1: El gaj

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El gaj

Rikus resbaló por la cuerda y se dejó caer en el foso de lucha, ansioso por terminar el combate de la mañana antes de que hiciera demasiado calor. El rojo sol apenas si acababa de alzarse en el horizonte y enviaba haces de luz rojiza que atravesaban la neblina aceitunada del cielo matinal, pero la arena de la pequeña pista empezaba a calentarse, y el olor rancio a sangre y vísceras putrefactas impregnaba el ambiente.

En el centro de la pista aguardaba el animal contra el que lucharía, una bestia que los cazadores de Tithian habían capturado en algún lugar de la zona desértica. La criatura estaba medio enterrada en la superficial trinchera que había cavado y sólo sobresalía de la arena la escamosa concha marrón anaranjado de casi dos metros de diámetro. Si aquello tenía miembros —fueran éstos brazos, patas o tentáculos— o bien estaban replegados dentro del caparazón o escondidos bajo la arena amontonada alrededor de su cuerpo.

Rikus vio cómo la cabeza de la criatura se levantaba de la arena. Sujeta a la parte delantera del caparazón, había una esponjosa bola blanca con una serie de ojos compuestos distribuidos en una hilera uniforme en la parte frontal. Tres antenas coronaban el pulposo globo, todas ellas dirigidas en dirección a Rikus. Por encima de la boca le colgaban seis apéndices parecidos a dedos, flanqueados por un par de mandíbulas tan largas como el brazo de un hombre.

Atrapado entre estas pinzas se encontraba el cuerpo destrozado de Sizzkus, un nikaal, guardián de la bestia, al menos hasta la noche anterior. Ahora el cadáver colgaba entre los terribles garfios del ser, medio cubierto de sangre y arena. La afilada barbilla de Sizzkus descansaba sobre el escamoso pecho, y unos ojos muertos y sin párpados miraban sin ver desde debajo de la negra pelambrera. Sus manos de tres garras colgaban sobre las pinzas de la bestia, que habían aplastado su brillante caparazón verde hasta convertirlo en un amasijo de fragmentos. Pedazos de intestino sobresalían de una media docena de heridas en el costado del nikaal. Rikus adivinó, por el gran número de heridas del cuerpo de Sizzkus, que éste no había muerto sin defenderse.

El luchador se sorprendió de que el nikaal se hubiera visto obligado a pelear, pues Sizzkus siempre había tenido muchísimo cuidado con todas las criaturas nuevas del foso. No hacía mucho tiempo, el nikaal había explicado a Rikus que en el desierto se desarrollaban continuamente monstruos y también las llamadas «Razas Nuevas», pero que se extinguían con rapidez porque no eran lo bastante fuertes para luchar contra las otras criaturas de aquel territorio desolado. Por ello, los que sobrevivían eran los más terribles y peligrosos de todos, y cualquier guardián que se preciara de serlo haría bien en tener mucho cuidado con aquellos seres.

Rikus apartó los ojos del despedazado cuerpo y, quitándose la túnica de lana, dejó al descubierto un cuerpo atlético lleno de cicatrices cubierto tan sólo por un taparrabos de tosco cáñamo. Muy despacio, empezó a desentumecer los músculos, consciente ya, muy a su pesar, de que la juventud había quedado atrás, y sus músculos desgastados por innumerables combates eran ahora propensos a tirones y desgarros si estaban fríos.

Por fortuna para Rikus, su cuerpo no mostraba exteriormente tales señales de madurez. Lo enorgullecía que la pelada cabeza mantuviera la piel tensa y suave, las afiladas orejas siguieran pegadas a la cabeza, y los negros ojos continuaran claros y desafiantes. La nariz seguía recta y fina, y no existía el menor atisbo de piel fláccida bajo las poderosas mandíbulas. Bajo el musculoso cuello, su cuerpo sin vello era una amalgama de gruesos bíceps, amplios pectorales y abultados muslos. A pesar de la rigidez inicial provocada por viejas heridas y mal soldados huesos, todavía podía moverse con la gracia de un funámbulo cuando quería.

Rikus había resistido sus decenios como gladiador sorprendentemente bien, y existía para ello una buena razón: era un mul, un esclavo híbrido criado expresamente para el combate en el estadio. Su padre, a quien jamás había conocido, le legó la fuerza y longevidad de los enanos, y su madre, una mujer demacrada que murió en las casas de esclavos de la lejana Urik, le dio la estatura y agilidad de los hombres. Los brutales adiestradores que lo criaron, a los que recordaba como tiranos odiosos y asesinos, lo habían entrenado en las implacables artes de matar y sobrevivir. Pero era el mismo Rikus el responsable de su mejor cualidad: decisión.

