17: La cólera de Hamanu

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La cólera de Hamanu

Hamanu se acercó a Rikus. El mul se incorporó, blandiendo el Azote con desesperación. La hoja golpeó en la pata al enorme hombre-león y rebotó en la gruesa piel con un golpe sordo. Con un grito contrariado, el gladiador alzó otra vez la espada.

Antes de que Rikus pudiera asestar su golpe, el rey-hechicero se arrodilló sobre el gladiador, obligándolo a caer al suelo e impidiendo que se moviera.

Hamanu se inclinó sobre el rostro del mul; de sus colmillos chorreaban pequeñas gotas amarillas de ardiente ácido. Acercó a la garganta de Rikus la uña de un dedo, tan larga y afilada como cualquier daga.

—¿Creías que yo resultaría tan fácil de matar como ese chocho estúpido que gobernaba Tyr?

Por primera vez desde que tenía uso de razón, Rikus se sentía totalmente indefenso. Su vida se encontraba por completo en las manos de Hamanu. Inmovilizado como estaba, el mul ni siquiera podía defenderse y morir de una forma honorable.

—Te enseñaré lo que les sucede a aquellos que se oponen a mi voluntad —continuó el rey.

La bestia cerró la mano alrededor de la garganta de Rikus y lo levantó del suelo, al tiempo que apretaba el brazo del mul que empuñaba la espada contra el cuerpo del gladiador para que no pudiera moverlo. El monarca murmuró un conjuro, y una telaraña amarilla se arrolló alrededor de Rikus con tanta fuerza que este apenas si podía respirar.

En esta ocasión, el hechizo no absorbió energía del cuerpo del gladiador. Sin la esfera de obsidiana que Rikus había hecho pedazos antes, el rey-hechicero no podía utilizar la magia del dragón para extraer la energía de los animales. En su lugar, como el mul sabía muy bien, Hamanu tenía que extraerla de las plantas, como lo hacían los hechiceros corrientes; de todos modos, Rikus dudaba que la falta de la magia del dragón afectara seriamente al soberano de Urik. Los campos que rodeaban la ciudad estaban bien cuidados y llenos e cosechas que Hamanu podía utilizar para sus conjuros.

Cuando Rikus estuvo totalmente envuelto en la pegajosa telaraña, el rey-hechicero lo transportó hasta la muralla de la fortaleza, donde sujetó el capullo a un merlón, dejando que el mul colgara varios metros por encima del pavimento.

Abajo, en la calle, continuaba la batalla entre la guardia imperial y los gladiadores que Gaanon había ayudado a pasar por encima del muro. Mientras el mul observaba impotente, Gaanon utilizó su mazo para aplastar el cráneo de un semigigante urikita, en tanto K’kriq hundía las venenosas mandíbulas en otro adversario.

Rikus miró algo más abajo. En la puerta lateral que conducía a los fosos de los esclavos, la escena no resultaba alentadora. Los soldados de Hamanu habían obligado a los tyrianos a retroceder hasta el umbral y volvían a amenazar con abrirse paso hasta los corrales. Por suerte, Jaseela había tenido tiempo más que suficiente para sacar a las compañías de esclavos de los fosos y trasladarlas al barrio de los templarios. Rikus no podía ver si se alzaban ya penachos de humo en puntos lejanos de la ciudad, pero lo animó el hecho de que ningún urikita pareciera dirigirse a atacar las compañías de la aristócrata. El mul se atrevió a esperar que, aunque él no pudiera matar a Hamanu, hubiera entretenido al rey-hechicero el tiempo suficiente para que la rebelión de esclavos se afianzara.

—Es mi deseo que conozcas la suerte de aquellos que te han seguido —dijo Hamanu, mirando por encima del hombro en dirección a la batalla—. Aquellos que no me veas matar quedarán como regalo especial para el dragón.

—¿Regalo? —Al realizar Rikus la pregunta, el capullo se ciñó más sobre sus costillas y no se volvió a distender.

Hamanu se volvió otra vez hacia el mul.

—Sí, en el Nido del Dragón donde estuvisteis acampados.

