantes, el mul escuchó el murmullo de unas voces que se acercaban. Los otros tres gladiadores siguieron trabajando, pero él se puso en pie y llegó junto a la reja de hierro justo en el mismo instante en que aparecían seis hombres vestidos con negras sotanas. Rikus sólo reconoció a uno de ellos, un hombre de facciones afiladas con una larga cola de cabello castaño: lord Tithian.

¡No hay comida, Rikus!, se quejó el gaj.

Los alimentadores vendrán más tarde, lo tranquilizó Rikus. Ten paciencia. Deja que hable con esta gente.

El gaj se retiró de la mente del mul y permaneció en silencio.

—No creo que hayáis venido a devolvernos a nuestras celdas —dijo Rikus.

—No bromees. Lo mínimo que puedo hacer por Boaz es mantener su castigo —respondió Tithian—. En realidad he venido a hablar contigo. Mi nuevo preparador me informa que tu actuación ha sido lamentable desde la huida de Sadira.

—Todavía me resiento de la lucha con vuestro gaj —se excusó Rikus, intentando evitar el tema de la joven esclava. Cuanto menos supiera el sumo templario sobre sus sentimientos, mejor—. Estaré perfectamente en uno o dos días.

Neeva dedicó al mul una mirada reprobadora, pero no objetó su afirmación.

—En ese caso, tal vez no estés interesado en saber qué le sucedió a la muchacha —repuso Tithian, sarcástico.

—¡Claro que sí! —exclamó Rikus, y, al darse cuenta de que había revelado a su adversario un punto flaco, añadió—: Tengo una deuda de honor con ella.

—El honor es una mercancía sobrevalorada —comentó Tithian fríamente.

—Es todo lo que tiene un esclavo, mi señor —intervino Yarig sin moverse de su rincón—. Saber qué ha sido de Sadira podría mejorar la forma de lucha de Rikus.

—Muy bien dicho para ser un enano —replicó Tithian, dando un paso al frente para mirar en dirección a Yarig.

Por la mente de Rikus pasó entonces la idea de que podía alargar los brazos fuera de la jaula y romperle el cuello al sumo templario. La idea resultaba tan agradable que el mul se permitió saborear la hipotética sensación de la columna de su amo partiéndose entre sus manos, pero no hizo el menor movimiento para atacar. Rikus seguía queriendo ganar su libertad en los juegos del zigurat.

La expresión salvaje del mul no pasó inadvertida para Tithian, quien dio un paso atrás.

—Mis guardas te matarían al instante.

—Puede —concedió Rikus, con una sonrisa maliciosa—, y puede que no. ¿Qué le sucedió a Sadira?

El sumo templario lanzó una risita divertida.

—Primero, tienes que decirme qué quiere de ti la Alianza del Velo.

Rikus se acarició la pelada cabeza con una mano.

—No sabía que quisieran nada de mí —aseguró el mul. Una imagen de Sadira apareció espontáneamente en sus pensamientos. ¿Estaba conectada la hechicera a la Alianza del Velo?—. Aquellos que Llevan el Velo no son la clase de gente que amaña juegos —añadió rápidamente.

Tithian miró a uno de sus subordinados, un joven demacrado de saltones ojos castaños.

—¿Dice la verdad?

El joven asintió con la cabeza.

—También sabía que era una hechicera.

Comprendiendo que lo habían engañado, Rikus lanzó el brazo por entre los barrotes de la jaula.

—¡Doblegador de mentes! —siseó el mul, cerrando los dedos sobre la sotana del asombrado joven.

Sin dar tiempo a que nadie reaccionara, tiró del hombre en dirección a la reja y le aplastó el rostro contra los barrotes. Al ver que los otros templarios se adelantaban para ir en su ayuda, Rikus sujetó con su mano libre el cuello del doblegador de mentes.

—Le desgarraré la garganta —amenazó.

El joven templario empezó a temblar.

—No os mováis —suplicó, con voz estrangulada.

Yarig y Neeva se acercaron a Rikus, mientras que Anezka se ocultaba entre las sombras, esperando sin duda poder evitar el castigo que estaba segura seguiría a la temeraria acción de Rikus.

