3: El pueblo de las arenas

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El pueblo de las arenas

Los sedientos tyrianos permanecían bajo un arco de dorada arenisca, refugiándose como podían del ardiente cielo, los ojos fijos en un punto situado más abajo: las aspas de un pequeño molino que giraban lentamente. Con cada vuelta, el molino extraía unos cuantos litros de agua fría y transparente de un profundo pozo y los arrojaba al interior de una cisterna cubierta.

Por desgracia, la cisterna se encontraba en el centro de un pequeño pueblo. La rodeaba una plaza circular, con un margen dentado de salientes curvados que recordaban lenguas de fuego. El círculo estaba pavimentado con adoquines de arenisca roja, y todo el conjunto le recordaba a Rikus con demasiada intensidad la abrasadora bola de fuego que pendía del cielo matutino.

Las cabañas que rodeaban la plaza también recordaban al sol, con sus redondas paredes de losas rojas. Las construcciones no tenían más de metro y medio de altura, y ninguna de ellas estaba cubierta por nada que se pareciera a un techo. Desde su posición en la ladera de la colina, Rikus podía mirar directamente al interior y ver las mesas y bancos de piedra, y los lechos que las amueblaban. Desde luego que en Athas no era necesario proteger las pertenencias de la lluvia, pero al mul le pareció estúpido que a los habitantes de aquellas casas no les importara que tanto ellos como sus pertenencias permanecieran expuestos a los brutales rayos del sol durante todo el día.

Las cabañas, colocadas en una serie de anillos concéntricos, estaban rodeadas por un único muro bajo de ladrillo rojo que en aquellos momentos se hallaba guarnecido por ochocientos hombres de la tropa urikita. Otros doscientos ocupaban los extremos de la plaza, con las lanzas apuntadas en dirección a una atemorizada masa de hombres y mujeres apiñados en círculo.

Los prisioneros eran todos de baja estatura, llegando tan sólo a la altura del pecho de sus guardianes, y con una figura rechoncha y angulosa que hacía que incluso Rikus pareciera poco musculoso en comparación. Sus cuerpos estaban totalmente desprovistos de pelo y tan tostados por el sol que habían adquirido un profundo tono caoba, a excepción de un fragmento de piel anaranjada que recubría la cresta de duro cartílago que discurría por la parte superior de sus cabezas.

Sobresaliendo por encima de los enanos, en el centro del círculo situado junto a la cisterna, se encontraban Maetan de Lubar y cuatro corpulentos guardaespaldas. Aunque la distancia que los separaba era tal que Rikus no podía distinguir la expresión del urikita, el mul sí podía ver que el doblegador de mentes se dedicaba a sorber agua de un cazo de madera con la mirada levantada en dirección al arco donde se encontraban el gladiador y sus compañeros.

El mul desvió la mirada del enemigo al terreno que rodeaba la ciudad de los enanos. En la parte más próxima a Rikus, losas de arenisca veteadas en tonos naranja, salpicadas de moradas bolas de espinos y de los plateados abanicos de las varas de Jesé, se elevaban en empinados ángulos para convertirse en las estribaciones de las Montañas Resonantes. El otro extremo del poblado estaba dominado por un desolado montículo de arena cobriza.

Guerreros tyrianos muertos de sed ocupaban la duna y las losas de arenisca, sentados a la vista de todos y contemplando la cisterna con ojos anhelantes. Durante las horas de luz aceitunada que seguían al amanecer, la legión de Rikus había ocupado posiciones alrededor del pueblo y esperaba desde entonces la orden de atacar. Pero con los urikitas aguardando a que sus tropas realizaran el primer movimiento, Rikus no tenía prisa por dar la orden.

—Si atacamos, Maetan matará a los enanos —gruñó el mul, sacudiendo la cabeza y volviéndose hacia las cinco personas que lo acompañaban—. Si no lo hacemos, moriremos de sed.

El ejército tyriano se había quedado sin agua dos días atrás, después de cinco jornadas de perseguir a Maetan y de combatir contra sus tropas en retirada para evitar que consiguiera reagrupar al ejército urikita. Gracias a su sangre mul, Rikus no se veía demasiado afectado por la falta de agua; tampoco lo estaba K’kriq, que sólo bebía cada diez o doce días en el mejor de los casos.

Por desgracia, el resto de la tropa no era tan resistente. Los gruesos labios de Neeva estaban agrietados y sangraban, sus verdes ojos, hundidos y apagados, y la piel le caía en pequeñas escamas rojas. Los negros cabellos de Jaseela estaban tiesos como briznas de paja y la punta de la inflamada lengua sobresalía por la caída comisura de sus labios. En cuanto a Styan, tenía la garganta tan comprimida que apenas si conseguía jadear cuando intentaba hablar.

