8: El tesoro de Kalak

8

El tesoro de Kalak

Tithian y tres subalternos se encontraban en la habitación más baja del zigurat, contemplando una trampilla de hierro que había estado oculta hasta entonces bajo dos capas de ladrillos. La habían descubierto los templarios subalternos unas horas antes, cuando buscaban el último de los amuletos escondidos por la Alianza del Velo.

—Empezad —ordenó Tithian, indicando la puerta.

Uno de los subalternos, un semielfo llamado Gathalimay, se arrodilló sobre la puerta y liberó la palanca que mantenía cerrada la trampilla circular; ésta se abrió hacia adentro con un sonoro chirrido. Gathalimay tomó una antorcha y atisbo en el oscuro agujero.

—¡Es un túnel! —exclamó.

—Lo mejor será que veamos adonde conduce —dijo Tithian.

Tras ordenar a uno de los templarios que se quedara de guardia, descendió al interior del túnel acompañado por los otros dos. Encontraron un pasillo circular, del tamaño de un hombre, que discurría hacia el este por debajo del estadio de los gladiadores. Estaba revestido de ladrillos de obsidiana negra que daban al extraño corredor un sobrenatural aspecto tenebroso y siniestro.

—¿Quién excavó esto, la Alianza del Velo? —preguntó Stravos, un humano enjuto y fuerte, de cabellos canosos.

—No tardaremos en saberlo —repuso Tithian, indicando a sus dos ayudantes que fueran delante.

Llevaban algún tiempo andando por el misterioso pasillo, cuando Gathalimay se detuvo y miró a lo alto. Sobre su cabeza se alzaba un pequeño pozo, revestido también de obsidiana. El semielfo levantó la antorcha cerca de la cavidad pero no pudieron ver dónde terminaba.

—¿Adónde da esto? —inquirió.

—Sólo hay un lugar al que pueda ir a parar —respondió Tithian—. Estamos debajo de la pista de combate del estadio. Debe de conducir a una trampilla oculta bajo la arena.

El semielfo miró a su alrededor.

—¿No estamos cerca de la habitación que guarda los enseres para los juegos?

Tithian negó con la cabeza.

—Hemos andado demasiado. Esas habitaciones y los conductos que conducen a la arena están más cerca del centro del campo.

—¿Para qué querría la Alianza del Velo construir un pozo como éste? —se extrañó Stravos.

—¿Qué te hace pensar que lo construyó la Alianza? —replicó Tithian, indicándole a él y a Gathalimay que siguieran adelante—. Vamos en dirección al palacio de Kalak.

Algo más allá, llegaron al final del túnel. En él descubrieron otra trampilla con un bajorrelieve de la cabeza del dragón forjada en ella. Los ojos hundidos de la bestia parecían clavados en el rostro de Tithian, y el hocico de afilados dientes estaba abierto como dispuesto a atrapar a cualquiera que intentase abrir la puerta.

A pesar de su curiosidad, Tithian se sintió tentado de dejar la trampilla cerrada. No le cabía la menor duda de que se encontraban en algún lugar debajo de la Torre Dorada de Kalak, lo que significaba que el túnel no podía ser otra cosa que un pasadizo secreto que conectaba el palacio con el zigurat. Dudaba que al rey le complaciera saber que lo habían descubierto.

Por desgracia, él y sus hombres sólo habían recuperado uno de los dos amuletos que seguían ocultos en el zigurat, por lo que no podía permitirse el lujo de desechar la posibilidad de que el otro hubiera sido colocado en ese túnel o al otro lado de la trampilla. Además, Tithian sentía curiosidad. Como Sumo Templario de los Juegos y de las Obras del Rey, le parecía sospechoso que Kalak no hubiera mencionado ese pasadizo secreto. Deseaba averiguar todo lo que pudiera sobre él.

Tithian se apartó un poco e hizo una señal al semielfo para que se acercara.

—Gathalimay, ayuda a subir a Stravos para que pueda abrir la puerta.

