18: El Libro de los reyes

18

El Libro de los reyes

—Caelum, entrégame el libro —exigió Rikus, sujetando con fuerza el Azote de Rkard.

El enano apretó aún más contra su pecho el volumen encuadernado en cuero.

—Lo llevaré yo mismo hasta Kled.

Se encontraban en extremos opuestos del patio central de la residencia capitalina de los Lubar, un gran recinto lleno de macetas de barro rebosantes de deslumbradoras flores en forma de media luna. De una red del techo colgaban largas tiras de perfumado musgo, y varios arbolillos crecían en redondeles de terreno que las baldosas del suelo dejaban al descubierto.

Rikus había estado allí a veces cuando era un joven gladiador, de modo que no tuvo dificultades para orientarse por las arrasadas calles del barrio aristócrata y encontrar la mansión. Había esperado conseguir llegar a la casa antes que Caelum y Neeva, y recuperar El libro de los reyes de Kemalok antes de su llegada, pero no tuvo tanta suerte. Cuando el mui llegó, ellos ya se habían abierto paso al interior, dejando la puerta principal humeante y colgando de las bisagras, y cuerpos de guardas de la familia y de guerreros tyrianos esparcidos por el vestíbulo que se abría al otro lado.

Rikus levantó la espada y empezó a cruzar el recinto, los negros ojos clavados en Caelum.

Detrás del enano, Neeva salió por una puerta que conducía a las profundidades de la casa. Un vendaje empapado en sangre le cubría la herida del estómago, y parecía como si fuera a desplomarse en cualquier momento; utilizaba una soga de esclavo para conducir a un anciano enjuto que llevaba las manos atadas. El hombre tenía una finísima barba blanca, ojos de un gris apagado, y vestía una elegante túnica de cáñamo verde. En la frente llevaba tatuada la Serpiente de Lubar, que lo identificaba como esclavo muy especial al que se debía matar al momento si se lo encontraba fuera del recinto de la familia. Si el anciano se sentía interesado por los desconocidos, sus ojos no mostraron la menor señal de ello.

Cuando Neeva vio a Rikus, sus ojos se iluminaron llenos de sorpresa y alegría.

—¡Rikus! ¿Cómo escapaste?

El mul no le prestó atención y siguió avanzando hacia Caelum.

—Yo cogeré ese libro, enano —anunció—. Lo necesito para proteger a Neeva.

—¿Protegerla de qué? —inquirió Caelum. Entrecerró los ojos lleno de suspicacia y los fijó en la joya incrustada en el pecho del mul—. ¿De la maldad alojada en tu pecho?

El enano entregó el libro a Neeva y levantó una mano hacia el cielo, preparándose para lanzar el conjuro.

—Yo tengo otra forma de protegerla —rugió—. Una forma más permanente.

¡Deténlo!, ordenó Tamar. Si me destruyes, Neeva perderá la vida. Catrion y los otros se encargarán de ello.

Rikus atravesaba ya rápidamente el patio. Chocó contra un par de macetas de flores en su loca carrera, y alcanzó a Caelum justo en el momento en que la mano del sacerdote enrojecía llena de energía solar. El mul apretó la punta de su espada contra la garganta de Caelum, y el enano apuntó la reluciente mano contra el pecho del gladiador.

—Lanza tu conjuro —gruñó Rikus—. Antes de morir, te mataré a ti.

Caelum no activó el hechizo, pero tampoco retiró la mano.

—¿Qué es todo esto, Rikus? —quiso saber Neeva. Salió de detrás del enano, teniendo buen cuidado de mantener el libro a su espalda, fuera de la vista del mul—. ¡Prometiste devolver el libro a Kemalok!

—No puedo mantener esa promesa —explicó el mul. Mientras admitía su fracaso, una profunda sensación de vergüenza lo invadió, aunque siguió decidido a hacer lo que debía para salvar a la mujer—. Dame el libro.

—No. —Neeva soltó la cuerda del esclavo y, desligando el volumen bajo el brazo, empuñó su espada con la mano libre—. Y, si matas a Caelum, tendrás que matarme también a mí.

—Neeva, coge El libro de los reyes de Kemalok y márchate —dijo Caelum, los rojos ojos sin moverse del rostro de Rikus.

—¿Para que os podáis matar el uno al otro en privado? —se mofó ella—. No.

Estamos ansiosos por tener el libro, informó Tamar a Rikus. Neeva no sufrirá el menor daño… a menos que el enano intente detenemos.

