4: La torre de Buryn

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La torre de Buryn

Los ojos de Rikus estaban fijos en la mano de Caelum, que resplandecía con un violento color rojo a la vez que despedía humo por las puntas de los dedos. Brillaba con tanta fuerza que resultaba traslúcida, a excepción de la oscura red de gruesos huesecillos enterrados bajo la carne.

—Sujétalo con fuerza —dijo el enano—. A cambio de su magia, el sol exige un pago en forma de dolor.

Apretando a Gaanon contra su regazo, Rikus deslizó las manos bajo los enormes brazos de su amigo y le rodeó con los muslos la gruesa cintura.

—¿Estás seguro de que esto funcionará? —inquirió el mul.

Caelum echó una mirada al llameante disco que flotaba en el cielo aceitunado.

—¿Dudas también cada mañana de que el sol pueda liberarse del mar de Silt?

—No, pero esto es…

—¿Puedo empezar? —interrumpió Caelum, utilizando la mano libre para señalar su refulgente palma—. Esto resulta casi tan doloroso para mí como lo será para tu amigo.

Al otro extremo del largo cuerpo de Gaanon, Neeva sujetó un tobillo debajo de cada uno de sus fornidos brazos.

—Estoy lista —anunció.

Rikus hizo un gesto a Caelum, y el enano hundió dos dedos humeantes dentro de la purulenta herida del semigigante. Haces de luz brotaron al exterior desde la herida como hilillos de una telaraña, y la pierna de Gaanon se volvió tan traslúcida como la mano de Caelum; las venas se transparentaron a través de la piel como gruesos cordeles.

El gladiador abrió los ojos desmesuradamente, y de sus labios surgió un rugido atronador que resonó en todas las cabañas de Kled. Instintivamente, intentó incorporarse, y Rikus tuvo que emplear toda su energía para mantenerlo tumbado. Aferrada a los tobillos del semigigante, Neeva no hacía más que rebotar contra las losas del suelo mientras luchaba con todas sus fuerzas para mantener las piernas del herido relativamente inmóviles.

Gaanon tiró de los brazos de Rikus, intentando doblarse hacia adelante y apartar de un golpe al enano de su herida. El mul lo contuvo, pero con grandes dificultades. Sin dejar de vigilar al semigigante, Caelum mantuvo los dedos en la herida; el color fue desapareciendo poco a poco de la mano y la carne volvió a tornarse opaca. Cuando todo el fuego hubo abandonado sus dedos, el enano los retiró y rellenó con un pedazo de ropa el agujero recién cauterizado.

La pierna del semigigante siguió brillando, y a Rikus le pareció ver diminutas lenguas de fuego centelleando a lo largo de músculos y venas. Gaanon dejó de gritar y echó la cabeza atrás hasta recostarla en los brazos del mul. Al cabo de un instante, cerró los ojos y empezó a respirar pesadamente, sumido en un profundo sopor.

—No hay peligro en soltarlo ahora —informó Caelum. Aseguró el tapón en el muslo del semigigante rodeándole la pierna con una venda, y luego miró a Neeva—. Eres muy fuerte. Debido a que lo sujetaste tan bien, mi trabajo resultó mucho más fácil.

Neeva arrugó el entrecejo y no respondió, no muy segura de cómo aceptar el cumplido.

—¿Ahora qué? —preguntó Rikus, colocando la cabeza del semigigante sobre el suelo—. ¿Vertemos agua en su garganta?

—Demasiado pronto —dijo Lyanius, agitando un dedo retorcido en dirección a Rikus.

El anciano enano, que lucía un vendaje ensangrentado alrededor de la cabeza, era el que había advertido a Rikus para que no se rindieran. Lyanius era también el padre de Caelum y el uhrnomus del poblado, término que parecía querer significar «abuelo» en algunos casos pero también, en un contexto de sumo respeto, «fundador».

Lyanius tomó a Rikus del brazo y lo ayudó a incorporarse.

—Tendrás que esperar un día a que despierte.

—¿Un día? —exclamó el mul—. Eso es mucho tiempo.

K’kriq, a quien habían asignado el mando de los exploradores, ya había enviado un corredor para informar que los supervivientes del combate de aquella mañana se movían en dirección a un gran grupo de rezagados provenientes de la primera batalla. No se veía señal de que Maetan estuviera con el ejército urikita, pero, ahora que la legión había llenado sus odres de agua, Rikus quería reanudar la persecución lo antes posible.

—El sol hará su trabajo a su debido tiempo —dijo Caelum—. Lo siento, pero no hay nada que pueda hacer para acelerar la recuperación de tu amigo.

—Lánzale otro conjuro —exigió el mul—. Aunque tardes algunas horas para localizarlo en tu libro de hechizos y memorizarlo otra vez…

—No soy un hechicero —le espetó el enano, las comisuras de sus labios torcidas hacia abajo con expresión indignada—. Soy un sacerdote del sol.

—¿Cuál es la diferencia? —inquirió Neeva, situándose entre Rikus y el enano.

—Los hechiceros roban su magia de las plantas —explicó Caelum, dulcificando la expresión al dirigirse a ella—. El mío es un don del sol. Al utilizarlo no se afecta para nada a ningún otro ser vivo.

—¿Entonces por qué no utiliza todo el mundo la magia del sol? —quiso saber Jaseela, colocándose junto a Neeva y alzando la cabeza para contemplar al refulgente astro—. Es enorme, y todo el mundo se beneficiaría de una magia que no estropee la tierra.

