14
Negociación
Rikus…, Rikus…, Rikus…
El mul enderezó el cabestrillo que le sostenía el brazo izquierdo, y colgó el Azote de Rkard de los ganchos de la vaina que pendía del Cinturón de Mando. La compañía reunida en el exterior llevaba ronroneando su nombre desde hacía dos días, y, ahora que se había recuperado de sus heridas lo suficiente como para mantenerse en pie, Rikus estaba listo para enfrentarse a ellos.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Neeva.
Nadie más había tenido el valor suficiente de subir con Rikus a la habitación.
—No, será mejor que lo haga yo solo —respondió él.
Tras salir a un pequeño balcón que daba a la plaza central de Makla, el mul bajó la mirada hacia la compañía de salmodiantes cadáveres. Algunos estaban desnudos, con restos de ropa chamuscada colgándoles de los cuerpos llenos de ampollas, y ennegrecidos muñones de hueso allí donde debieran haber estado sus manos y pies. Algunos habían perdido las piernas desde la cintura para abajo, y se sostenían tan sólo aferrándose a enormes rocas que flotaban en el aire ante ellos. La mayor parte del grupo había quedado reducido a torbellinos de ceniza coronados por el vago perfil de un rostro torturado por el dolor. Todos habían formado parte de la sentenciada compañía de Drewet. A la cabeza de la multitud, sobre un pequeño círculo de adoquines resquebrajados y ennegrecidos, ardía una columna de fuego naranja. La espantosa banda de muertos vivientes había aparecido en Makla horas después de la llegada de la legión tyriana, y ni la magia de Caelum ni las amenazas de violencia los habían convencido de marchar.
—Rikus…, Rikus…, Rikus…
Su chirriante cántico no variaba de tono o inflexión, y el mul ni siquiera podía decir si sabían que había acudido a responder a su llamada. Se obligó a contemplar sus espantosas figuras durante unos momentos, decidido a no mostrar el temor que sentía en su interior.
Rikus levantó el brazo sano para pedir silencio, pero los guerreros siguieron entonando su nombre.
—Siento que murieseis —gritó, hablando por encima de sus gritos—. Intenté salvaros.
La llama naranja, que el mul suponía que era Drewet, dio un paso al frente. Toda la compañía la siguió, gritando furiosa:
—¡Hurra por Rikus!
El mul dio un paso atrás, sobresaltado por la rabia de sus voces. Al ver que la compañía no se acercaba más, Rikus recuperó la compostura y regresó al borde del balcón. Esta vez, sujetó con fuerza la barandilla de piedra para evitar volver a retroceder… e impedir que su mano temblara.
—Tenía que salvar al resto de la legión —dijo Rikus. Una vez más, tuvo que gritar para hacerse oír, pues la compañía había reanudado su cántico—. Estabais condenados de todos modos.
Drewet condujo a los reunidos un paso más adelante, y de nuevo volvieron a gritar:
—¡Hurra por Rikus!
Los nudillos del mul se tornaron blancos, pero no se apartó de la barandilla.
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó; aunque intentó hablar en tono imperioso, había un matiz de aprensión y miedo en su voz.
Esta vez, sólo habló Drewet.
—Dinos por qué —exigió, acercándose más. Lenguas de fuego empezaron a lamer la parte inferior del balcón de piedra.
—Os lo he dicho —respondió Rikus, sintiendo que las piernas empezaban a temblarle—. Para salvar la legión.
El resto de la compañía dio otro paso al frente.
—¡Hurra por Rikus!
Mientras reemprendían sus cánticos, el mul tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no dar media vuelta y echar a correr.
—¡Si queréis mi vida, venid e intentad tomarla! —aulló.
Con mano temblorosa, hizo ademán de sacar su espada.
¡No, estúpido!, ordenó Tamar. Hasta que me traigas el libro, no puedes disponer libremente de tu vida, Cuando Rikus apartó la mano de la vaina, el espectro continuó: Tus guerreros sólo quieren que les des permiso para retirarse. Sufren.
¿Cómo lo sabes?, inquirió el mul.
Míralos, dijo Tamar con una nota de perplejidad en la voz. Cualquier idiota se daría cuenta de que padecen la agonía de sus muertes. Habrían abandonado sus cuerpos hace tiempo, de haber podido.
Rikus devolvió la mano a la barandilla.
—Sois libres para marcharos —dijo. Al cabo de un momento, al ver que la compañía seguía salmodiando su nombre, aulló—: ¡Marchaos! ¡Dejad vuestro dolor detrás!
—¡Dinos por qué! —chilló Drewet.
Se alzó en el aire hasta flotar frente al balcón. Un hilillo naranja saltó al frente y tocó el cabestrillo de Rikus; al instante se encendió la ensangrentada pieza de tela. Con un grito de alarma, el mul liberó el brazo herido, se arrancó el trozo de tela del cuello y arrojó el llameante andrajo a la plaza.
La compañía de Drewet se acercó más y cantó su nombre con más fuerza. Pensando que había sido un estúpido al escuchar el consejo de Tamar, Rikus retrocedió al fondo del balcón. Drewet lo siguió, acercándose tanto que el calor de su ardiente figura hirió la piel del mul. Este desenvainó la espada y sostuvo la hoja frente a él.
El Azote no te protegerá, advirtió Tamar.
¡Pero ella no quiere escuchar!
¿Cómo quieres que los guerreros acepten su destino cuando tú no aceptas la responsabilidad de haberlo escogido?, preguntó Tamar. Si sientes miedo de tu propio destino, este te destruirá… y no tengo el menor deseo de buscar otro agente que recupere el libro para mí.
¡No soy tu juguete!
Tamar dejó que el silencio fuera su respuesta.
