13
La victoria de Caelum
Una sonora explosión retumbó en el ardiente núcleo del cráter, sacudiendo toda la cuenca y enviando un inquietante temblor a todas las laderas cubiertas de ceniza de las montañas circundantes. El cielo nocturno respondió con una brillante cortina de rojos relámpagos, que recortaban las siluetas de cientos de lanzas, espadones y hachas en el borde de la caldera. Las armas las cargaban al hombro una larga hilera de guerreros tyrianos, que aguardaban ansiosos a Rikus mientras este terminaba de escalar la pared para salir de la profunda cuenca que tenían a sus pies.
Diez días atrás, habían recogido todas sus posesiones de metal que no poseyeran poderes mágicos —una docena de dagas, tres hojas de hacha, algunas puntas de lanza, y una variedad de alfileres y hebillas— y entregado estos artículos a un semielfo muy hábil en la fabricación de armas. El herrero utilizó la fisura que escupía fuego del cráter para calentar una improvisada forja y fundir las piezas. Con esta pequeña cantidad de metal había forjado un puñado de toscos martillos y primitivos cinceles que la legión había utilizado para tallar una larga serie de escalones en la ladera de la montaña. Esta especie de escalera había permitido que la legión abandonara, escalando, el Cráter de Huesos sin tener que descender por el canal de lava y verse forzada a luchar contra los urikitas en inferioridad de condiciones. Ahora los tyrianos podrían acercarse a su enemigo desde el lado de las montañas, en un frente amplio.
En cuanto Rikus pasó del último escalón a la cima cubierta de ceniza de la montaña, varios templarios murmuraron apagadas frases de elogio, alabando al mul por haber liberado a la legión de los confines del cráter. Los gladiadores se limitaron a mirar montaña abajo al lugar donde, mucho más allá, los urikitas seguían acampados. Tras diez días de beber aguas sulfurosas condensadas de las chimeneas de vapor del volcán y de comer todo aquello que podían encontrar arrastrándose bajo los huesos, los antiguos esclavos se sentían ansiosos por entrar en combate.
Caelum se separó de la multitud. Tras dedicar una cautelosa mirada al pecho de Rikus, el enano anunció:
—El sol brillará favorablemente sobre nosotros hoy. —Tuvo que guiñar los rojos ojos para protegerlos de las cenizas levantadas por el fuerte viento—. El suelo retumbante y los relámpagos son buenas señales.
—También despertarán a nuestros enemigos —refunfuñó Rikus.
Miró con atención montaña abajo. Bañada por la pálida luz de las dos lunas de Athas, la ladera cubierta de cenizas volcánicas parecía un enorme montón de guijarros dorados. En las sombras de la base de la elevación, allí donde los urikitas habían establecido su campamento, docenas de parpadeantes puntos de luz corrían de un lado para otro. Rikus sólo podía esperar que, en la oscuridad, los hombres que sostenían las antorchas no pudieran ver a su legión y aquello no fuera más que una respuesta al repentino temblor de tierra. No obstante, teniendo en cuenta la pálida luz que envolvía la ladera, consideró más prudente esperar lo peor.
—Dad la orden de avance —dijo Rikus, en voz lo bastante alta para que todos los que se encontrasen cerca lo oyeran.
Un ansioso susurro recorrió toda la hilera mientras unas voces apagadas repetían la orden. A los pocos instantes, los tyrianos iniciaban el descenso, medio andando y medio resbalando por la arenosa ladera.
Rikus hizo una señal a sus lugartenientes para que reunieran sus compañías, pero, antes de que emprendieran la marcha, Caelum gritó:
—¡Esperad!
—¿Por qué? ¿Sucede algo malo? —inquirió el mul, contemplando la negra nube de cenizas que se alzaba por detrás del avance de sus líneas.
Caelum indicó la fisura de la caldera. La larga grieta escupía al aire una cortina de fuego y lava derretida.
—Puedo pedir la ayuda del sol.
Gaanon bajó los ojos hacia Caelum.
—¿Qué quieres decir?
—Puedo hacer correr un río de fuego de la fisura —explicó el enano—. Descendería valle abajo y se tragaría el campamento de Maetan.
—¡No quemes las presas! —objetó K’kriq, retorciendo las antenas, angustiado.
Neeva y los otros enarcaron las cejas, interesados, sabiendo que tal magia les garantizaría la victoria. No obstante, nadie habló en favor del plan.