De niño, creía que todos los muchachos se preparaban para ser gladiadores. Daba por sentado que cada combate ganado los hacía subir de categoría hasta que al fin se convertían en entrenadores o quizá nobles. Tal ilusión le duró hasta que llegó su décimo aniversario, cuando el señor que era su amo llevó a su debilucho hijo a ver los fosos de prácticas. Cuando Rikus comparó su andrajoso taparrabos con los ropajes de seda del delicado niño, se dio cuenta de que por mucho que se entrenara y por muy bueno que llegara a ser, sus habilidades jamás conseguirían que ocupara la posición privilegiada en la que había nacido el otro. Cuando llegara a la edad adulta, el débil muchacho seguiría siendo un noble, y Rikus quizá seguiría siendo su esclavo. Ese mismo día, Rikus juró que moriría siendo un hombre libre.

Después de treinta años y otras tantas breves escapadas, seguía siendo un esclavo, pero también seguía vivo. De haber sido cualquier otra cosa excepto un mul, a estas alturas ya habría estado muerto o libre, muerto como castigo por sus repetidas escapadas o libre por habérsele permitido desaparecer en el desierto al resultar demasiado caro el ir tras él. Sin embargo, los muls eran demasiado valiosos para elegir cualquiera de estas opciones. Debido a que no podían reproducirse y a que la mayoría de las mujeres morían mientras llevaban en sus entrañas o daban a luz a aquellos bebés de huesos tan grandes, los muls valían más que un centenar de esclavos normales. Cuando escapaban, no se escatimaban gastos para recuperarlos.

No obstante, la situación social de Rikus estaba a punto de cambiar. Dentro de tres semanas lucharía en los juegos del zigurat. El rey en persona había decretado que los ganadores de las competiciones de aquel día serían liberados, y Rikus pensaba estar entre ellos.

Mientras terminaba los ejercicios de calentamiento, el mul volvió a dirigir la mirada hacia el cuerpo sin vida de Sizzkus, preguntándose cómo un adiestrador tan experimentado como él había sido víctima de lo que a primera vista parecía una bestia relativamente lenta y torpe.

—¿No pudo salvarlo nadie? —inquirió Rikus.

—Nadie lo intentó —respondió Boaz, actual entrenador del gladiador. Boaz poseía las cejas puntiagudas y los ojos pálidos de un semielfo, con facciones huesudas y afiladas que le daban el aspecto de un roedor. Como de costumbre, sus ojos azules estaban turbios e inyectados en sangre producto de una larga noche pasada en las tabernas de Tyr—. No estaba dispuesto a arriesgar a mis guardas por un esclavo.

El entrenador se encontraba, junto con una docena de guardas y otros cuatro esclavos, en la amplia plataforma situada sobre la pared de roca que rodeaba el foso de competición. La pequeña pista de entrenamiento se encontraba situada en un rincón aislado de la hacienda de lord Tithian, en medio de un grupo de celdas de adobe que servían de hogar a los cincuenta esclavos que se ocupaban del equipo particular de gladiadores del sumo templario.

—Sizzkus era un buen hombre —replicó Rikus, dirigiendo una mirada furiosa al semielfo—. Podrías haberme llamado.

—El gaj lo capturó mientras dormías —respondió Boaz, curvando los finos labios en una sonrisa de desprecio—. Y todos sabemos lo que sucede cuando un gladiador de tu edad lucha sin haberse calentado.

Los guardas rieron por lo bajo al escuchar el insulto del entrenador.

Rikus los miró con ferocidad, sin importarle que todos ellos fueran hombretones cubiertos con petos de cuero y armados con lanzas de obsidiana.

—Puedo matar a Boaz y a seis de vosotros antes de que consigáis hacerme un rasguño siquiera —rugió el mul—. Espero que no os estéis riendo de mí.

Los guardas callaron de inmediato, pues el mul ya había cumplido tales amenazas antes. No hacía ni dos meses que Rikus había matado a su anterior entrenador, y sólo el recuerdo de la amenaza recibida en esa ocasión mantenía ahora con vida a Boaz.

Tras la muerte del entrenador, lord Tithian visitó a Rikus en su celda acompañado por un joven esclavo y una oruga color púrpura. Dos guardas sostuvieron al joven en el suelo mientras Tithian depositaba la oruga con sumo cuidado sobre el labio superior del esclavo. En un santiamén, la criatura se introdujo en la nariz del muchacho, el cual empezó a gritar y a resoplar en un intento infructuoso de expulsarla. A los pocos segundos, empezó a manar sangre por la nariz del joven, y el desdichado se desplomó inconsciente.

—El gusano se está haciendo un nido en el cerebro de Grakidi —explicó Tithian—. Durante los próximos seis meses, el muchacho se quedará ciego, perderá la facultad de hablar, empezará a babear, y a hacer otras cosas demasiado desagradables para comentarlas. Al final, se quedará idiota, y algún tiempo después una polilla se abrirá paso al exterior a través de uno de sus ojos.

Tithian calló por unos instantes para dejar que Rikus contemplara al desvanecido muchacho; luego sacó del bolsillo de la sotana una pequeña jarra que contenía una oruga idéntica.

—No vuelvas a hacer que me enoje.