Apenas había acabado de hablar el espectro, cuando el anciano esclavo retrocedió hacia la puerta, gritando:

—¡Fantasmas!

Una docena de siluetas grises, cuyos ojos refulgían con los tonos de varias piedras preciosas, se alzaron de las grietas del suelo y rodearon a Neeva. Esta lanzó un grito de alarma y blandió el arma contra el más próximo. La negra hoja atravesó la nebulosa figura sin hacerle daño.

Caelum hizo intención de mover la mano hacia los espectros, pero Rikus apretó aún más la punta de la espada contra la garganta del enano.

—No lo hagas —advirtió—. Conseguirás que la maten.

El enano detuvo el movimiento y lo miró con ojos ardientes de cólera.

—Si le sucede algo…

—No le sucederá —lo interrumpió Rikus—. A menos que tú lo provoques.

Neeva blandió la espada contra los espectros otras dos veces; entonces uno de ellos, cuyos ojos brillaban con fulgor amarillo, extendió las manos.

—Dale el libro al espectro —dijo Rikus.

Neeva vaciló.

—¡No lo haré! —replicó, aferrando El libro de los reyes de Kemalok, que sostenía bajo el brazo.

Los espectros estrecharon el círculo, y el de los ojos amarillos se deslizó al frente hasta que sus manos grises casi rozaron a Neeva.

—¡Entrégales el libro! —aulló Rikus, temeroso de que su compañera de combate insistiera en morir antes de rendirse—. No puedes impedir que lo cojan… y, si lo intentas, todo lo que conseguirás es que te maten. —Miró a Caelum—. ¡Díselo!

El enano dedicó al mul una mueca despectiva y asintió.

—Deja que se lo lleven —dijo—. La traición de Rikus no nos deja otra elección.

Neeva miró fijamente al fantasma de ojos amarillos y luego le tendió de mala gana El libro de los reyes de Kemalok. En cuanto lo depositó sobre las manos ansiosas del espectro, el negro tomo se tomó lentamente gris e insustancial. A poco, el libro no era nada más que una sombra.

Los espectros volvieron a hundirse en las baldosas del suelo, excepto un fantasma de ojos azules que se deslizó en el estrecho espacio que separaba a Rikus de Caelum. El mul bajó la espada y retrocedió.

¿Ahora qué?, inquirió. Tenéis el libro.

El espectro no respondió, pero deslizó la nebulosa mano al interior de la herida supurante del pecho del mul. Un dolor terrible se apoderó del torso del gladiador. Rikus lanzó un grito atronador y cayó de rodillas mientras le extraían del cuerpo el rojo rubí. El fantasma cerró los dedos sobre la piedra preciosa; luego se hundió en las baldosas y desapareció. Rikus quedó en el suelo, respirando entrecortadamente.

—¡Levántate, traidor! —escupió Caelum; su mano resplandecía aún con la furia del sol—. ¡Terminaremos lo que hemos empezado!

Rikus levantó la cabeza y miró al enano a los rojos ojos. Dejando que el Azote de Rkard resbalara de sus manos, dijo:

—Termínalo tú; yo ya no tengo motivos para luchar.

—¡No tengo escrúpulos en matar a alguien que se me rinde! —advirtió Caelum—. Al menos, mi pueblo se merece tu muerte.

—¡Entonces acaba de una vez! —chilló Rikus.

Caelum retrocedió un paso y apuntó con la mano al mul, pero, antes de que pudiera pronunciar la palabra que liberaría el hechizo, la hoja plana de la espada de Neeva le golpeó el antebrazo y lo obligó a bajar la mano.

—No dejaré que lo mates, Caelum —dijo, manteniendo el arma en posición de ataque.

—Ha traicionado su palabra. Mi padre…

—No me importa —dijo ella, envainando la espada—. Amé a Rikus en una ocasión, y no pienso…

—Déjalo —intervino Rikus. No sabía qué le dolía más: que Neeva sintiera que él necesitaba que lo protegieran, o que ya no lo amara—. Lo he perdido todo: mi legión, mi honor, incluso a ti. No quiero vivir.

Neeva giró en redondo y agarró al mul por la barbilla.

—¿Has sobrevivido veinte años como gladiador para tirar tu vida aquí? —inquirió, tirando de él para ponerlo en pie—. Quizás habría sido mejor para ti morir en la arena, pero no te atrevas a hacerlo aquí, no ahora.