Los otros templarios miraron a Tithian, quien sacó con toda calma un pequeño tarro de su bolsillo. El recipiente contenía una oruga púrpura.

—No lo mates, Rikus.

El mul contempló al gusano, pero no soltó al aterrorizado templario.

—Mantened vuestra parte del trato.

Tithian fingió una expresión de sorpresa.

—¿He roto alguna vez una promesa que te haya hecho? —Como Rikus no contestó, el sumo templario siguió—: No estoy seguro de cómo sucedió, pero la compró un amigo mío. No hay necesidad de temer por ella. Agis de Asticles cuida de sus esclavos de la misma forma que la mayoría de las personas cuidan de sus hijos.

Rikus sonrió; luego dio una palmadita al templario en la mejilla y por fin lo soltó y lo empujó hacia atrás.

—Eres un chico afortunado —le dijo.

Tithian volvió a guardar el tarro en el bolsillo, disponiéndose a abandonar el corral.

—A propósito, el pequeño arranque del mul se convertirá en una semana a media ración para todos vosotros —les hizo saber mientras se alejaba.

Anezka arrojó el asta de desportillar de Neeva contra la cabeza de Rikus, quien lo desvió con el brazo, evitando por poco perder un ojo. El mul empezaba a cansarse de ser atacado por la muda halfling, pero comprendía su enojo.

En cuanto los templarios hubieron desaparecido, el gaj dijo:

Tu hembra…, Sadira…, no está a salvo, Rikus.

El mul aplastó el encallecido puño contra la pared de piedra. Los nudillos empezaron a sangrar abundantemente, pero él apenas les prestó atención.

—¿Mentía Tithian? —preguntó en voz alta.

Tithian no mentía, pero ha dicho sólo parle de lo que pensaba, respondió el gaj. Agis tiene a tu hembra, pero Tithian tiene un informador en la madriguera de Agis. Busca a sus amigos del velo.

—¿La Alianza?

—¿De qué estás hablando, Rikus? —quiso saber Neeva.

El mul les repitió lo que el gaj le había dicho.

—¿Sadira en la Alianza del Velo? —se mofó Yarig—. Imposible.

—¿Entonces dónde aprendió hechicería? —inquirió Neeva.

El enano se rascó la calva cabeza.

—Es imposible —repitió, tozudo—. Lo habríamos sabido.

¿Qué es lo que quiere hacer Tithian con Sadira y sus amigos?, preguntó Rikus al gaj.

Matarlos, contestó el animal.

Rikus lanzó un grito de cólera y dio un salto en el aire para agarrarse a las costillas de mekillot que formaban el techo del corral. El esfuerzo le desgarró el magullado cartílago, pero no se soltó. Balanceó las piernas hacia arriba y pateó una de las gruesas costillas, intentando romperla.

—¿Qué haces? —exclamó Yarig.

—Escapar —gruñó Rikus.

¿Antes de que lleguen los alimentadores?, inquirió el gaj, incrédulo.

El mul dio una nueva patada al techo.

—¿Qué hay de los juegos? —quiso saber Yarig—. ¡No puedes olvidarlos así por las buenas!

—Esto es más importante —jadeó Rikus, encogiéndose por el dolor que sentía en las costillas.

Bajó las piernas en preparación para asestar una nueva patada, pero Neeva lo sujetó por la cintura.

—Déjame hacerlo —dijo—. Estás tan débil que ni siquiera conseguirías abrirte paso a través de un tejado de paja, y mucho menos a través de uno de costillas de mekillot.

—¿Me vas a ayudar a salvar a Sadira? —se asombró Rikus.

—¿Cambiaría algo si dijera que no?

Como Rikus no contestó, Neeva saltó hacia arriba y se agarró a la reja que formaba la techumbre.

—Es lo que pensé —dijo, balanceando las piernas en dirección al techo. Los pies fueron a estrellarse cada uno contra una costilla, y abrieron un agujero tan grande como los hombros del mul.

Yarig contemplaba sus esfuerzos con expresión perpleja y herida.

Cuando Neeva regresó al suelo de la jaula, Rikus dijo:

—Yarig, ya sabes que tú y Anezka podéis venir con nosotros. En cuanto hayamos avisado a Sadira, nos uniremos a alguna tribu de esclavos allá en el desierto. Seremos libres.