—La magia de los sacerdotes no es algo que se tome por las buenas; es un don que se otorga a aquellos que se comunican con los elementos —les explicó Lyanius. El anciano agitó una mano moteada de manchas parduscas en dirección al pueblo—. De todas estas personas que habitan bajo el sol, sólo Caelum ha sido favorecido con los ojos de fuego.

—Así pues, tu hijo no nos sirve de nada —dijo Rikus, mordiéndose los labios de frustración.

—Querrás decir de nada aparte de lo que ya ha hecho —corrigió Neeva, ocultando la involuntaria descortesía del mul.

Caelum meneó la cabeza y clavó los ojos en el suelo.

—Lo siento. Claro está, que si queréis dejar al semigigante con los otros…

Los enanos se habían ofrecido a cuidar de los tyrianos heridos, pero al mul no lo satisfacía demasiado la idea de dejar atrás a un luchador tan fuerte como Gaanon.

—No nos iría mal un descanso —dijo Jaseela, indicando la plaza con la barbilla—. Estos últimos días no te habrán resultado duros a ti, pero han sido toda una prueba de resistencia para aquellos de nosotros que no somos muls.

Rikus contempló al resto de su legión. La mayoría de los guerreros estaban reunidos alrededor de la cisterna, llenando cansinamente los odres de agua u ocultándose bajo sus capas en un inútil esfuerzo por protegerse del sol.

—Tienes razón, Jaseela —asintió el mul—. Transmite la noticia.

—Estupendo —dijo Lyanius—. Los míos prepararán provisiones para tu ejército. —El anciano enano hizo un gesto a Rikus para que lo siguiera—. Tú vendrás conmigo.

—¿Adonde? —preguntó Rikus—. ¿Para qué?

Lyanius lo miró con una expresión arisca que dejaba bien claro que al uhrnomus no le gustaba que le hicieran preguntas. Cuando Rikus desvió la mirada, el viejo jefe llamó a una muchacha enana de rostro redondo y ojos chispeantes, a la que dio una larga serie de instrucciones en el idioma gutural de su pueblo. Rikus aprovechó la oportunidad para llamar a Styan a su presencia. El templario había guardado las distancias desde que el mul los había hecho descender a él y a sus hombres de su puesto bajo el arco.

—Los enanos nos facilitarán provisiones —anunció Rikus, colocando un pesado brazo sobre los hombros del templario—. Tú y tus hombres las transportareis, pero, si pesco a cualquiera de vosotros abriendo un saco sin mi permiso, os cortaré la cabeza.

—Pero…

—Si no te gusta, podéis regresar a Tyr —finalizó el mul.

—Sabes que no puedo —dijo Styan, entrecerrando sus pálidos ojos de color ceniza—. Debo quedarme con la legión e informar.

—Entonces cumple mis órdenes —replicó Rikus. Sus dedos juguetearon con la bolsita donde había guardado el cristal del templario—. Y los únicos informes que Tithian recibirá serán los que yo envíe.

Styan rechinó los dientes.

—¿Es eso todo? —preguntó.

Por toda respuesta, Rikus apartó el brazo de sus hombros y miró a otro lado.

Cuando el templario se hubo marchado, Lyanius volvió a tomar al mul del brazo.

—Por aquí —indicó, tirando de él en dirección al otro extremo del pueblo—. Ven tú también, Caelum.

—¿Vamos a Kemalok, uhrnomus? —preguntó este, echando a andar en pos de su padre.

Lyanius asintió despacio; unos murmullos asombrados, aunque aprobadores, se alzaron de la multitud de jóvenes enanos que parecían estar siempre rondándolo.

—Hemos de pedir también a Neeva que nos acompañe —dijo Caelum, con voz tan firme como la de su progenitor—. Ha salvado mi vida, y luchado tan bien contra los urikitas como Rikus.

Lyanius clavó los agudos ojos en su hijo, reprobando con una mueca su descaro, pero, al ver que el joven enano no se inmutaba ante su dura mirada, el anciano suspiró.

—Si te hace feliz, lo permitiré.

Sonriendo satisfecho, Caelum hizo una señal a Neeva y se colocó detrás de Rikus y su padre. El anciano avanzó con paso majestuoso hasta la muralla del pueblo, dirigiéndose al punto que quedaba justo a los pies de la enorme duna. Una pareja de enanos montaban guardia en aquel lugar. Iban armados con hachas de armas de metal y cada uno estaba colocado a un lado de una puerta chapada en bronce decorada con el bajorrelieve de un enorme pájaro con cabeza de serpiente. El animal tenía las alas extendidas, las garras abiertas y la cabeza de serpiente lista para atacar. La puerta se encontraba ligeramente entreabierta, y Rikus observó que daba a un profundo túnel que conducía bajo la duna.

—¿Por qué está la puerta abierta? —inquirió Lyanius, dirigiéndose a los dos guardas.

Los dos jóvenes se miraron, incómodos.

—Estaba abierta cuando regresamos a nuestros puestos después de la batalla —respondió uno de ellos.

—¿Cómo pudieron los urikitas…? —empezó Caelum frunciendo el entrecejo, preocupado.

El anciano enano alzó una mano para interrumpir a su hijo y, durante un buen rato, observó los ojos del pájaro-serpiente.

—La puerta se abrió por sí sola —dijo por fin.

—¿Hace eso muy a menudo? —quiso saber Rikus, extrañado.

—De vez en cuando —respondió Lyanius, dedicando al mul una sonrisa enigmática—. Pero no me inquieta. Dos urikitas se introdujeron en su interior después de que la puerta se abriera, pero lamentarán muy pronto su error.

—¿Cómo es eso? —preguntó Neeva.

El anciano volvió la cabeza sin responder y ordenó:

—Dejad las armas con los centinelas.