Se inclinó y recogió el Azote de Rkard.

—Quizá no seas gran cosa como general, pero sigues siendo el mejor gladiador que he visto nunca —dijo, tendiéndole el mango de la espada—. A Caelum y a mí nos iría bien tu ayuda para conseguir llevar a Er’Stali a Kled. Quizá podamos salvar algo de este desastre.

Rikus contempló la espada, sintiéndose casi tan avergonzado de su desesperación como de haber traicionado a los enanos y perdido su legión. Por fin, tomó la espada de la mano de Neeva con un suspiro.

—¿Quién es Er’Stali?

—Er’Stali estaba traduciendo El libro de los reyes de Kemalok para Maetan —explicó Caelum, levantando la refulgente mano y dejando que su intenso color se fuera apagando—. Lo que sabe puede ayudar a compensar la pérdida que has provocado.

—¿Traducir? —inquirió Rikus, frunciendo el entrecejo al pensar en las décadas que el padre de Caelum había pasado intentando descifrar el lenguaje de los antiguos reyes—. ¿Cómo puede hacerlo?

—Hechicería… —respondió Neeva, mirando a la puerta por la que había desaparecido el anciano, y del que no se veía ni rastro. Con una maldición, se volvió para regresar al interior de la casa—. Debe de haber huido. Iré tras él.

Rikus la sujetó por el hombro.

—¿No crees que es decisión suya si viene o no con nosotros?

—Er’Stali ha leído el libro. Eso lo convierte en parte de la historia de los enanos —dijo Caelum, dirigiéndose hacia la puerta—. Kied lo tratará como a un uhrnomus. No le faltará nada.

—Excepto su libertad —suspiró Neeva—. Es su decisión. Llevarlo contra su voluntad haría que no fuésemos diferentes de cualquier tratante de esclavos.

Caelum lanzó un juramento en la lengua gutural de su pueblo; luego bajó los ojos y sacudió la cabeza.

—No puedo negar lo que dices, Neeva —reconoció—. Pero ¿puedo al menos ir en su busca y preguntarle qué desea hacer?

—No hay necesidad de eso —repuso el anciano, atravesando el umbral y extendiendo las manos para que se las desataran—. Escojo la libertad… con vosotros.

Rikus cortó las ligaduras del anciano hechicero, tras lo cual Er’Stali condujo al pequeño grupo por el laberinto de calles del barrio aristócrata. Mientras avanzaban en dirección a las murallas de la ciudad, el mul observó que los bien planeados contraataques de Hamanu no habían aplastado por completo la rebelión de los esclavos.

Los pocos cientos de esclavos que habían conseguido penetrar en el barrio de los nobles tomaban cumplida y feroz venganza sobre sus amos. Un espeso manto de humo llenaba las calles, en ocasiones reduciendo la visibilidad a una docena de pasos. Incluso los esclavos domésticos vagaban por las calles en furiosos grupos, asesinando nobles y destruyendo todo lo que podían. Varias veces el pequeño grupo se vio obligado a ocultarse en una mansión saqueada mientras una compañía de la guardia imperial pasaba corriendo junto a ellos en persecución de un grupo de esclavos incontrolados.

En una ocasión, el grupo escapó por muy poco de la muerte cuando al doblar una esquina toparon con una compañía de nobles. Rikus mató al oficial con una veloz estocada, y luego Er’Stali sorprendió a los combatientes de ambos bandos obstruyendo la callejuela con una pared mágica de hielo que permitió al grupo efectuar una rápida retirada.

Por fin, alcanzaron el muro exterior. Aquí Rikus se sintió aliviado al ver que algunos de los esclavos de Urik conseguían huir de la ciudad. Cientos de ellos estaban reunidos en bulliciosos grupos, aguardando su turno para subir por las negras sogas para esclavos tendidas por encima del muro a modo de improvisadas escalas. Una compañía de servidores de nobles batallaba sin la menor esperanza de supervivencia en los extremos de la multitud, tras cometer el error de intentar detener la huida. En un punto, varios de los semigigantes de Hamanu habían caído, pero no sin antes llevarse con ellos a docenas de esclavos.

—Al menos algunos esclavos verán la libertad —observó Neeva.

—Sí, pero a un precio terrible —repuso Rikus, dirigiéndose a uno de los grupos que aguardaba para escalar la muralla.