El enjuto rostro de Stravos palideció.

—Echaremos una mirada y lanzaremos unos cuantos conjuros de detección —dijo Tithian, más para darse confianza a sí mismo que al templario humano—. Si el último amuleto no está aquí, cerraremos la puerta y olvidaremos haber visto este lugar.

Gathalimay formó un estribo con las regordetas manos; Stravos tragó saliva y se subió en él. Tras un corto forcejeo, el canoso templario descorrió el pestillo, y la oxidada puerta se abrió hacia abajo con un chirrido discordante. Una tenue luz blanca iluminó el túnel.

Tithian indicó al hombre que subiera; luego le entregó su antorcha y lo siguió. Mientras Stravos se inclinaba para ayudar a Gathalimay a pasar a través de la trampilla, Tithian levantó los ojos para examinar lo que los rodeaba.

Descubrió que habían ido a salir frente a la pared de una oscura sala. De improviso, apareció ante sus ojos un globo del tamaño de un melón que despedía una luz de un amarillo verdoso. La esfera flotaba a menos de metro y medio del suelo. Era una bola borrosa y ondulante rodeada de una neblina fosforescente cuya forma recordaba vagamente a una cabeza calva con bolsas de piel fláccida junto a la barbilla.

—¿Lord Tithian? —preguntó la voz temblorosa del anciano criado de Agis, Caro.

Tithian maldijo en voz baja la inoportunidad del espía.

—Estoy ocupado. Ponte en contacto conmigo más tarde.

La esfera cambió de tono hasta volverse más verde y borrosa.

—Ésta es la primera oportunidad que he tenido de escabullirme en tres días y puede ser la última hasta dentro de otros tres. Tendréis que escucharme ahora o arriesgaros a esperar hasta mi próxima comunicación, si se realiza.

Tithian suspiró, maldiciendo la combinación de la tozudez enana y la indulgencia de Agis que hacían que Caro se mostrara tan insistente. Había convertido al anciano criado a su causa después de confiscar los esclavos de su amigo. No le fue difícil socavar la lealtad del enano para con la familia Asticles, pues el sumo templario comprendía el poder de la esclavitud y de la libertad como muy pocos hombres libres lo hacían. Cuando le planteó al enano la opción de morir en las canteras de ladrillos del rey o ganar su libertad espiando a Agis, Caro optó por la libertad.

—Aparta el cristal de tu rostro —ordenó Tithian—. Así podremos vernos las caras.

Había entregado a Caro un cristal mágico de olivino que el enano podía utilizar para comunicarse con él. Este cristal permitía que él pudiera ver a Caro bajo aquella luz fantasmagórica, y a la vez que el espía lo viera a él reflejado en la cristalina superficie. Al mismo tiempo, la magia del cristal aseguraba que las palabras de Tithian no fueran más que un débil murmullo a los oídos de cualquiera excepto la persona que sujetara el cristal.

Caro obedeció, y los profundos surcos de la arrugada cara del enano se destacaron con claridad. El anciano esclavo miraba a las profundidades del cristal con ojos semientornados, la arrugada frente fruncida en profunda concentración y la desdentada boca entreabierta.

—¿Qué sucede? —inquirió Tithian.

El sumo templario escuchó con impaciencia el relato de Caro sobre el encuentro entre Agis y los otros cuatro nobles, así como el ataque en el que Jaseela había resultado herida. Tithian no se sorprendió de nada de lo que le contaba el enano, pues ya esperaba que su amigo respondiera a las confiscaciones de esclavos cometiendo alguna estupidez.

Cuando el enano relató la historia de la compra de Agis en la subasta de esclavos, la impaciencia de Tithian se trocó en interés.

—¿Cómo se llama la chica? —inquirió, olvidando por un momento dónde se encontraba.

—Su nombre es Sadira.

—¡No la pierdas de vista! —exclamó Tithian, haciendo un gesto a Stravos para que se pusiera en pie—. ¿Dónde estás? Enviaré a alguien a vigilarla de inmediato.