Pero el que se encontraba en peor situación era Gaanon. A causa de su gran estatura, precisaba más agua que la mayoría de los guerreros, y la sed empezaba a afectarlo más deprisa que a los demás. Tenía la garganta tan hinchada que se veía obligado a mantener la boca abierta todo el tiempo para no asfixiarse. La simple acción de dar unos pocos pasos agotaba su enorme cuerpo de tal forma que debía permanecer inmóvil sobre el suelo para tranquilizar su desbocado corazón. Para empeorar las cosas, la herida del muslo del semigigante se había infectado, y un hilillo de pus manaba continuamente del corte. Rikus estaba convencido de que Gaanon moriría si no conseguía agua pronto.

—No sé qué hacer —admitió el mul.

—Sólo hay una cosa que podamos hacer —musitó Styan. Ataviado todavía con su sotana negra, era el único miembro del grupo cubierto con algo más que un taparrabos, un corpiño y una capa liviana. Afirmaba que las pesadas vestiduras retenían una capa de humedad junto a su piel, pero Rikus tenía sus dudas.

—Sí —coincidió Jaseela—. Debemos marcharnos.

—¿Estás loca? —gruñó Styan.

—No pienso ser responsable de la muerte de todo un pueblo —replicó la mujer, agitando una mano en dirección a la atestada plaza.

—No son más que enanos —objetó Styan—. Y más locos que la mayoría, a juzgar por su pueblo.

Rikus alzó una mano para hacerlos callar. Sus comentarios no le habían sido de ninguna ayuda, ya que era muy consciente de la situación: o bien moría su legión, o morían los enanos.

—¿Qué piensas? —preguntó a Neeva.

—Es nuestra lucha, no la de los enanos —respondió esta sin vacilar—. No podemos sacrificarlos para salvarnos nosotros.

—Pero también estamos salvando a Tyr —añadió Styan.

—Te preocupa aún menos Tyr que los enanos —siseó Jaseela.

—Es suficiente. —Rikus se interpuso entre ambos—. Sé lo que tenemos que hacer.

—¿Qué? —jadeó el templario. Por la hostil inflexión de su voz, Rikus comprendió que Styan no estaría contento con ninguna respuesta que no significara agua.

Rikus se volvió de nuevo hacia el poblado, donde Maetan se dedicaba a desperdiciar agua vertiéndola sobre las cabezas de sus prisioneros.

—Capturaremos la cisterna… sin dejar que Maetan mate a nadie.

—Una gran idea —dijo Styan—, pero en cuanto a ponerla en práctica…

—¡Lo intentaremos! —le espetó Rikus, manteniendo los ojos fijos en Maetan.

Aunque no lo expresó en voz alta, temía que Maetan aniquilara el poblado enano incluso aunque su legión se fuera. Como mínimo, los hambrientos urikitas saquearían a los enanos y los dejarían sin provisiones para sobrevivir.

—¿Cómo? —Fue la suave voz de Jaseela la que hizo la pregunta.

El mul no tenía una respuesta. No por primera vez desde que había amanecido, sus pensamientos se dirigieron hacia Sadira y Agis, pero intentó rápidamente alejarlos de su mente. A estas horas, debían de encontrarse ya a medio camino de vuelta a Tyr. No importaba lo mucho que lamentara la ausencia de la magia de la semielfa o del dominio del arte del Sendero del noble, él y su legión debían resolver este problema por sus propios medios.

Durante lo que pareció una eternidad, Rikus permaneció inmóvil contemplando cómo Maetan vertía agua sobre los enanos. Por fin, al mul se le ocurrió un plan.

—Vamos a rendirnos —dijo, volviéndose hacia sus compañeros.

—¿Qué? —inquirieron estos al unísono.

Rikus movió la cabeza afirmativamente.

—Es la única forma de interponernos entre los urikitas y los enanos antes de que se inicie la lucha.

—¡Esto es increíble! —exclamó Styan, la tensa voz quebrándose de furia.

—Sin armas, estaremos en gran desventaja —dijo Jaseela—. Perderemos muchos guerreros.

—No si van los gladiadores a la cabeza —ofreció Rikus—. En los fosos, antes de aprender a luchar con armas, se aprende a luchar sin ellas. —Dirigió una rápida mirada a Neeva y preguntó—: ¿Qué te parece?

La fornida luchadora permaneció en silencio varios instantes, para finalmente inquirir:

—¿Haces esto porque tienes miedo de que no volvamos a atrapar a Maetan?