—No tenemos tiempo de hacer cola —dijo Er’Stali, apartándolos de la muchedumbre—. Venid conmigo.

El hechicero los condujo a un lugar de la pared donde no había cuerdas; sacó entonces un pedazo de cordel del bolsillo y giró la palma de la otra mano hacia abajo. El aire debajo de su mano empezó a brillar; luego un chorro de energía apenas perceptible se alzó del suelo y penetró en su cuerpo.

Una vez que el hechicero hubo reunido la energía necesaria para su hechizo, murmuró un silencioso conjuro. El cordel de su mano se elevó hacia el cielo, volviéndose más grueso a medida que subía, de modo que cuando llegó a lo alto del muro era ya una cuerda resistente. Er’Stali sujetó la soga y gateó hasta la parte superior de la muralla con tanta agilidad como si fuera un jovenzuelo.

Neeva envió a Caelum detrás del anciano y luego los siguió. Al contrario que el anciano y el enano, ascendió despacio y con mucho esfuerzo, clara señal de que la herida la molestaba. Cuando consiguió llegar arriba, una multitud se amontonaba ya al pie de la cuerda de Er’Stali, ansiosa por utilizar esta nueva ruta de escape.

Cuando le llegó el turno a Rikus, este se movió aún más despacio, pues el brazo izquierdo le dolía demasiado para utilizarlo, y tenía que impulsarse un corto trecho con el brazo sano, sujetarse fuertemente a la cuerda con las piernas y mantenerse allí sin moverse mientras con el brazo volvía a impulsarse hacia arriba. De todos modos, su avance fue ininterrumpido y no tardó en encontrarse encima de la muralla.

Cuando el mul se hubo reunido con los demás, Er’Stali sacó otro pedazo de cordel del bolsillo y se dirigió al otro lado de la muralla, pero Rikus no lo siguió. Desde aquel lugar gran parte de Urik resultaba visible, y el mul pudo ver grasientas columnas de humo elevándose de todos los puntos de la ciudad. Con la ayuda del Azote de Rkard, podía incluso oír los gritos de los esclavos sublevados mientras destruían lo que tan a la fuerza habían creado, y los estertores de muerte de los indolentes señores para quienes se había construido.

Todo eso ya lo esperaba, pero lo que enfermaba al mul era la visión de la avenida principal. Cerca de la puerta de esclavos, los cuerpos se apilaban en montones más altos que un semigigante, pero a medida que la mirada de Rikus se iba trasladando por la calle en dirección a la puerta real, los montones de cadáveres fueron decreciendo paulatinamente. A pocos metros de los corrales de esclavos de Hamanu, Rikus pudo incluso distinguir los adoquines empapados de sangre por entre la maraña de cuerpos sin vida. Los kes’trekels ya habían descendido sobre el festín y se dedicaban a desgarrar los cadáveres con sus curvados picos y garras de tres dedos.

Cuando Rikus miró en dirección al barrio de los templarios, descubrió el motivo por el que los urikitas no ponían más esfuerzo en detener la salida de esclavos del barrio aristócrata. Amontonados a lo largo de la muralla de la ciudad, a un kilómetro o más de distancia del lugar en que se encontraba el mul, se veía a varios miles de esclavos. Por lo que Rikus pudo apreciar a tan gran distancia, estos intentaban huir de la ciudad deslizándose por cuerdas, escalando directamente la desigual superficie de ladrillos, o incluso saltando.

Hostigándolos desde ambos lados había enormes compañías de regulares urikitas. Hamanu en persona se paseaba detrás de la muralla, arrancando esclavos de ella y entregándolos a los guardas que esperaban abajo.

Rikus volvió a mirar la carnicería de la avenida de los esclavos.

—Yo hice esto —dijo—. Les prometí que morirían libres, y todo lo que hicieron fue morir.

—No seas tan exigente contigo mismo —repuso Er’Stali, colocándose junto al mul e intentando conducirlo al otro lado de la muralla. Neeva y Caelum ya habían descendido sin que Rikus lo advirtiera—. Quizá no fuera tan disparatado pensar que podías destruir a Hamanu. Después de todo, según me dijeron, destruiste a Kalak.

—No —dijo Rikus—. Sólo formé parte de un grupo que destruyó a Kalak. Todo lo que hice fue arrojar a primera lanza. Sin Agis, Sadira y Neeva, también habría fracasado en eso.