—Eso no servirá de nada —respondió Caro—. A los pocos minutos de haberla comprado, lord Agis le entregó una bolsa de oro y la dejó en libertad. Le dijo que quería ayudar a la rebelión y que se pusiera en contacto con él cuando Aquellos que Llevan el Velo necesitaran su ayuda.

—¡Tengo tanta suerte como un corredor ciego en el desierto! —gruñó Tithian—. ¿Qué aspecto tenía el otro postor?

El sumo templario escuchó con creciente contrariedad la descripción ofrecida por el enano, la cual, a excepción del bastón con el puño de obsidiana, podría haber correspondido a la mitad de los artesanos de Tyr. Cuando Caro finalizó su descripción, Tithian lo interrogó brevemente sobre la subasta y los elfos que la habían celebrado.

—No tardarás en ser un hombre libre —declaró Tithian, cuando la conversación tocó a su fin—. Además, con tu ayuda, me resultará mucho más fácil evitar que Agis se meta en problemas. Haces un gran servicio a la familia Asticles.

—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —repuso Caro, las negras pupilas clavadas en el rostro de Tithian—. No intentes engañarme fingiendo que es otra cosa que pura y simple traición.

—Considera tus servicios como te parezca —dijo Tithian, encogiéndose de hombros—. Si vuelves a ver a Sadira, ponte en contacto conmigo al momento. Obtendrás tu libertad el mismo día que la capture.

—Lo haré —contestó Caro. Cerró los dedos sobre el cristal, y el arrugado rostro se esfumó.

Tithian se volvió a sus subordinados.

—Olvidad lo que habéis oído.

Apenas si había acabado de dar esta orden cuando se preguntó si habría sido necesaria. Ni Stravos ni Gathalimay parecían haber prestado la menor atención a la entrevista. Ambos permanecían inmóviles, contemplando boquiabiertos la habitación en que se encontraban. Tithian se reunió con ellos para inspeccionar el lugar.

Habían penetrado en una inmensa cámara situada en la parte inferior de la Torre Dorada. Unos cabios chapados en cobre atravesaban el techo sobre sus cabezas, y en los ángulos rectos que formaban las vigas estaban cinceladas unas imprecisas figuras de animales que Tithian no reconoció. En los extremos del techo, unas estriadas columnas de granito sostenían los dorados cabios. Entre estos pilares podían verse hilera tras hilera de estanterías de madera, muchos de cuyos anaqueles estaban vacíos, excepto por unas cuantas urnas de cerámica y cajas de metal llenas de monedas y centelleantes joyas. En unos pocos lugares, el oscuro perfil de una antigua espada de metal o hacha de combate ocupaba lo que de otro modo habría sido una estantería vacía. En una estantería podía verse una armadura completa cubierta de polvo.

Un translúcido panel de alabastro a través del cual se filtraba una diáfana luz blanca proporcionaba la única iluminación de la sala. Bajo el panel de alabastro se alzaba una pirámide de vidrio negro más alta que un gigante y con más de doce pasos de ancho en la base. Toda la estructura estaba tallada de un único bloque de obsidiana, con la superficie pulimentada hasta quedar tan lisa como la de un bloque de hielo. Tithian tuvo la impresión de que contemplaba el corazón mismo de las tinieblas, y sintió aún más curiosidad por averiguar el significado del pasadizo de obsidiana.

La parte superior de la pirámide era plana, y formaba una plataforma lo bastante grande como para que pudieran permanecer varios hombres de pie en ella. A lo largo del borde de la plataforma se veían dos docenas de bolas —también de brillante obsidiana— cuyos tamaños iban desde el de una fruta al de la cabeza de un semigigante. A pesar de lo curiosos que resultaban, no fueron estos globos los que llamaron la atención del sumo templario. Un magnífico trono plateado ocupaba la parte delantera de la plataforma.