Finalmente, fue Rikus quien realizó la pregunta que estaba en la mente de todos.
—¿Qué pasará con Drewet y sus guerreros?
Durante los últimos diez días, la pelirroja semielfa y un centenar de voluntarios habían protegido la entrada del cañón, evitando que los urikitas enviaran patrullas a investigar por la estrecha garganta. Si Caelum llenaba el desfiladero de lava, la pequeña compañía ardería viva.
Fue Styan quien contestó a la pregunta del mul.
—Caelum nos ofrece la victoria segura —dijo el templario de canosos cabellos—. Seríamos unos estúpidos de no aceptarla.
—Entonces somos unos estúpidos —anunció Rikus, categórico—. El precio es demasiado alto.
Jaseela bajó la mirada a las profundidades del cañón.
—Quizá podríamos retirar la tropa —sugirió.
—No lo bastante deprisa —observó Neeva—. Nuestros gladiadores entrarán en combate en cuestión de minutos. Se necesitaría una hora para llegar hasta Drewet con un mensaje y permitirle escalar hasta lugar seguro.
—Entonces no quemar urikitas —dijo K’kriq, aliviado. Sin aguardar más discusión, el thri-kreen inició el descenso por la colina para reunirse con el resto de la legión.
Al ver que los otros se disponían a seguirlo, Styan alzó una mano para detenerlos.
—Drewet y su compañía ya han ofrecido sus vidas por Tyr —dijo, indeciso.
Rikus se detuvo, desconcertado por la insistencia del templario. La única razón por la que Styan seguía vivo era su recién adquirida popularidad entre los gladiadores, pues el motín había convencido a Rikus de que Styan era el espía. Así pues, no tenía sentido que el templario insistiera tanto en algo que devastaría al ejército de Maetan y acabaría con su apoyo popular.
Al ver que el mul no replicaba nada, el templario continuó con más seguridad.
—¿Cuál es la diferencia entre que Drewet caiga bajo las espadas urikitas o bajo un río de fuego?
—No creo que un templario pudiera comprenderlo, pero la diferencia está entre el honor y la traición —respondió el mul, despectivo.
No; la diferencia está entre la victoria y la derrota, interrumpió Tamar. Abandona a la compañía de Drewet. Salvarás a más miembros de tu preciosa legión y garantizarás la captura de Maetan.
Rikus hizo caso omiso del espectro y se envolvió mejor el pecho con la túnica. Después de que el hechizo de Caelum le quemara la piel alrededor del rubí, la herida había pasado de llaga supurante a úlcera inflamada y ennegrecida que supuraba constantemente pus amarillo y apestaba como carne podrida. La mayor parte del tiempo, el brazo izquierdo del mul se encontraba demasiado dolorido para utilizarlo, y los dedos de la mano fluctuaban de color entre un amarillo pútrido y un azul repugnante. Caelum se había ofrecido de mala gana a utilizar su magia en la herida, pero, puesto que el enano había rechazado a los compañeros de Tamar durante el motín, Rikus temía que el espectro utilizara la oportunidad para atacarlo.
Se escuchó un nuevo retumbo en el interior de la montaña. Un géiser de fuego naranja brotó de la grieta y roció con lava derretida ambos lados de la fisura. Caelum estudió las gotas de reluciente lava unos instantes; luego apretó los dientes y se volvió a Rikus.
—Si mis enanos estuvieran en el cañón, yo querría que utilizaras el río de fuego —dijo con aspereza—. Y también ellos.
—Si tú estuvieras con ellos, quizá lo haría —saltó el mul, dedicando al enano una agria mirada. Inmediatamente lamentó sus palabras, pero sólo porque traicionaban lo herido que se sentía por la creciente relación entre Caelum y Neeva.
—Un buen comandante no debería dejar que sus sentimientos personales afectaran sus decisiones —observó Caelum, expresándose en un tono de razonada argumentación.
Resistiendo la tentación de echar mano de la espada, Rikus contestó:
—Caelum, por el momento Styan es el único que apoya tu plan. —Se detuvo y miró a sus otros lugartenientes—. Si alguien más está de acuerdo contigo puedes hacer aparecer tu río de fuego. De lo contrario, atacaremos sin él.
Caelum miró a los otros jefes de compañía. Aunque todos evitaron sus ojos, el rostro del enano daba a entender su seguridad de que estos se pondrían de su parte.