Dicho esto, el enano levantó los ojos hacia la escultura del pájaro y emitió un corto y chillón silbido. La puerta se abrió por completo con un crujido; los goznes chirriaron con tanta energía que Rikus sospechó que el sonido debía de haberse oído incluso en el otro extremo de Kled.

No sin cierta reticencia, Rikus y Neeva dejaron sus espadas con los centinelas y siguieron a Lyanius. Al mul no le gustaba quedarse sin sus armas, pero estaba claro que el uhrnomus no toleraría discusiones.

Ya en el interior del túnel, Lyanius recogió un par de antorchas del suelo, que Caelum encendió por el simple procedimiento de pasar la mano por encima.

El anciano miró a Neeva con acritud.

—Tres de nosotros no las necesitamos —dijo, refiriéndose al hecho de que, al igual que los elfos, los enanos y los muls estaban dotados de la habilidad de percibir el calor ambiental cuando no existía otra fuente de luz—. Pero, puesto que vienes con nosotros a petición de mi hijo, muchacha —siguió, dedicándole una inesperada sonrisa—, las utilizaremos de todas formas.

Tras entregar una de las teas a su hijo, Lyanius inició el descenso por el fresco túnel. Para evitar que la arena cayera al interior y obstruyera el pasadizo, este estaba revestido de anchas tiras de piel de animal, grises y agrietadas por los años. Unas vigas de madera, cuyos extremos descansaban sobre columnas de piedra, sostenían el revestimiento. El estrecho pasillo era tan bajo que Rikus y Neeva tenían que andar agachados para pasar por él.

Justo cuando el mul iba a preguntar cuánto más tenían que andar, el túnel tocó a su fin dando paso a una pequeña cámara. El sendero conducía a una pequeña pasarela de piedra que tenía todo el aspecto de haber sido un puente en el pasado. Caídas junto a la pasarela había más de una docena de armas de diferentes materiales. Algunas parecían muy antiguas, a tenor de la podredumbre de sus empuñaduras de madera o de la amarilla fragilidad de sus hojas de hueso.

Dos de las armas, no obstante, parecían bastante nuevas. A un lado del puente yacían dos espadas cortas de obsidiana; los blancos dedos de la mano sin vida de un hombre aferraban todavía cada una de las empuñaduras. El resto de los cuerpos no resultaba visible, habiéndose hundido lentamente en la finísima arena que ahora llenaba el foso situado bajo el puente. Aun así, a Rikus no le cupo la menor duda de que ambos espadachines vestían la túnica roja de los soldados de Hamanu, ya que la forma de las armas era idéntica a la de las utilizadas por el ejército urikita.

Una sonora y satisfecha carcajada escapó de los labios de Lyanius y resonó en las silenciosas paredes de la arenosa cueva.

—Escuchad las palabras de los antiguos, o este será vuestro final —dijo el anciano, conduciéndolos a través del puente.

El pequeño grupo se detuvo al otro lado, bajo la puerta en forma de arco de un magnífico muro de piedra. Grabadas en el arco se veían varias extrañas runas que Rikus supuso que eran las letras de un lenguaje escrito.

—Más allá de esta puerta, pon tu confianza en la fuerza de tu amistad, no en el temple de tu espada —tradujo Lyanius con una sonrisa maliciosa en los arrugados labios.

El anciano los condujo hasta una puerta de la que, a pocos metros por encima de la cabeza de Rikus, colgaba un rastrillo de hierro herrumbroso sujetado por gruesas cadenas que desaparecían por un conjunto de aberturas en el interior de los puestos de vigía que bordeaban el sendero. Las paredes de estas edificaciones eran de mármol blanco, cortado con tanta delicadeza y encajado de una forma tan magistral que ni siquiera un hilillo de luz de una antorcha se habría podido deslizar entre sus bloques.

—Bienvenidos a Kemalok, la ciudad perdida de los reyes enanos —anunció Lyanius, indicando a sus invitados que cruzaran la entrada.

—Nunca había visto tanto hierro en un solo sitio —dijo Neeva, paseando la mirada por el rastrillo y las cadenas—. ¿Qué rey podía permitirse esto?

—Lo que veis no es nada comparado con las maravillas del alcázar —alardeó Caelum—. Seguidme.

El enano cruzó por debajo del rastrillo. Cuando Neeva y Rikus intentaron seguirlo, una figura que les llegaba a la altura del pecho salió de detrás de la esquina de una de los puestos de guardia y les cerró el paso. Llevaba una armadura de láminas negras, adornada con junturas de plata y oro. La figura empuñaba un hacha de armas con un filo de metal aserrado salpicado de luces centelleantes, y su casco estaba rematado por un corona de resplandeciente metal blanco incrustada de piedras preciosas, que dejó fascinado a Rikus.

A pesar de lo magnífico de la armadura de la aparición, fueron sus ojos lo que más llamó la atención del mul. Las órbitas eran todo lo que era visible de un rostro envuelto en vendajes verdes, y ardían con un resplandor tan amarillento como el cielo al mediodía.

—¡No os mováis! —ordenó Caelum.

Rikus obedeció al igual que Neeva. El mul no tenía ni idea de lo que era aquella cosa, pero sí sabía que no tenía el menor deseo de enojarla.

—Rkard, el último de los grandes reyes enanos —explicó Lyanius, retrocediendo hasta donde se encontraban ellos. Pasó junto al momificado rey con la misma tranquilidad que si se tratara de su hijo—. No quiere haceros ningún daño. Mostradle que no lleváis armas.