Sobre los brazos del trono había un par de cabezas humanas que lucían moños de largos y ásperos cabellos, sus rostros vueltos en dirección a una figura diminuta sentada al borde mismo del trono. Tithian sólo pudo distinguir los destellos de una diadema de oro que ceñía la cabeza del anciano y las profundas arrugas que la edad había dejado en su rostro marchito. El sumo templario no tuvo la menor duda de que contemplaba a Kalak.

De pie junto a Tithian, Stravos lanzó una exclamación ahogada al volverse y descubrir quién los observaba. El maduro templario se volvió de inmediato en dirección a la salida, pero la trampilla se cerró de improviso con un siniestro sonido metálico, encerrándolos a todos en la cámara con Kalak. Stravos se volvió hacia el rey y cayó de rodillas, acción que fue rápidamente imitada por Gathalimay.

—Poderoso señor —empezó a decir Stravos, inclinando la cabeza en dirección a Kalak—. Perdonad nuestra intrusión…

—¡Silencio! —ordenó Tithian, abofeteando al templario. No tenía la menor idea de cómo iba a responder Kalak a su presencia allí, pero no deseaba enojar al rey permitiendo que sus subordinados actuasen de forma irrespetuosa—. ¿Cómo te atreves a hablar sin permiso?

Tras un corto silencio, Kalak hizo girar una de las cabezas de modo que mirara en dirección a los tres templarios.

—Mira, Wyan. Intrusos.

Tithian sólo pudo distinguir que el rostro de Wyan era de piel cetrina y facciones hundidas. Sus labios correosos estaban curvados en una mueca siniestra, que mostraba todo un conjunto de dientes rotos y amarillentos. Clavó los grises ojos en el trío, y dijo:

—Sucios asesinos que han venido a asesinar a su rey, ¿no te parece, Sacha?

—¿Por qué piensas siempre en el asesinato, Wyan? —preguntó la otra cabeza—. Puede que se trate de ladrones codiciosos que han venido a robar lo que queda de nuestro tesoro.

—¡Mi tesoro! —vociferó Kalak, barriendo a Sacha fuera del brazo del trono.

La cabeza rodó pirámide abajo y aterrizó frente a los intrusos. Estaba grotescamente abotagada, con las mejillas abultadas y los ojos tan hinchados que no eran más que unas oscuras y estrechas rendijas. Miró a Tithian lanzando un espantoso gruñido.

—Nuestro tesoro —insistió Sacha al sumo templario—. Kalak lo gastó todo en su zigurat. Un milenio de prudencia y ahorro, despilfarrado en un simple siglo.

Tithian estudió aquella cosa con aterrado asombro. Existía un destello de inteligencia en sus ojos sombríos, y la expresión malévola de su rostro parecía tan viva y animada como cualquiera que hubiera visto jamás en el rostro de un templario. Se dio cuenta de que las cabezas no eran meros zombis a quienes Kalak había animado para su propio entretenimiento. Estaban vivas, al menos en cierta forma.

Kalak agarró la cabeza de Wyan por el moño y, dirigiéndose al borde de la pirámide, descendió por su lisa superficie con la misma facilidad que si se moviera por un suelo plano. A medida que el rey se acercaba, Tithian pudo ver que la piel del desaparecido cuello de Wyan estaba recogida debajo de la mandíbula y cosida con pulcritud en una perfecta sutura en línea recta.

Cuando Kalak llegó al pie de la pirámide, arrojó a Wyan junto a Sacha. Las dos cabezas empezaron a discutir sobre si los tres intrusos eran asesinos o ladrones, y el rey se acercó a Gathalimay.

—Éste pensaba en robar —afirmó el vetusto monarca.

—No, poderoso señor —respondió Gathalimay, sin atreverse a levantar los ojos del suelo—. Me sentía simplemente asombrado…

—¡No mientas a tu rey! —le espetó Kalak, mirando colérico al semielfo.

—Lo siento, magno monarca —se disculpó Gathalimay con voz temblorosa—. La idea pasó por mi mente, pero yo jamás…

—Lo que hubieras hecho no importa —interrumpió el rey-hechicero.