Tras esto, el sumo templario hizo soltar al muchacho y salió de allí sin decir nada más. Actualmente, Grakidi era ya cojo y ciego de un ojo. No podía ni pronunciar su propio nombre, y a veces se despistaba mientras iba de celda en celda vaciando los cubos de agua sucia. Pero, a pesar de ello, había siempre una sonrisa en su rostro y parecía feliz en la forma en que siempre lo son los idiotas. Sin embargo, Rikus no soportaba mirarlo, pues no podía evitar sentirse responsable de su estado, y había decidido matar a Grakidi en cuanto se le presentara la ocasión.

Respondiendo por fin a la amenaza del mul contra sus hombres, Boaz devolvió a Rikus la misma furiosa mirada.

—Yo pago a estos hombres, de modo que pueden reírse de mis chistes si lo desean —dijo—. No los amenaces, esclavo.

—¿Preferirías que me limitara a matarlos? —preguntó Rikus.

—Debiera haber sabido que no se puede razonar con un estúpido mul —replicó Boaz entrecerrando los enrojecidos ojos y apartando la colérica mirada de Rikus para posarla en los cuatro esclavos que lo acompañaban sobre la plataforma—. Uno de tus amigos pagará por tu falta de respeto. ¿A quién haré azotar? ¿A Neeva?

El entrenador señaló a la compañera de lucha de Rikus, una mujer rubia de sangre totalmente humana, que contempló fijamente a Boaz con ojos de un profundo color esmeralda. Llevaba la capa abierta por delante, mostrando un cuerpo fornido casi tan musculoso como el de Rikus. Poseedora de unos gruesos labios rojos, un mentón prominente y firme, y piel pálida y sedosa, resultaba a la vez divina y mortífera.

Rikus tenía suficientes motivos para sentirse contento de que el aspecto de la mujer no fuera sólo fachada. Neeva y él formaban pareja, lo que significaba que, además de dormir juntos, luchaban en las competiciones contra equipos semejantes de combatientes. De hecho, la competición en la que esperaba obtener la libertad era un combate mixto.

Al ver que la única respuesta del mul a la pregunta de Boaz era una mirada amenazadora, el entrenador se encogió de hombros.

—¿Y qué hay de Yarig y Anezka? Son pequeños, de modo que tendremos que azotarlos a los dos —siguió, señalando a otra de las parejas mixtas de Tithian.

Yarig, que era el varón, contempló ceñudo e indignado al entrenador. Como todos los enanos, medía alrededor de metro veinte y no tenía un solo pelo de la cabeza a los pies. Sus facciones eran cuadradas y angulosas, con la característica cresta de duro cartílago de los enanos coronando la calva cabeza. El cuerpo achaparrado de Yarig era aún más musculoso y esculpido que el de Rikus. En más de una ocasión, el mul había pensado que su amigo se parecía más a un canto rodado que a un hombre.

—No eres justo, Boaz —dijo Yarig con firmeza—. El tamaño da lo mismo.

—No me interesa ser justo —le espetó Boaz, sin apenas dedicar al enano una mirada de reojo.

Pero a Yarig no se lo dejaba de lado con tanta facilidad.

—El tamaño no afecta a los azotes —insistió. Como era característico en un enano, se encontraba tan inmerso en los detalles triviales que no prestaba atención a las cuestiones de mayor importancia—. Cuando te azotan, duele lo mismo, sin importar lo alto que seas.

Anezka se colocó junto a su compañero e intentó alejar al enano de allí, sin dejar de mirar a Rikus con el entrecejo fruncido. Ya la habían azotado una vez como castigo a la actitud provocadora del mul, y no intentaba disimular su resentimiento contra él. De apenas un metro cinco de altura, era una mujer halfling del otro lado de las Montañas Resonantes. Parecía una niña delgaducha, pero su figura y su rostro eran los de una mujer. Los cabellos surgían de su cabeza en una maraña por la que jamás había pasado un cepillo, y sus astutos ojos marrones tenían un cierto aire enloquecido; debido a que le habían cortado la lengua antes de convertirse en esclava, nadie había podido determinar jamás si estaba de verdad desequilibrada, o sólo lo parecía. De todos modos, la mayoría de la gente no debatía aquella cuestión durante mucho tiempo, en especial porque a Anezka le gustaba comer su comida mientras ésta estaba todavía viva.

El obstinado Yarig se apartó de la halfling y avanzó hacia Boaz.

—Sólo deberías azotar a uno de nosotros.

Dos de los guardas de Boaz apuntaron sus lanzas contra el pecho de Yarig, impidiendo al resuelto enano seguir adelante.

—Boaz no va a azotaros a ninguno de los dos —observó Rikus.

—Entonces, ¿quién será? —inquirió Boaz, abriendo los labios en una cruel sonrisa—. Si no son tus compañeros de foso ni tu pareja en el combate, entonces ¿quizá tu amante?