—Yo estoy con Rikus, decida lo que decida —dijo Gaanon.
Tras el incidente con los espectros, el semigigante había dejado de imitar la forma de vestir del mul, pero seguía siendo un leal seguidor de Rikus.
Caelum se volvió a Jaseela, la mirada segura todavía de la victoria.
—¿Cuál es tu opinión?
La mujer sacudió la cabeza.
—Es un buen plan —dijo—. Pero no si asegura la victoria a cambio de la integridad. Yo digo que no.
—No puedes pensar eso —repuso el enano, arrugando el entrecejo.
Cuando Jaseela asintió con la cabeza, Caelum miró a Neeva, quien se encontraba a varios metros de la aristócrata.
Neeva evitó los ojos del enano bajando la mirada para contemplar la ladera de la montaña. Una gran nube de cenizas se había levantado entre los jefes y sus tropas, oscureciendo su visión del avance.
—Si no nos damos prisa, nos perderemos la batalla.
—¿Qué pasa con el plan de Caelum? —insistió Rikus. Sabía cuál iba a ser su respuesta, pero si el enano no la escuchaba de sus labios no quedaría satisfecho.
Neeva se volvió hacia el mul con ojos suplicantes.
—No hagas esto, Rikus.
—Tienes que responder.
Neeva lo miró furiosa unos instantes; luego suavizó su expresión y se volvió hacia Caelum.
—Tu río salvaría vidas a la larga, pero no podemos ejecutar a cien de nuestros propios guerreros.
Caelum se quedó boquiabierto.
—¿Por qué te pones de parte de Rikus? —replicó—. Mi plan es bueno…
—Ya escuchaste su respuesta. Ahí se acaba la cuestión —lo cortó el mul, disfrutando con la desilusión del enano—. Ahora reúnete con tus hombres; tenemos una batalla que ganar.
Dicho esto, Rikus sacó la espada y empezó a descender el primero en dirección a la base de la montaña. Los demás lo siguieron, bajando por la ladera en una serie de grandes saltos. Cada vez que aterrizaban, sus pies se hundían profundamente en la ceniza; entonces se dejaban resbalar unos cuantos metros antes de volver a lanzarse colina abajo.
Los dos subcomandantes en quienes más confiaba Rikus, Neeva y Jaseela, se dirigieron a los flancos. Él y Gaanon cargaron en dirección al centro para conducir a la compañía de gladiadores que había escogido personalmente para encabezar el ataque, con los templarios a su izquierda y los enanos a su derecha.
Tras más de un minuto de rápido descenso, Rikus y Gaanon penetraron en la revuelta nube gris que seguía a sus guerreros. El mul empezó a toser y ahogarse cuando la boca se le llenó de una capa de amargas cenizas secas. El fino polvillo cerraba el paso a la débil luz de las lunas, y todo se volvió negro. Incluso la visión enana de Rikus resultaba casi inútil, al no poder penetrar el hollín que flotaba en el ambiente. La única emanación de calor que percibía era un resplandor blanco proveniente de algún lugar muy por debajo de la superficie cubierta de cenizas del volcán.
Al cabo de unos pasos, el mul y el semigigante consiguieron dejar atrás la peor parte de la nube de cenizas y se encontraron en el corazón de las filas tyrianas, que seguían descendiendo a velocidad uniforme. Seguido de cerca por Gaanon, Rikus pasó por entre las enmarañadas filas de sus hombres; los supersticiosos gladiadores se apartaban rápidamente a un lado antes de que él se abriera paso entre ellos. En dos ocasiones, el mul se vio obligado a reprimir una áspera respuesta al escuchar cómo alguien musitaba: «¡Hechicero asesino!».
Cuando hubieron dejado atrás el grueso de las fuerzas, Rikus vio que casi habían llegado a la base de la colina. Dos docenas de pasos más abajo, la ceniza volcánica se desparramaba fuera de la montaña en enormes montones en forma de abanico de más de diez metros de altura. Guthay, la mayor de las pálidas lunas de Athas, iluminaba las laderas meridionales de los montículos de ceniza con una brillante luz amarilla. Las laderas septentrionales, iluminadas por una Ral más pequeña, parecían casi oscuras en comparación, con un pálido resplandor lechoso sobre sus suaves costados.