—Si fuera Maetan todo lo que me interesa, ya habríamos atacado —replicó Rikus. La pregunta de Neeva lo hería más de lo que debiera, y comprendió que había algo de cierto en lo que la mujer insinuaba. De todos modos, consideraba que tomaba la decisión correcta—. Además, es lo único que se me ocurre para damos a nosotros y a los enanos una posibilidad de sobrevivir.

Al ver que Neeva no seguía discutiendo, Styan anunció:

—Los templarios no tomarán parte.

—Eres libre de elegir —dijo Rikus—. Si consideras que es una mala idea, no te pediré que envíes a tu compañía.

—Estamos dispuestos a luchar, pero por Tyr… no por un poblado enano —respondió, sarcástico. El templario introdujo la mano en el bolsillo y extrajo el pequeño cristal de olivino verde que le permitiría ponerse en contacto con Tithian—. Y tampoco creo que el rey quiera que sacrifiquemos a nuestros guerreros por un puñado de enanos. Yo diría que vamos a tener un nuevo comandante en cuestión de…

Rikus sujetó la mano del templario.

—Esto no es decisión del rey —afirmó, arrancando el cristal de entre los dedos de Styan—. Sólo tienes dos elecciones. Únete a nosotros y ayúdanos, o espera aquí y reza para que tengamos éxito.

Styan contempló a Rikus con expresión colérica; luego liberó su mano de un tirón.

—Esperaré.

Dejando de lado al templario, el mul introdujo el cristal en el interior de su bolsa de cuero, y dio instrucciones a Neeva y Jaseela para que las transmitieran a los demás. Tras dejar sus cahulaks en el suelo, Rikus se dispuso a descender.

K’kriq se colocó a su lado y empezó a bajar con él la ladera de arenisca, pero el mul se detuvo meneando la cabeza.

—Tengo que ir solo, K’kriq —dijo. Aunque el thri-kreen aprendía rápidamente el tyriano, Rikus se dirigió a él en urikita. No quería ningún malentendido.

El thri-kreen sacudió la cabeza de ojos saltones y posó una pinza sobre el hombro del mul.

—Compañero de jauría.

Rikus apartó la pinza.

—Sí, pero no vengas hasta que empiece la lucha —dijo, reanudando el descenso.

K’kriq hizo caso omiso de la orden y lo siguió. El mul se detuvo y contempló ceñudo al thri-kreen. A pesar de lo mucho que valoraba el arrojo en el combate del guerrero-mantis, también recordaba la facilidad con que Maetan se había hecho con el control de su mente durante el último enfrentamiento. No quería arriesgarse a que volviera a suceder lo mismo antes de que el combate estuviera en todo su apogeo.

Decidiendo expresar sus órdenes en términos que K’kriq parecía comprender, Rikus señaló a Gaanon.

—Si yo soy un compañero de jauría, también lo es Gaanon —dijo—. Quédate aquí y protégelo.

El thri-kreen paseó la mirada del mul al semigigante.

—¿Proteger? —Abrió las mandíbulas confundido.

—Guardar, como si fuera una cría tuya —explicó el mul.

—¡Gaanon no es un polluelo! —replicó K’kriq, mirando a Rikus de soslayo. No obstante, el thri-kreen dio media vuelta y se fue hasta el semigigante sacudiendo la cabeza como si el mul estuviera loco.

Con un suspiro de alivio, Rikus descendió solo por la ladera. Al acercarse a las puertas del pueblo, que ni siquiera eran tan altas como él, levantó las manos por encima de la cabeza para demostrar que iba desarmado. El mul podría haber alcanzado la parte superior del muro que rodeaba el pueblo sin que sus pies abandonaran el suelo, y agarrado la barandilla situada sobre la caseta del vigía de un salto.

Cuando hubo llegado a una distancia suficiente para poder conversar, un oficial urikita asomó el barbudo rostro por encima de la pared.

—No te acerques más —gritó, empleando una versión del dialecto utilizado comúnmente para el comercio—. ¿Qué quieres?

—He venido a rendir mi legión a Maetan de Urik —respondió Rikus. Hizo todo lo posible por parecer arrepentido y enojado.

—A Maetan no le sirve para nada tu legión… excepto como esclavos —replicó el oficial, entrecerrando los negros ojos lleno de suspicacia.

—Mejor esclavos que cadáveres —repuso Rikus. Aunque no había querido decirlo, las palabras brotaron de su garganta de todos modos—. Hace días que no tenemos agua.

—Aquí hay mucha —respondió el oficial. Esbozó una sonrisa perversa y estudió al mul unos instantes; luego hizo una señal para que abrieran la puerta.