A su espalda, el mul escuchó la voz de Neeva.
—¡Traeré a Caelum!
—¡No! —gritó Rikus, aceptando el consejo de Tamar. Aunque desconfiaba del espectro tanto como lo despreciaba, el mul no tenía la menor duda de que intentaba salvarle la vida. Tal y como ella misma había indicado, todavía lo necesitaba para recuperar el libro—. No necesito que me protejan de mis propios guerreros.
Con los ojos fijos en la columna de fuego que tenía delante, Rikus envainó la espada despacio y dio un paso al frente. Drewet retrocedió. Cuando estuvo de nuevo flotando sobre la plaza, el mul se detuvo y bajó los ojos hacia la compañía. Seguían gritando su nombre, sus voces llenas de amargura y resentimiento. Rikus estudió sus torturadas figuras durante unos segundos, oprimiéndosele cada vez más el corazón a medida que aceptaba toda la carga de lo que había hecho.
Por fin, se sintió dispuesto para despedir a la compañía de Drewet.
—Moristeis para que yo pudiera ganar la batalla —gritó, clavando la mirada en la llameante columna ante él—. Volvería a hacerlo.
* * *
Los cánticos callaron, y Canth levantó los ojos de la jarra de maloliente broy que un amigo le había servido. Al igual que el resto de sus compañeros, el fornido gladiador y los que lo acompañaban alrededor de la hoguera habían montado su campamento en el extremo occidental del pueblo, tan lejos de Rikus y de su compañía de seguidores difuntos como les fue posible.
—No me gusta cómo suena eso —dijo Canth, apretando la cuadrada mandíbula—. ¿Qué suponéis que hace Rikus ahora? ¿Ha enseñado por fin a Drewet y a sus tropas una nueva canción? —Contuvo un escalofrío.
—¿Quién sabe? —repuso Lor, una mujer de piel oscura que llevaba un vendaje ensangrentado en el muñón de su brazo derecho.
La mujer tendió su jarra a Jotano, un silencioso templario que se había granjeado las simpatías de los gladiadores con su curioso don para encontrar broy o vino donde otros tenían que arreglárselas con agua.
—Apostaría a que lo que sea que trama no es nada bueno —siguió Lor.
—Un enano me ha dicho que ha aprendido hechicería para poder ser un rey como Kalak —manifestó Lafus, un semielfo encorvado con un rostro extraordinariamente ancho y una cabeza calva—. El enano lo escuchó del mismo Caelum.
—No lo creo —dijo Canth—. Al Rikus que yo conozco no le interesan ni los reyes ni la magia. Yo digo que el rubí se ha apoderado de su cerebro… y conseguirá que nos maten a todos.
Lafus, siempre tan dispuesto a discutir como lo estaba a luchar, se opuso a la generosa afirmación.
—El que en una ocasión compartieras el corral de un estadio con el mul no quiere decir que lo conozcas —bufó—. ¿Cómo explicas esas monstruosidades de la plaza?,
—Esos son espíritus inquietos, ansiosos por descansar, no criaturas creadas por la magia —repuso Jotano, meneando la cabeza.
—Y vosotros los templarios sí sabéis lo que es magia —asintió Canth—. Además, siempre creeré más en la palabra de Rikus que en la de un enano afectado de insolación —replicó—. ¿Qué te hace creer que Ojos de Fuego sabe lo que hace Rikus? —inquirió finalmente, utilizando el apodo que los gladiadores habían dado a Caelum.
—Mi contacto enano dijo que Caelum se enteró por Neeva —respondió Lafus, los labios fruncidos en una mueca burlona—. Por eso ella ya no duerme con Rikus.
Hablando con dificultad a causa de la bebida, Lor declaró entonces:
—En ese caso yo dormiré con él. —Levantó el muñón de lo que había sido su brazo derecho—. A lo mejor su magia hará que me vuelva a crecer la mano.
Lanzó una macabra risita, pero los otros desviaron la mirada en incómodo silencio.
Al cabo de un momento, Canth se volvió hacia Jotano. Con la esperanza de rebatir la poderosa acusación que Lafus había hecho al nombrar a Neeva, el gladiador de cuadrada mandíbula preguntó:
—¿Qué es lo que oyes en los campamentos de tu compañía, Jotano?
El templario se encogió de hombros y volvió a llenar la jarra vacía de Lor.
—A los templarios nos importa poco si Rikus está aprendiendo hechicería o está controlado por ella. La magia es poder, y es mejor tener un amo poderoso que uno débil.
* * *
K’kriq irrumpió en la habitación de Rikus.
—¡Ven deprisa! —dijo—. Te necesitan.
—¿Para qué? —exigió el mul. Se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama; durante los tres últimos días sólo se había levantado en una ocasión, cuando fue a despedir a la compañía de Drewet—. ¿Envía Hamanu un nuevo ejército?
—No —respondió K’kriq—. Sólo ven.
Rikus se puso en pie con esfuerzo, apretando los dientes para no gritar a causa del dolor. La herida de la lanza ya no era más que una cicatriz, pues Caelum había utilizado su magia para curarla, pero muchas de sus otras heridas, incluyendo casi todos los agujeros chamuscados de los lugares en los que lo había salpicado la lava, seguían en muy mal estado.
La úlcera del pecho, en especial, se había vuelto aún más repugnante. El rubí de Tamar parecía ahora la roja pupila de un ojo, que miraba al mundo desde el negro iris que rezumaba un chorro constante de asquerosa bilis amarilla. La pestilencia había dejado su brazo hinchado e inútil, una fuente de constante dolor que a veces lo hacía lanzar ahogadas exclamaciones de olor.