—El Cráter de Huesos —jadeó Rikus—. Debes de dejar muchos regalos para el dragón.

—Simplemente el impuesto apropiado —repuso Hamanu con una sonrisa cruel.

—¿Impuesto? —exclamó el mul. En su sorpresa, se olvidó del capullo… hasta que este volvió a comprimirse, y le costó volver a llenar los pulmones de aire.

El rey-hechicero emitió una risita que dejó al descubierto la larga lengua roja balanceándose por entre los colmillos.

—El dragón exige un impuesto en esclavos de cada ciudad, o de lo contrario llevará a cabo una terrible venganza…, como el pretendiente Tithian descubrirá cuando no pague la parte correspondiente a Tyr.

Rikus se daba cuenta, por la expresión divertida del rey-hechicero, que Hamanu disfrutaba atormentándolo con estas noticias, pero el mul soportaba los insultos de buena gana ya que, cuanto más tiempo entretuviera a Hamanu, mayores eran las posibilidades de éxito de la rebelión.

—¿El dragón le exigirá esclavos a Tyr?

Hamanu entrecerró los ojos y se dio la vuelta para marcharse.

—Ya me has entretenido lo suficiente —dijo.

Antes de que el mul pudiera preguntar nada más, el monarca se alejó a grandes zancadas hacia la batalla. Rikus intentó inmediatamente liberar la mano que empuñaba la espada, pero la telaraña lo sujetaba con tanta fuerza que no consiguió mover ni el dedo meñique. El único resultado de sus esfuerzos fue apretar aún más la telaraña que lo envolvía.

Abajo, en la calle, Hamanu se abrió paso por entre la compañía de gladiadores que había seguido a Rikus por encima del muro. Varios de los tyrianos atacaron con lanzas de puntas de hueso y hachas de armas de obsidiana. Las lanzas se partían contra su piel, las hojas de las hachas se hacían pedazos, y la bestia no mostraba la menor señal de sentir siquiera los golpes. El rey-hechicero contraatacó brutalmente, y las largas zarpas arrancaron las tripas a los guerreros a través de sus armaduras.

Un torrente de fuego escarlata salió disparado de la puerta que conducía a los corrales de esclavos. Docenas de semigigantes y templarios se convirtieron en cenizas. En cuanto las llamas desaparecieron, Neeva y Caelum se precipitaron al centro de la calle.

—¡No! ¡Regresad! —gritó Rikus, el corazón latiéndole atemorizado. El capullo volvió a apretarse, llenando su pecho de dolorosos calambres—. No podéis detenerlo —terminó débilmente.

No lo oyeron a causa del ruido del entrechocar de las armas y de los gritos de los guerreros. Ambos se volvieron hacia el hombre-león, seguidos de cerca por un puñado de enanos y una gran compañía de agotados gladiadores. Rikus contempló horrorizado cómo Neeva esquivaba la lanza de un semigigante y le arrancaba unas cuantas escamas de la protección que llevaba en la pierna. Al inclinarse este para cogerla, la mujer descubrió una costura entre el enorme muslo del guarda y la parte baja de su abdomen y hundió la espada en el interior de la abertura, de la que brotó al instante un potente chorro de sangre.

Un semielfo encorvado se colocó junto a Neeva e interceptó a otro semigigante que se había adelantado para ensartarla en su lanza. El gladiador derribó la lanza del urikita y clavó su propia lanza aserrada bajo el escudo para destrozar la rodilla de su oponente. Neeva degolló al semigigante antes de que hubiera terminado de caer al suelo.

Rikus siguió con sus esfuerzos por liberar el brazo, pero sin que sirviera de mucho. Consiguió mover la hoja de la espada unos milímetros y abrir un pequeño desgarrón en la telaraña, pero los amarillos hilos se limitaron a apretarse más e inmovilizar con más fuerza el codo del mul contra su vientre.

Rikus lanzó un juramento y se quejó en silencio. ¿Qué se supone que debo hacer?

Contemplar cómo muere tu legión, respondió Ta-mar. ¿Qué otra cosa?