Kalak se colocó detrás del arrodillado templario y sujetó la barbilla de Gathalimay con una mano mientras colocaba la otra en la nuca del semielfo. Tiró de la barbilla hacia un lado y empujó hacia adelante la base del cráneo, hasta partir el cuello con un chasquido. El cuerpo se derrumbó sobre el suelo, hecho un ovillo.

La pérdida de su subordinado no produjo en Tithian ninguna otra emoción que no fuese miedo, miedo por su propia seguridad. Parecía totalmente posible que el rey lo matara también a él.

Kalak se acercó después a Stravos.

—Este tiene miedo.

—¡Mátalo! —instó una de las cabezas.

—Por favor, poderoso señor… Sólo abrí la puerta porque el sumo templario lo ordenó —dijo Stravos con voz trémula—. No he hecho nada malo.

—¿No me tienes miedo? —quiso saber Kalak.

—De… desde luego, magno monarca.

—Eso no está bien —declaró Kalak—. Eres mío. Si escojo matarte, deberías sentirte alegre porque ésa es mi voluntad. No deberías sentir miedo porque tu insignificante existencia esté a punto de finalizar.

—Sí, mi rey, ahora lo comprendo —repuso Stravos.

—Veamos si es así.

El rey se inclinó y, extendiendo una mano en dirección al cinturón de Stravos, sacó la daga del templario. Una sonrisa le iluminó el rostro al ver que la hoja era de obsidiana.

—Alimenta la daga —le ordenó, entregándole el arma.

El templario contempló el cuchillo con horror, pero no hizo intención de seguir las órdenes del rey.

—Alimenta la daga —repitieron a coro Sacha y Wyan, sus hinchados ojos grises centelleando de excitación.

Mientras observaba la escena, el temor de Tithian por su propia vida se acentuó, al tiempo que también lo hacía su interés por el comportamiento aparentemente insensato del rey-hechicero. La obsidiana era tan común que se utilizaba para fabricar armas y joyas de poco precio, por lo que le sorprendía ver que Kalak y las dos cabezas trataran aquel material como si poseyera propiedades mágicas.

Por fin, Stravos dirigió la hoja hacia su corazón, pero se detuvo allí. Sus labios empezaron a temblar y las lágrimas se agolparon en sus ojos.

—Mi rey, apiadaos de vuestro desdichado súbdito.

—Ya me figuraba esto —dijo Kalak con desprecio, clavando los negros ojos en la daga.

Stravos se aferró de improviso a la empuñadura. Los músculos de sus brazos se tensaron mientras luchaba contra la mente del rey.

—¡No, por favor!

La hoja estaba cada vez más cerca del pecho, a pesar de los esfuerzos del templario por sujetarla.

Una sonrisa perversa apareció en los labios del rey. La empuñadura se deslizó por entre las manos de Stravos y se hundió profundamente en su estómago. El canoso templario se agarró a la daga y, doblándose hacia adelante, rodó de costado. Se quedó tumbado sobre el suelo de mármol gimiendo de dolor, falto de la energía necesaria para arrancarse el puñal del vientre.

—Deberías haberlo hecho tú mismo —comentó Kalak con una risita—. Podrías haber escogido morir de una forma mucho más rápida.

Tithian contempló cómo un río de sangre brotaba de la herida y se extendía sobre el suelo de mármol. El rey se volvió entonces hacia él.

—No he llamado a mi sumo templario —dijo—. ¿Qué es lo que hace aquí?

—Robar —contestó Sacha.

—Espiar —afirmó Wyan.

Pese a que no se le había concedido permiso para hablar, Tithian decidió explicarse antes de que las dos cabezas convencieran a Kalak para que lo ejecutase. Intentando evitar que se trasluciera su temor, el sumo templario miró al rey a los ojos.

—Poderoso señor, buscábamos el último amuleto de la Alianza del Velo cuando descubrimos el pasadizo secreto entre el zigurat y vuestro palacio. Sólo abrimos la puerta para asegurarnos…

Kalak enarcó una ceja.