Rikus se puso la túnica y siguió a K’kriq por el pasillo de la mansión. Al igual que los otros edificios del pueblo, este tampoco había escapado a los estragos de los incendios que la legión había provocado durante su primera retirada. Toda la casa olía a carbón, y los ostentosos murales de sus paredes de piedra estaban ocultos bajo gruesas capas de hollín.
De todos modos, la mansión seguía siendo más cómoda que cualquier otro lugar en el que el mul hubiera dormido desde que había abandonado Tyr. Durante el tiempo que Rikus y su legión permanecieron atrapados en el Cráter de Huesos, los esclavistas de Makla regresaron a reconstruir sus hogares y recintos de esclavos. Fue un error que no tuvieron tiempo para lamentar. Al regresar los tyrianos y liberar el pueblo, los centenares y centenares de esclavos de las canteras ejecutaron una terrible venganza sobre sus crueles amos.
K’kriq condujo al mul al gran vestíbulo de la mansión, una estancia cuadrada con una entrada en cada esquina. El fuego se había abierto paso a través de suelos y techos de los pisos superiores, y ahora los oblicuos rayos del sol rojo brillaban directamente sobre la habitación. Los restos de una mesa enorme y de otros muebles de fino diseño cubrían el brillante suelo. De las paredes colgaban carbonizados jirones de tela que en una ocasión habían sido valiosos tapices.
K’kriq llevó a Rikus hasta un sillón de mármol manchado por el humo. Reunidos alrededor del asiento estaban Jaseela, Styan, Caelum y Neeva, estos dos de pie el uno junto al otro. En medio de la habitación se hallaba Gaanon, con la cabeza recién afeitada y un sol rojo tatuado en la frente. En las manos sostenía una versión aumentada de los mazos de piedra que tanto gustaban a los enanos de Caelum.
Rikus se sintió más intrigado por la delgada figura que acompañaba a Gaanon que por el último atavío del semigigante. De pie frente a Gaanon se encontraba Maetan de Urik, vestido con un peto de bronce y una túnica limpia de color verde blasonada descaradamente con la Serpiente alada de Lubar. Dándose cuenta de que el doblegador de mentes llevaba la ropa limpia, el mul no consideró muy probable que Gaanon hubiera encontrado al urikita arrastrándose por las laderas de la Cresta Humeante.
—Ve a buscar mi cinturón y mi espada —ordenó el mul, desviando la mirada del prisionero a K’kriq.
Chasqueando las mandíbulas en previsión de una buena comida, el thri-kreen se marchó a cumplir lo ordenado.
Los ojos de Maetan no mostraron la menor sorpresa.
—Vine bajo la bandera del agua —dijo, refiriéndose a la costumbre athasiana de llevar una bandera azul como señal de intenciones pacíficas. La bandera del agua se acostumbraba a utilizar principalmente cuando un grupo deseaba acercarse a un oasis donde hubiera extranjeros acampados, pero también se adoptaba para celebrar una negociación en tiempo de guerra—. Confío en que incluso un esclavo honrará las cortesías de una tregua el tiempo suficiente para escuchar lo que tengo que decir.
—Puede —concedió Rikus—. Si no te comportas mal.
En realidad, la bandera del agua del urikita le importaba al mul menos que una bolsa de huevos de vari. Tales sutilezas eran para hombres que consideraban la guerra como un juego, y para Rikus era una vendetta. Si el mul no mataba a Maetan hoy, sería porque el doblegador de mentes habría escapado.
Tras contemplar con reprimida cólera durante un buen rato al odiado Lubar, el mul volvió su atención a Neeva.
—Haz volver a todo el mundo del campo de batalla.
—Pero muchos de nuestros guerreros… —empezó ella, frunciendo el entrecejo.
—Ahora —insistió Rikus—. Diga lo que diga, no se puede confiar en Maetan de Lubar. No quiero que nuestros grupos de búsqueda queden atrapados si esto es alguna especie de truco.
Los enanos y una compañía de doscientos guerreros continuaban en el campo de batalla buscando supervivientes tyrianos atrapados bajo la avalancha. Aunque habían encontrado a veinte supervivientes y diez veces ese número de cadáveres, a la legión todavía le faltaban por localizar doscientos guerreros.
Cuando Neeva salía, K’kriq regresó con el Cinturón de Mando y el Azote de Rkard, que colgaba de aquel en su vaina. Rikus se sujetó el cinturón y dijo a K’kriq:
—Espera fuera.
El thri-kreen cruzó las antenas.
—Maetan enemigo. Quedaré a ma… tar.
Rikus meneó la cabeza negativamente, temiendo lo que podría suceder si el general enemigo se hacía con el control de la mente de K’kriq mediante el Sendero.
—Sal. Se te necesita fuera, para perseguir a Maetan si utiliza el Sendero para escapar.
K’kriq chasqueó las mandíbulas con fuerza varias veces, pero acabó por obedecer. Una vez que el thri-kreen hubo salido, Rikus sacó el Azote de su vaina, se sentó y colocó la espada sobre sus rodillas.
—No necesitas dudar de mi honor —dijo Maetan—. Al entrar aquí he aceptado ya que puedo muy bien morir.
—¿Entonces por qué has venido? —inquirió Jaseela.
El doblegador de mentes ni siquiera tuvo la cortesía de ocultar la repulsión que se reflejó en su rostro al levantar la mirada hacia la desfigurada aristócrata.
—Mi derrota ha deshonrado a mi familia —explicó sin ambages—. Al transmitir un mensaje de mi rey, redimo el nombre de Lubar… y el poderoso Hamanu sólo confiscará la mitad de nuestras tierras.
Rikus se permitió mostrar una sonrisa satisfecha.
—¿Cuál es tu mensaje?
—Es para tu rey —respondió Maetan.