Más allá de los abanicos de ceniza, el terreno se convertía en un revoltijo, con las puntas de afiladas y desiguales rocas sobresaliendo de un banco de negras sombras. A unos cuantos metros en el interior de esta oscuridad se encontraban las siluetas de las filas urikitas, formados en triple hilera. Las crestas amarillas del león de Hamanu brillaban con fuerza en la mayoría de sus oscuras túnicas, y la roja Serpiente de Lubar de doble cabeza centelleaba más débilmente en el resto.
Aunque no lo sorprendió encontrar a los urikitas esperando su ataque, a Rikus le llamó inmediatamente la atención la falta de arqueros y honderos en el ejército. Las tres hileras estaban armadas con largas lanzas dirigidas contra la masa tyriana que se aproximaba, con negros escudos colgando de los brazos libres y espadas de obsidiana balanceándose en los cinturones.
—Algo no va bien —comentó Rikus, deteniéndose en la parte superior de un montón de cenizas. Los guerreros tyrianos se detuvieron detrás del mul, aguardando sus órdenes en tenso silencio—. Maetan no es idiota. No puede creer que sus soldados derrotarán a nuestros gladiadores en un combate cuerpo a cuerpo.
—Ha cometido errores antes —dijo Gaanon.
—No tan evidentes —respondió Rikus, deslizando la mirada por las filas enemigas.
No había tiempo de contar, pero la línea enemiga era casi tan larga como la formada por los mil quinientos guerreros de la legión de Rikus. Considerando que los urikitas formaban una hilera triple, el mul calculó que Maetan tenía más de cuatro mil hombres. Ese número no incluía posibles refuerzos ocultos en la oscuridad detrás de las líneas.
Mientras Rikus estudiaba las filas urikitas, sus guerreros empezaron a murmurar y farfullar entre ellos. Gracias al Azote, el mul podía oír todo lo que decían.
—¿Qué espera…, sus esqueletos?
—Les está dando tiempo para pensar en lo que vamos a hacerles… o en lo que ellos nos van a hacer a nosotros.
—¡Fíjate cuántos hay! ¡Jamás los mataremos a todos!
Comprendiendo que, cuanto más esperara, más nerviosos se pondrían sus guerreros, el mul señaló con la punta de la espada las filas urikitas.
—¡Por Tyr! —aulló.
—¡Por Tyr! —tronaron los guerreros.
Con el grito de guerra de su legión resonándole en los oídos, Rikus condujo la carga descendiendo del montón de cenizas. Las pisadas de sus hombres levantaron una asfixiante nube de polvo que les arrebató el aliento y apenas les dejó aire suficiente para mantener llenos los pulmones.
Cuando Rikus llegó al desigual terreno de la aglomeración de rocas, sus oídos habían dejado de zumbar. No obstante el hollín, que les llenaba la garganta y les obstruía los pulmones, sus hombres seguían gritando, prometiendo la muerte a los urikitas y la desesperación a sus familias.
Pero Rikus no prestaba atención a sus gritos, pues el Azote también trajo otra voz a sus oídos, una voz mucho más siniestra, que hablaba en los tonos apagados de un conjuro mágico.
—¡En el poderoso nombre del rey Hamanu, ordeno a la piedra cristalina que se alce ante nuestros enemigos!
—¡Magia! —gritó Rikus—. Maetan tiene templarios.
—¿No es suficiente con que nos supere en número? —exclamó Gaanon.
Antes de que el mul pudiera contestar, un sonido chisporroteante surgió de las líneas enemigas. Una larga estaca de negro cristal surgió de improviso del suelo, y Rikus frenó en seco evitando en el último instante verse empalado en ella. Alaridos de dolor y angustia llenaron la noche cuando los tyrianos se vieron atravesados por la roca. Aquellos a los que los afilados fragmentos de obsidiana no mataron directamente se encontraron con los pies y los dedos convertidos en sanguinolentos jirones.
Un potente chirrido resonó bajo los pies del mul, quien dio un salto atrás justo a tiempo de evitar verse hecho pedazos por una placa de cristal negro afilada como una navaja que se alzaba del suelo. Retrocedió hasta la parte superior del montón de cenizas para tener un mejor punto de observación y descubrió que la barricada de obsidiana de los templarios había detenido a su legión. La mayoría de sus guerreros contemplaban la muralla en anonadado silencio, aunque unos cuantos maldecían y gruñían mientras intentaban en vano deslizarse por entre los afilados pedazos. En otros puntos, se escuchaba el tintineo de la obsidiana al hacerse pedazos mientras guerreros más cautelosos intentaban abrir a golpes un sendero hasta sus adversarios.