—Uno no puede conseguir grandes cosas sin arriesgarse a grandes fracasos —afirmó el anciano.

—Esto no fue ni siquiera un gran fracaso —respondió Rikus. Señaló al rey-hechicero que seguía arrancando esclavos de la muralla al otro lado de la puerta de esclavos—. Hamanu debe de saber que he escapado, pero le preocupa más perder a los esclavos de sus canteras que volver a capturarme.

—Hay que dar gracias a las lunas de estos pequeños favores, ¿no crees? —replicó Er’Stali, mientras intentaba otra vez conducir a Rikus al otro lado de la muralla.

Cuando el mul empezaba a alejarse, un gran tumulto de gritos de pánico y chillidos de dolor surgió de los grupos que se amontonaban en las murallas de la ciudad. Rikus corrió a la cuerda mágica que el hechicero había levantado. Allí vio que más de una docena de compañías de la guardia imperial empezaban a salir en tropel de las humeantes calles del barrio aristócrata. Mientras el mul contemplaba impotente la escena, los semigigantes se precipitaron hacia las cuerdas de huida, utilizando las lanzas a modo de garrotes para apartar a los esclavos de su camino.

A los pies de Rikus, un hombre delgado de cabellos grises vestido con la túnica de cáñamo de un esclavo doméstico aferró con fuerza la cuerda y empezó a ascender, al tiempo que lanzaba frenéticas miradas por encima del hombro mientras los semigigantes se acercaban. El mul agarró la cuerda desde arriba e intentó subir al anciano, pero no le sirvió de mucha ayuda. Con el brazo izquierdo debilitado aún por la herida del pecho, le era imposible sujetar la cuerda con ambas manos.

El primer guarda alcanzó la pared cuando el hombre se encontraba a medio camino de la parte superior.

—Baja, chico —ordenó el guarda, blandiendo la lanza.

El anciano dejó de subir y levantó la mirada hacia Rikus; los enrojecidos ojos suplicaban ayuda en silencio. El mul volvió a intentar tirar de la cuerda, pero apenas si consiguió subirla treinta centímetros.

El semigigante tocó con la punta de su lanza la espalda del esclavo.

—Baja o muere —gruñó.

El hombre contempló a aquella bestia unos instantes, luego repitió una frase que Rikus había escuchado a menudo durante la época pasada en los fosos de los Lubar: «Mi muerte me liberará».

Dicho esto, el esclavo levantó la vista al cielo y siguió ascendiendo, aunque sabía que jamás llegaría a lo alto de la muralla.

—Así empieza el libro:

«Nacidos del fuego líquido y acostumbrados a la desolada oscuridad, nosotros los enanos somos el pueblo fuerte, el pueblo de la roca. Es en nuestros huesos que las montañas hunden sus raíces, es de nuestros corazones que manan las aguas cristalinas, es de nuestras bocas de donde soplan los fríos vientos. Fuimos creados para apuntalar el mundo, para sostener…»

Er’Stali cerró los ojos con fuerza, intentando recordar qué palabra venía a continuación.

Junto con Caelum, Neeva y todos los enanos de Kled, Rikus contuvo la respiración, sin atreverse a expulsar el aire por temor a perturbar la concentración del hechicero.

Por primera vez en mil años, los enanos se habían reunido en la Torre de Buryn a escuchar la historia de su raza. Un centenar de antorchas mágicas, encendidas por Er’Stali y colocadas en sus soportes por Lyanius en persona, iluminaban los antiguos murales de la enorme sala en toda su brillante gloria. En cada columna colgaba una reluciente hacha o espada, especialmente bruñidas y abrillantadas para recordar al auditorio la increíble riqueza de su herencia. Incluso los mismos enanos se habían engalanado para la ocasión e iban ataviados con hermosas sotanas de hilo, teñidas de rojo en honor al cárdeno sol. Se trataba de una reunión que Rikus estaba seguro los antiguos reyes habrían aprobado.

Por fin Er’Stali abrió los ojos y meneó la cabeza.

—Lo siento, no puedo recordar la historia desde aquí. Quizá lo haré mejor con la historia de cómo el rey Rkard expulsó a Borys de Ebe de las puertas de Kemalok.

Un murmullo de aprobación recorrió la estancia. Lyanius levantó la mano en petición de silencio, y la habitación volvió a quedar tan silenciosa como lo había estado durante los últimos mil años.