Rikus introdujo la mano en una bolsa que colgaba de su cinturón y sacó el cristal de olivino.
—Tendrás que transmitir el mensaje a través de mí… o no habrá mensaje.
—Lo acepto —asintió Maetan.
Rikus sostuvo el olivino con el brazo extendido. Las angulosas facciones de Tithian aparecieron inmediatamente en la joya, y el rey hizo una mueca de enojo.
—Esperaba no volver a saber de ti.
—Traigo buenas noticias, mi rey —dijo Rikus—. Hemos destruido el ejército urikita que Hamanu envió a atacar Tyr, y hemos capturado el pueblo de Makla.
—¿Estás loco? —rugió Tithian—. Las canteras de Makla son la única fuente de comercio de Urik. ¡Hamanu os aniquilará… y arrasará Tyr en represalia!
Rikus apartó la mirada de la joya, teniendo buen cuidado de no revelar con su expresión la reacción de Tithian pues él era el único que podía escuchar las vociferaciones del rey. Detrás de Maetan, Neeva volvió a deslizarse al interior de la estancia.
—¿Cuál es tu mensaje? —preguntó Rikus, devolviendo su atención a Maetan.
—El poderoso Hamanu tolerará que el pretendiente Tithian se siente en el trono de Tyr —dijo el urikita—. A cambio Tithian debe renunciar a Makla, mantener el comercio de hierro de Tyr, y regalar a Hamanu todos los gladiadores de esta legión. El poderoso rey de Urik no tolerará la presencia de esclavos sueltos por el desierto.
Rikus, sumiso, repitió la oferta al rey.
—¡Acéptala! —ordenó Tithian, pero, por la ansiedad que se reflejaba en el enrojecido rostro del rey, quedaba claro que este no creía que Rikus obedeciera su orden.
Recordando la traición de su soberano en el nido de la tribu de esclavos, el mul dedicó una agria sonrisa al rey, para luego levantar la vista en dirección a Maetan.
—Tyr se niega.
—¡Yo soy el rey! —chirrió Tithian, pero su voz tan sólo resonaba en el interior de los oídos del mul—. ¡Yo decido qué rechazar y qué aceptar!
Maetan asintió como si hubiera esperado la respuesta de Rikus.
—Hamanu ya pensó que te mostrarías reacio a regresar a tu legítimo puesto, Rikus. Por lo tanto, ha enviado su ejército a cerrar todas las rutas que conducen a Tyr. No se te permitirá regresar a tu ciudad.
—Para hacer eso se deben necesitar muchas legiones. El desierto es un lugar muy grande —respondió Rikus, enarcando una ceja.
—El ejército de Hamanu es aún mayor —repuso Maetan—. Sus legiones han cerrado todas las rutas. Sólo tienes dos elecciones: rendirte o morir.
Rikus permaneció en silencio, aunque no porque lo asustaran las palabras del doblegador de mentes. Si la afirmación de Maetan era cierta, el mul tenía una tercera elección… aunque desesperada: atacar a Urik. Ni siquiera el ejército de Hamanu era tan grande que pudiera guarnecer la ciudad y a la vez sellar todos los caminos entre Urik y Tyr.
Aprovechando el silencio del mul, Jaseela inquirió:
—Si Hamanu ha puesto en marcha a sus legiones, ¿por qué no las envía aquí?
Maetan no se molestó en mirar a la mujer.
—Porque con eso sólo obtendría una parte de su objetivo —dijo el doblegador de mentes—. Desea garantizar el acceso al hierro de Tyr y utilizar vuestros gladiadores para reponer sus existencias de esclavos. Destruir esta legión no conseguiría ninguna de las dos cosas, mientras que una paz negociada conseguirá las dos.
—No importa. La oferta de Hamanu queda rechazada —afirmó Rikus.
En el interior del cristal, Tithian aulló a todo pulmón:
—¡Larva malnacida de un cilop incestuoso!
Rikus acalló la voz del rey introduciendo de nuevo el olivino en la bolsa de su cinturón.
—¿Es sensato rechazar esta oferta? —preguntó Styan, acercándose al mul—. ¿No estás poniendo en peligro a Tyr a cambio de unos pocos guerreros?
—¿Harías esa pregunta si tú y tus templarios tuvierais que quedaros para trabajar en las canteras de Urik? —replicó Neeva—. Deja de intentar salvar tu propia vida.
El templario se revolvió contra ella.
—¡Intento salvar a Tyr! —gritó—. ¡Y si eso significa que algunos tienen que sufrir, pues que así sea!
—Entonces eres un idiota —dijo Jaseela, hablando con calma—. Incluso aunque pudiéramos obligar a los gladiadores a rendirse (cosa que no podemos hacer), eso no cambiaría nada. Hamanu mantendrá su palabra sólo el tiempo que le resulte conveniente. Yo digo que nos quedemos y luchemos unidos.
—Querrás decir quedamos y morir —escupió Styan.
—No vamos a morir, y nuestros gladiadores no se van a rendir —manifestó Rikus, inclinándose al frente en su sillón—. Tengo otra cosa en mente para nosotros.
El comentario provocó expresiones de perplejidad en sus lugartenientes, pero únicamente Styan lo interrogó al respecto.
—¿Qué es?
—Os lo diré cuando llegue el momento —contestó Rikus, recostándose en su asiento.
El mul no tenía la menor intención de revelar su plan ahora, pues temía que el doblegador de mentes utilizara el Sendero para comunicárselo a Hamanu.
Rikus volvió entonces la mirada a Maetan, que contemplaba con sonrisa burlona las discrepancias entre ellos.