—Ordénales que retrocedan —indicó Rikus, señalando a los valientes tyrianos que intentaban seguir con el ataque—. Tendremos que dar la vuelta.
Mientras Gaanon enviaba mensajeros a transmitir la orden, Rikus volvió su atención al flanco izquierdo. A poca distancia de allí, la barricada enemiga torcía en dirección a la montaña, formando un enorme cerco con una empinada ladera a su espalda. Por lo que el mul podía ver, la compañía de Jaseela se encontraba fuera de este cerco; por suerte la aristócrata había sido lo bastante sensata como para detener su avance cuando el resto de la legión dejó de moverse. Rikus envió un mensajero con recado de que abrieran un paso a través del extremo curvo de la barricada.
Tras esto, Rikus se volvió hacia el extremo de la línea ocupado por Neeva. En aquel punto, vio que la barricada se volvía más baja poco a poco y también menos amenazadora, desapareciendo por completo justo más allá de los enanos de Caelum. La compañía de Neeva se perdía en las sombras que surgían del cañón, pero Rikus podía oír sonidos de feroz batalla que resonaban en la oscuridad.
—Por lo menos aún tenemos un poco de suerte —suspiró el mul, alegrándose de que la magia templaría no hubiera sido lo bastante fuerte como para atrapar a su legión. Rikus descendió del montículo e indicó a Gaanon que lo siguiera hasta donde se encontraba la compañía de Neeva—. Los templarios de Maetan nos han hecho ir más despacio, pero eso no lo salvará a él.
—Claro que no —asintió el semigigante—. ¿Pero cómo vamos a llegar hasta él con esta pared cortándonos el paso?
—La rodearemos, claro.
Mientras avanzaba hacia la brigada de Neeva, el mul ordenaba a todo el que encontraba que marchara en dirección opuesta, hacia la compañía de Jaseela. Pronto, toda la legión corría en dirección al extremo opuesto del campo, gritando terribles amenazas por encima de la barricada de obsidiana que protegía a los urikitas.
Cuando Rikus llegó junto a los enanos de Caelum, estos continuaban golpeando tozudamente la barricada y negándose a huir. El mul agarró al primero que encontró y lo empujó con rudeza hacia el flanco de Jaseela.
—¡Ve! —ordenó—. Sólo conseguirás que te maten si intentas luchar con los urikitas a través de esta pared.
El enano recogió su mazo de guerra y regresó a la barricada.
—Maetan está al otro lado —refunfuñó, sin apenas dedicar una mirada a Rikus.
Caelum corrió al lado del mul.
—¿Por qué huyes de la batalla? —preguntó.
—No huyo. Pero no conseguiremos nada concentrándonos en derribar la…
El mul se interrumpió a mitad de la frase cuando la lejana voz del templario de Maetan llegó hasta él.
—En nombre del poderoso Hamanu, las laderas de esta montaña se derrumbarán sobre nuestros enemigos.
Rikus escuchó un débil movimiento en lo alto y sintió cómo la montaña cubierta de cenizas se estremecía.
—¡Coge a los enanos y corre! —Rikus empujó a Gaanon hacia la compañía de Jaseela. Señalando ladera arriba, aulló—: ¡Maetan intenta enterrarnos vivos!
Caelum miró en la dirección que indicaba el mul, donde una enorme faja de cenizas centelleaba en la oscuridad mientras empezaba a resbalar ladera abajo.
—¡Haced lo que dice! —ordenó el enano, frenético, empezando a conducir a sus hombres en pos de Gaanon.
Rikus sujetó al enano por el hombro.
—Tú vienes conmigo.
El mul cogió a Caelum y se dirigió a la base de la montaña, donde no se verían obligados a luchar contra una riada de enanos corriendo hacia el sur. Apenas si habían dado doce pasos cuando un terrible tronar sonó sobre sus cabezas. Rikus levantó los ojos y vio cómo una pared de cenizas se desplomaba ladera abajo; tras ella cayó toda la montaña, sin dejar detrás más que una gigantesca nube de hollín.
El gladiador agarró el brazo de Caelum y salió a la carrera, arrastrando al enano hacia el flanco septentrional de la línea, donde la compañía de Neeva estaría intentando abrirse paso hasta la entrada del cañón que defendían las tropas de Drewet. A lo largo del borde del canal de lava había una hilera de riscos de costra blanca, que Rikus esperaba actuarían como escudo para desviar la avalancha de cenizas.