Rikus pasó al otro lado y permitió que lo sujetaran el oficial y varios soldados. Le ataron las manos y le colocaron un nudo corredizo alrededor del cuello, tras lo cual lo condujeron en dirección al molino y la cisterna situados en el centro del pueblo. En el trayecto pasaron junto a una docena de hileras de cabañas redondas. Al mirar a su interior por encima de las paredes, el mul advirtió que todas estaban dispuestas de forma parecida. A un lado de la puerta había una mesa redonda rodeada por un trío de bancos curvados. Al otro lado había un sencillo armario que contenía diversas herramientas y armas. Las camas, plataformas de piedra cubiertas por varias capas de diferentes clases de pieles, se encontraban frente a la entrada. Las únicas diferencias entre los edificios venían dadas por el número de camas y lo ordenada que estuviera cada casa.

Al llegar a la plaza, los hombres que escoltaban a Rikus lo empujaron con brusquedad a través del círculo de guardas, y utilizaron las puntas de sus lanzas para impelirlo hacia Maetan. Al paso del mul, los prisioneros enanos se hacían a un lado, estudiándolo con ojos oscuros que delataban a la vez respeto y perplejidad. Algunos intercambiaron comentarios en su gutural lenguaje, pero los acompañantes de Rikus los hicieron callar rápidamente a base de golpes.

En el centro de la plaza, Maetan de Urik aguardaba junto a la cisterna de piedra, con el cazo todavía en la mano. Llevaba la capa tan cubierta de polvo y suciedad que parecía más marrón que verde, e incluso la Serpiente de Lubar había pasado del rojo al naranja pálido. Los delgados labios del doblegador de mentes estaban agrietados y resecos, y la delicada piel parecía más pálida y cetrina de lo que Rikus recordaba de la batalla.

Los soldados empujaron a Rikus para colocarlo junto a su comandante, y los cuatro guardaespaldas del urikita se apresuraron a adelantarse y rodear al prisionero. Los cuatro fornidos humanos llevaban coseletes de cuero y empuñaban espadas de metal. El mul enarcó una ceja ante la visión de tantas armas centelleantes, pues cada una de ellas valía lo mismo que doce gladiadores de primera. En Athas, el metal era más precioso que el agua y tan escaso como la lluvia.

Tras mantener durante unos instantes la mirada fija en los ojos del hombre que había custodiado a Rikus hasta allí, Maetan despidió al oficial con un gesto de la mano.

—¿Cómo es que conoces mi nombre, chico? —exigió el doblegador de mentes, dirigiéndose al mul como o haría un amo con su esclavo.

La pregunta sorprendió a Rikus, ya que su guardián no había transmitido ningún informe verbal a su comandante. Comprendiendo que Maetan debía de haber interrogado al oficial por medio del Sendero, el mul tomó buena nota de proteger cuidadosamente sus pensamientos antes de responder:

—Nos hemos visto antes, hace muchos años.

—¿Es cierto eso? —inquirió Maetan, los fríos ojos grises clavados en el rostro de Rikus.

—Tenías diez años. Tu padre te llevó a visitar sus fosos de gladiadores —repuso el mul, rememorando el encuentro con la misma claridad que si hubiera tenido lugar el día anterior.

Hasta el día en que había visto a Maetan por primera vez, Rikus pensaba que todos los muchachos aprendían a ser gladiadores, trabajando arduamente para ir escalando posiciones hasta convertirse en entrenadores y puede que incluso señores. Pero, cuando lord Lubar llevó a su enclenque vástago a ver los fosos, Rikus no necesitó más que echar una mirada a los ropajes de seda del muchacho pan comprender la diferencia entre esclavos y amos.

Maetan estudió al mul durante un rato.

—Ah, Rikus —dijo al fin—. Ha transcurrido mucho tiempo. Padre tenía puestas muchas esperanzas en ti, pero, por lo que recuerdo, apenas si sobreviviste a tus tres primeros enfrentamientos.

—Me fue mejor en Tyr —respondió el mul con amargura.

—Y ahora deseas regresar a la familia Lubar —observó Maetan—. ¿Como esclavo?

—Eso es —respondió el otro, tragándose la rabia que sentía—. A menos que obtengamos agua, mis guerreros morirán al ponerse el sol mañana.

Maetan paseó la mirada por la hilera de gladiadores que rodeaba el pueblo.

—¿Por qué no entráis y la cogéis? —interrogó—. Llevo horas preguntándome por qué no habéis atacado. No podríamos deteneros.

—Sabes muy bien por qué —respondió Rikus, dirigiendo una significativa mirada a los enanos.

El urikita torció los blanquecinos labios en un esbozo de sonrisa.

—Claro, los rehenes —rio con afectación.

—Rendirse no salvará Kled, tyriano —dijo la cascada voz de un anciano enano en el idioma de Tyr.

Maetan volvió la cabeza rápidamente en dirección al que había hablado, un enano de edad avanzada cuyas mejillas estaban tan fláccidas que le colgaban de la barbilla como una barba.

