8
La ciudadela
Una aguda detonación se dejó oír a pocos metros de distancia, cerca del promontorio de granito que dominaba el centro del desfiladero. Una mancha de luz escarlata apareció flotando en el aire y empezó a sisear y crepitar; luego, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en una esfera de llamas rojizas del tamaño de un puño.
—¡Al suelo! —chilló Rikus.
Abandonando por el momento la persecución de los urikitas que huían, el mul se arrojó sobre su estómago. Neeva aterrizó a su lado. A su alrededor, los gladiadores lanzaban maldiciones mientras se golpeaban codos, rodillas e incluso cabezas contra aristas y rebordes rocosos. La roja bola creció hasta convertirse en un globo rugiente que ocultaba incluso al sol, su moteada superficie cruzada una y otra vez por ríos de llamas naranja. Una negra rendija apareció en la parte inferior de la esfera y se fue ensanchando muy despacio. Rikus supuso que la esfera estallaría en cualquier momento y derramaría una ducha de fuego líquido sobre sus hombres.
Pero, en lugar de ello, la fisura se abrió despacio, mostrando un llameante interior amarillo tan brillante que hirió los ojos del mul cuando lo miró. Una silueta de mujer apareció en la hendidura, saltó fuera de la esfera y fue a aterrizar sobre el rocoso terreno hecha un ovillo. Innumerables columnas de humo se elevaban de su ennegrecido capote; su rostro se había vuelto rojo como el sol, y los chamuscados cabellos le caían sobre los hombros en tiesos y quebradizos mechones.
—¡Jaseela! —exclamó Rikus, poniéndose en pie.
Mientras el mul corría hacia la chamuscada figura de la mujer, K’kriq saltó de la esfera. El thri-kreen aterrizó junto a la aristócrata y colocó su cuerpo de forma que la protegiera del calor del globo. Caelum fue el siguiente; luego la bola se cerró y empezó a encogerse. Cuando Rikus llegó junto a los tres guerreros, esta había desaparecido.
El trío apestaba a cabellos chamuscados y a ropa quemada. El calor había oscurecido incluso el duro caparazón de K’kriq y levantado blancas ampollas allí donde la piel de Jaseela había estado expuesta a él. Caelum fue el único en salir indemne, aunque tenía los labios hinchados y agrietados.
En cuanto vio a Rikus, Jaseela intentó decir algo. El mul se arrodilló a su lado y aplicó un oído a sus labios, pero las palabras eran tan débiles que, de no haber estado sujetando el Azote de Rkard, no las habría escuchado.
—¿Por qué no me advertiste sobre la sombra? —jadeó la mujer.
El mul paseó la mirada por el desfiladero. Él y sus gladiadores acababan de seguir a los urikitas a través de la abertura en la reluciente cortina, por lo que aún no habían tenido tiempo de inspeccionar la zona. Pese a ello, sí había comprendido que ese era el lugar donde la compañía de Jaseela debía de haber resistido al enemigo; sin embargo, en lugar de un campo de batalla, no vio más que una extensión de terreno llena únicamente de rocas. No había ni un solo cuerpo que diera a entender que la compañía de la aristócrata había combatido allí.
—¿Qué sombra? —inquirió Rikus—. ¿Dónde está tu gente?
Al ver que Jaseela no conseguía reunir las fuerzas necesarias para contestar, Caelum lo hizo por ella.
—Umbra los destruyó a todos —explicó el enano—. Intenté avisarla.
Rikus depositó la cabeza de la mujer sobre el suelo y llamó a una pareja de gladiadores.
—Llevadla al oasis; necesita agua y sombra. —Miró a Caelum y a K’kriq—. Vosotros dos id con ella. También necesitáis descanso.
—¡La caza no ha terminado! —exclamó K’kriq, cruzando las antenas.
Caelum frunció el entrecejo.
—¿Qué vas a hacer?
—Vengar a Jaseela —contestó Rikus, haciendo señas a sus guerreros para que fueran en pos de los urikitas—. Terminaré la cacería.
—¿Es que no me has oído? —protestó Caelum, siguiéndolo—. No puedes ir tras los urikitas. ¡Umbra va con ellos!
—Y está herido. Si alguna vez consigo matarlo, será hoy.