Rikus y Neeva hicieron lo que el enano les pedía. Cuando se volvieron de nuevo hacia la figura, Rkard se hizo a un lado. En cuanto los dos gladiadores hubieron pasado, el viejo rey volvió a colocarse impidiendo el paso por la puerta.

—Extraño —masculló Lyanius.

—Puede que haya más urikitas por aquí —sugirió Rikus, atisbando en la oscuridad del otro lado del foso.

—No seas tonto —le espetó el anciano enano, señalando las dos espadas de obsidiana hundidas en el foso. Las manos que sujetaban las empuñaduras habían desaparecido por completo—. Dos urikitas entraron, y dos han muerto.

Tras esto, Lyanius los condujo hasta el final del corredor formado por la puerta de acceso. Al otro lado, un confuso laberinto de túneles se bifurcaban en una docena de direcciones, descendiendo hasta lo que habían sido las amplias avenidas y ocultas callejuelas de una metrópolis de considerable tamaño. La mayor parte de Kemalok seguía enterrada bajo montículos de arena, pero se veía lo suficiente para que Rikus se diera cuenta de que casi todos los edificios estaban hechos de bloques de granito. Las puertas de metro cincuenta de altura y las estrechas y bajas ventanas no dejaban lugar a dudas de que esta había sido, realmente, una ciudad de enanos.

Caelum los llevó por el túnel más ancho, mientras Lyanius explicaba:

—Descubrí Kemalok hace doscientos años.

—¿Cómo? —inquirió Neeva.

—Por casualidad di con una pequeña sección del parapeto que el viento había dejado al descubierto —respondió el anciano, con una sonrisa levemente divertida bailando en sus arrugados labios—. Al momento comprendí que acababa de encontrar una ciudad de los enanos de la época de los antiguos. Los merlones eran demasiado bajos para gente de vuestra estatura, y el trabajo de la piedra mucho más refinado de lo que los patéticos albañiles de nuestros días pueden realizar.

El anciano pasó entonces a relatar el siguiente siglo y medio de excavaciones; al principio había trabajado solo, pero había acabado por convertirse en el jefe de todo un poblado concentrado en un definitivo restablecimiento de Kemalok. Rikus no le prestaba más que una atención superficial. La atención del mul estaba fija en la localización de ruido de pisadas tras ellos, y cada dos o tres pasos volvía la cabeza para mirar por encima del hombro. El que la puerta que protegía esta ciudad secreta se hubiera «abierto por sí sola» le ponía los nervios de punta, y no confiaba demasiado en el recuento de cadáveres de Lyanius.

Al cabo de un rato llegaron a otro puente que conducía a una nueva puerta. Esta vez, el puente estaba hecho de tablas de madera, ahora medio podridas y remendadas aquí y allá con las anchas costillas planas de un mekillot. Caelum abrió de un empujón las dos hojas de una inmensa puerta de hierro, y los guio por un túnel corto surcado de aspilleras que les quedaban a la altura del pecho. Al final del túnel, los enanos de Lyanius habían cavado una serie de bóvedas que revelaban la muralla exterior de un enorme castillo.

Mientras recorrían esta zona, Rikus se dedicó a mirar por las ventanas de lo que habían sido los talleres y hogares de los herreros, curtidores, flecheros, armadores, y una docena de otros artesanos del castillo. Sus herramientas, hechas en su mayoría de acero y hierro, colgaban todavía de los anaqueles donde habían sido cuidadosamente guardadas miles de años atrás. Rikus no pudo evitar quedarse boquiabierto ante toda aquella enorme cantidad de metal.

Atravesaron una nueva puerta y penetraron en la muralla interior. En el centro de este patio se alzaba un alcázar cuadrado de mármol blanco, cuyo techo quedaba oculto por la bóveda de arena sobre sus cabezas. En cada esquina del alcázar se elevaba una torre redonda más pequeña, cuyas aspilleras dominaban casi todo el patio situado a sus pies.

—Esta es la Torre de Buryn, hogar de los reyes enanos durante tres mil años —dijo Lyanius con orgullo, abriendo las puertas.

—¿Tres mil años? —exclamó Neeva—. ¿Cómo lo sabes?

El anciano enano la contempló ceñudo como quien contempla a un niño respondón.

—Lo sé —contestó, indicando a Rikus y a la mujer que pasaran al interior.

A cada lado del vestíbulo de entrada había un par de bancos de piedra, uno apropiado para las cortas piernas de los enanos y uno para las piernas más largas de los humanos. Las esquinas estaban ocupadas por armaduras enanas completas, el mango de un hacha de armas de doble hoja bien sujeto entre los guanteletes de la armadura. Tanto armadura como armas estaban hechas de reluciente metal, que brillaba con la misma fuerza que el día en que lo forjaron.

Recordando el recibimiento de que habían sido objeto a las puertas de la ciudad, Rikus examinó las fantásticas armaduras con gran cautela. Por fortuna, al otro lado de los visores de los cascos no distinguió ni ojos relucientes ni ninguna otra cosa que no fuera un negro vacío. Lo que sí observó el mul, de todos modos, fue que los trajes eran demasiado pequeños para un enano. Aunque poseían la altura correcta, no eran ni con mucho lo bastante amplios para acomodar las enormes espaldas y abultadas extremidades propias de la raza enana.

Lyanius se dio cuenta del cuidadoso estudio que el mul hacía de las armaduras y explicó:

—Nuestros antepasados no eran tan robustos como lo somos nosotros ahora. —Las mejillas del anciano enrojecieron y desvió la mirada—. Incluso tenían algo de pelo —añadió, malhumorado.