Rikus gimió interiormente. No ocultaba a Neeva sus flirteos, pero una discusión abierta sobre sus aventuras románticas siempre la trastornaba, y, en aquel momento, lo último que deseaba era una compañera de lucha enojada.

Boaz señaló al último esclavo de la plataforma, una voluptuosa pinche de cocina llamada Sadira. Con la mano le hizo un gesto para que se acercara. Al igual que el entrenador, Sadira era semielfa, con puntiagudas cejas y pálidos ojos, pero aquí acababa todo parecido. Si las facciones del entrenador eran afiladas y toscas, las de la joven eran finas y atractivas; sus ojos eran tan claros y nítidos como una turmalina, y sus largos cabellos ambarinos le caían sobre los hombros formando gráciles ondas.

La joven llevaba una bata corta de cáñamo con un amplio escote que le dejaba al descubierto los hombros, y un deshilachado dobladillo que apenas si le cubría la mitad de los esbeltos muslos. La bata era la misma que llevaban todas las esclavas del recinto, pero en Sadira el sencillo atavío resultaba tan provocativo como el vestido más revelador de cualquier mujer noble.

Cuando la pinche de cocina llegó junto a Boaz, el entrenador posó una pálida mano sobre el hombro desnudo de la muchacha. Sadira se encogió sobre sí misma al sentir cómo los lascivos dedos del hombre se paseaban por encima de su piel, pero no se atrevió a protestar.

—Será una lástima estropear tanta belleza con las marcas de unos azotes, pero si eso es lo que quieres, Rikus…

—Eso no es lo que quiero y lo sabes —replicó Rikus, conteniéndose para no lanzar otra amenaza—. Si vas a azotar a alguien, azótame a mí. No me resistiré.

Con una sonrisa afectada ante la sumisión de Rikus, Boaz sacudió la cabeza negativamente.

—Eso no serviría de nada —dijo—. Estás demasiado acostumbrado al dolor físico. Si hemos de enseñarte algo, la lección ha de ser de un estilo diferente. Así pues, ¿cuál de tus amigos pagará por tu arrogancia?

Un tenso silencio siguió a sus palabras.

—No hay necesidad de tomar una decisión precipitada —siguió el entrenador, indicando el centro del foso de combate—. Puedes escoger después de luchar con el gaj.

Tras decidir que la concesión del otro le daría al menos algún tiempo para pensar, Rikus se volvió hacia el centro del foso. El gaj agitó las antenas en dirección al mul; luego abrió las mandíbulas y arrojó a un lado el cuerpo de Sizzkus con un movimiento de cabeza. Al ver que el nikaal iba a caer a unos veinte metros de distancia, Rikus tomó buena nota de no colocarse en una posición que permitiera a la bestia arrojarlo por los aires de forma parecida.

—Guardaré tu capa —se ofreció Sadira, arrodillándose al borde del muro—. No querrás que se haga pedazos si la lucha se traslada hacia este lado.

Rikus recogió la túnica del suelo y la arrojó a la esclava.

—Muchas gracias.

Cogiendo la prenda al vuelo, Sadira musitó:

—Rikus, no me gusta la forma en que sonríe Boaz.

El mul sonrió, mostrando una hilera de blancos dientes.

—No te preocupes por él. Lo haré pedazos antes de permitirle que te azote.

—¡No! —siseó Sadira, alarmada, enarcando las puntiagudas cejas—. No es eso lo que quiero decir. Puedo soportar unos azotes si es necesario. Sólo quiero que tú tengas cuidado.

La reacción de la encantadora semielfa sorprendió a Rikus, quien habría creído que la joven sentiría terror ante la idea de verse desfigurada. Pero, antes de que pudiera hacer ningún comentario sobre su valentía, Neeva se colocó junto a la muchacha y le tiró del brazo para obligarla a ponerse en pie, al tiempo que decía:

—Dime qué armas quieres, Rikus. Nuestro amigo empieza a hacer castañetear sus pinzas.

—Ni objetos cortantes ni punzantes —interpuso Boaz, mirando a Rikus—. El gaj es una sorpresa especial para los juegos del zigurat. Tithian te venderá a las fábricas de ladrillos si lo matas.

El mul miró al gaj por encima del hombro. Las mandíbulas de la extraña criatura dejaron de entrechocar y se quedaron abiertas. Tras estudiar a su oponente durante varios segundos, el gladiador volvió de nuevo la cabeza hacia su entrenador.

—¿Te gusta apostar, Boaz?

—Puede.

Rikus dedicó al hombre su sonrisa más provocadora y señaló al gaj.

—Lucharé sólo con mis bastones silbadores. Si gano, me azotarás a mí en lugar de a cualquier otro. Si pierdo, nos azotarás a todos.

—¡Esas pinzas cortarán tus bastones como si fueran briznas de paja! —se opuso Neeva.

Rikus no le hizo caso y mantuvo la atención fija en Boaz.

—¿Aceptas la apuesta? —Al ver que el cruel entrenador asentía con una sonrisa, el mul volvió la mirada hacia su compañera de lucha—. Ve a buscar mis bastones.