—¿He dado acaso permiso a este hombre para hablar?

Uno de los guardaespaldas se abrió paso por entre los rehenes en dirección al enano. Cuando el urikita lo sujetó, el anciano no hizo el menor gesto para resistirse o escapar.

—¿Lo ves? —dijo en lugar de ello—. Nada bueno sale de…

El puño del arma del urikita cayó sobre la nuca del enano, quien se desplomó en el suelo; la cabeza fue a dar contra las duras baldosas con un fuerte estrépito. Una oleada de exclamaciones de asombro y cólera recorrió el grupo de rehenes. Otro enano se adelantó retador hacia el guarda, los puños bien apretados y los ojos rojo orín clavados en el rostro de su contrincante. Aparte del color de sus ojos, el enano destacaba por su altura de casi metro y medio y por un sol rojo tatuado en la frente. Su constitución física no recordaba tanto a un canto rodado como la de sus congéneres.

—Estate quieto, o haré que le quiten la cabeza de forma definitiva —le espetó Maetan, utilizando los fluidos fonemas del idioma comercial.

El enano interrumpió su avance, aunque la cólera y el odio no desaparecieron de sus ojos. Al mismo tiempo, un murmullo de resentimiento se fue extendiendo por entre los rehenes a medida que aquellos enanos que entendían las palabras del urikita traducían la amenaza a sus compañeros. El silencio se fue adueñando de la plaza.

Tras hacer una pausa para dirigir una mirada despectiva al enano de ojos rojos, Maetan devolvió su atención a Rikus.

—¿Así pues, la legión de Tyr se rendirá para salvar a los enanos de Kled?

—Sí —respondió el otro—. Esta no es su guerra. No queremos que resulten heridos.

—Supongo que comprenderás que me sienta reacio a creerte —dijo Maetan.

—No debería sorprender a nadie que los hombres liberados de Tyr den más valor a lo que es justo que un noble de Urik —replicó Rikus. Uno de los guardaespaldas tensó el nudo corredero que rodeaba el cuello del mul, pero Maetan no mostró la menor reacción ante el insulto. Rikus prosiguió—: Si pensáramos atacar, ya lo habríamos hecho. —La cuerda le apretaba tanto la garganta que se vio obligado a jadear esta última frase.

—Estoy seguro de que piensas explicarme qué es lo que voy a ganar si acepto vuestra rendición. ¿Por qué no debería permanecer tal y como estoy ahora y dejar que tus hombres murieran de sed? —El doblegador de mentes hizo una señal al guarda para que aflojara la tensión sobre la garganta del mul.

—Dos cosas —respondió Rikus, tragando con dificultad—. En primer lugar, te convendría regresar a casa con dos mil esclavos. Eso es todo lo que conseguirás llevarte de Tyr.

Los finos labios de Maetan se contrajeron furiosos, pero no mostró ninguna otra señal externa de sus sentimientos.

—¿Y la segunda?

Rikus indicó con la barbilla en dirección a los guerreros que rodeaban el pueblo.

—Incluso para un tyriano, la preocupación por la justicia tiene un límite.

Maetan sorprendió entonces a su interlocutor con una rápida respuesta.

—Acepto. —Señaló con una mano al enano alto de ojos rojos y le indicó que se acercara. Mientras este se adelantaba con expresión retadora, Maetan siguió—: Caelum habla tyriano. Transmitirá tu mensaje a los gladiadores.

—¿Cómo sabes…? —empezó el enano, boquiabierto.

—Eso no es de tu incumbencia —gruñó un guardaespaldas, empujando al enano en dirección a Rikus.

—Tu valor y el de tus hombres es admirable, pero no muy sensato —dijo Caelum, mirando al mul a los ojos. La mandíbula, barbilla y mejillas del enano estaban bien definidas y marcadas, pero no resultaban tan macizas como en la mayoría de sus compatriotas. Existía incluso una cierta simetría y elegancia de proporciones entre la nariz y el resto del rostro, con unas nada típicas arruguitas en las comisuras de los labios y en los rabillos de los ojos—. Si haces esto, no habrá nada que impida a los urikitas matarnos a todos.

—Somos nosotros los que decidimos —contestó Rikus, evitando deliberadamente los rojos ojos del enano. Si Maetan podía leer la mente de Caelum, el mul no deseaba colocar en ella ninguna pista de lo que había planeado. Así pues, señaló el arco de arenisca situado en lo alto de la ladera de la colina—. Limítate a transmitir el mensaje a los que están allí arriba.

En cuanto el enano hubo desaparecido de su vista, Maetan dirigió al mul una mirada despectiva.