Neeva enarcó las cejas, y Rikus se mordió los labios para ocultar su repugnancia. Muls y enanos se enorgullecían por lo general de sus pelados cuerpos y cabezas. La mayoría de los miembros de ambas razas consideraban repulsiva la idea de tener el cuerpo cubierto por una enmarañada excrecencia de pelo sudoroso.

Caelum penetró en la siguiente zona excavada, un enorme corredor que recorría todo el perímetro del alcázar. El suelo estaba decorado con un dibujo de brillantes baldosas cuadradas blancas y negras, y, a distancias regulares a lo largo de las paredes, unas elevadas columnas blancas sostenían el abovedado techo. Entre cada arcada se veía un mural pintado directamente sobre la pared.

Neeva se acercó al que tenía más cerca y lo estudió con atención.

—¿No eres dado a exagerar, verdad, Lyanius? —inquirió—. ¡Cuando dijiste pelo no imaginaba algo así!

Rikus se reunió con ella. El dibujo que examinaba Neeva mostraba a un enano ataviado con una armadura dorada, con un enorme mazo de guerra en los brazos. Por debajo de la dorada corona le caía una larga pelambrera de cabellos despeinados que le llegaban hasta más abajo de los hombros. Pero esto no era lo peor. El rostro lo tenía oculto bajo una espesa barba que empezaba justo debajo de los ojos y descendía enmarañada hasta su estómago.

—¡Venid! —ordenó Lyanius—. No os traje aquí para que os burlarais de mis antepasados.

Los empujó pasillo abajo, con Caelum pisándoles los talones. Mientras pasaban junto a los otros murales, el mul pudo darse cuenta de que también en estos aparecían enanos portadores de enormes barbas. Las pinturas generalmente mostraban enanos de pie en salas sombrías de torreones poco iluminados o en las oscuras cámaras de alguna cueva inmensa.

Al llegar al último mural de la hilera, Rikus se detuvo. No le cabía la menor duda de que la pintura representaba al guardián de la ciudad, al rey Rkard. Al igual que la figura que les había salido al encuentro en las puertas de la ciudad, el enano del cuadro tenía ojos dorados y vestía una armadura de metal negro adornada de oro y plata. Su casco estaba rematado por una corona de un extraño metal blanco incrustado de piedras preciosas. En las manos, el rey del cuadro sostenía un hacha de armas idéntica a la que llevaba el guardián de la puerta. La dentada hoja del arma estaba salpicada de diminutas chispas de luz.

Interesante como era la representación del rey, fue el telón de fondo de la pintura lo que fascinó al mul. Detrás de Rkard, el terreno descendía por una suave colina cubierta por los verdes tallos y las flores rojas de una planta de anchas hojas que Rikus no reconoció. Al pie de la ladera, una amplia cinta de aguas azules serpenteaba a través de un conjunto de prados floridos, en los que crecían cultivos de todos los colores y formas imaginables. El río terminaba por desaparecer finalmente en el fondo de la pintura en el interior de un bosque de ondulantes árboles cuyos colores iban del ámbar al castaño, pasando por el rojo. Tras esta masa de árboles se alzaba una cordillera, cuyas cumbres y laderas más elevadas aparecían curiosamente cubiertas de blanco.

—Rkard es el rey que condujo a nuestros antepasados al mundo —explicó Lyanius.

—¿Qué mundo? —jadeó Rikus, los ojos fijos todavía en la pintura.

—Este, desde luego —respondió Caelum, estudiando también el cuadro—. No dejes que el mural te lleve a engaño. El autor debe de haberlo adornado bastante. A lo mejor esta tierra verde es su idea del paraíso… o puede que del otro mundo.

—No es así —replicó Lyanius, con voz curiosamente taciturna—. Los artistas enanos pintaban sólo lo que veían.

—¿Qué quieres decir? —interrogó Neeva, mirando el mural con el entrecejo fruncido—. ¿Quién ha visto nunca algo como esto? ¡Es incluso más magnífico que el bosque de los halflings!

—Sigamos —gruñó Lyanius, desviando la mirada—. No es esto lo que os he traído a ver.

El enano les hizo doblar una esquina y descender por el corredor hasta que llegaron a una puerta cubierta con una placa de bronce en la que había un bajorrelieve de la cabeza de un enano barbudo. Los azules ojos de la escultura, hechos de cristal pintado, siguieron los movimientos de Lyanius y sus invitados a medida que estos se acercaban.

Rikus y Neeva intercambiaron una inquieta mirada al ver la animada escultura.

Lyanius se detuvo ante la puerta y empezó a hablar con la cabeza, utilizando un extraño lenguaje compuesto de sílabas cortas y compactas. Cuando terminó, los ojos de mirada fija estudiaron a Rikus y Neeva durante unos instantes, mirándolos de arriba abajo. Por fin los labios metálicos de la cabeza empezaron a moverse, y respondieron a la pregunta de Lyanius con el mismo idioma entrecortado. La puerta se abrió de par en par.

En el momento en que la puerta se abría, Rikus escuchó un debilísimo arrastrar de pies en el pasillo a su espalda.

—¿Alguien ha oído eso? —preguntó.

—Estoy seguro de que no era más que el eco de la puerta al abrirse —respondió el anciano.

Pese a sus palabras, el enano entregó su antorcha a Rikus e, indicando a los otros que permanecieran donde estaban, regresó muy despacio a la lóbrega oscuridad del pasillo, donde su visión de enano no se veía interferida por la luz de los hachones.

—¿No deberíamos acompañarlo? —inquirió Rikus.

—No si en algo valoras tu vida —respondió Caelum—. ¡Mi padre es bastante susceptible en lo que respecta a cuidar de sí mismo!

Aguardaron durante lo que les pareció una eternidad hasta que Lyanius volvió a surgir silenciosamente de entre las sombras.