—¡Pero rompió la barrera solar! —exclamó Caelum. Al ver que Rikus no le hacía caso, añadió—: ¡Si mueren más de nuestros guerreros, caerá sobre tu cabeza!
—Malgastas saliva —intervino Neeva—. Ve al oasis y averigua cómo les va a los templarios y a los otros enanos.
Caelum calló y contempló a Rikus, exasperado. Por fin el enano volvió sus rojos ojos hacia Neeva.
—Si tú lo acompañas en esta locura, también yo.
* * *
A poca distancia del desfiladero, Maetan de Urik se encontraba ante una antigua ciudadela, aguardando el regreso de su derrotado ejército. Los constructores de la fortaleza habían cincelado la estructura de un único bloque de roca, dándole la forma de una enorme carraca, más abultada en la parte superior, que surgía de las laderas de piedra caliza de la colina. Cuatro ruedas de piedra, cada una dos veces el tamaño de un semigigante, habían sido esculpidas en sus cimientos y adornadas con anillos concéntricos de flores de piedra.
Encima de estas ruedas inmóviles, una plataforma cuadrada sostenía un imponente edificio de elevadas columnas y galerías tras las que se abrían oscuras puertas. Estatuas de tamaño natural de hombres y mujeres de raza humana, todos equipados con armas extravagantes como guadañas de doble filo o hachas de armas de cuatro hojas, se encontraban distribuidas por las galerías.
En la parte superior de la ciudadela había una plataforma con una única galería que daba a la parte delantera del edificio. En el frente de este palco aparecía la enorme estatua de un hombre apuesto con una gran melena y una barba muy rizada. A diferencia de las figuras situadas más abajo, esta no llevaba armas, y un par de alas correosas le brotaban de la espalda.
—¿Tan interesante es este edificio? —preguntó Umbra, deslizándose por el suelo del rocoso cañón para reunirse con su amo.
Maetan apartó la mirada de la ciudadela. Siguiendo a la sombra gigante, la primera oleada de su derrotada legión acababa de salir de la cerrada curva que ocultaba el resto del desfiladero de la vista.
—Has fracasado —comentó, volviéndose de nuevo a Umbra.
El doblegador de mentes no hizo ningún comentario sobre el negro vapor que se escapaba de las heridas del gigante. Había contemplado la batalla a través de los ojos de su sirviente y sabía cómo las había recibido.
—¿Qué esperabas? Tus hombres son todos unos cobardes.
—Cuando los manda un estúpido —replicó el doblegador de mentes.
—Llamaste al mul tyriano estúpido, pero sus guerreros prefieren morir a retroceder —observó Umbra.
Maetan reprimió una réplica mordaz, pues sabía el poco tiempo de que disponía para discutir con Umbra. Los tyrianos seguían a su legión cañón arriba, y no tardarían ni un minuto en encontrarse allí donde estaba él ahora. Así pues, el doblegador de mentes señaló la antigua ciudadela y dijo:
—A lo mejor mis soldados se mostrarán más valientes dentro de una fortaleza.
Los extremos de la boca azul del gigante se doblaron hacia abajo.
—Estarán atrapados —dijo este—. Como máximo, durarán siete días antes de quedarse sin comida ni agua.
—Eso será suficiente. Sólo necesito diez días para regresar a la hacienda de mi familia.
—¿Y qué harás allí? ¿Explicar a tu familia cómo mancillaste su precioso honor?
—No —respondió Maetan—; lo redimiré. —Se agachó y levantó la mochila que había preparado para sí, introdujo la mano en su interior y palmeó las tapas de El libro de los reyes de Kemalok—. Quédate con esos cobardes hasta que mueran. A lo mejor tu presencia convencerá a los enanos de que lo que buscan se encuentra dentro de la ciudadela.
El doblegador de mentes aspiró largamente y acudió al Sendero para que lo ayudara en su huida. Apuntó con un dedo a la cima del farallón e imaginó que el espacio que mediaba entre él y aquel punto no existía; un torrente de energía brotó entonces de lo más profundo de su ser y fluyó hacia el exterior para hacer realidad temporalmente aquello que él deseaba que fuera. Cuando volvió a abrir los ojos, allí donde no había habido más que pedazos de arenisca naranja momentos antes, Maetan vio ahora una mata plateada de acebo enano creciendo en la grieta de una placa rota de piedra caliza. Era, como bien sabía, el terreno situado en la parte superior del desfiladero.