—¿Libres? —repitió el enano. Sus ojos se nublaron, y el mul se dio cuenta de que se enfrentaba a un conflicto interno.

Anezka se colocó junto a su compañero y le tomó la mano. Yarig miró a la luchadora muda.

—¿Es eso lo que quieres, Anezka?

La halfling asintió ansiosa.

Yarig clavó la vista en el suelo y aspiró con fuerza varias veces antes de hablar.

—Marchaos. No puedo ir con vosotros. Simplemente, no puedo.

Los salvajes ojos de Anezka traicionaron su desencanto, pero sacudió la cabeza y se aferró al brazo del enano.

—¡Ve! —ordenó Yarig—. No hay ningún motivo para que te quedes.

La halfling permaneció junto a su compañero.

Neeva contempló a la pareja con lo más parecido a una expresión comprensiva que Rikus había visto jamás en su rostro.

—Yarig, sólo por esta vez, ¿no puedes cambiar de idea? Si tú no vienes, tampoco vendrá Anezka.

—No puedo evitarlo —respondió Yarig—. Ella es libre para marcharse, pero yo debo participar en los juegos del zigurat. Son el eje de mi existencia.

—¿El eje? —inquirió Neeva.

—Los enanos escogen un propósito para sus vidas —explicó Yarig—. Yo he escogido luchar en los juegos del zigurat. Si abandono este propósito, me convertiré en un muerto viviente cuando muera. —Yarig clavó la mirada en los ojos salvajes de Anezka—. Ve con Rikus y Neeva. Tú eres una halfling, no una enana. Tu destino es ser libre.

Anezka negó con la cabeza y se aferró con más fuerza a Yarig.

Neeva decidió dejar de lado por el momento a la sentimental pareja, y volvió su atención a cosas más prácticas.

—Necesitamos un plan, Rikus. Con todo esto lleno de templarios, no podemos esperar salir de aquí como si nada.

Después de que hayan pasado los alimentadores, os ayudaré, ofreció el gaj, golpeando con furia los barrotes de su celda. Tenéis que llevarme con vosotros.

—No —contestó Rikus—. No podemos abrirnos paso luchando, de modo que tendremos que salir sigilosamente. Si vienes con nosotros, no tendremos la menor oportunidad.

Puedo esconderos, replicó el gaj.

Deseando que el gaj pudiera comunicarse con más de una persona a la vez, Rikus transmitió a Neeva la petición del animal. Ésta sacudió la cabeza.

—Haremos esto solos —declaró el mul.

¡No! Llevadme o contaré a los alimentadores adonde vais.

Rikus frunció el entrecejo y comunicó la amenaza a su compañera. Ambos se contemplaron durante varios instantes.

—No tenemos elección —refunfuñó Rikus.

—Necesitamos un plan mejor —se quejó Neeva—. Por las dos lunas que no hay manera de que podamos hacer pasar esa cosa por encima del muro sin que nos vean.

Después de que pasen los alimentadores, ocultaré a todo el mundo, repitió el gaj.

—¿Cómo? —quiso saber Rikus.

Confía en mí.

—No confío en ti —insistió Rikus.

El gaj no respondió, pero Rikus tuvo una idea.

—Un grupo de alimentadores entrará en el recinto de los animales, y un grupo de alimentadores saldrá —explicó el mul—. Utilizaremos el carromato para sacar al gaj del recinto.

Tanto Neeva como Yarig sonrieron.

—Sólo porque no vaya a ir con vosotros no quiere decir que no pueda ayudaros a escapar —dijo el enano.

Neeva utilizó ambas manos para hacer un estribo para Yarig, y lo lanzó hacia arriba con la fuerza suficiente para que pasara a través de la abertura del techo. El enano utilizó la cuerda y las poleas para abrir la reja. Los cuatro gladiadores abandonaron la celda, llevando con ellos el trikal de Neeva y el garrote de Anezka. No se molestaron en recoger la espada de Rikus ni el mazo de combate de Yarig, porque ambas armas estaban en mal estado.