Neeva se negó a moverse.

—Son demasiado ligeros para esa cosa —refunfuñó—. No quiero ayudar a que te maten.

—Estoy segura de que Rikus sabe lo que se hace —dijo Sadira, apartándose del borde del foso—. Yo iré a buscar los bastones silbadores.

Neeva hizo intención de ir tras ella, pero Boaz hizo una señal a los guardas y éstos la detuvieron con la punta de sus lanzas. A los pocos instantes, Sadira regresó con un par de bastones bermejos de unos dos centímetros y medio de diámetro y ochenta de largo. Esos bastones, hechos de una madera fibrosa que se contraía en lugar de romperse, eran sumamente ligeros y su poder como arma ofensiva se basaba más en la velocidad que en la masa. Estaban cuidadosamente tallados de modo que los extremos eran algo más gruesos que el centro, y un aceite especial hacía que fueran fáciles de sujetar.

Sadira dejó caer las armas, y Rikus recogió una con cada mano. El gladiador giró de cara al gaj, al tiempo que hacía girar los bastones formando un dibujo en forma de ocho. A medida que cortaban el aire, los bastones emitían el distintivo silbido al que debían su nombre. Aunque Rikus casi nunca utilizaba bastones silbadores en enfrentamientos a muerte, eran su arma favorita para entrenarse, ya que su eficacia dependía más de la habilidad y la coordinación que de la resistencia y la fuerza bruta.

Tras decidir que lo mejor sería atacar la cabeza de la bestia, Rikus empezó a andar, haciendo trinar los bastones mientras trazaba distraídamente en el aire toda una variedad de dibujos defensivos.

El gaj permaneció donde estaba, inmóvil, los ojos sin expresión e insensibles.

—¿Puede verme esa criatura? —inquirió Rikus.

La única respuesta fue una risita divertida de Boaz.

El gladiador detuvo su avance a unos cuantos metros de la cabeza del gaj. Un olorcillo dulzón y almizcleño flotaba en el aire, disimulando el hedor de las entrañas que todavía colgaban de las púas de las mandíbulas de la criatura.

Rikus dio un nuevo paso al frente, agitando los bastones frente a los ojos del gaj. Al ver que éste no reaccionaba, hizo como si fuera a golpearlo en la cabeza. Como seguía sin obtener una respuesta, se deslizó a un lado de las terribles mandíbulas, y, sosteniendo uno de los bastones listo para rechazar cualquier eventual ataque, acercó el extremo del otro a uno de los rojos ojos compuestos y lo golpeó ligeramente.

El gaj echó la cabeza a un lado, y el extremo exterior de su mandíbula se estrelló contra la cadera de Rikus, lo que lo hizo retroceder tambaleante. El mul se detuvo y contempló pensativo al animal, intentando descubrir qué lo hacía ser tan especial a los ojos de Tithian. No existía la menor duda de que la criatura era muy fuerte, pero de momento no se sentía demasiado impresionado. Si en lugar de bastones hubiera llevado una espada o alguna arma puntiaguda, el gaj habría muerto con su primer ataque.

—Algo le pasa —gritó Rikus por encima del hombro—. Los cazadores deben de haberlo dejado ciego al capturarlo.

Boaz estalló en un torrente de agudas carcajadas.

—¡Haz el favor de golpear a esa maldita criatura a ver qué sucede! —gritó Neeva.

Rechinando los dientes de furia ante el tono mordaz de su compañera, Rikus se volvió de nuevo hacia el gaj. Haciendo caso omiso de los inexpresivos ojos rojos de la bestia, se colocó a un lado de su cabeza y golpeó la blanca esfera con fuerza. El bastón chocó con ella con un golpe sordo, como si hubiera golpeado un colchón relleno de paja.

Una de las peludas antenas se lanzó velozmente hacia el bastón y, arrollándose a su alrededor, arrancó el arma de la mano de Rikus sin el menor esfuerzo. El asombrado mul saltó a un lado y dio una voltereta hacia atrás para poner más distancia entre él y el gaj. Mientras volvía a la posición vertical, los guardas y Boaz se echaron a reír llenos de regocijo. El mul frunció el entrecejo, tan furioso consigo mismo por dejar que el gaj lo sorprendiera como lo estaba con los guardas por reírse de su negligencia.

El gaj no se movió, aunque utilizaba la erizada antena para balancear el bastón de Rikus por el aire. Después de observar a la criatura durante unos momentos, Rikus comprendió que el animal realizaba una torpe imitación de una figura defensiva en forma de ocho: el mismo dibujo que él había trazado en el aire cuando Sadira le arrojó las armas.

En ese mismo instante, el mul se dio cuenta de dos cosas muy importantes sobre su adversario. En primer lugar, daba la impresión de que las antenas situadas sobre su cabeza eran más bien tentáculos, pues jamás había visto a ningún animal que utilizara una antena como órgano prensil. En segundo lugar, el gaj era mucho más listo y observador de lo que parecía a primera vista. La bestia imitaba un esquema de lucha oficial, y dudaba que se tratara de mera coincidencia.