—Tus hombres serán vendidos como esclavos, como has pedido —dijo—. En cuanto a ti, recibirás una muerte lenta y terrible para disfrute del rey Hamanu.

Convencido de que podría vengarse más adelante, Rikus permaneció en silencio mientras Caelum ascendía hasta el arco. El mul encontraba inquietante la rápida aceptación por parte de Maetan de su rendición. Había esperado que el urikita se mostrase más suspicaz, meditando la propuesta durante un rato. Su inmediata aceptación sugería que el doblegador de mentes era muy consciente de los peligros que implicaba aceptar la rendición tyriana; pero, a pesar de ello, Rikus no pensó en cancelar el plan. Tanto si Maetan lo conocía como si no, era la única forma de salvar a su legión y al poblado enano.

A los pocos minutos de la marcha de Caelum, los primeros tyrianos hicieron su aparición en el pueblo. Al contrario que Rikus, no se los ató, ya que para atarlos se habría precisado más cuerda de la que podía obtenerse en todo Kled. Cuando la plaza empezó a verse atestada de gente, Maetan se trasladó al otro extremo junto con Rikus, ordenando a los enanos que regresaran a sus hogares y permanecieran en ellos bajo pena de muerte.

La plaza no tardó en estar repleta de tyrianos desarmados que se apretaban unos contra otros, todos ellos vociferando en demanda de agua y luchando por alcanzar la cisterna situada en el centro… tal y como los generales del mul les habían ordenado hacer. Los urikitas que antes montaban guardia en los muros de Kled ahora rodeaban la plaza, con las lanzas apuntadas a los guerreros de Rikus.

Cuando los últimos tyrianos penetraron en la plaza, Jaseela y Neeva fueron conducidas junto a Rikus, acompañadas por Caelum. Únicamente los templarios y K’kriq, reunidos en un pequeño grupo bajo el arco, permanecían fuera del pueblo.

Haciendo caso omiso de su ausencia por el momento, Maetan estudió a Neeva, que estaba flanqueada por dos fornidos guardaespaldas.

—Una chica excelente —dijo, capturando la mirada de Rikus con sus ojos gris perla—. ¿Salió también ella de los corrales de mi padre? ¿O acaso tu cerebro de mul no te permite recordar eso?

Mientras el doblegador de mentes formulaba su pregunta, un odioso recuerdo penetró en la mente de Rikus. En un oscuro rincón de los fosos de los Lubar, un joven mul, el cuerpo musculoso ya y cubierto de cicatrices, permanecía solo ante un bloque de blanca piedra pómez tallado para parecerse a un gladiador.

—Golpéalo —gruñó una voz familiar.

El muchacho, Rikus a la edad de diez años, miró por encima del hombro. Neeva se encontraba a su espalda, con un látigo de seis cabezas en la mano. Iba a preguntarle qué hacía en sus recuerdos, en una época a la que no pertenecía, pero, ante sus ojos, la figura pasó de atractiva mujer a la repulsiva forma gorda y sudorosa de un entrenador.

El mul sacudió la cabeza, intentando librarse del recuerdo. Ya en una ocasión, un doblegador de mentes se había deslizado en su cerebro oculto tras un recuerdo, y ahora, gracias a la inapropiada aparición de Neeva, el mul ya no tenía la menor duda de que Maetan lo atacaba en forma parecida.

El entrenador golpeó con el puño el costado de la cabeza de Rikus, rugiendo:

—Haz lo que se te dice, chico.

Rikus intentó no hacer caso del entrenador y concentrar sus pensamientos en el presente, pero el recuerdo tenía vida propia. El gladiador se encontró, bajo la apariencia de un mul joven, frente al muñeco de prácticas y golpeándolo con el puño. La áspera superficie le arañó la fina piel de la mano y abrió una serie de pequeños cortes en sus nudillos.

El látigo de seis colas del entrenador se estrelló contra la espalda desnuda de Rikus y le produjo una hilera de cortes que escocían como picaduras de víbora. El muchacho apretó los dientes con fuerza y no gritó. Ya había aprendido que demostrar dolor era una manera de provocar más.

—¡Más fuerte! —escupió el entrenador—. Juro que te arrancaré la piel de los huesos.

Rikus volvió a golpear la estatua, esta vez con todas las fuerzas de que fue capaz. El golpe desgarró la piel de sus nudillos, y un dolor agudo se dejó sentir desde la mano hasta el codo.

—¡Otra vez! —se mofó el entrenador. El látigo chasqueó y arrancó otra tira de piel de la espalda del muchacho.

El joven mul tornó a golpear el muñeco, esta vez imaginando que era al entrenador a quien atacaba. Golpeó una y otra vez, arrojando todo su peso con cada golpe. Pronto, sus manos se vieron reducidas a dos masas insensibles de carne viva que pintaban de rojo la estatua de piedra pómez con su sangre.