Fuera de la celda, el corral estaba casi a oscuras, con tan sólo unos débiles rayos de pajiza luz de luna filtrándose por el techo de piel. El violento clamor de los impacientes animales sonaba ahora con más fuerza que antes.

—Neeva, tú y Anezka deslizaos hasta la entrada y echad una mirada al exterior —ordenó Rikus—. Mirad a ver si podéis descubrir a los templarios.

Neeva asintió, y ella y Anezka se marcharon pasillo abajo en dirección a la entrada.

Acordaos de mí, exigió el gaj. Dejadme, y contaré a los alimentadores adonde os dirigís.

Rikus sujetó la cuerda que pendía frente a la reja del gaj y empezó a tirar.

—No te vamos a dejar, pero debes hacer lo que te diga.

Sí, lo prometo.

Rikus atisbó por entre los barrotes de hierro. El gaj permanecía acurrucado al otro lado de la reja, dos de sus antenas aplastadas contra la cabeza. En el lugar del que Neeva había arrancado la tercera antena, un nuevo tallo diminuto se agitaba vacilante. El gaj había cerrado las mandíbulas, y sus ojos compuestos estaban fijos en el suelo.

Esperando que el dócil comportamiento de la criatura quisiera decir que se mostraría tan cooperativa como había prometido, Rikus tiró de la cuerda. Una oleada de dolor recorrió su magullada caja torácica y arrancó un gemido de sus labios.

Yarig se acercó a la reja para ayudar, pero, antes de sujetar los barrotes, miró al gaj a través de ellos y ordenó:

—¡Retrocede al otro extremo!

La criatura, obediente, se arrastró rápidamente por el suelo de piedra. Con un sonoro gruñido, el enano ayudó con sus fuertes brazos a levantar la pesada reja.

De improviso, el gaj saltó hacia adelante y atravesó la jaula como un rayo de color rojizo. Fue directo hacia Yarig y cerró las dentadas pinzas alrededor del cuello del enano antes de que éste pudiera gritar.

Rikus soltó la cuerda, y la pesada reja fue a estrellarse contra el caparazón de la bestia, atrapándola a mitad de camino fuera de la jaula. Las patas tubulares de la criatura arañaron enloquecidas las losas del pasillo.

Sin preocuparse de sus doloridas costillas, Rikus saltó en dirección a la cabeza del gaj. La sangre manaba con fuerza de las perforaciones que las mandíbulas del gaj habían abierto en la garganta de Yarig.

—¡Mentiste! —aulló Rikus, asestando un puñetazo a uno de los ojos del gaj.

La mentira es algo muy útil, respondió el animal, sin que pareciera haberlo afectado el golpe.

Rikus volvió a golpearlo, apuntando a una zona situada justo detrás de las tres antenas. El animal replicó azotando al gladiador con una antena que envió un ramalazo de insoportable dolor por todo el costado izquierdo del mul y le paralizó el brazo derecho. El gladiador le pegó con la mano derecha.

El gaj abofeteó a Rikus con la antena otra vez. Imágenes de un vacío gris flotaron por la mente del mul, y sintió que perdía pie. La bestia le dio entonces un golpe con la mandíbula que lo lanzó al otro lado del corredor.

Semiinconsciente, Rikus vio cómo el gaj envolvía la cabeza de Yarig con sus antenas. Respirando con dificultad, el mul se incorporó.

¡No tiene pensamientos!, exclamó el gaj, desilusionado. Está muerto.

Con un ligero capirotazo, el animal arrojó el cuerpo sin vida del enano a un lado y se volvió en dirección a Rikus, mientras impulsaba su cuerpo arriba y abajo en un intento de liberarse de la reja.

Reuniendo todas sus fuerzas, el mul se lanzó contra el gaj. Cuando éste abrió las pinzas, Rikus saltó en el aire, pasó por encima de las enormes mandíbulas y clavó ambos pies en el centro de la cabeza del animal. La patada desatascó al gaj y lo lanzó de nuevo al interior de la jaula. El mul se arrojó a la izquierda y aterrizó sobre el estómago mientras que la reja se estrellaba contra el suelo a pocos centímetros de él.