Maetan se dispuso a pasar a la cima de la colina, pero entonces decidió dar a Umbra las últimas instrucciones. Se detuvo a medio camino, con un pie en la arenisca del fondo del desfiladero y el otro firmemente plantado en la piedra caliza de la cima de la colina.
A los ojos de Umbra, parecía como si el doblegador de mentes hubiera partido su cuerpo en dos. Una parte se encontraba delante de él en el desfiladero, y la otra mucho más arriba, apenas visible, en lo alto del farallón.
—Una cosa más —dijo Maetan—. Mata al mul.
Umbra levantó el palpitante muñón de su mano perdida.
—Nada me satisfará más.
El doblegador de mentes asintió, y luego recorrió el tramo que le faltaba hasta la cima del farallón y abandonó el desfiladero. Tras dedicar unos instantes a mirar a lo alto y contemplar cómo su amo se alejaba del borde del acantilado, Umbra volvió su atención a la tarea de reorganizar a los cobardes soldados de Maetan. En aquellos momentos, los primeros tyrianos hacían su aparición en la curva. Y se lanzaban sobre los urikitas más retrasados.
—¡Venid conmigo! —gritó Umbra, dirigiéndose a la ciudadela—. ¡Estaréis a salvo aquí!
La mentira del gigante funcionó con facilidad, ya que los aterrorizados soldados estaban ansiosos por aferrarse a cualquier esperanza de salvación. No se veía ninguna entrada, como tal, a la fortaleza, pero Umbra descubrió una escalera en el profundo hueco existente entre las enormes ruedas de piedra del carromato. Seguido por los más veloces de los cobardes de Maetan, encabezó la desbandada hacia los escalones y empezó a subir.
Atravesaron una entrada en la plataforma inferior y salieron a una terraza del primer nivel. En medio de esta especie de balcón había una figura de tamaño natural de una mujer con armadura que aplastaba un garrote de púas contra el suelo. Debajo del garrote se encontraba un cráneo destrozado, blanqueado por el sol, y desperdigados por el resto de la plataforma se veían los huesos astillados de otra media docena de esqueletos.
Umbra se deslizó en silencio por encima de los huesos, avanzando hacia la puerta que se abría al fondo de la pequeña galería. Tuvo tiempo de vislumbrar una brillante habitación al final de un largo corredor antes de que una figura gris e insustancial apareciera al final del pasillo y flotara hacia él.
—¡Un espectro! —siseó Umbra.
Retrocedió fuera del corredor inmediatamente, aunque no porque estuviera asustado; ningún ser de las tinieblas tenía nada que temer de un espectro, pues los espíritus eran en sí mismos simples sombras de los vivos. Si detectaba a Umbra de algún modo, el espectro vería a la sombra gigante como un humano podía ver al espíritu de un oasis: algo apenas percibido y que era mejor no molestar. Por desgracia, no ocurriría así con los urikitas; el espectro percibiría el latir de la vida en sus venas e intentaría echarlos.
La grisácea silueta se deslizó junto a Umbra y resbaló sobre la estatua de la mujer como una mortaja. La pétrea escultura se oscureció hasta adoptar un tono marrón oscuro, y sus ojos muertos se iluminaron de improviso con una espantosa luz roja. En cuanto el primer urikita intentó pasar por su lado, la mujer de piedra gritó:
—¡No!
Balanceó el garrote y hundió profundamente una docena de las largas púas en el cuello y pecho del soldado, quien salió despedido por la terraza y fue a estrellarse contra las cabezas de aquellos camaradas que se encontraban abajo. Estos, sin embargo, no parecieron darse mucha cuenta, pues los tyrianos se les echaban encima y se iniciaba ya una virulenta batalla a menos de diez metros de la ciudadela.
De haber podido elegir, Umbra habría abandonado el plan de Maetan e ido en busca de Rikus en ese mismo instante. Incluso aunque pudiera encontrar otra forma de entrar en la ciudadela, dudaba que los urikitas sobrevivieran mucho tiempo. Pero, si no seguía las órdenes de Maetan al pie de la letra, el doblegador de mentes no se vería obligado a entregar la obsidiana con que pagaba los servicios de Umbra, y la sombra gigante no podía permitir que esto ocurriera pues sus mujeres necesitaban la cristalina roca. Era casi la época de la puesta de huevos.