—¿De modo que deseas una pequeña pelea de bastones? —rugió Rikus.

Empezó a hacer girar el bastón que le quedaba en una serie de dibujos cambiantes escogidos al azar, en tanto se acercaba al gaj protegido detrás del borroso y silbante escudo que creaba con los movimientos del arma.

Al aproximarse el gladiador, la parte delantera del caparazón del gaj se alzó del suelo unos sesenta centímetros, permitiendo que Rikus vislumbrara un cuerpo blanco y pulposo y una maraña de patas de articulaciones nudosas. Sin darle tiempo a más, la bestia introdujo la cabeza bajo el caparazón, llevándose el bastón con ella. El caparazón volvió a caer sobre el suelo; las dentadas mandíbulas del gaj, todo lo que quedaba visible de su cabeza, chasquearon una vez y volvieron a abrirse amenazadoras.

—¿Qué vas a hacer ahora, Rikus? —gritó entonces un guarda.

—¡Arrástrate allá abajo y lucha con él! —sugirió otro.

Enrojeciendo de vergüenza, Rikus miró por encima del hombro. Sólo el rostro de Neeva seguía serio. Incluso Sadira sonreía ante su situación.

—¡Esta criatura no quiere luchar! —dijo el mul a los que lo contemplaban—. ¿Por qué en lugar de hablar tanto no bajáis aquí tres o cuatro de vosotros?

El desafío provocó nuevas risas ahogadas por parte de los espectadores, pero nadie se ofreció voluntario.

Rikus sujetó el bastón entre los dientes y rodeó al gaj, hasta un lugar donde sus pinzas no pudieran agarrarlo. Acuclillándose junto al caparazón, cogió la parte inferior del borde y tiró de él hacia arriba con todas sus fuerzas.

La concha se levantó del suelo, y algo castañeteó en su interior. Rikus tiró con más fuerza, levantándola aún más. Seis patas parecidas a bastones surgieron de improviso del interior y se clavaron con fuerza en la arena, tres a cada lado; eran de un negro brillante y casi tan gruesas como el antebrazo de Rikus, y estaban divididas en cinco segmentos por una serie de articulaciones nudosas. Cada pata terminaba en dos garras dentadas que en aquellos momentos se aferraban a la arena en un fútil esfuerzo por mantener el caparazón en el suelo.

Con el bastón silbador bien sujeto todavía entre los dientes, Rikus cambió la posición de las manos y agachó el cuerpo otra vez para poder voltear del todo el caparazón. Esta vez hizo falta un mayor esfuerzo para levantar la bestia. En el extremo opuesto de su cuerpo, el gaj había extendido las patas bien lejos del cascarón y las utilizaba para resistir los esfuerzos de su atacante, pero, a pesar de ello, Rikus iba consiguiendo poco a poco levantar el costado. Ni siquiera una criatura como el gaj podía vencer a la musculatura de un mul.

El caparazón se alzó un poco más, y las patas más cercanas a Rikus dejaron de reposar en el suelo. El mul vio que la parte inferior del cuerpo del gaj estaba dividida en tres secciones blancas: la cabeza, una estrecha sección media de la que surgían las seis patas y un abdomen hinchado en forma de corazón. En el extremo del abdomen se veía un anillo de músculos rojizos.

En el mismo instante en que Rikus conseguía poner el caparazón de tal forma que sólo un pequeño esfuerzo más conseguiría hacer que la bestia quedara patas arriba, el gaj curvó el abdomen hacia adelante de modo que el anillo de músculos apuntara directamente a su adversario. Los músculos se tensaron y se abrió una abertura del tamaño del pulgar del mul. Se escuchó un sonoro siseo, y un chorro de gas bañó el rostro del gladiador.

Rikus escupió al instante el bastón de combate que sujetaba entre los dientes, dejándolo caer sobre la arena al tiempo que soltaba al gaj. Girando en redondo, corrió unos pasos antes de caer de rodillas y empezar a toser como si se ahogara. Tenía la garganta llena de una hediondez tan abrasadora que apenas si podía respirar, y una sustancia húmeda y maloliente depositada sobre su piel le producía un escozor terrible.

—¿Sigues creyendo que la criatura está indefensa, Rikus? —preguntó Boaz, dedicando una sonrisa irónica al maltrecho gladiador.

Rikus intentó responder, pero sólo consiguió aspirar unas cuantas bocanadas de aire fresco; luego, agarró un puñado de arena del suelo y se la restregó por el rostro, en un intento de eliminar de las mejillas la apestosa sustancia.

—¡Rikus, estás enfermo! —exclamó Yarig—. ¡Necesitas ayuda!

—¡No! —aulló el mul, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para gritar su respuesta. Si quería ganar la apuesta a Boaz y salvar de los azotes a sus amigos, no podía permitir que el enano fuera al rescate.