—¿Cree él realmente que Aquellos que Llevan el Velo han podido ocultar un amuleto en mi cámara del tesoro, Wyan?

—Tenía que estar seguro —se apresuró a declarar Tithian antes de que las criaturas semivivas pudieran hablar.

—Se muestra irrespetuoso —opinó Sacha.

—Mátalo también a él —añadió Wyan.

La cabeza de ralos cabellos de Kalak se movió negativamente.

—No a Tithian —manifestó—. Lo necesito.

Tithian suspiró aliviado.

—¿Tithian de Mericles? —inquirió Sacha—. ¡Este gorgojo de cara de serpiente no puede ser descendiente mío!

Tithian se quedó boquiabierto, y contempló anonadado la hinchada cabeza.

—¿Quién eres?

Con una risita divertida, Kalak levantó a sus compañeros sin cuerpo sujetándolos por los moños. Acercó a Sacha al sumo templario y le tendió la cabeza. Tithian la sujetó con ambas manos, y se sorprendió al comprobar que la cabeza parecía tan caliente como cualquier cuerpo vivo.

—Te presento a Sacha el Abominable, progenitor de la noble familia Mericles —dijo el rey a Tithian—. Sacha y Wyan eran los dos caudillos que me acompañaban cuando conquisté Tyr.

—Querrás decir los caudillos que la conquistaron para ti —escupió Sacha.

Kalak hizo caso omiso del comentario y se inclinó sobre la gimiente figura de Stravos para extraer la daga de la herida del templario. El desdichado lanzó un alarido de dolor cuando la sangre empezó a manar como un torrente del destrozado estómago.

Tithian contempló con atención la cabeza que sujetaba entre las manos. No sentía más que repulsión hacia su antiguo antepasado, y le costaba aceptar que la sangre de aquella criatura corría por sus venas.

Kalak se colocó junto a Stravos y depositó a Wyan frente a la herida del templario. La cetrina cabeza extendió la cenicienta lengua y empezó a lamer la sangre.

Kalak entregó entonces la daga a Tithian e indicó el cuerpo inerte de Gathalimay.

—Ahora da de comer a tu antepasado —ordenó—. Luego discutiremos algunas cosas que quiero que hagas para mí.

Tithian se metió a Sacha bajo un brazo y se acercó al cadáver del semielfo.

—¿Dónde quieres que lo corte? —preguntó a la cabeza.

—En la garganta —respondió Sacha, ansioso—. Levántale los pies; de ese modo la sangre fluirá mejor.

Tithian colocó la hinchada cabeza cerca del cuello del templario muerto e hizo tal y como le había ordenado su antepasado. Luego depositó la daga sobre el pecho de Gathalimay y se incorporó.

Kalak aprovechó entonces para sujetarlo por el brazo y conducirlo a la base de la pirámide, apretando el codo del sumo templario con terrible fuerza.

—¿Viste el pozo que desciende desde mi arena de combate al interior del túnel?

—Sí, mi señor —asintió Tithian. La férrea mano de Kalak empezaba a producirle dolorosas punzadas en el brazo.

—Bien. Durante los juegos que conmemorarán la finalización del zigurat, debes colocar esta pirámide de obsidiana sobre el pozo por el que pasaste, pero sólo cuando dé comienzo la última competición del día. Haz que parezca parte de la competición.

Tithian estudió la enorme estructura con vistas a encontrar una forma de moverla. Teletransportar la pirámide precisaría de más magia de la que el rey le había otorgado, pero pensó que quizá podría encogerla el tiempo suficiente para moverla.

—¿Y el trono y las bolas? —inquirió—. ¿Debo colocarlos también en la arena, poderoso señor?

—¡No! —siseó Kalak. Sus largas uñas desgarraron la piel de Tithian, haciéndola sangrar—. No toques nada más. ¡Los globos y el trono se quedan aquí conmigo!

—Como ordenéis —respondió Tithian con serenidad—. Perdonad mi pregunta: ¿hay alguna otra cosa?