¿No puedes ayudarme?, suplicó el mul. Haz venir a los otros campeones, como hiciste en el Cráter de Huesos.

Podría hacerlo, pero ¿de qué serviría? Volverías a atacar a Hamanu… y nos destruirías a ambos.

Cerca de la entrada de los corrales de esclavos, los tyrianos formaron una cuña con Neeva delante y, lanzándose al frente, dejaron tras de sí una estela de cadáveres, gladiadores y semigigantes por igual.

En el centro de este jolgorio de muerte, Hamanu se detuvo para mirar en dirección a la carga.

Qué conmovedor, comentó Tamar, irónica. Los muy idiotas morirán intentando salvarte.

No si puedo evitarlo, dijo Rikus. Sacudió la cabeza, la única parte de su cuerpo libre para moverse, de un lado a otro.

—¡Retroceded! —gritó, produciéndose una nueva oleada de dolor en todo su cuerpo al contraerse aún más el capullo.

La cuña siguió adelante, sin prestar atención a la orden del mul. El rey-hechicero apuntó las cinco uñas de una mano en dirección a la avanzadilla tyriana y emitió un conjuro. De sus dedos surgieron rayos de energía que describieron un arco y, penetrando en el centro de la formación en cuña, abrieron agujeros en el pecho de los gladiadores.

En lugar de caer, las víctimas gritaron y se llevaron las manos a las heridas; luego rompieron la formación y echaron a correr en todas direcciones. Mientras corrían, jirones de humo amarillo fluían de sus heridas y se extendían por toda la compañía. Allí donde llegaban los vapores, los gladiadores proferían extraños gritos, para luego desplomarse con las manos aferradas a la garganta.

Hamanu apartó la mirada de la batalla y devolvió su atención a los gladiadores que había estado destruyendo antes de que se formara la cuña.

Rikus cerró los ojos, incapaz de soportar el sufrimiento de ver morir a Neeva. Escuchó caer asfixiados a varios otros guerreros, y entonces el Azote le llevó la voz de Caelum.

—¡Al suelo!

El mul abrió los ojos a tiempo de ver cómo Neeva y los otros supervivientes hacían lo que el enano pedía. Una vez que los otros se hubieron quitado de en medio los hombres afectados por el hechizo de Hamanu huyeron lejos de los confines de la formación, para no esparcir los mortíferos vapores entre sus compañeros.

Caelum alzó un brazo en dirección al sol, y su mano empezó a refulgir. De sus dedos surgió un reluciente manto de aire abrasador, que se extendió hacia afuera y cubrió a los gladiadores como una capa. El manto flotó sobre sus cabezas y alejó de allí los perniciosos vapores amarillos.

Mientras el enano salvaba las vidas de sus compañeros, Rikus advirtió que Gaanon se deslizaba a lo largo del muro hacia él.

Otro loco, observó Tamar.

Lo conseguirá, insistió Rikus, dándose cuenta de que Hamanu no mostraba señales de haber advertido la presencia del enorme gladiador. Pronto regresaré a la lucha.

Para lo que va a servir… Sería más sensato escabullirse fuera de aquí sin ser visto.

¿Abandonar a mi legión?

Perecerá contigo o sin ti.

Cuando el humo se disipó, Neeva volvió a ponerse en pie a la cabeza de la diezmada formación, con Caelum detrás de ella y dos docenas de gladiadores desperdigados entre los cuerpos de sus camaradas. Rikus calculó que entre Hamanu y los tyrianos se interponían el triple de semigigantes.

Neeva se adelantó, llevando el ataque a la multitud de urikitas que atestaban la calle. Los demás supervivientes cerraron filas tras ella.

—¿Qué es lo que hacéis? —musitó Rikus, meneando la cabeza tristemente—. ¿No os dais cuenta de que vuestro plan es imposible?

El primero de los semigigantes de Hamanu apuntó su lanza contra Neeva. Con un grito de rabia, la gladiadora la esquivó haciéndose a un lado, al tiempo que hundía su espada en el abdomen de su atacante. Mientras el urikita moribundo se alejaba tambaleante, otro dio un paso al frente y clavó la lanza en el estómago de Neeva.