Apenas habían alcanzado el refugio de esta cadena, cuando la avalancha se precipitó sobre los montones de cenizas de la base de la elevación. Un tremendo ruido sordo vibró en el aire. Los montones se desperdigaron, casi como si una gran explosión los hubiera lanzado al aire desde abajo. Gigantescos penachos de fino hollín se elevaron hacia el cielo, tapando la luz amarillenta de las doradas lunas y extendiéndose sobre las rocas en una neblina asfixiante.
Bajo el grisáceo manto, Rikus perdió de vista a su ejército. Al otro lado de la barricada de obsidiana, los urikitas se dedicaban alternativamente a toser y vitorear al templario que, creían, había derrotado al enemigo con un solo hechizo. Rikus se atrevió a confiar en que estuvieran equivocados, ya que el Azote le trajo a los oídos las voces ásperas y temerosas de hombres y enanos gritándose instrucciones unos a otros.
Pero tanto los gritos de los urikitas como de los tyrianos no eran más que susurros comparados con el rugido de la avalancha que seguía vertiendo toneladas y toneladas de piedra y cenizas desde la montaña.
—¿Puedes todavía hacer aparecer el río de fuego? —preguntó Rikus, desviando su atención del corrimiento de tierras a Caelum.
El enano no apartó la vista de la avalancha.
—Si me hubieras escuchado antes…
—Ahora no es momento de sermones, enano —saltó Rikus—. Sólo quiero saber si todavía puedes utilizar tu magia.
El sacerdote asintió.
—Tendré que subir lo suficiente para ver las llamas de la grieta.
—Adelante, empieza a subir —dijo Rikus, señalando la entrada del cañón donde estaba Drewet—. Quédate en esas rocas. No quiero que te atrape la avalancha. Y no lances tu hechizo hasta que te diga que ha llegado el momento.
—¿Cómo sabré que el momento ha llegado? —preguntó el enano.
—Verás a la compañía de Drewet abandonando el cañón —respondió Rikus—. O enviaré un mensajero.
—No habrá tiempo para un mensajero —dijo Caelum, sacando una piedra lisa y redonda del bolsillo y entregándosela al mul—. Lanza esto al aire cuando estés listo.
—¿Qué es? —inquirió Rikus, casi soltando la piedra pues abrasaba.
—Una pequeña sorpresa que preparé para Maetan. También servirá como señal.
Tras esto, el enano empezó a escalar la cadena. Rikus introdujo la ardiente piedra en una bolsa que colgaba de su cinturón, y se volvió hacia la entrada del cañón de Drewet. A menos de diez metros, los urikitas se alineaban en varias filas, atacando con ímpetu en un intento de obligar a la compañía de Neeva a retroceder hacia la avalancha. Los gladiadores se mantenían firmes, pero, si tenía que salvar a Drewet, Rikus necesitaba que hicieran más que mantener la posición.
El mul se lanzó a la refriega, abriéndose paso con cuidado entre las figuras de una docena de gladiadores, borrosas por la nube de ceniza; entonces vislumbró la punta de una lanza que venía hacia él. Rechazó el ataque, partió el asta, y descargó la espada sobre la parte superior del escudo urikita. La hoja partió tanto al escudo como al hombre, y el mul se encontró en el interior de la primera línea de las filas urikitas.
—¡Por Tyr! —gritó, pero sus palabras se perdieron en el entrechocar de las espadas y los gritos de heridos y moribundos.
La batalla era terrible. Pasados unos minutos, Rikus seguía en el mismo lugar, hundido hasta la cintura en cadáveres urikitas y cubierto con la caliente sangre pegajosa de sus enemigos. Era vagamente consciente de que tenía tyrianos a ambos lados, pero no se veía la menor señal de que sus gladiadores estuvieran cerca de liberar a la compañía de Drewet. Todo lo que veía ante sí era un interminable río de urikitas vociferantes, surgiendo de la negra noche y pasando por encima de sus compañeros muertos para continuar el ataque.
—Imaginé que te encontraría en el centro de todo este follón —dijo una voz familiar.
Neeva se colocó a un lado del mul, y K’kriq al otro. La gladiadora interceptó el ataque de una lanza con su espada corta, y utilizó la daga de su otra mano para abrir en canal el pecho de su atacante.