El gigante se encaminó a una estrecha pasarela que conducía de aquella terraza a la siguiente, y se detuvo para hablar a los hombres que habían seguido al soldado muerto.
—Abríos paso hasta el otro lado de la estatua —ordenó—. Encontraré otra entrada.
Al ver que los urikitas vacilaban, indicó con la mano el desfiladero.
—¡Abríos paso por entre las estatuas o morid! Tyr no hace esclavos, de modo que rendirse no trae más que la muerte.
* * *
Rikus estaba hundido hasta las rodillas entre cadáveres urikitas, con la mirada fija en el piso superior de la extraña ciudadela. Allí, de pie y tan alto como la estatua alada del hombre barbudo, se encontraba Umbra. Los azules ojos de la gigantesca sombra examinaban el campo de batalla a sus pies, como si escudriñara los cuerpos en busca de un solo superviviente urikita.
—¿Qué hace ahí arriba? —preguntó Rikus.
—¿Y cómo consiguió pasar junto a todas las estatuas? —se asombró Neeva, indicando las terrazas del nivel inferior de la ciudadela. Junto a ella se encontraba Caelum, quien también tenía los ojos clavados en la galería superior. K’kriq, por su parte, contemplaba los muertos con tanto interés como Umbra.
Rikus estudió los pisos inferiores del edificio. Existía una abertura en la barandilla de la primera galería, y la estatua que custodiaba la puerta situada tras ella yacía ahora caída sobre las piedras del suelo, rota en mil pedazos. A pesar de su éxito en destruir a la mujer de piedra, los urikitas no habían conseguido llegar más allá.
La estatua de un hombre de armadura se había trasladado hasta allí desde la segunda galería y seguía patrullando la terraza, con un hacha de cuatro hojas en una mano y una daga de hoja ancha en la otra. Tumbados sobre la barandilla y caídos bajo la terraza se veía a más de una docena de urikitas con las gargantas cortadas, miembros mutilados y cráneos aplastados.
Mientras estudiaba el resto del nivel inferior de la ciudadela, Rikus se dio cuenta de que tan sólo la galería de la que había descendido esta estatua se encontraba vacía; en cada una de las demás galerías había otra estatua de tamaño natural, con algún tipo de arma extravagante en sus manos sin vida.
Tras examinar las pétreas figuras unos instantes, Rikus aspiró con fuerza y dijo:
—Vamos.
—¿Ir adonde? —inquirió Neeva.
El mul señaló a Umbra, cuyos ojos azules ahora parecían fijos en él.
—Ahí arriba.
—Rikus, te he visto hacer muchas cosas estúpidas en tu vida, pero esta podría ser la peor. ¿No se te ha ocurrido que si la mitad de una compañía urikita no consiguió pasar de la primera terraza, tampoco podremos nosotros?
—No —respondió el mul, iniciando la marcha hacia la escalera oculta bajo los cimientos. Al no escuchar pasos a su espalda, se detuvo y se volvió—. ¿Venís?
K’kriq fue el primero en responder.
—No; de… demasiado asustado.
Rikus le dedicó una mueca despectiva y, sin molestarse en preguntar a Caelum, miró a Neeva.
—¿Y tú?
—Si puedes decirme cómo vamos a conseguir pasar junto a esas estatuas, te seguiré.
—De la misma forma en que lo hizo él —respondió Rikus, señalando a Umbra con la espada.
—¿Cómo fue?
El mul se encogió de hombros y reemprendió la marcha hacia la escalera.
Neeva no se reunió con él hasta que este no hubo puesto el pie en el primer escalón.
—Eres tan perspicaz como un enano y casi tan inteligente como un baazrag —gruñó la mujer.
Tras ella apareció Caelum; sólo K’kriq, que otra vez se dedicaba a escarbar entre los cadáveres urikitas, no se unió a él.
—Incluso aunque consigamos pasar junto a las estatuas, Umbra nos matará a todos —dijo Caelum, medio ocultándose detrás de Neeva.
—Nadie te ha dicho que vengas —respondió el mul, dirigiendo una feroz mirada al enano.
—Yo se lo pedí —interpuso Neeva—. Si alguien puede salvarnos, será él.