—¡No! —siseó Rikus.

El gladiador semielfo encorvado blandió su lanza contra el atacante de Neeva, y el guarda imperial retrocedió sujetándose un ojo; al cabo de un momento, una larga lanza atravesó la garganta del semielfo, que murió intentando sacársela. Rikus vio cómo Neeva se arrancaba la lanza del estómago y se volvía para atacar al asesino del semielfo, pero la perdió de vista cuando el resto de la calle estalló en una confusa refriega.

El mul miró en dirección a Gaanon. El semigigante se había visto obligado a detenerse a unos diez metros de la pared de la fortaleza. Hamanu había eliminado a casi todos los gladiadores que luchaban contra él, y sin darse cuenta balanceaba ahora la cola en medio de la ruta que seguía Gaanon, mientras se enfrentaba a lo que quedaba de los valerosos tyrianos. Uno de los supervivientes era K’kriq, que se encontraba con el caparazón contra la pared, utilizando las cuatro manos para mantener una de las zarpas del rey-hechicero alejada de su rostro.

De repente, el thri-kreen cambió de táctica y, enganchando con las garras el brazo de su adversario, lo atrajo hacia él. Cuando la imponente mano de Hamanu se cerró alrededor de la garganta de K’kriq, el guerrero-mantis apuñaló la muñeca del monarca con sus mandíbulas venenosas.

Hamanu lanzó una estruendosa carcajada. Sujetando a su víctima con una mano, extendió la otra hacia abajo y arrancó el caparazón del thri-kreen; K’kriq lanzó un chillido de dolor al quedar al descubierto su pulposo tórax. El rey-hechicero estudió la extraña carne unos segundos y luego empezó a desgarrarla.

En el otro extremo de la avenida, Jaseela hizo su aparición por una puerta lateral con una compañía de esclavos urikitas, mientras más esclavos salían también por otras puertas. Algunos empuñaban espadas, lanzas, garrotes de hueso, u otras armas recogidas en el barrio de los templarios, pero la mayoría iban armados tan sólo con martillos y picos.

Nada más penetrar en la avenida, los esclavos corrían hacia la puerta más cercana que condujera al barrio aristócrata, donde los ejércitos de los nobles los recibían con una andanada de flechas y saetas. Rikus lanzó un grito al ver que Jaseela se llevaba las manos a una flecha clavada en su garganta y caía. Tras ella, el resto de los esclavos de la primera oleada también fue abatido, y muy pronto los gritos de los heridos ahogaron incluso el sonido del entrechocar de las armas.

No importaba, pues los esclavos seguían saliendo en tropel desde el barrio de los templarios, y pronto llegaron al otro lado de la calle y atacaron a los ejércitos de los nobles. Por desgracia, los esclavos de las canteras resultaban pobres sustitutos de los gladiadores tyrianos, y caían nada más incorporarse a la refriega. No obstante, siguieron atestando la avenida, y pronto quedó bien patente que por el simple hecho de ser tantos acabarían por abrir una brecha en las defensas aristócratas.

Situado más cerca de Rikus, Hamanu abandonó el cuerpo despedazado de K’kriq y miró hacia la avalancha de esclavos. Su cola empezó a agitarse de un lado a otro con mayor avidez y chocó contra la pared a menos de un metro de donde se encontraba Gaanon. El semigigante se encogió sobre sí mismo y se apretó contra los amarillos ladrillos de adobe, en un intento por permanecer alejado del peligroso obstáculo. El rey-hechicero avanzó hacia el ejército de esclavos, alzando simultáneamente la boca hacia el sol y vomitando una bocanada de humo amarillo.

Gaanon se apartó del muro, pero, en cuanto el semigigante dio el primer paso, el hombre-león se detuvo y miró por encima del hombro. Una sonrisa perversa apareció durante unos segundos en los labios del rey-hechicero, y Rikus comprendió que Hamanu había estado jugando con Gaanon todo el tiempo.

El mul hizo intención de gritar una advertencia, pero el capullo estaba demasiado apretado a su alrededor. Tan sólo un jadeo estrangulado salió de sus labios.