—Ahora que has entregado el mensaje de Hamanu, nuestra tregua ha terminado. En estos momentos, eres tú quien no tiene más que dos elecciones: responder a mis preguntas y morir de una muerte rápida, o negarte y ser hecho trizas por el thri-kreen.
Maetan no demostró la menor emoción ante la amenaza.
—Mi elección depende de tus preguntas.
—Nombra al espía que te ha estado informando de nuestros movimientos y planes —instó el mul.
La declaración produjo una oleada de sorprendidos murmullos en sus lugartenientes, ya que Rikus no había mencionado sus inquietudes a nadie excepto a Neeva. Todos los ojos se clavaron al momento en Styan, quien, en su calidad de templario, resultaba automáticamente sospechoso. El color desapareció del rostro del anciano.
Maetan enarcó las cejas y apenas si refrenó una sonrisa que pugnaba por aflorar a sus labios.
—¿Mi espía?
—¡Responde! —bramó Rikus.
El doblegador de mentes permitió al grupo que contemplara a Styan durante un rato.
—Muy bien —dijo al fin—. A Urik no le cuesta nada revelar la identidad del espía; además, sus servicios no han impedido el deshonor de mi familia. —Señaló a Caelum—. Era el enano.
—¿Qué? —chilló Neeva.
—Prometí devolver El libro de los reyes de Kemalok —explicó el urikita. Levantó los brazos y abrió sus ropas, mostrando que no había nada escondido debajo de ellas. Tras lanzar una cruel carcajada, siguió—: Por desgracia, me parece que lo he olvidado. ¡Qué lástima! Caelum tendrá que ir a mi casa de la ciudad en Urik a recuperarlo.
Rikus contempló boquiabierto el rostro aterrorizado de Caelum. Había estado tan convencido de la culpabilidad de Styan que Maetan lo había dejado anonadado al nombrar al enano. De todos modos, la acusación del doblegador de mentes tenía cierto sentido. Rikus ya había expresado tiempo atrás sus sospechas sobre Caelum, y no encontró nada sorprendente que el enano recurriera a la traición para recuperar el libro. En la mente del mul, no obstante, las señales más condenatorias de la traición del sacerdote eran las veces en que él o sus enanos se habían negado a cumplir las órdenes y los extremos a los que había llegado para granjearse las simpatías de Neeva.
—Coged a Caelum —ordenó Rikus.
Styan, con una expresión de enorme alivio, se dispuso a obedecer, pero Neeva lo interceptó y fue a colocarse frente al enano.
—Dejadlo tranquilo.
Styan sacó su daga e intentó rodear a la gladiadora. Neeva lo desarmó con una veloz patada que lanzó el cuchillo por los aires; luego lo agarró por un mechón de sus largos cabellos grises y tiró de él para atraparlo entre sus brazos. Colocó una mano alrededor de la barbilla del templario y la otra contra la nuca.
—Ni pestañees —siseó la mujer—. Lo cierto es que hace mucho tiempo que no he matado a un templario.
—¡Suéltalo! —ordenó Rikus, levantándose del sillón de mármol; al ver que ella no obedecía, repitió la orden—: Suelta a Styan.
—No —respondió Neeva—. Si das otro paso, Rikus, le partiré el cuello.
—Eso es cosa tuya —replicó el mul, empuñando el Azote—. No salvará a Caelum.
Neeva lanzó un alarido colérico, dio un empujón a Styan que lo lanzó al centro de la estancia y desenvainó su propia espada.
—Si piensas matarlo, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
Rikus se detuvo.
—No piensas lo que dices —dijo, la mirada fija en los ojos de color esmeralda de la gladiadora.
—Neeva, no —interpuso Caelum. Dio un lento paso en dirección al mul.
—Estate quieto y deja que me ocupe de esto —ordenó Neeva, colocándose otra vez entre el enano y Rikus. Al mul le dijo—: Si crees a Maetan…
—No es a Maetan a quien creo. Es lo que ha sucedido desde que los enanos se unieron a nosotros —contraatacó Rikus—. Los urikitas han contrarrestado cada movimiento nuestro antes incluso de que lo realizáramos.
—Quizá sí hay un espía —concedió Neeva—. Pero no es Caelum. No tiene sentido. Fue él quien nos salvó de los halflings, y luchó con nosotros en la emboscada de Umbra…
—Eso fue cuando perdimos a la compañía de Jaseela —señaló Styan, caído todavía en el suelo.
—Gracias a ti —intervino Gaanon—. Si tus templarios hubieran estado allí, habríamos ganado.
—Cierto…, pero tampoco estaban los enanos —dijo Jaseela.
—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó Neeva—. ¡Caelum estaba, y te salvó la vida!
—Únicamente porque ella se encontraba a su lado —dijo Rikus—. No salvó a ninguno de sus servidores.
Caelum salió de detrás de Neeva.
—Rikus, comprendo por qué has decidido creer la palabra de nuestro enemigo por encima de la mía —dijo el enano, con una mezcla de miedo y enojo en la voz—. Pero Neeva no se merece un insulto así. Discúlpate ante ella, o tomaré medidas.
—Caelum, no soy yo la que está en peligro aquí —intervino Neeva con una mueca—. Permanece callado.
Rikus sacudió la cabeza, asombrado por el tono del enano.
—¡Tomar medidas! —gritó el mul—. ¿Me amenazas?
Caelum palideció pero no se echó atrás.
—No, sólo te aviso —dijo. Se adelantó, quitándose de encima la mano de Neeva con un encogimiento de hombros cuando esta intentó retenerlo—. Puedes creer que soy el espía si quieres. Sigue adelante y mátame; pero no maltratarás a Neeva mientras yo siga vivo.
Jaseela se colocó junto al mul.