Rikus soltó un gruñido y empezó a subir la escalera. Nada más pisar la primera galería, la estatua avanzó velozmente a su encuentro. Se trataba de un hombre fornido ataviado con lo que parecía una armadura de metal completa; por debajo de su abierto yelmo colgaba una larga melena lisa, y las rechonchas mejillas estaban cubiertas de una espesa barba.
—¡No! —tronó la estatua, y balanceó en el aire el hacha de cuatro hojas.
El mul esquivó el golpe con facilidad, pero apenas si había conseguido levantar el Azote de Rkard que la estatua ya lo atacaba con la otra mano. Se escuchó un sonoro campanilleo al chocar la daga con la espada mágica, y la hoja de piedra se partió en dos. Rikus contraatacó al momento, acuchillando las piernas de la estatua.
El hombre de piedra evitó el ataque saltando a un lado y luego se retiró al otro extremo de la galería; sus relucientes ojos rojos permanecieron fijos en el Azote de Rkard por un momento, y después descendieron hasta el Cinturón de Mando que rodeaba la cintura de Rikus. Al cabo de un momento, la estatua sorprendió al gladiador cruzando los brazos sobre el pecho a modo de saludo.
El mul penetró en la terraza. Sin perder de vista a la estatua, cruzó la pasarela hasta el otro lado. Cuando se aseguró de que la figura no hacía el menor movimiento para detenerlo, indicó a Neeva y Caelum que lo siguieran.
—Deprisa, antes de que cambie de idea.
Pero, en cuanto Neeva se acercó a la terraza, la estatua gritó:
—¡No!
La figura levantó las armas y saltó al frente, moviéndose con la misma gracia y rapidez que cualquiera de los gladiadores contra los que había luchado Rikus. Neeva consiguió a duras penas conservar la cabeza agachándose para esquivar el hacha y descendiendo apresuradamente parte de los peldaños, aunque al hacerlo chocó contra Caelum, al que envió rodando escalera abajo hasta el suelo.
—Me parece que no soy muy bien recibida —gritó Neeva al mul.
—Entonces espera aquí —respondió este—. Me ocuparé de esto yo mismo.
—¡Podría tratarse de una trampa!
—Si lo es, es la más extraña que he visto nunca —repuso Rikus, sacudiendo la cabeza en dirección a todos los cadáveres urikitas desperdigados por la terraza—. Puedes contemplar desde abajo cómo mato a Umbra.
—O recoger tu cuerpo sin vida cuando lo arroje al suelo —replicó ella, descendiendo el resto de los peldaños.
* * *
Rikus siguió la pasarela hasta el siguiente balcón. En lugar de cuerpos urikitas, este estaba cubierto de huesos astillados y blanqueados por el sol. Al fondo de la terraza había una puerta que conducía hacia el interior de la ciudadela, pero el mul ni se molestó en atisbar a su interior; había venido a matar a Umbra, no a explorar unas ruinas.
Siguió la pasarela para rodear el resto del edificio y atravesó una larga serie de balcones que, en mayor o menor medida, estaban todos cubiertos de huesos y, de vez en cuando, armas rotas o armaduras oxidadas. Cada galería poseía también una estatua de piedra gris inmovilizada en una postura natural, con su arma apoyada sobre un montón de blancas costillas o sobre un cráneo aplastado.
Por fin, en el balcón número trece, encontró la escalera que conducía a la galería superior. Empuñando la espada con fuerza, corrió escalera arriba.
Al llegar a lo alto, descubrió una oscura entrada en un lado de la plataforma y la enorme estatua del hombre alado en el otro. A diferencia de los demás balcones, la estatua que ocupaba este no estaba rodeada de huesos desperdigados por los bloques de piedra que la rodeaban. Tampoco se veía la menor señal de Umbra.
—¿Dónde estás, sombra?
No obtuvo respuesta. Temiendo que su presa hubiera huido, Rikus miró por encima del borde del balcón y, no sin cierta dificultad, consiguió distinguir la figura de Neeva entre los cientos de gladiadores que se arremolinaban todavía en el campo de batalla.
—¿Qué ha sido de Umbra? —aulló el mul—. ¿Se ha ido?
—No —fue la respuesta que recibió.
—Entonces voy a entrar.
—¡Rikus, no!