—«Fue en el año cincuenta y dos del reinado de Rkard cuando Borys regresó. De nuestros caballeros, tan sólo quedaban el rey y Sa’ram y Jo’orsh, con quinientos enanos cada uno. Borys de Ebe trajo con él una hueste de diez mil soldados, con poderosas máquinas de asedio y su propia magia maléfica.

»Kemalok era la última ciudad de los enanos, y con ella morirían los últimos enanos. Eso, juró Rkard, no sucedería. El gran rey ordenó a Sa’ram y a Jo’orsh que huyeran por los antiguos túneles, llevándose con ellos a la mitad de los ciudadanos. Los demás se quedaron para ocultar los pasadizos cuando cayera la ciudad, a morir para que Borys no adivinara que otros habían escapado para continuar nuestra vigorosa raza.

»Poco después de que los caballeros se hubieron marchado, Borys utilizó su magia para abrir doce enormes agujeros en las murallas de la ciudad. Fue en la última de estas aberturas donde Rkard y Borys se enzarzaron en feroz combate. No se habían intercambiado muchos golpes, cuando Rkard sintió el mordisco de la terrible espada de su adversario, pero la centelleante hacha de nuestro rey consiguió también abrir un enorme boquete en la armadura de Borys. Los dos comandantes cayeron, cada uno en su lado de la muralla. Los hombres de Borys transportaron a su perverso jefe de regreso a su tienda y llamaron a los curanderos. Nosotros, leales seguidores de Rkard, regresamos a la Torre de Buryn con nuestro rey, la espada enemiga hundida aún en su pecho. Entonces sellamos las puertas y nos preparamos para la batalla final.

»Nuestro gran rey no tardó en morir a causa de sus heridas, y con el corazón entristecido esperamos a que Borys reanudara su asalto. El décimo día del asedio, el enemigo levantó el campamento, y supimos que Rkard no había asestado su último golpe en vano. También Borys había acabado muriendo a causa de sus heridas…»

—Eso no es lo que sucedió —tronó una voz ronca.

Todas las miradas se levantaron y vieron a una figura de corta estatura de pie en la galería que dominaba a enorme sala. Llevaba una abollada armadura de negras láminas metálicas, con cada articulación rematada en plata y oro. Una corona de refulgente metal blanco incrustada de joyas coronaba su yelmo, y dos ojos amarillos ardían desde las profundidades de su visor.

—¡Rkard! —exclamó Rikus.

—¡El último rey nos habla! —gritó un enano.

De improviso, la sala se llenó de voces sorprendidas que gritaban excitadas.

La atronadora voz de Rkard volvió a acallar a los enanos.

—Eso es lo que creía el guardián del libro, pero eso no es lo que ocurrió.

La estancia permaneció en expectante silencio, pero el antiguo rey se limitó a contemplar a los reunidos desde lo alto con sus ojos amarillos y no dijo nada más. Por fin, Er’Stali preguntó:

—¿Nos contarás la verdad, gran Rkard?

El monarca fallecido tanto tiempo atrás clavó la mirada en el hechicero.

—No sé por qué el ejército se marchó ese día… Puede que la herida de Borys fuera demasiado grave; a lo mejor Rajaat llamó a la compañía del Decimotercer Campeón, o quizá se trató de un motivo totalmente distinto…, pero Borys no murió en ese campo de batalla. Lo sé porque regresó muchos años después, para acabar solo y en menos de una hora lo que sus ejércitos no habían conseguido en diez días. Acabó con las vidas de todos los enanos de la ciudad, dejando sólo fantasmas para recordar que Kemalok había sido visitada por el dragón.

—¡El dragón! —siseó Rikus. A su alrededor, también otros lanzaron o murmuraron exclamaciones de asombro.

—Es bueno que hayáis regresado a vuestro hogar, pueblo mío —siguió Rkard; su voz resonaba por encima de la conmoción creada en la enorme sala—. Pero estad alerta con respecto a Borys: no le gustaría ver a Kemalok restituida a su antiguo esplendor.

Rkard retrocedió y desapareció en las lóbregas profundidades de la parte posterior de la galería. Los enanos, anonadados por la advertencia del antiguo rey, permanecieron en sus asientos.

Rikus se levantó inmediatamente, trastornado por las siniestras palabras de Rkard. El comentario de Hamanu sobre lo que sucedería a Tyr cuando Tithian no entregara al dragón el impuesto en esclavos de la ciudad seguía fresco en la mente del mul, y, ahora que se acababa de enterar de cómo el dragón había destruido la ciudad de Kemalok, le preocupaba que Tyr pudiera estar en grave peligro.