Rikus regresó al presente, y Maetan desvió la mirada. Por desgracia, la sonda del doblegador de mentes continuaba siendo poderosa, de modo que el mul no pudo eliminar las dolorosas imágenes de su cerebro.

Maetan contempló a Neeva y Jaseela, y luego indicó con una mano el arco donde aguardaban Styan y sus enlutados hombres.

—¿No tienen sed vuestros templarios?

—Se niegan a bajar hasta ver cómo nos tratas —explicó Jaseela.

—Todos los demás están aquí —añadió Neeva, dirigiendo una rápida mirada a Rikus.

El mul comprendió lo que quería darle a entender su compañera: los tyrianos estaban listos para atacar. Rikus abrió la boca para dar la orden, pero Maetan volvió en ese momento la cabeza y los ojos del doblegador de mentes se clavaron en los del mul.

En el interior del cerebro de Rikus, el gordo entrenador apretó una mano mugrienta y rechoncha sobre la boca del joven mul. Rikus agarró el brazo e intentó apartarlo, pero todavía era muy joven y no podía competir con la fuerza bruta del otro, que era ya un hombre adulto. El entrenador abrió los labios para hablar, mostrando una boca llena de dientes podridos y rotos.

—Olvida el plan —dijo el entrenador—. Nos rendimos en serio.

Ante su sorpresa, el mul se encontró repitiendo aquellas palabras.

Neeva lo contempló furiosa, y Jaseela se quedó boquiabierta.

—¿Qué? —inquirieron a la vez.

Caelum paseó la mirada del mul a las dos mujeres, rascándose con una mano la cartilaginosa cresta de la cabeza.

Rikus intentó mover la cabeza, con la esperanza de alertar a ambas mujeres sobre su situación… y descubrió que no podía moverse. En su cerebro, la poderosa mano del gordo entrenador estaba cerrada sobre la barbilla del muchacho, inmovilizándola con firmeza.

Rikus decidió entonces cambiar de táctica. Recordando la forma en que Agis lo había rescatado del ataque mental de Phatim durante la batalla para capturar la carraca, el mul sustituyó con su propia imagen la que Maetan había introducido en su mente. En lugar de un muchacho, se vio a sí mismo como un gladiador adulto, más fuerte que el entrenador y endurecido por cientos de combates.

Una sensación de náusea se fue apoderando de su estómago a medida que un torrente de energía brotaba de lo más profundo de su ser, transformando al joven mul de sus pensamientos de muchacho a hombre. Este nuevo Rikus aplastó una mano sobre los dedos mugrientos que le tapaban la boca, y utilizó la palma de la otra mano para empujar hacia arriba el codo de su capturador. Manteniendo la rechoncha mano del entrenador apretada contra los labios, el mul se agachó, pasó por debajo del brazo que lo rodeaba, y lo partió a la altura del codo por el procedimiento de empujar hacia abajo con una mano y hacia arriba con la otra.

Tan pronto como la mano del entrenador abandonó su boca, Rikus gritó:

—¡Ahora, Neeva! —Su voz resonó tanto en su cerebro como en el poblado enano.

Neeva enarcó las cejas, y Jaseela meneó la cabeza confundida. Caelum, por su parte, contempló al mul como si el sol le hubiera afectado el cerebro, y luego trasladó la mirada lentamente hacia Maetan. El doblegador de mentes tenía el rostro contraído en una mueca de dolor como si le hubieran roto un brazo.

En un intento por espolear a sus compañeras a actuar, Rikus pateó a los guardas de Maetan, al tiempo que jadeaba:

—Se ha apoderado de mí…

El ataque del mul y su explicación se vieron bruscamente interrumpidos cuando Maetan se recuperó de la conmoción producida por el contraataque mental de Rikus. En el interior de la mente del mul, el entrenador giró sobre sí mismo y se convirtió de hombre en una araña peluda. La inmensa criatura bulbosa lo atacó con dos patas terminadas en pinzas que goteaban un oscuro líquido venenoso.

Rikus saltó a un lado, intentando, por su parte, transformarse en un escorpión de igual tamaño. El esfuerzo le resultó excesivo. Un chorro de energía brotó del interior de su estómago para luego desvanecerse de golpe. El mul se sintió mareado y débil; las piernas le temblaban de agotamiento y el corazón le golpeaba las costillas como el martillo de un herrero. Apenas si consiguió mantenerse en pie para recibir el siguiente ataque de la araña.