El mul se volvió hacia la oscura entrada, aspiró con fuerza y se lanzó al frente. Un peculiar escalofrío le recorrió la espalda al pasar del sol cegador a la fría oscuridad de un largo pasillo. Sus pasos resonaron en las paredes mientras avanzaba por el corredor, y el olor a moho no tardó en embargarle la nariz. Una luz suave se elevaba del suelo de la habitación situada más adelante, pero era más apagada que la del día athasiano y Rikus se sintió medio ciego.
Nada más abandonar el corredor, una mano helada le sujetó la muñeca; todo el brazo quedó paralizado y unos dolorosos dedos de hielo se introdujeron como un rayo en su pecho.
—Rikus —siseó Umbra.
El mul liberó el brazo de un violento tirón y se arrojó a un lado presa de pánico. No fue a chocar contra el suelo como esperaba; en lugar de ello, el estómago se le hizo un nudo y se encontró cayendo de cabeza en un profundo pozo. Vislumbró docenas de débiles rayos cayendo sobre el blanco suelo a sus pies, cruzando y volviendo a cruzarse los unos con los otros desde todas direcciones. Cuando consiguió hacer girar el cuerpo, vio sobre su cabeza la estrecha pasarela de la galería desde la que había saltado.
Por fin, el hombro de Rikus chocó contra el duro suelo; mientras golpeaba el suelo con el brazo entumecido, el mul se estiró en toda su estatura para absorber el impacto con todo el cuerpo, en un esfuerzo por contrarrestar la violencia del aterrizaje. Si aquello le sirvió de algo, no lo sabía. La cabeza golpeó el suelo con un tremendo crujido, el cuerpo estalló en una agonía de huesos magullados, y el aire abandonó sus pulmones con un alarido de dolor.
—Mi amo desea verte muerto —dijo Umbra, y las palabras rebotaron en las paredes de piedra del pozo—. Yo también.
Actuando meramente por instinto, el mul intentó incorporarse, pero descubrió que todo lo que podía hacer, y con dificultad, era intentar llevar aire a sus jadeantes pulmones. Cada centímetro del cuerpo le escocía y dolía al mismo tiempo; su visión era borrosa, sentía náuseas, y la cabeza le dolía terriblemente.
Durante lo que le pareció una eternidad, el mul permaneció tumbado en el suelo, intentando comprender el aluvión de colores que lo rodeaba. Allá en lo alto veía el abismo castaño del techo abovedado. Debajo de este brillaba un haz de luz que dibujaba la borrosa figura negra de Umbra; la espectral criatura contemplaba fijamente a Rikus y hablaba con una profunda voz gutural, aunque el mul no conseguía comprender las palabras.
El gladiador sintió que los ojos se le cerraban. Por un instante quiso dejar que lo hicieran; nada parecía más tentador que escabullirse de su cuerpo dolorido. No sabía cuántos metros había caído, pero parecía más del doble de la altura de Gaanon, y una voz diminuta en su interior parecía decirle que incluso un mul no podía caer de tan alto y salir ileso. De nada sema luchar, así que ¿por qué no dejar que los ojos se cerraran y acabar con el dolor?
El mul no pensaba permitirlo. Mantuvo los ojos abiertos y se obligó a concentrarse en el dolor. «Mientras existe dolor —se dijo—, existe vida».
Poco a poco, su visión se fue aclarando. Comprobando que Umbra había desaparecido de la barandilla de arriba, Rikus rodó sobre su estómago y se puso de rodillas; el esfuerzo le provocó oleadas de dolor en la espalda, las costillas, y en especial en la cabeza. Se sentía mareado. Se le volvió a nublar la vista, y permaneció arrodillado hasta que la sensación hubo desaparecido.
Tenía la impresión de haber aterrizado en la sala central de la ciudadela. En el centro de la estancia, cerca de donde permanecía arrodillado, una barandilla señalaba una estrecha escalera que descendía más al interior de la fortaleza. A lo largo de las paredes, trece pasillos, colocados entre altas paredes de mármol negro, atravesaban la redonda habitación como los radios de una rueda. Cada pasillo terminaba en uno de los trece balcones que circundaban el segundo nivel de la ciudadela.
Rikus intentó ponerse en pie. La rodilla se le dobló y la clavícula saltó de sitio; volvió a caer al suelo en medio de una oleada de dolor insoportable. El mul se agarró el brazo y comprobó al instante que la caída le había dislocado el hombro. No sabía qué era lo que le sucedía a la pierna, pero esta le dolía terriblemente desde la cadera hasta el tobillo.