Quitándose el Cinturón de Mando y el Azote de Rkard de la cintura, el mul pasó junto a Er’Stali para aproximarse a Lyanius.

—Pensaba devolver esto más tarde, pero ha llegado el momento de que regrese a Tyr —anunció, ofreciendo los objetos al anciano enano—. Lamento no haber resultado digno de ellos.

Lyanius contempló a Rikus durante unos instantes; luego su mirada se posó en el pecho del mul. La herida supurante se había cerrado por fin, dejando una fea cicatriz sobre el corazón del gladiador.

—Caelum me contó lo que hiciste —dijo.

El mul se obligó a mantener los ojos fijos en el rostro de Lyanius.

—No puedo deshacer esas vergonzosas acciones —repuso—. Sólo puedo devolver estos objetos.

Él anciano asintió, tomando el cinturón y la funda de los brazos de Rikus.

—La pérdida del libro es algo terrible, pero no puedo culparte por la decisión que tomaste —dijo Lyanius, separando el Azote de Rkard del Cinturón de Mando—. Al menos nos trajiste a Er’Stali, y lo que recuerda del libro es más de lo que yo aprendí en todos los años que pasé estudiándolo.

Tras contemplar los dos artículos que sostenía, Lyanius depositó el Cinturón de Mando sobre su brazo.

—Nos volveremos a quedar con el cinturón —anunció—. Puede que, algún día, aparezca un enano que pueda llevarlo mejor que tú.

—Eso espero —respondió Rikus.

—En cuanto a esto, quiero que te lo quedes —siguió Lyanius, devolviendo a Rikus el Azote de Rkard—. Por lo que dice Caelum, en todo Athas no existe guerrero más digno de ella.

El mul volvió la mirada hacia Caelum.

—Hemos cruzado muchas palabras duras —dijo el enano—, pero no puedo discutir lo que hiciste para proteger a Neeva.

—Teniendo en cuenta cómo os he fallado —repuso Rikus—, el Azote de Rkard es un regalo magnífico. —El mul se sentía tan abrumado por la generosidad del enano que sus palabras fueron apenas un susurro.

—Se trata de un regalo del que eres muy merecedor —respondió Lyanius—. Jamás lo pongas en duda. Nadie debería criticarte por intentar lo que muy pocos se habrían atrevido siquiera a soñar.

—Mi agradecimiento. —Rikus cerró los ojos e inclinó la cabeza ante el enano, preguntándose si él habría sido tan caritativo de haberse encontrado en el lugar de Lyanius.

Tras un respetuoso silencio, el mul se volvió hacia Neeva.

—¿Vendrás conmigo? Prometo no ser tan egoísta e intentar al menos ofrecerte las cosas que necesitas de mí.

Los ojos esmeralda de Neeva se llenaron de lágrimas y dedicó al mul una débil sonrisa.

—Sé que lo intentarías, pero ya he hecho una promesa —dijo, colocándose junto a Caelum—. Kled, y algún día Kemalok, serán mi hogar.

Rikus asintió.

—Te deseo felicidad —suspiró profundamente—. Perderte es como la culpabilidad que siento por la destrucción de la legión: es el precio de mi fracaso.

El mul dio media vuelta para marcharse, pero Neeva lo cogió del brazo.

—No te sientas demasiado mal. Puede que ahora tengas una amante menos y te hayas librado por fin de la idea de que eres una brillante mente militar, pero eso es sólo porque has aceptado las responsabilidades inherentes a tu destino.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el mul, arrugando el entrecejo.

—Me dijiste que era tu destino proteger Tyr de los peligros externos —dijo ella—. Yo no escogí ese destino, pero tú sí. Debido a esta decisión, no debes pensar que me has «perdido» a mí o a la legión. Nadie nos arrebató de tu lado. Tú nos sacrificaste por el bien de Tyr.

—Dice la verdad —intervino Caelum con sinceridad—. Condujiste a millares que murieron por Tyr, pero te siguieron voluntariamente, sabiendo que los podían matar. Pocos hombres habrían tenido el valor de dejarlos morir. —El enano se inclinó ante Rikus—. Contigo como su guardián, el sueño de la libertad vivirá eternamente en la ciudad de Tyr.