La cola de Hamanu golpeó con violencia a Gaanon en las costillas, aunque no con la fuerza suficiente para provocarle una lesión grave. Encogiéndose, el semigigante miró en dirección a su adversario y levantó inútilmente su mazo para defenderse.

En lugar de atacarlo físicamente, Hamanu clavó la mirada en su presa. Una expresión de dolor indecible apareció en el rostro de Gaanon, quien soltó el arma y se sujetó la cabeza, aullando de dolor. De la nariz y orejas del semigigante empezó a brotar sangre de repente, y el gladiador se dejó caer al suelo y rodó de un ado a otro, dejando grandes rastros rojos sobre la calle.

Rikus aulló de rabia. Sin hacer caso del insoportable dolor que ello producía en todo su cuerpo, el mul intentó una vez más liberarse.

No malgastes más fuerzas, advirtió el espectro. Aguarda.

¿Aguardar qué?, inquirió Rikus, clavando los ojos en la espalda de Hamanu. Casi no le entraba aire en los pulmones, y sentía que empezaba a marearse. No va a hacer otra cosa que matarme.

A lo mejor no, respondió Tamar. He pedido ayuda, pero ni los espectros pueden recorrer distancias tan grandes en un instante.

Es demasiado tarde, repuso el mul con amargura. ¿Qué te hace pensar que quiero vivir ahora?

Una bola de fuego rodó fuera de la enmarañada refriega entre la compañía de Neeva y la guardia imperial, y atravesó la puerta más cercana. Luego, justo en el interior del barrio aristócrata, estalló en un enorme chorro de fuego rojo. Docenas de urikitas lanzaron gritos de muerte, y la puerta se derrumbó convertida en escombros.

Al momento, Caelum y Neeva salieron corriendo de entre la refriega y atravesaron los humeantes cascotes, seguidos por el resto de su pequeña compañía. La mitad de los gladiadores desaparecieron en el barrio de los nobles, dejando atrás únicamente a una docena de guerreros para que cubrieran la retaguardia. Un gran grupo de miembros de la guardia imperial salió al instante en su persecución, y muy pronto se escuchó el clamor brutal del combate al otro lado de la destruida puerta.

¿Qué hacen?, quiso saber Tamar.

Ir en busca del libro, respondió Rikus, permitiendo que una nota de satisfacción se introdujera en su voz.

¡No deben hacerlo!, rugió Tamar.

Hamanu pasó entonces ante la puerta que Caelum había hecho añicos, deteniéndose el tiempo suficiente para esparcir una neblina marronosa sobre la entrada. Nada más posarse la neblina sobre la zona, los guerreros de ambos bandos empezaron a chillar. La batalla finalizó bruscamente cuando un puñado de guerreros retrocedió hasta la calle dando traspiés, mientras su carne humeante se desprendía de los huesos.

El rey-hechicero envió una compañía de semigigantes en pos de Neeva y los otros; luego se llevó al resto de la guardia imperial y continuó en dirección al otro extremo de la avenida. El ejército de esclavos había capturado dos entradas laterales y penetraban en el barrio aristócrata a ritmo constante. Él resto de las entradas resistían, y los cadáveres se apilaban hasta tal altura frente a los esclavos que a estos les resultaba difícil continuar con sus ataques.

Rikus empezaba a pensar que la rebelión de los esclavos podría tener éxito cuando hicieron su aparición al otro extremo del bulevar un grupo de regulares urikitas. Por un instante, el mul se preguntó de dónde habrían salido, hasta que recordó las tropas que Hamanu había enviado a sellar la parte exterior de la puerta de esclavos. Nada más entrar en la refriega, estos soldados de refresco limpiaron la calle, empujando hacia Hamanu a aquellos que no mataron.

Olvidado por completo su prisionero a causa de la batalla, Hamanu formó a los restos de su guardia imperial en una fila triple y empezó a hostigar a los esclavos desde su lado de la calle. Mientras marchaba avenida abajo, el rey-hechicero hizo un gesto con las manos en dirección a las dos entradas que habían sido franqueadas. Una reluciente pared de energía apareció en cada una, apenas visible excepto por alguno que otro destello de luz amarilla que centelleaba de vez en cuando en las transparentes barreras.