—¿Qué haces? —inquirió la mujer.
—Intentar llegar hasta la entrada del cañón donde está Drewet —respondió Rikus, respirando trabajosamente. Se encontraba tan cansado que apenas si podía alzar la espada, y las piernas le dolían tanto que le costaba muchísimo levantarlas para pasar sobre los cuerpos apilados a su alrededor—. He enviado a Caelum colina arriba. Vamos a tener que utilizar su río de fuego.
—¡No! —exclamó Neeva.
—Se estropeará la caza —se quejó K’kriq.
Un vociferante urikita gateó sobre los cadáveres que tenían delante y lanzó la punta de su lanza a los ojos del thri-kreen. K’kriq la interceptó con un brazo, a la vez que atacaba con los otros tres, le arrancaba el escudo a su atacante y le desgarraba la garganta.
—¡No puedes hacerle eso a Drewet! —protestó Neeva—. No conseguirá escapar.
—Si no lo hago, morirá de todas formas, y además perderemos la batalla —gruñó Rikus—. La mitad de nuestra legión está enterrada bajo esa avalancha, y quién sabe qué le ha sucedido a la otra mitad. Es la única manera.
—¿La única manera de salvar a tu legión o la mejor manera de destruir a Maetan? —exigió Neeva.
—¡La única manera de sobrevivir! —gritó Rikus—. Además, todavía no he dado la orden…
Su respuesta se vio interrumpida por los gritos de combate de una nueva hilera de urikitas. En cuanto superaron el montón de cadáveres, uno de los soldados atacó a Neeva y otro a K’kriq, y otros dos atacaron con sus lanzas al mul. Rikus rebanó la punta de una lanza e intentó esquivar la otra, pero dio un traspié cuando un soldado moribundo lo agarró por el tobillo. La lanza alcanzó al mul en el hombro herido, y una oleada de dolor insoportable le recorrió todo el cuerpo, aumentado diez veces por la sensibilidad de la herida purulenta formada alrededor de la joya del espectro.
La negra espada de Neeva centelleó frente al rostro de Rikus y partió la lanza justo por encima de la punta, lo que envió una nueva oleada de dolor abrasador a todo el cuerpo del mul. Al mismo tiempo, K’kriq agarró al atacante del gladiador y, hundiéndole las mandíbulas en el cuerpo, llenó las venas del urikita de veneno.
Neeva evitó por poco ser apuñalada por otro urikita, rechazando el ataque con su daga. Abrió la garganta de su adversario con un rápido movimiento de la misma daga que había desviado la lanza.
—Si piensas que podemos salvar a Drewet desde aquí, es que has perdido el juicio —dijo la mujer, dejando que un fornido gladiador ataviado con un yelmo de cuatro astas ocupara su lugar—. Enviaré a alguien para advertirla desde el borde. A lo mejor conseguirá abrirse paso luchando.
Rikus y K’kriq siguieron luchando hombro con hombro unos instantes más, pero la herida del mul empezaba a hacer su efecto. Su capacidad de reacción disminuyó hasta el punto que se encontró dando bandazos en torpes regates, y el Azote de Rkard empezó a pesarle tanto como si se tratara del garrote de un semigigante.
—Cubre mi retirada, K’kriq —aulló Rikus, apartándose de la línea de batalla a trompicones.
El espacio extra no hizo más que convertir al thri-kreen en un oponente más peligroso. Acometió a los soldados que se acercaban con renovadas energías, mientras las puntas de sus lanzas chocaban contra su duro caparazón sin causar el menor daño.
Sosteniendo la espada bajo el brazo, Rikus introdujo la mano en la bolsa de su cinturón y tocó la piedra que Caelum le había dado. Aunque le quemaba la carne, el mul no retiró la mano; en lugar de ello, dejó que el dolor aumentara durante unos segundos, mientras miraba en dirección al oscuro cañón en el que la compañía de Drewet aguardaba.
—Lo siento. Merecéis una muerte mejor —musitó al fin.
Sacó la piedra y la arrojó a lo alto por encima de las cabezas de los urikitas. Esta desapareció en la noche, y a los pocos instantes una sonora explosión ahogó el furor del campo de batalla. Una bola de fuego naranja llameó sobre las filas enemigas. El mul distinguió hileras y más hileras de rostros urikitas levantados hacia el refulgente globo; los soldados enemigos se encontraban apiñados hombro con hombro en la zona situada frente al cañón, y todavía se veía a muchos más surgiendo de entre las sombras.