Comprendió que, si se enfrentaba ahora a Umbra, seguramente moriría.
Volvió a intentar ponerse en pie, esta vez desplazando todo el peso al lado del cuerpo que no había golpeado el suelo. Con gran alivio por su parte, la pierna lo sostuvo. Utilizando el brazo izquierdo, recogió el Azote de Rkard y lo guardó en su vaina; luego apoyó la espada contra el suelo como si se tratara de un bastón, y avanzó cojeando en dirección a un balcón.
—Es demasiado tarde para huir —musitó Umbra, dejándose caer ante él desde la lóbrega parte inferior de la galería.
La oscura criatura se recortaba bajo la cremosa luz que descendía del estrecho pasillo situado a su espalda. En estos momentos era sólo un poco mayor que Rikus; sus heridas rezumaban aún negra neblina, y sus azules ojos ardían con una fría chispa malévola.
El mul se dirigió a otro pasillo diferente, pero Umbra le cortó el paso antes de que consiguiera escapar.
—¿No te he oído afirmar que me matarías? —rio entre dientes la negra bestia.
—Lo haré —dijo el mul con una seguridad que no sentía.
Rikus avanzó entonces medio saltando, medio cojeando, en dirección a la estrecha escalera situada en el centro de la estancia, comprendiendo que Umbra jamás le permitiría huir por una salida obvia. La criatura de las sombras se lanzó al frente, y su siseo resonó en las paredes como el de una víbora mientras Rikus se arrojaba a la escalera aullando de dolor incluso antes de llegar a la abertura.
El mul se sumergió en el interior de un pozo negro, hundió la barbilla en el pecho y descendió rebotando como un ovillo por un larguísimo trecho de escalones de piedra. Cuando por fin golpeó el suelo, el dolor le había adormecido el cerebro y confundido los pensamientos; tardó un buen rato en averiguar dónde era arriba y dónde abajo, ya que se hallaba en la más completa oscuridad.
Empezaba ya a pensar que se encontraba inconsciente, cuando su visión de enano empezó a funcionar. De las paredes y el suelo emanaban los apagados tonos azulados de la piedra sin vida, y a su luz consiguió distinguir que había aterrizado en un pequeño salón al que iban a dar tres pasillos. Aquí y allí, verdes tiras de tela de araña colgaban del techo, barriendo casi el suelo con las puntas de sus diáfanos hilos. Crustáceos rojos del tamaño de un puño correteaban por las semitransparentes cortinas sobre seis patas rosadas, las afiladas pinzas extendidas ante el cuerpo y listas para agarrar cualquier presa que rozaran.
Detrás de Rikus, la voz retumbante de Umbra maldijo en su extraño lenguaje borboteante. El mul volvió la cabeza en dirección al sonido y vio la silueta de la negra criatura en la parte superior de la larga caja de la escalera, atisbando colérica al interior de la total oscuridad que la separaba de su presa.
El mul se puso en pie con un tremendo esfuerzo. No pudo evitar lanzar un gemido de dolor, pero no consideró que fuera a tener demasiada repercusión en el combate a punto de iniciarse. Umbra sabía que estaba herido.
—Si quieres luchar, baja aquí —llamó.
Utilizó la funda de la espada para despejar un amplio círculo de crustáceas telarañas.
Umbra no respondió al desafío. En su lugar, la criatura volvió a maldecir, para luego alejarse del hueco de la escalera. Rikus resistió la tentación de subir tras ella, diciéndose que, si su enemigo no deseaba perseguirlo, era mejor quedarse donde estaba.
Después de transcurrido un cierto tiempo sin que la sombra gigante regresara, Rikus decidió iniciar una inspección de su maltrecho cuerpo. El brazo con el que normalmente empuñaba la espada colgaba fláccido e inútil a un costado, y el hombro, descoyuntado, sobresalía al frente casi un palmo. Se dijo que resultaría bastante sencillo empujarlo de vuelta a su lugar, pero también sabía que resultaría doloroso. En uno de los combates que habían decidido al padre de Maetan a venderlo, el mul había permitido que un joven semigigante lo golpeara con un garrote de piedra; el resultado fue una herida similar, y nunca podría olvidar el dolor padecido cuando el curandero devolvió el brazo a su puesto.