—No hay nada ahí —informó, irritado—. Sin duda sería un wrab.

—¿Wrab? —preguntó Neeva.

—Una diminuta serpiente voladora —explicó Caelum.

—Inmundas bebedoras de sangre —añadió el anciano, penetrando por la puerta que había abierto antes—. Por lo general, son tan silenciosas como la muerte, pero de vez en cuando chocan contra algo.

No muy convencido, Rikus atisbo pasillo abajo. No descubriendo nada que contradijera lo dicho por el viejo enano, siguió a los otros al interior de la pequeña habitación. Estaba iluminada por un pálido resplandor de luz ambiental que no parecía surgir de ningún sitio concreto, pero que llenaba la sala como una neblina. En el centro de la habitación, un libro abierto flotaba en el aire, como si descansara sobre una mesa que Rikus no podía ver.

—Quería que supierais que, al salvar a Kled, salvasteis algo más que un pueblo —dijo Lyanius, indicando el libro con orgullo.

Estaba encuadernado en piel ribeteada de oro, y las largas columnas de caracteres angulosos de sus hojas de pergamino resplandecían con una verdosa luz propia. En los márgenes, dibujos de brillantes colores de animales astados se movían ante los ojos del mul, pastando o saltando como si todavía vagaran por las cañadas en las que el artista los había visto por vez primera.

Pero, a pesar de las mágicas pinturas del libro, Rikus se sentía más interesado por lo que no podía ver. Tras pasar la mano, primero por arriba y luego por abajo, preguntó:

—¿Qué lo mantiene en el aire?

—¿Qué lo mantiene en el aire? —repitió Lyanius—. Te muestro El libro de los reyes de Kemalok, ¿y me preguntas por la mecánica de un simple hechizo?

—Nunca me han interesado mucho los libros. No hay mucho tiempo para aprender a leer en los corrales de los esclavos —dijo el mul, devolviendo su atención al tomo, algo cohibido.

—Tampoco puedo leer yo… al menos este libro —respondió Lyanius, calmándose—. Fue escrito en la lengua de nuestros antepasados. Sólo he conseguido traducir una pequeña parte, lo suficiente para saber que este volumen cuenta la historia de Kemalok.

—Eso es… ah… interesante —repuso Rikus, dirigiendo una rápida mirada a Neeva para ver si ella comprendía por qué el anciano consideraba tan importante haberlo llevado allí.

—Me parece que Rikus encontrará más interesante el Gran Salón, uhrnomus —interpuso Caelum, observando la expresión perpleja del mul—. Lo que importa no es que nuestros amigos comprendan la importancia de lo que hicieron, sino que impidieron que El libro de los reyes cayera en manos urikitas.

Las palabras de Caelum calmaron al anciano.

—Eres muy sensato para ser alguien que aún no ha cumplido los cien —dijo, complacido.

Al abandonar la pequeña habitación, la cabeza en bajorrelieve habló a Lyanius durante unos instantes, y luego la puerta se cerró por sí sola. El anciano condujo a sus amigos pasillo abajo durante un corto trecho y dobló una nueva esquina. En esta ocasión, se detuvieron ante un par de gigantescas puertas de madera tan plagadas de podredumbre que Rikus se sorprendió de que todavía permanecieran sujetas a sus goznes.

No obstante el deterioro de las puertas, los extraños animales tallados en cada una de ellas seguían resultando hermosos y nítidos. Eran unas bestias enfurecidas que recordaban a los osos, sólo que, en lugar de los caparazones articulados que acorazaban a las criaturas contra las que Rikus había luchado, estas no iban cubiertas de más protección que una larga maraña de largo pelaje. El mul se preguntó si las tallas no mostrarían alguna raza más mansa que los antiguos enanos habían tenido como mascotas.

En cuanto Lyanius dio un paso en dirección a las enormes puertas, estas se abrieron, mostrando una majestuosa sala tan grande que las antorchas no conseguían iluminarla de un extremo a otro. De todos modos, mientras los cuatro recorrían su perímetro, el mul pudo observar que en una ocasión había sido un gran salón de banquetes. De las paredes pendían docenas de armas de metal de todos los tamaños y clases, entremezcladas con gigantescos murales de pinceladas y colores vibrantes. Estas pinturas mostraban o bien escenas románticas entre un apuesto noble enano y su hermosa enamorada, o bien valerosos combates en los que solitarios caballeros enanos derrotaban a gigantes, serpientes de cuatro cabezas, y a docenas de hombres-bestia de ojos rojos.

Lyanius los guio hasta la parte delantera de la habitación, y pidió a Rikus que se colocara frente a la enorme mesa de banquetes allí situada. El mul dirigió a Neeva una mirada indecisa, pero cumplió los deseos del enano, quien entregó su antorcha a su hijo y desapareció en la oscuridad.

El anciano rebuscó durante un buen rato por toda la habitación, apartando escudos y hachas. Por fin, regresó junto al trío con un cinto negro colgado al hombro y una espada de acero en los brazos. Depositó el cinto sobre la mesa, se volvió hacia Rikus con la larga espada y golpeó el brazo izquierdo del mul con la hoja plana.

—En el nombre de los ciento cincuenta reyes de la antigua raza de los enanos, y ante su presencia, agradezco tu valentía y habilidad para expulsar a los invasores urikitas de las puertas de Kemalok —dijo, dedicando a Rikus una severa sonrisa al tiempo que le daba una palmadita en el otro brazo—. Te nombro Caballero de los Reyes Enanos, y te obsequio con esta arma mágica, el Azote de Rkard.