—Cientos y cientos —exclamó Rikus, sujetando otra vez la empuñadura de la espada—. No teníamos la menor oportunidad.
La radiante esfera descendió e incineró a una docena de urikitas que tuvieron la desgracia de quedar atrapados bajo ella, pero la pérdida apenas se notaba en medio del enorme ejército.
Rikus regresó al frente de batalla, sin hacer caso del insoportable dolor que le provocaba la punta de lanza clavada en el hombro, y continuó luchando sin preocuparse de los riesgos que corría. Muy pronto los cadáveres urikitas se amontonaban de tal manera a su alrededor que los enemigos del mul empezaron a arrojarse sobre él como si saltaran desde un muro. Al gladiador no le importó. Su afilada espada cortaba los cuerpos desde todos los ángulos, y el montón siguió creciendo.
Rikus volvió bruscamente a la realidad cuando un horripilante trueno resonó en el Cráter de Huesos. Una potente luz roja centelleó en el cielo unos segundos antes de que el suelo empezara a encabritarse. El mul perdió pie y cayó al suelo, donde aterrizó sobre media docena de cuerpos ensangrentados. Una pareja de aturdidos urikitas rodó por el montón de cuerpos hacia él, perdiendo escudos y lanzas en el camino.
De inmediato, la noche se llenó de agudos silbidos y chillidos, y siseantes haces de fuego empezaron a caer del cielo, trayendo con ellos el hedor del azufre. Angustiadas súplicas de ayuda resonaban a ambos lados de la línea, a medida que las llameantes gotas se estrellaban contra el suelo.
Los dos urikitas que habían atacado a Rikus se incorporaron antes de que el herido mul pudiera ponerse en pie y se lanzaron sobre el gladiador; uno agarró el pedazo de lanza que sobresalía de su hombro y el otro inmovilizó contra el suelo el brazo que empuñaba la espada.
El mul aulló de dolor y, con la frente, golpeó el rostro del urikita que le sujetaba el brazo. Mientras el soldado se tambaleaba hacia atrás, Rikus liberó el brazo y con un movimiento longitudinal del Azote acuchilló a ambos atacantes.
Cubierto de caliente sangre fresca, el mul apartó de sí a los dos heridos y se incorporó hasta quedar sobre las rodillas. La situación a su alrededor era la misma en todas direcciones, con urikitas y tyrianos peleando sobre el terreno mientras los refuerzos saltaban a la refriega desde ambos bandos. Largas serpentinas de fuego iluminaban el cielo a medida que las ardientes gotas de lava derretida caían al suelo y estallaban en rojas duchas de fuego líquido.
Por encima de la cabeza del mul se escuchó un potente silbido, y un rayo de luz naranja lo aturdió momentáneamente. Diminutas gotas de fuego líquido lo salpicaron, y el olor de su propia piel al arder le inundó la nariz. Gritando de dolor y rabia, el mul se arrojó hacia los hombres que acababa de herir y rodó sobre sus cuerpos para sofocar los tizones que le abrasaban la carne.
—¿Rikus herido?
El gladiador levantó la cabeza y vio a K’kriq inclinado sobre él. Aunque el caparazón del thri-kreen estaba chamuscado y quemado en una docena de sitios, el guerrero-mantis parecía soportar la lluvia de fuego con menos molestias que el mul.
—Viviré —masculló Rikus, apretando los dientes para no gritar de dolor.
—Entonces ven.
El thri-kreen incorporó a Rikus con la ayuda de dos de sus brazos. Con los otros dos indicó la boca del cañón de Drewet.
Un ancho río de lava brotaba de la garganta y caía sobre el campo de batalla en una refulgente avalancha. Las tropas urikitas que no se encontraban en la primera línea se vieron atrapadas por la lava. Aterrorizados, empezaron a subirse unos encima de otros en un esfuerzo por huir de allí, pero sin que les sirviera de nada. La roca derretida persiguió implacablemente a los soldados, lamiendo sus talones y cubriendo a los que caían. Mientras Rikus observaba, cientos de soldados se convirtieron en antorchas humanas y, tras llamear unos instantes, se desvanecieron en una columna de humo y ceniza.
Caelum había ganado la batalla para él, pero Rikus no pudo evitar el preguntarse cuál sería el auténtico precio.