—Quizá sería mejor que recapacitáramos sobre todo esto —dijo—. ¿Y si Maetan miente? No tiene ningún motivo para decirnos la verdad. Puede que intente vengarse de Caelum por haber lanzado el río de fuego sobre su ejército, o puede estar protegiendo al auténtico espía. —Dirigió una mirada significativa a Styan y luego se volvió otra vez hacia el enano, que permanecía inmóvil frente a Rikus—. Además, no me parece que Caelum actúe como un espía.
—No, no lo hace —admitió Rikus; su mirada pasó de la aristócrata al enano—. Actúa como un enano con un objetivo en su vida.
Caelum sostuvo la mirada del mul.
—Así es —reconoció—. El día en que Neeva me salvó la vida, juré protegerla siempre.
—Entonces resulta evidente que Caelum no puede ser el espía —dijo Neeva. Posó con suavidad una mano sobre el hombro del enano—. Traicionar a la legión sería una violación de su objetivo.
—A menos que mienta sobre su objetivo —repuso Rikus, lanzando una furiosa mirada a la mujer, pero, a pesar de su creciente cólera, el mul envainó la espada y retrocedió—. No sé si es o no el espía, Neeva, pero es responsabilidad tuya. Si más adelante nos traiciona, sufrirás el mismo fin que él. Nada te salvará; ni siquiera lo que hay, o hubo, entre nosotros.
Los ojos de Neeva se ablandaron.
—Haces lo correcto. —También ella envainó su espada y le dedicó una débil sonrisa—. Gracias.
Rikus se dio la vuelta sin responder.
—Ahora marchaos… todos —ordenó—. Maetan y yo hablaremos a solas.
Los demás lo miraron ceñudos y empezaron a protestar, pero Rikus no estaba de humor para discusiones.
—Hacedlo —dijo—. Y no regreséis hasta que os llame.
Había llegado el momento de matar al urikita, y Rikus consideró más seguro que no hubiera nadie más en la habitación cuando atacara. Aunque Maetan había dejado claro que esperaba morir, el doblegador de mentes no había dado la menor indicación de que pensara ofrecer su vida sin resistencia. Con el Azote en la mano, el mul tendría una cierta defensa contra los ataques mentales del urikita, pero nadie más disfrutaba de tal protección.
Al ver que todos excepto Gaanon se dirigían a las puertas, Rikus hizo un gesto con la cabeza al semigigante.
—Tú también, amigo mío.
—Pero ¿y si intenta atacarte…?
—Lo hará tanto si lo sujetas como si no —respondió el mul—. Un doblegador de mentes no precisa de manos.
Mientras Gaanon soltaba a Maetan de mala gana para dirigirse a la salida, Tamar inquirió: ¿Te preparas para matarlo?
No intentes detenerme, advirtió Rikus.
¿Por qué tendría que querer hacerlo? Mientras siga vivo, es un obstáculo a la recuperación del libro, respondió ella. Pero necesitarás ayuda, o de lo contrario utilizará el Sendero en tu contra.
¿Ayuda?
Abre la túnica, dijo Tamar. Libraré batalla contra su mente. Me ayudaría si pudieras atraer su atención hacia mi rubí.
Una vez que Gaanon hubo abandonado la habitación, Maetan sonrió muy seguro de sí mismo.
—¿Qué es lo que deseas discutir en privado?
—Tengo algo que te pertenece —anunció Rikus, abriéndose la túnica.
El doblegador de mentes puso una expresión agria al contemplar la herida del pecho de Rikus. La joya de Tamar brillaba con tanta fuerza que proyectaba una luz escarlata sobre el rostro de Maetan.
—¿Qué es eso? —inquirió Maetan, señalando el resplandor.
—Umbra —respondió Rikus—. Y quiero que lo recuperes. Es tan asqueroso que no puedo mantenerlo encerrado aquí dentro por más tiempo. Me está pudriendo la carne de dentro afuera.
Un truco inteligente, Rikus, gorjeó Tamar.
Una sombra negra empezó a nadar por entre la luz que surgía del rubí. Maetan consiguió vencer su repulsión y clavó los ojos en la joya.
—Umbra no es repugnante; simplemente es…
Tamar inició el ataque e interrumpió su frase por la mitad.
Llenó el cerebro de Rikus con la imagen de una enorme llanura de espumeante lodo amarillo, que apestaba a azufre y en la que resonaban las sordas explosiones de las burbujas al estallar. De una de estas burbujas surgió la parte posterior de una criatura gorda de innumerables patas con un caparazón rojo como un rubí, de escamas cuadradas. Cuando consiguió extraer la cabeza de entre el barro, Rikus descubrió que poseía los ojos achinados de Tamar y sus labios anchos. Sus enormes mandíbulas sujetaban la figura forcejeante de Maetan.
Al instante Rikus deseó aparecer personalmente en la imagen. No malgastó energía en asumir ninguna apariencia que no fuera la propia, incluso con la llaga supurante del pecho. Lo único que era diferente, según le pareció, fue que la joya de Tamar no estaba incrustada en la herida.
—¡Me has tendido una emboscada! —gruñó Maetan, volviéndose hacia él—. Y por eso morirás.
El doblegador de mentes se transformó entonces en la Serpiente de dos cabezas de Lubar, al tiempo que el terreno pasaba de barro hirviente a turbio gas negro. Rikus perdió de vista la serpiente.
—¡Maetan! —gritó el mul, furioso porque su enemigo hubiera conseguido eludirlo en su momento de triunfo.
Una brillante luz azul brotó del Azote de Rkard, y Rikus se encontró de pie a poca distancia de un enorme arco de obsidiana azul. Entre él y el arco se extendía una llanura arenosa; aquí y allá, sobresalían del suelo láminas de bordes cuadrados de transparente cristal verde. No se veía ni rastro de Maetan ni de Tamar.