El anciano le tendió el arma, y Rikus lo contempló boquiabierto.

—¿No encolerizará a Rkard que se lleve un arma en Kemalok? —exclamó—. ¿En especial cuando se trata de la suya?

—Esta no es la espada de Rkard —respondió Lyanius con una mueca de dolor—. Es el arma que le infligió su última herida, la que lo mató. En cuanto a la ley de Kemalok…, a los invitados se les prohíbe llevar armas, pero tú ya no eres un invitado. Eres un caballero de la ciudad.

Rikus sujetó la empuñadura de la espada, pero, nada más tocarla, su cerebro empezó a dar vueltas aturdido. De improviso podía escuchar los corazones de sus compañeros palpitando en sus oídos como los tambores de un destacamento gulgiano, y sus respiraciones le recordaban a un tifón de polvo abriéndose paso por el mar de Silt. Escuchó un agudo rechinar de zarpas arañando la piedra a sus espaldas y dio un salto, girando en redondo, para encontrarse con que el sonido lo había provocado un escarabajo negro que corría por el suelo unos metros más allá.

Apenas si se había repuesto de la impresión causada por este extraño sonido, cuando escuchó el zumbido de alas de wrab agitando el aire en el exterior del gran salón. Apartando violentamente a Neeva y Caelum, corrió hasta las puertas del aposento y las cerró con fuerza; el crujido de los goznes retumbó en sus oídos y recorrió su espina dorsal como un rayo, mientras que el ensordecedor chasquido del picaporte al cerrarse estuvo a punto de derribarlo. A los pocos instantes, el wrab fue a aterrizar en la parte exterior de la puerta con un fuerte ruido. Una serie de terroríficos chirridos resonaron por entre la madera mientras la criatura buscaba afanosamente una grieta por la que colarse. Rikus sacudió la cabeza y se apartó de la puerta retrocediendo tambaleante, al tiempo que alzaba el Azote de Rkard para defenderse.

Al encontrarse cara a cara con la reluciente espada, la aturdida mente del mul empezó a hacerse cargo, poco a poco, de la situación. La espada era mágica, comprendió; con ella, podía oír cualquier sonido cercano como si lo hubiera producido un gigante junto a su oído.

—¿Rikus, qué sucede?

La voz preocupada de Neeva retumbó en su cabeza como un trueno, desperdigando las pocas ideas coherentes que había conseguido reunir. El agudo dolor que sintió en los oídos le hizo proferir un grito. Soltó la espada y cayó de rodillas.

—¿Qué es lo que le sucede? —inquirió Neeva. Sus palabras siguieron afectando los oídos del mul, pero ya no resultaban tan fuertes como momentos antes.

—Rikus, vuelve a recoger la espada —ordenó Lyanius—. Debería haberte advertido sobre lo que iba a suceder y explicado cómo controlar la magia.

Al ver que Rikus no mostraba intención de recoger el arma, el anciano se acercó a él con paso cansino.

—Me parece que no quiero esa espada —dijo el mul, contemplando el arma con temor.

—Recoge la espada —murmuró Lyanius, deteniéndose junto a él—. Concéntrate en un único sonido y los otros se desvanecerán. Descubrirás que resulta un objeto muy útil.

Rikus obedeció de mala gana, concentrando sus pensamientos en la respiración del anciano enano. Con sorpresa, descubrió que todos los otros sonidos se iban apagando progresivamente hasta convertirse en simple ruido de fondo; los seguía escuchando, pero ya no retumbaban en su cabeza ni le destrozaban los oídos. Por desgracia, la respiración del anciano le seguía sonando como el rugido del dragón.

—Ahora, a la vez que te concentras en el sonido escogido, habla en un tono de voz normal —dijo Lyanius.

Con la atención fija en la respiración del anciano, Rikus contestó:

—Perfecto. ¿Ahora qué?

Las ráfagas de aire que entraban en los pulmones del enano y salían de ellos perdieron intensidad ante el volumen de su propia voz, y Rikus descubrió que podía volver a pensar.

—Ahora ven conmigo —indicó Lyanius.

Rikus se incorporó y siguió al anciano de vuelta junto a la mesa de banquetes.

—¿Hace alguna otra cosa la espada?

—No lo sé —respondió el anciano—. La he visto mencionada en El libro de los reyes, pero no he podido leer lo suficiente de la anotación como para averiguar todos los poderes que pueda poseer.

Mientras Lyanius hablaba, Rikus ajustó su capacidad auditiva, mágicamente aumentada, y se concentró en las palabras del enano.

—Gracias por la espada. Es un gran honor.

—No hemos terminado aún —dijo el anciano, tomando el negro cinto de encima de la mesa.

Entregó el cinturón a Rikus, y el rígido cuero crujió como guijarros que cayeran sobre adoquines. El objeto era tan ancho que parecía casi una faja. La hebilla quedaba oculta por un campo de rojas llamas, con la calavera de un feroz semihombre en el centro.

—Este es el Cinturón de Mando —explicó Lyanius, pasando el cinturón alrededor de la cintura del mul.

—¿Qué es lo que hace? —inquirió Rikus, dando un paso atrás.

Su pregunta arrancó una divertida risita de los labios del anciano enano.

—No tienes de qué preocuparte —dijo—. Su magia no resulta tan perturbadora como la del Azote de Rkard. Durante tres mil años, este cinturón fue pasando de un general enano a otro, un símbolo de autoridad sobre todos los ejércitos de los enanos.

—¿Por qué me lo entregas? —quiso saber Rikus, permitiendo que el anciano se lo sujetara a la cintura.

—Porque eres el único caballero digno de él.