Rikus contempló toda aquella destrucción en descorazonado silencio, comprendiendo que la rebelión de esclavos había sido un fracaso, y que el rey-hechicero lo consideraba una amenaza tan insignificante que incluso lo dejaba sin custodiar. La respuesta de Hamanu había cubierto todas las posibilidades, y el mul no había hecho más que ir cayendo en sus trampas. No le cabía la menor duda de que unos pocos de sus guerreros conseguirían sobrevivir y escapar, pero sólo los suficientes para regresar a Tyr y contar el gran desastre acontecido en Urik.

El mul sabía que la culpa de la derrota de su legión no podía achacarse a los soldados. Esclavos de las canteras, gladiadores, enanos, e incluso templarios, todos habían combatido tan valerosamente como podía hacerlo un guerrero. Todavía seguían muriendo valerosamente —aunque de un modo estúpido— mientras Hamanu se dedicaba a construir sencillas pero efectivas trampas mortales.

Cada vez que Maetan se había anticipado a sus proyectos o lo había acorralado en un rincón durante el largo viaje desde Tyr, el mul había creído que la desgracia era la obra de un espía, alguien que había entregado la legión al doblegador de mentes. Rikus tenía muy claro que era él el único que había traicionado a los guerreros. Styan había muerto luchando, al igual que todos los templarios. Caelum luchaba denodadamente, a pesar de tenerlo todo en contra, para recuperar El libro de los reyes de Kemalok y proteger a Neeva. Sólo quedaba una persona a la que Rikus pudiera culpar de todo aquello, y esa persona era él mismo.

El mul intentó en vano apartar de su cerebro los gritos de los moribundos, pero ni siquiera podía conseguir esto. La telaraña mantenía sus dedos firmemente cerrados alrededor del Azote de Rkard, y cada voz que gritaba por última vez resonaba en sus oídos con el potente tañido de la campana de un rico señor tocando a muerto.

Ojalá pudiera retirarlo todo.

No existe tal magia, dijo Tamar. Pero todavía puedes recuperar el libro.

Abajo, en la calle, Rikus distinguió varias formas grises que se alzaban de los adoquines. Una de ellas se deslizó hasta la figura inmóvil de Gaanon y pasó sobre el cuerpo. El cadáver del semigigante se levantó despacio, avanzó pesadamente hacia la pared de la fortaleza y trepó a lo alto con una gracia que jamás habría podido conseguir en vida.

Limítate a matarme y acabemos con esto, dijo Rikus. Jamás te entregaré el libro.

Mantendrás tu promesa, respondió Tamar muy segura de sí misma. Es lo único que te queda.

El cadáver de Gaanon alcanzó la parte superior del muro de la fortaleza y, una vez allí, retiró la cuerda del capullo del merlón y, muy despacio, bajó a Rikus hasta el suelo. En cuanto el mul quedó tumbado boca abajo sobre las losas, el espectro abandonó el cuerpo del semigigante en lo alto del muro y volvió a descender a la calle.

Otro espectro se acercó cojeando en un cuerpo tan destrozado que Rikus ni siquiera pudo reconocer al gladiador al que había pertenecido. Este fantasma hizo rodar a Rikus de espalda y luego utilizó una daga de obsidiana para cortar trabajosamente el capullo en el punto en que recubría el Azote de Rkard. Cuando la espada quedó libre, el espectro empleó la mágica arma para acabar de cortar el resto de la telaraña.

Una vez que quedó libre, Rikus permaneció en el suelo, rehusando levantarse. El cadáver del gladiador lo agarró entonces por los hombros, lo obligó a ponerse de pie y le tendió el Azote de Rkard en su mano. El mul no hizo ningún movimiento para aceptar la espada.

Juraste por la vida de Neeva, le recordó Tamar. Eres tú quien elige si abandonamos Urik con el libro de los enanos o con su cadáver.

Rikus tomó la espada y gritó con toda la potencia de sus pulmones.