—¡Dijiste que lo querías! —gritó la voz del espectro, resonando desde las nubes del negro cielo—. Ven y cógelo.
—¿Dónde estás? —chilló el mul.
La luz proyectada por la espada se estrechó de repente hasta convertirse en un potente rayo que atravesaba el arco. Rikus corrió hacia la señal azul, aunque ya empezaba a sentirse cansado, si bien no había hecho otra cosa que proyectarse a la escena del combate.
Media docena de láminas de cristal se deslizaron fuera de sus puestos y saltaron disparadas hacia él, con los afilados bordes vueltos horizontalmente para poder cortarlo en seis lugares diferentes desde las rodillas al cuello. El mul apenas si tuvo tiempo de alzar la espada para detener con ella las láminas a medida que se acercaban. Estas se hicieron añicos y lanzaron una lluvia de fragmentos sobre él que le infligieron docenas de dolorosos cortes. Durante un buen rato, los ensangrentados pedazos flotaron en el aire, para luego salir disparados hacia arriba, en dirección al cielo.
Fue entonces cuando Rikus se dio cuenta de que no le representaba ningún esfuerzo empuñar la espada con la punta hacia arriba. Se encontraba boca abajo, por mucho que el terreno sugiriera lo contrario.
El mul lanzó la cabeza en dirección al suelo y los pies hacia el techo. El helado mundo desapareció debajo de sus pies, y cayó a través de una distancia enorme e inconmensurable. El mundo se volvió negro, luego blanco otra vez, y por fin aterrizó en el burbujeante cieno amarillo, en el que se hundió hasta las rodillas. Ante él, allí donde un momento antes se encontraba el arco azul, estaba la Serpiente de Lubar, con lo colmillos de una de las enormes bocas profundamente hundidos en el escamoso caparazón de Tamar, y la otra cabeza moviéndose de un lado a otro en busca de una abertura.
Liberando los pies del lodo, Rikus vadeó en dirección a la batalla tan rápido como le fue posible. Tamar atacó a la serpiente con las mandíbulas, abriendo largos desgarrones que rezumaban una repugnante sustancia negra. La serpiente arrolló el cuerpo alrededor de la mujer y apretó; las rojas escamas del espectro se partieron y resquebrajaron y astillaron.
Al alcanzar la pelea, el mul levantó su espada y la descargó sobre el sinuoso cuerpo de Maetan. La hoja mágica se abrió paso por entre las escamas de la bestia y se clavó en su cuerpo fibroso. Con un siseo, la segunda cabeza de la serpiente se volvió hacia el mul y se lanzó sobre él con sus venenosos colmillos. Rikus extrajo el Azote de la herida y volvió a atacar.
La cabeza se detuvo justo antes de ser alcanzada por el arco descrito por la espada. El mul desvió entonces la espada para asestar una estocada, pero, antes de que pudiera hacerlo, la serpiente le siseó al rostro. Una ráfaga de aire tibio cayó sobre Rikus y le inundó la nariz con el acre olor de la bilis.
La serpiente y el espectro desaparecieron, y Rikus volvió a encontrarse en el vestíbulo de la mansión, expulsado de la batalla desatada en su cerebro. Ante él se hallaba el cuerpo inmóvil de Maetan, la mirada clavada en el refulgente rubí del pecho del mul.
Percibiendo que era su oportunidad para terminar la batalla, el mul levantó la espada y la blandió contra el doblegador de mentes, pero Maetan desapareció ante sus ojos. Un agudo dolor recorrió el tobillo del mul al ser pateado por el invisible urikita; luego notó cómo alguien tiraba de su pierna hacia arriba. Rikus intentó desplazar el peso del cuerpo al otro pie, pero Maetan lo derribó antes de que pudiera evitar la caída.
El mul se estrelló contra el suelo sucio de ceniza, y, mientras su magullado cuerpo era presa de un dolor insoportable, el Azote de Rkard escapó de su mano y resbaló por el suelo.
Maldiciéndose por ser tan blando, Rikus gateó en busca de la espada, pero entonces el suelo se transformó en una llanura de hirviente lodo amarillo, y comprendió que lo habían vuelto a arrastrar a la batalla que tenía lugar en su cerebro. La empuñadura del Azote desapareció en el interior del fango, y la hoja la siguió al instante.
—¡Idiota!
Rikus miró por encima del hombro y vio a la Serpiente de Lubar deslizándose hacia él. La víbora mantenía la cabeza levantada del suelo, una lengua bífida agitándose en la boca, a la vez que utilizaba la cabeza situada al otro extremo del cuerpo para arrastrar a Tamar, aunque esta ahora había adoptado la forma de una gigantesca ave roja y picaba a la serpiente con un pico afilado como una aguja.
Rikus desvió la mirada y empezó a pasar las manos por entre el lodo, en busca del Azote. Al cabo de un instante, cuatro afilados colmillos le perforaron el abdomen, y sintió el escozor del veneno penetrando en su cuerpo mientras la serpiente lo alzaba fuera del barro.
Comprendiendo que no tenía posibilidad de derrotar a Maetan hasta que no recuperara la espada, el mul decidió intentar algo desesperado. En una ocasión, cuando el mercader de esclavos que lo había comprado a lord Lubar lo transportaba de Urik a Tyr, Rikus había matado a un guarda en un desdichado intento de fuga. Como castigo, el mercader lo había enviado a las llanuras de barro que rodeaban un oasis de aguas rancias, diciéndole que se le perdonaría aquella muerte si conseguía llegar al otro lado.