Antes de correr el riesgo de que el sufrimiento le hiciera perder el sentido, como había sucedido la última vez, Rikus volvió su atención a la pierna. Por lo que podía ver, estaba en mejores condiciones. El tobillo estaba hinchado, del mismo tamaño que su pantorrilla, pero parecía alineado con la tibia. Apoyó un poco de su peso en él, y un dolor sordo le subió hasta el muslo; no tenía nada que ver con el dolor agudo sentido en las innumerables ocasiones en que se había roto huesos en la arena, de modo que el mul lanzó un suspiro de alivio y siguió con la inspección del resto de la pierna. Aunque toda ella aparecía extremadamente sensible, en especial alrededor de la rodilla, no se apreciaban bultos ni protuberancias. Lo más probable era que tan sólo se hubiera magullado el hueso al caer. La última vez que padeció una herida similar fue poco antes de escapar de los fosos de esclavos de Tithian, cuando permitió que un enano amigo lo venciera en un entrenamiento con garrotes.
Maldiciéndose por ser tan blando, Rikus fue depositando poco a poco más peso en la pierna contusionada. Le dolía hasta el hueso, pero no se dobló aun cuando apoyó todo el peso en ella sola. Apretó los dientes para resistir el dolor y se obligó a mantener el peso sobre la pierna hasta acostumbrarse al malestar.
Rikus estaba ya listo para ocuparse del brazo herido. Sujetó el hombro dislocado y lo empujó con fuerza hacia la cavidad que debía ocupar, lanzando un alarido terrible cuando este encajó por fin con un chasquido en la articulación.
—No hay necesidad de chillar… todavía —gritó Umbra desde lo alto de la escalera.
El mul miró hacia el lugar del que provenía la voz de la criatura y vio que esta había regresado; en la palma de la mano que le quedaba ardía una brillante llama trémula.
En un principio Rikus se sintió desconcertado, aunque menos por cómo podía Umbra sostener una llama ardiendo en la palma de la mano que por qué querría hacerlo el gigante. El mul no podía imaginar que un espectro como aquel no fuera capaz de ver en la oscuridad, pero esa parecía ser la única explicación… hasta que Rikus recordó la forma en que Maetan había hecho aparecer a la criatura.
Una fina sonrisa frunció los labios del mul. «¿Qué es una sombra sin luz?», musitó para sí, desenvainando el Azote de Rkard.
Rikus se aplastó contra la pared. El dolor de volverse a encajar el hombro lo había dejado mareado y con ganas de vomitar, y sentía como si fuera a desplomarse sobre el suelo y perder el conocimiento en cualquier instante. Apretó los dientes y luchó por mantenerse despierto.
La llama de la mano de Umbra arrojaba su temblorosa luz sobre el suelo de la pequeña sala, pero la gigantesca sombra pareció tardar una eternidad en descender por la oscura escalera. Por fin, Rikus vio una lengua de fuego relucir en una esquina.
El mul se arrojó hacia la escalera y balanceó la espada sobre el brazo sano de Umbra. Un helor insoportable se apoderó de Rikus cuando su pecho entró en contacto con la sombra, y fue a añadirse a la terrible agonía que atormentaba su apaleado cuerpo. El gigante lanzó un juramento y escupió una negra neblina que llenó los pulmones de Rikus con un hedor malsano y gélido.
El mul descargó la espada y sesgó la muñeca de la mano sana de la negra bestia. Umbra lanzó un grito de sorpresa y dolor, al caer al suelo la mano y el fuego que sostenía. La llama, no obstante, siguió ardiendo.
—Veo que el escorpión sigue conservando el aguijón —siseó la criatura y, extendiendo los muñones de ambos brazos hacia Rikus, pulverizó al mul con negros vapores venenosos que lo helaron tanto como lo había hecho la mano de la sombra.
Rikus se arrojó sobre la llama en un desesperado intento de eliminar aquella fuente de luz, y lanzó un grito de dolor cuando la llama abrasó la carne de su pecho desnudo. Al cabo de un instante, la fría forma de Umbra se colocó sobre su espalda y un helor insoportable se apoderó de su cuerpo. El hueco de la escalera se tornó negro, y el silencio lo invadió todo.