Rikus se arrastró lejos de allí y se quedó tumbado boca abajo. Sólo le quedaban fuerzas para obligar a sus doloridas costillas a coger aire. Los animales enjaulados empezaron a chillar enloquecidos, frenéticos ante el ruido de la pelea y el olor a sangre.

Por fin, el mul vio la luz de una antorcha que brillaba pasillo abajo. Anezka pasó corriendo junto a él, deteniéndose sólo para dejar caer un fardo de ropa frente a Rikus. La luchadora se arrodilló junto al cuerpo de Yarig y, tras cerrar los ojos sin pestañas del enano, apoyó la frente sobre cada uno de ellos en una especie de muestra halfling de afecto que Rikus no comprendió.

Neeva llegó entonces junto al mul, con una antorcha en una mano y en la otra un par de lanzas y un par de dagas de obsidiana. Llevaba puesta una sotana negra de templario similar a la que Anezka había dejado caer.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, depositando las armas a un lado y ayudando a su compañero a ponerse en pie.

—El gaj atacó a Yarig —repuso Rikus, señalando en dirección a la jaula—. Mentía sobre lo de venir con nosotros.

—Un truquillo que aprendería de Tithian —observó Neeva y, llevándose una mano al corazón, la extendió luego en dirección a Yarig en el tradicional saludo de despedida de los gladiadores.

Rikus indicó con la mano los pertrechos traídos por Neeva.

—¿Qué es esto?

—Encontramos a los alimentadores y a un par de templarios de escolta en la puerta —informó—. No duraron mucho.

Rikus tomó una lanza y se encaminó a la jaula del gaj. La bestia permanecía agazapada en el rincón, los ojos y las mortíferas antenas dirigidos hacia la puerta.

—Esto es por Yarig —dijo el mul, enviando la lanza por una abertura.

La alabarda alcanzó al gaj en el centro de la zona ocupada por las antenas. El animal lanzó un agudo chillido y escondió la cabeza bajo el caparazón.

—¿Lo matará eso? —inquirió Neeva, sosteniendo la antorcha ante la reja para poder ver en su interior.

—No durante algunas horas, espero —respondió Rikus.

No me has vencido aún.

Los chillidos no cesaron mientras el gaj emitía su mensaje, pero la criatura levantó el caparazón y dirigió la punta del abdomen contra Rikus y Neeva.

—Hora de marcharse —indicó el mul, apartando de allí a su compañera justo en el momento en que el gaj bañaba el pasillo con un vapor fétido.

Neeva ayudó a Rikus a colocarse la sotana negra que Anezka le había conseguido. Le quedaba un poco ajustada, pero el mul confiaba en que le permitiera llegar hasta la salida. Si alguien se acercaba lo suficiente para darse cuenta de lo justa que le quedaba la túnica, Rikus estaba seguro de poder solucionar cualquier problema que pudiera presentarse.

Cuando estuvieron listos para partir, el mul recogió el cuerpo de Yarig, convencido de que al enano no le habría gustado que lo enterrasen en los fosos de los esclavos de Tithian.

—¿Vienes con nosotros, Anezka?

La halfling asintió.

Los tres gladiadores se pusieron en movimiento en dirección a la entrada. Anezka empuñando la lanza, y Rikus y Neeva llevando sendas dagas de obsidiana en el bolsillo. Abandonaron sus acostumbradas armas en la celda, pues trikals, bastones y mazos de combate habrían llamado la atención sobre el trío.

Al salir del corral, Rikus se echó la capucha de la sotana sobre la cabeza. Aunque todavía era temprano, ninguna de las lunas estaba muy alta en el firmamento, de modo que la noche resultaba relativamente oscura. En cada una de las torres, el mul descubrió las oscuras figuras de un templario y dos guardas.

La carreta de cuatro ruedas de los encargados de la comida se encontraba detenida a un lado de la puerta. Un hedor putrefacto se elevaba de los diferentes animales muertos o medio muertos que contenía el carromato.

—Descarguemos esto —sugirió Rikus—. Será mejor que demos de comer a los animales para que se queden callados.