Con la esperanza de impedir que Yarig corriera en su ayuda, el mul se puso en pie. Ante su sorpresa, se tambaleó y estuvo a punto de caer otra vez. Seguía sintiéndose mareado, y la cabeza le daba vueltas como si se hubiera bebido de un trago cinco litros de vino. ¡La criatura lo había envenenado!

Con ojos empañados, Rikus vio cómo sus esfuerzos no habían conseguido más que aumentar la determinación del enano. Yarig avanzó en dirección a la cuerda que colgaba sobre el foso, diciendo:

—¡Ahí voy, Rikus!

—¡Quédate donde estás, Yarig! —ordenó Boaz—. Yo decidiré cuándo debe abandonar Rikus el foso.

Desde luego, Yarig no mostró el menor deseo de obedecer, pero, por entre la neblina que oscurecía su visión, Rikus vio cómo Neeva le cortaba el paso. Aunque no podía competir con la fuerza del enano, la mujer consiguió detenerlo el tiempo suficiente para que un par de guardas colocaran las puntas de sus lanzas contra su garganta. El enano se detuvo de mala gana.

La visión de Rikus empezaba a aclararse cuando sus dos bastones de combate pasaron volando sobre su cabeza y fueron a estrellarse contra la pared de roca. El mul giró en redondo en dirección al gaj, mareado ante lo brusco del movimiento.

La criatura había salido de su refugio y, ahora, sostenida sobre sus seis patas, la cresta de su caparazón quedaba ligeramente por encima de la cabeza de Rikus. Él animal nacía chasquear las mandíbulas y agitaba los tentáculos que coronaban su cabeza, y tres de sus rojos ojos parecían estar clavados en el gladiador.

Sin apartar la vista del gaj, Rikus retrocedió tambaleante hacia la pared para recuperar los bastones. En la plataforma, sobre su cabeza, los guardas y Boaz hablaban en voz baja, pero Neeva y los otros esclavos permanecían en silencio.

El gaj avanzó con un rápido movimiento de patas, las enormes pinzas bien abiertas. Rikus, que no deseaba verse atrapado contra la pared, fue a su encuentro, haciendo silbar los bastones en el aire como si fueran látigos. El gaj contempló cómo se acercaba, haciendo girar en pequeños círculos los pedúnculos de su cabeza como si fueran cuerdas.

Rikus lanzó un grito de batalla y corrió hacia adelante con toda la velocidad de que eran capaces sus temblorosas piernas. Levantó un bastón para golpear, al tiempo que colocaba el otro en posición defensiva; en ese mismo instante, el gaj dobló las patas bajo el cuerpo, y éste se hundió casi treinta centímetros.

Comprendiendo que la criatura iba a intentar cogerlo por sorpresa otra vez, Rikus se arrojó al suelo y cayó de espaldas cuan largo era con un ruido sordo. Justo en ese momento, el gaj saltó. El enorme cuerpo de la criatura cayó sobre él y las dentadas mandíbulas se cerraron sobre el lugar donde había esperado encontrarlo.

Empuñando los bastones como si fueran dagas, el mul los hundió contra la parte inferior del blando tórax de la criatura. Las puntas de los bastones se hundieron varios centímetros en el esponjoso tejido, pero Rikus no tenía forma de saber si había herido al gaj, ni si éste había al menos sentido los golpes.

El gaj alzó la parte posterior del caparazón, y el gladiador vio cómo el extremo del abdomen se curvaba hacia él. Rikus lo pateó con todas sus fuerzas y contuvo la respiración, mientras se dejaba oír un siseo junto a sus pies. El mul retiró los bastones y volvió a hundirlos tres veces más en el tórax del gaj; luego rodó sobre sí mismo, abriéndose paso a golpes por entre una maraña de patas que se agitaban furiosas para salir de debajo del caparazón.

Cuando los rojos rayos del sol cayeron sobre su rostro y se atrevió a respirar otra vez, Rikus vislumbró una breve imagen de Sadira y los otros esclavos de pie al borde del muro, justo encima de la cuerda que pendía sobre el foso. Los guardas que los rodeaban parecían más interesados en lo que sucedía en la arena que en vigilarlos.

El mul se incorporó rápidamente.

—¡Estoy bien! —gritó, retrocediendo vacilante al tiempo que utilizaba los bastones para rechazar una rápida serie de salvajes golpes procedentes de un par de articuladas patas negras.

El gaj giró sobre sí mismo para apuntar al gladiador con sus mandíbulas. Rikus fingió un ataque, y las pinzas volvieron a cerrarse en el vacío. El mul saltó al otro lado de la bestia y golpeó con los bastones la pulposa masa que era la cabeza a un ritmo rápido de golpes relámpago, doblando la muñeca al pegar para añadir velocidad al golpe.

El gaj lo azotó entonces con los peludos tentáculos. Trallazos de insoportable dolor recorrieron el pecho y los brazos del gladiador. Todo su cuerpo parecía arder de dentro afuera, y Rikus temió estar a punto de convertirse en una bola de fuego. El mul lanzó un alarido.