—Cuando se inicie la última competición, quiero que cierres todas las puertas de mi estadio.

—¿Hasta cuándo?

—No te preocupes de cuándo se volverán a abrir —repuso el rey—. Tendrás que realizar preparativos especiales para evitar que se puedan quemar.

—¿Pero cuánto tiempo las mantendremos cerradas? —insistió Tithian—. No será tarea fácil conseguir comida y agua para cuarenta mil personas.

—No tendrás que alimentarlos —contestó Kalak—. Sólo mantenerlos allí dentro.

Tithian arrugó el entrecejo, desconcertado por la inusitada orden.

—Quizás ayudaría si pudierais decirme…

—No necesitas saber nada más, sumo templario —lo atajó Kalak, dirigiéndole una mirada furiosa—. Todo lo que necesitas saber es que quiero las puertas cerradas y a los espectadores dentro.

—Sí, poderoso señor —asintió Tithian, los ojos clavados en el suelo. Estaba claro que Kalak tenía otras cosas en mente para los juegos aparte de celebrar la finalización del zigurat, y sospechó que, fuera lo que fuese, no sería agradable.

—Necesitaremos una fuerza de seguridad para mantener a los espectadores en sus asientos después de que terminen los juegos —continuó Kalak—. He encargado a Larkyn que se ocupe de eso. Te pondrás de acuerdo con él sobre la forma de sellar las puertas, pero no discutas ninguna otra cosa que él quiera que se haga. ¿Está claro?

—Como deseéis —dijo Tithian.

No le hacía nada feliz enterarse de que se había asignado esta tarea concreta a alguien fuera de su área de influencia. Se preguntó qué otras lamentables designaciones similares habría hecho el rey.

Kalak hizo un gesto con una muñeca en dirección a la trampilla, y ésta se abrió con un sonoro chasquido.

—Por lo que oí de la conversación con tu espía, parece que tienes problemas para descubrir el plan que maduran los débiles hechiceros de la Alianza del Velo.

Tithian aspiró con fuerza, antes de responder:

—No desbaratarán los juegos. Tenéis mi palabra, gran señor.

—No quiero tus promesas —declaró Kalak con brusquedad—. Los quiero muertos.

—Sí, mi rey —respondió Tithian con toda la calma de que fue capaz. El corazón le latía con tanta fuerza que no le dejaba oír sus propias palabras.

Kalak estudió a su sirviente durante unos segundos.

—Estos hechiceros son tan cautelosos como los chacales —comentó—. Puede que haya llegado la hora de ofrecerles un cebo que los haga salir a la luz.

—¿Salir a la luz, poderoso señor?

El rey asintió.

—Utiliza a ese senador bobalicón, Agis de Asticles. Eres su amigo, ¿no es verdad? Piensa en algo que la Alianza desee y ofréceselo a través de él.

—Él no tiene ninguna relación con la Alianza del Velo —protestó Tithian.

—No me mientas, Tithian. Agis tiene más relación con Aquellos que Llevan el Velo que cualquier otro que esté a tu alcance. Además, nuestro querido senador tomó parte en una sublevación contra mis hombres —dijo Kalak, entrecerrando los ojos hasta transformarlos en negras rendijas—. ¡Utilízalo o mátalo!

Tithian inclinó la cabeza.

—Sí, mi rey.

Kalak estudió al sumo templario unos momentos más antes de volver a hablar.

—Bien. Ahora, ¿quién más conoce la existencia de mi túnel?

—Sólo el guarda que dejé al otro extremo.

—Haz que vuelva a colocar los ladrillos sobre mi puerta cuando regreses al zigurat —ordenó el rey con una sonrisa.

—Se hará como deseáis —asintió el sumo templario—. Y, una vez que lo haya hecho, lo mataré yo personalmente.

—Sí, Tithian —repuso Kalak, volviendo la cabeza hacia la pirámide de obsidiana con una curiosa sonrisa—. Debemos mantener mi túnel en secreto.