Realizaron a toda prisa lo sugerido por el mul, arrojando, como mejor les pareció, diferentes clases de comida al interior de las jaulas sin tener en cuenta la clase de inquilino de cada una. A los pocos minutos, la carreta estaba vacía. Tras colocar el cuerpo de Yarig en su interior, Rikus cambió la daga por la lanza que empuñaba Anezka e indicó a la halfling que se tumbara junto al cadáver de su compañero.

Se dirigió entonces a la parte delantera del carromato, a la que estaba uncido un único kank. El dócil animal le llegaba al mul un poco más arriba de la cintura. El cuerpo quitinoso de la criatura estaba dividido en tres secciones: una cabeza en forma de pera coronada por dos tiesas antenas, un tórax alargado sostenido por seis patas delgadas y un abdomen bulboso que colgaba de la parte posterior del tórax.

Aunque Rikus no había conducido jamás una de esas criaturas, sí había ido en carromatos tirados por kanks suficientes veces como para comprender los principios básicos de su conducción. Con la mano libre, tomó una fusta que colgaba de la parte delantera de la carreta y golpeó ligeramente con ella al kank en medio de las antenas. Ante su sorpresa, el animal se puso al trote.

—¿Cuánta atención quieres atraer sobre nosotros? —inquirió Neeva, corriendo para mantenerse a la altura de la carreta—. ¡Haz que vaya más despacio!

—¿Cómo?

La rubia gladiadora le arrebató la fusta y pasó el extremo por encima de las antenas del animal varias veces. Este aflojó el paso al momento para marchar a una velocidad más aceptable.

Avanzaron pesadamente por el sendero, y luego giraron a la derecha para tomar la ancha carretera que conducía a la puerta posterior. Varios guardas de las torres se detuvieron para contemplar con atención el carromato, pero ninguno mostró la menor señal de alarma.

Finalmente, la puerta apareció ante ellos. Se trataba de una enorme puerta de madera encajada entre un par de pequeñas torres. Esa noche, cada torre tenía un centinela, con un único templario para supervisarlos a ambos.

Neeva condujo la carreta directamente hacia la puerta, sin variar la velocidad del kank. Los guardas de las torres y el templario observaron sin el menor comentario la aproximación de los disfrazados gladiadores. Uno de los centinelas hizo girar una rueda dentro de su torre, y la puerta empezó a abrirse despacio.

Los fugados pasaron por entre las oscuras sombras que proyectaban las torres.

—¡Aguardad! —gritó el templario.

Neeva dirigió una mirada a Rikus, y el mul hizo un gesto con la cabeza para indicar que debían obedecer. La musculosa mujer pasó la fusta por encima de las antenas del kank hasta que la carreta se detuvo.

—¿Son cadáveres lo que he visto aquí dentro? —quiso saber el templario.

—Sí —confirmó Rikus—. Insultaron a Tithian. Los vamos a sacar para que se los coman los raakles.

—Será mejor que eche una mirada —suspiró el templario, descendiendo por la escalera.

Neeva dirigió a Rikus una mirada interrogante. Éste se encogió de hombros y miró por encima del hombro a Anezka. La mujer se hacía la muerta, con un brazo doblado desgarbadamente bajo la espalda.

El templario, un humano con barba de tres días, llegó al suelo y se dirigió a la carreta.

—¿Qué es lo que tenemos aquí? —murmuró el templario, introduciendo el brazo en el interior del carromato para tocar el cuello de Yarig. Al sacar los dedos pegajosos de sangre, lanzó un gruñido de repugnancia y mantuvo la mano lejos del cuerpo como si no supiera qué hacer con ella—. Están muertos.

—Desde luego —respondió Rikus—. Los maté yo mismo.

El templario contempló al mul con una expresión de asco, e hizo un gesto indicando que la carreta podía pasar. Neeva apenas si pudo esperar a que la puerta acabara de abrirse para sacar el pequeño carromato de entre las dos torres.

Una extensa llanura de rocosa aridez, bañada por una luz púrpura y tan silenciosa como la misma muerte, se extendía ante ellos.

—¿Adónde vamos ahora, Rikus? —preguntó Neeva, instando al kank a ponerse al trote.

—A la hacienda de Agis de Asticles —contestó el mul—. Dondequiera que esté.