—En realidad eres el único caballero —añadió Caelum—. No hay nadie más para llevarlo.

Rikus estaba a punto de dar nuevamente las gracias al anciano cuando escuchó un grito de alarma proveniente del otro lado de las cerradas puertas. Aunque le fue imposible comprender las palabras, reconoció la voz como la de la escultura de ojos de cristal de la puerta de la habitación en la que se guardaba El libro de los reyes.

—¡El libro! —exclamó el mul, volviéndose hacia las puertas.

—¿Qué le sucede? —jadeó Caelum.

—¡La puerta acaba de chillar! —gritó, indicando a Lyanius que lo siguiera.

Antes de que pudiera dar más explicaciones, el mul escuchó cómo la agria voz de Maetan lanzaba una exclamación de sorpresa. Un potente estampido siguió al chillido del doblegador de mentes.

Las puertas de la sala se abrieron por sí solas cuando Rikus llegó ante ellas. El wrab que había permanecido aferrado a ellas elevó el vuelo y se lanzó sobre el mul, quien derribó al repugnante animalillo antes de que pudiera atacarlo.

Rikus salió al pasillo y escuchó un nuevo grito de la puerta. Se produjo una nueva explosión cuyo sonido resonó por todo el corredor con tal fuerza que afectó los oídos de todos los que se encontraban allí. El mul salió disparado en dirección al ruido, confiando en que los otros lo seguirían.

Tras la violenta explosión, el alcázar quedó inquietantemente silencioso, y al mul le pareció que tardaba una eternidad en desandar el camino hasta la habitación. El pasillo parecía más largo de lo que recordaba, y su frustración se vio agravada cuando penetró por error en varias entradas que resultaban parecidas a aquella en la que se guardaba el libro.

Finalmente llegó a la habitación correcta, y en esta ocasión no le cupo la menor duda de que había encontrado el lugar. Frente a ella yacía la figura inerte del rey Rkard, la parte superior de su enorme hacha partida en dos y la negra armadura abollada y chamuscada por una explosión. Rikus atisbo de mala gana el interior del yelmo y vio que la tela verde que envolvía el rostro del rey se había consumido. Sólo una calavera carbonizada, medio cubierta por una capa de piel tensa y correosa, lo contemplaba ahora desde el otro lado del visor.

Mientras el mul estudiaba el rostro de Rkard, una luz amarillenta empezó a brillar dentro de las cuencas de los ojos del cadáver. No deseando ser la primera cosa que viera el rey al recobrar el conocimiento, Rikus se apartó y se volvió hacia la cámara que contenía el libro.

La puerta chapada en bronce colgaba fuera de sus goznes, retorcida y destrozada como si un gigante la hubiera abierto de una patada. Los ojos de cristal del bajorrelieve habían sido arrancados del rostro y yacían hechos añicos sobre las losas del suelo.

Lyanius fue el primero en llegar junto a Rikus; sin mediar palabra penetró como una exhalación en la habitación y profirió un grito angustiado.

—¡No está!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Caelum, nada más llegar—. ¿Quién puede haber hecho esto?

—Maetan —respondió Rikus, recorriendo el largo pasillo con la mirada.

Neeva llegó corriendo entonces, y la antorcha que sostenía proyectó un círculo de luz amarilla sobre el pequeño grupo. No tuvo necesidad de preguntar qué había sucedido.

Lyanius salió precipitadamente de la habitación y agarró la mano de Rikus.

—¡Tienes que encontrarlo! ¡Ese libro es la historia de mi pueblo!

Mientras el anciano hablaba, el cuerpo del rey Rkard se puso en pie y miró a su alrededor como buscando algo, sin prestar atención a Rikus o a sus compañeros.

—Silencio —ordenó el mul, apartándose del grupo—. Utilizaré la espada para localizar a Maetan.

Durante un buen rato, el mul sujetó la empuñadura de su nueva espada, atento a todos los sonidos de la antigua ciudad enana. Escuchó la nerviosa respiración de sus compañeros, alguno que otro chirrido metálico cada vez que Rkard cambiaba de postura, incluso el sordo siseo de las antorchas que habían dejado atrás en el gran salón…, pero no detectó la menor señal de la presencia de Maetan.

—Se ha ido —anunció al fin.

—¿Cómo? —gimió Lyanius, enterrando el rostro entre las manos.

—El Sendero —respondió Neeva.

Rikus apoyó la punta de la espada sobre el suelo cubierto de arena.

—Recuperaré el libro —aseguró, con una expresión de inflexible determinación en el rostro—, aunque para ello tenga que perseguir a lord Lubar hasta la misma Urik.

—Iré contigo —declaró Caelum con energía—. Y también muchos de los enanos jóvenes del pueblo. Hay muchos que harán de esta misión el eje de su existencia.

—Agradeceré vuestra ayuda —asintió Rikus.

Los ojos de Lyanius se iluminaron. Como para demostrar que su recién hallado campeón no era simplemente una cruel ilusión dejada por el ladrón de su valioso libro, el anciano extendió una mano y tocó el brazo del mul.

—¿Puedes hacerlo?

—Piensa antes de contestar, Rikus —advirtió Neeva—. No prometas algo que no puedas cumplir.

Por toda respuesta, Rikus apoyó una mano sobre el Cinturón de Mando y empezó a andar en dirección a la salida.

—Salimos en dirección a Urik dentro de una hora.

—No te has ganado ese cinturón todavía, mi amor.

Aunque Neeva musitó por lo bajo sus palabras, en los oídos de Rikus resonaron con tanta fuerza como las explosiones mágicas utilizadas por Maetan para derrotar a Rkard y hacerse con El libro de los reyes de Kemalok.