Intentó apartarse de un salto, pero sus débiles piernas se doblaron. Un dolor abrasador se apoderó de sus hombros y torso. Haciendo caso omiso del sufrimiento, Rikus obligó al cuerpo a realizar su voluntad; éste lo obedeció a medias, y el mul sintió cómo se doblaba hacia atrás en una voltereta. Con un potente grito, Rikus ordenó a las piernas que lo recogieran. Parecía como si estuvieran hechas de piedra, pero obedecieron y lo depositaron firmemente sobre el suelo antes de que pudiera caer.

El gaj retrajo la cabeza y abrió las pinzas. Rikus retrocedió al tiempo que levantaba los adormecidos brazos. El gaj volvió a sacar la cabeza del interior del caparazón a toda velocidad, y sus mandíbulas se cerraron alrededor de la cintura del mul; las púas se hundieron en su abdomen con cuatro agudas punzadas.

Rikus no intentó luchar para liberarse. Incluso en medio del terrible tormento que padecía, se daba cuenta de lo inútil que sería luchar contra aquellas pinzas. En lugar de ello, sujetó los bastones como si fueran puñales y los clavó contra el par de ojos más cercanos. Al dar los bastones en el blanco, las rojas facetas de aquellos ojos compuestos se desplomaron hacia dentro, y un escalofrío recorrió el cuerpo del gaj.

Las mandíbulas se cerraron con más fuerza sobre Rikus.

En ese momento, Neeva apareció junto al mul, con la lanza de un guarda en las manos y comenzó a pinchar la cabeza del gaj con la punta. Rikus oyó vagamente cómo Boaz gritaba a la mujer, pero no entendió lo que decía. El arma de Neeva descendía otra vez cuando la criatura la interceptó con un cerdoso tentáculo, se la arrancó de las manos y la arrojó al otro extremo del foso.

Entonces hizo su aparición Yarig por el otro lado de la criatura, seguido de cerca por Anezka, quien, según sospechaba Rikus, debía de intervenir en el combate sólo para dar apoyo a su compañero. El enano lanzó todo el peso de su lanza contra la cabeza de la bestia como si se tratara de un garrote, mientras que la mujer halfling hundía la punta de su lanza bajo las mandíbulas del gaj, en busca de la parte inferior de la cabeza.

Ambos ataques dieron sobre el blanco elegido, y la lanza de Anezka se hundió hasta más allá de la punta de obsidiana; pero el gaj contraatacó utilizando el cuerpo de Rikus a modo de mazo, zarandeándolo de un lado a otro y golpeando a los que acudían a rescatar al mul con el poderoso cuerpo de éste. Los tres gladiadores rodaron por el suelo.

Rikus entrevió a Sadira que se deslizaba hacia uno de los costados de la criatura, armada únicamente con un puñado de arena.

—¡Apártate de ahí! —gritó a la joven, asombrado de que la muchacha arriesgara la vida para salvarlo.

Pero el gaj lo sacudía con tal violencia que sus palabras surgieron totalmente desfiguradas y resultaron ininteligibles. Rikus volvió a golpear los ojos heridos del gaj. Esta vez, dos de las antenas de la criatura interceptaron los golpes; los peludos pedúnculos se arrollaron a sus muñecas, y una oleada de dolor insoportable se extendió por ambos brazos, haciendo que los músculos del gladiador se contrajeran hasta tal extremo que temió que fueran a aplastarle los huesos. Aulló con todas sus fuerzas e intentó arrancar de raíz los tentáculos, pero los brazos ya no le obedecían.

El tercer tentáculo lo golpeó en un lado de la cabeza y se enrolló en su frente. Tuvo la impresión de que la mente le estallaba y todo se volvía blanco. No veía, no oía. Sentía cómo el pecho se contraía y expandía al ritmo de sus gritos, pero eso era todo.

En el interior de su cabeza, un enjambre de escarabajos del tamaño de un pulgar surgió del vacío que ahora lo aislaba. Todos los escarabajos tenían el mismo aspecto que el gaj. Muy despacio, todos ellos empezaron a avanzar por el aire hasta alcanzar la superficie de su cerebro y, una vez allí, empezaron a mordisquearlo dejando tras de sí finísimos hilillos de dolor en su avance por el ondulado terreno. Poco a poco, los insectos fueron creando una red de insoportable tormento que envolvió toda la mente de Rikus.

La red empezó a cerrarse de forma inexorable, y el terror del mul, sus recuerdos e incluso su propia voluntad de luchar empezaron a desvanecerse. Pronto ya no pudo sentir nada excepto el horroroso fuego de su agonía, ni oler otra cosa que el amargo olor del propio miedo, ni saborear más que las frías cenizas de sus pensamientos al desaparecer.

Por último, incluso estas amargas sensaciones se esfumaron. El mul se quedó sin nada a lo que aferrarse e inició la larga caída en el abismo de la inconsciencia.