Rikus no llevaba recorridos ni cincuenta metros, cuando una boca llena de afilados dientes aserrados le había sujetado la pierna y lo había arrastrado bajo la superficie. El mul se había sumergido tras la bestia y, sin ver nada y medio asfixiado por el cieno, había luchado con su atacante hasta conseguir partirle el robusto cuello. Al sacar a la criatura del barro, se había encontrado sosteniendo una salamandra de tres metros de largo con un anillo de escamas parecidas a plumas alrededor del cuello y media docena de pies con aspecto de aletas a lo largo del cuerpo.
Esperando que los mismos sentidos que habían permitido a la criatura localizarlo en la llanura de lodo lo ayudarían a encontrar la espada, Rikus hizo acopio de todas sus energías para realizar un último y desesperado intento de sobrevivir. Se imaginó como la salamandra. La energía fluyó de lo más profundo de su ser, y se convirtió en un largo y sinuoso reptil.
Se deslizó fuera de la sujeción de Maetan, dejando unas pocas escamas en su boca, y se hundió en el barro. Un par de membranas se cerraron sobre sus ojos, y se halló perdido en un mundo de cieno en el que no existía algo como arriba o abajo; sólo adelante o atrás. Mientras Rikus utilizaba los pies en forma de aleta para avanzar por el espeso lodo, el veneno de Maetan seguía abriéndose paso por su cuerpo, nublándole la mente y debilitándole los músculos con cada momento que pasaba. A su espalda, la serpiente sumergió la cabeza en el barro y repartió dentelladas ciegamente en un esfuerzo por volver a capturarlo.
Rikus siguió nadando, emitiendo una continua serie de agudos chillidos que rebotaban hasta las plumosas escamas que le rodeaban la cabeza, e iban construyendo algo parecido a un dibujo del terreno en su mente. Con sólo mover la cabeza adelante y atrás unas pocas veces localizó la espada perdida, y gateó hasta ella con toda la rapidez que le permitían sus rechonchas patas.
Nada más llegar hasta el Azote, Rikus posó una aleta sobre ella y eliminó de su cabeza la imagen de la salamandra. Al instante regresó a su propia forma… y se encontró ciego y medio ahogado al intentar respirar entre el barro. Sin hacer caso del pánico que se apoderaba de él, aferró la espada y se alzó de entre el fango.
Detrás de él, la Serpiente de Lubar siseó. Comprendiendo que iba a atacarlo, Rikus giró en redondo y lanzó una estocada con el arma; la hoja se deslizó entre los colmillos de la serpiente y atravesó limpiamente la parte posterior de la boca del animal.
Lord Maetan de la familia Lubar lanzó un terrible alarido.
Rikus se encontró de nuevo de pie en la estancia de la mansión, con el cuerpo decapitado de Maetan desplomándose a sus pies.
El mul cayó de rodillas y cerró los ojos, apoyándose en la espada. El veneno de la serpiente todavía le ardía por todo el cuerpo, pero ahora lo percibía sólo como un profundo agotamiento.
Ya está, anunció Tamar. Ahora tienes que ir a Urik y encontrar el libro. ¡He de saber qué ha sido de Borys!
—Recuperaré el libro —sentenció Rikus—; pero no para ti.
Sacudió la cabeza para aclararla, pero descubrió que se le nublaba la vista. Al levantar los ojos, vio que Neeva y K’kriq habían desobedecido sus órdenes y penetraban corriendo en la habitación, seguidos de Gaanon, Caelum, Jaseela y Styan.
Rikus intentó ponerse en pie, pero volvió a caer de rodillas, demasiado enfermo por el veneno de la serpiente y demasiado fatigado por el combate para mantenerse derecho.
Neeva levantó al mul en brazos.
—Será mejor que te llevemos a la cama —dijo, dirigiéndose hacia la parte posterior de la mansión.
—Y trae a Caelum… Me ha mordido una serpiente —explicó el mul. Se aferró a su brazo con fuerza—. Y si me deja morir…
—No lo hará —respondió ella con aspereza.
—¡Espera! —terció Styan—. ¿Y el rey Tithian? ¿No deberíamos advertirle de lo sucedido? Puede que Hamanu envíe algunas de sus legiones a atacar a Tyr.
—El rey puede esperar —dijo Gaanon.
—No, llévame al sillón —jadeó Rikus, sonriendo débilmente—. Styan tiene razón. Hemos de decírselo al rey.
Neeva lo miró con severidad, pero colocó a Rikus en el trono de mármol. El mul sacó entonces el olivino de la bolsa de su cinturón y miró a su interior. Cuando el rostro de Tithian apareció en el cristal, las enjutas facciones del rey estaban convulsionadas por la cólera.
—¿Dónde has estado? —gritó.
—Matando al mensajero de Hamanu.
—¿Qué? —chilló Tithian—. ¡Acabas de condenar a toda la ciudad!
—En absoluto, poderoso Tithian —repuso Rikus, burlón—. Hamanu estará muy ocupado defendiendo a Urik para atacar a Tyr.
—¡No te atreverás! —exclamó el rey. El sonido recordó al mul terriblemente los siseos de la Serpiente de Lubar.
—No tengo elección. Es la única esperanza que tienen mis gladiadores de sobrevivir. Es una lástima que no contratarais a la tribu de esclavos. Cien guerreros más podrían haber significado la diferencia entre la victoria y la derrota.
Tithian se quedó boquiabierto.
—Espera —dijo—. ¿No crees que deberías discutir esto con Agis y Sadira?
—Dadles mis saludos, pero no —respondió Rikus. Aliviado al enterarse de que sus amigos habían llegado a la ciudad sanos y salvos, cerró la mano alrededor del cristal y se lo entregó a Neeva—. Aplasta esto. Ya no lo volveremos a necesitar.