En la plaza, Neeva y Jaseela comprendieron por fin lo que sucedía. Neeva dislocó la rodilla del guarda más cercano con un velocísimo puntapié, arrebatándole al mismo tiempo la espada de metal de las manos. Liberó a Rikus pasando la hoja por entre las cuerdas que le sujetaban las manos y, dándose la vuelta, abrió en canal a un segundo guarda en un único y grácil gesto. Jaseela le arrebató la espada al soldado que tenía al lado y la alzó hacia el cielo gritando:

—¡Ahora, guerreros de Tyr!

Un gran grito se elevó de entre sus hombres y de entre los gladiadores. La plaza estalló en un fragor de golpes, restallidos y gritos de dolor mientras los tyrianos arrebataban las armas a sus capturadores.

Al ver esto, Caelum levantó una mano en dirección al sol y pronunció una serie de palabras en una lengua extraña y chirriante que recordaba vagamente el chisporroteo del fuego. El cobrizo brazo se tomó rojo como el fuego, y apuntó con él a la cabeza de Rikus, diciendo:

—Esto te protegerá, tyriano.

Una luz rosada surgió de los dedos del enano y se acumuló alrededor de la cabeza del mul en forma de centelleante esfera. Dentro de la mente del gladiador apareció una barrera de llamas que se interpuso entre él y la araña, justo en el momento en que la horrible criatura saltaba sobre él. La bestia desapareció entre el fuego, chillando colérica.

Al instante, el cerebro de Rikus se vio libre del ataque del doblegador de mentes, y regresó su atención a la plaza y al momento actual. Las piernas le pesaban como si fueran de plomo, le costaba un gran esfuerzo respirar, y sentía los brazos exhaustos… pero estaba libre para actuar.

Mirando a Maetan, que se había refugiado detrás de los dos guardaespaldas supervivientes, Rikus hizo una mueca despectiva.

—Ahora es mi turno —anunció dando un paso al frente.

El rostro del urikita, que mostraba ya el dolor producido por el fuego mental de Rikus, palideció.

—¡Matadlo! —ordenó Maetan, retrocediendo—. ¡Al enano también!

Rikus esquivó la torpe embestida del primer guarda de Maetan, echándose a un lado para evitar el filo de la espada; luego agarró el brazo del hombre con ambas manos y lo inmovilizó al mismo tiempo que levantaba una rodilla para poder romper el hueso. La espada resbaló de la mano del guarda y el mul la recogió antes de que llegara al suelo; de inmediato giró en redondo para estrellar la empuñadura contra la mandíbula del segundo urikita, que se desplomó inconsciente, hecho un ovillo.

Comprendiendo que había dejado la espalda al descubierto, Rikus miró por encima del hombro y vio a otro guarda que se le acercaba espada en mano. Sin molestarse en volverse de cara a su atacante, el mul lanzó una violenta patada al soldado. El talón del pie fue a hundirse en las costillas del otro, que retrocedió tambaleante, respirando con dificultad y sujetándose un costado.

—Debería haberlo partido en dos —dijo Rikus, dándose cuenta entonces de toda la energía que había gastado en su combate mental contra Maetan.

Avanzó hacia el jadeante urikita, quien alzó la espada en actitud de desafío. Con un bufido burlón, Rikus realizó una finta y cortó de un tajo la mano del guarda a la altura de la muñeca; luego, con la mano libre, agarró la nuca del hombre y, empujando la cabeza hacia abajo, la golpeó contra su rodilla. Se escuchó un fuerte crujido. Un chorro de sangre regó la pierna del mul, y el cuerpo sin vida del urikita cayó al suelo con la frente destrozada.

Rikus miró a su alrededor y comprobó que ya no corría peligro. En todos los extremos de la plaza, los urikitas se retiraban por entre las estrechas callejuelas flanqueadas de chozas, perseguidos con saña por los guerreros tyrianos que les habían robado las lanzas y espadas de obsidiana. Cada dos por tres se escuchaba algún grito de dolor procedente del interior del laberinto cíe cabañas de piedra, prueba de que los enanos tomaban cumplida venganza de sus antiguos captores.

El mul devolvió su atención a lo que lo rodeaba directamente, y buscó a Maetan. Descubrió al odiado doblegador de mentes unos veinte metros más allá, al final de uno de los salientes curvados de la plaza en forma de sol. Se encontraba entre dos cabañas, con los grises ojos clavados en el gladiador.

La agria voz de Maetan resonó en el cerebro de Rikus cuando este hizo intención de avanzar hacia el doblegador de mentes. No seas estúpido, chico. Mientras hablaba, el frágil cuerpo del urikita se iba volviendo transparente ante los ojos del mul. Ya te encontraré cuando esté listo para poner fin a nuestro combate.

Dicho esto, Maetan se desvaneció por completo. Rikus hizo intención de gritar para formar un equipo de búsqueda, pero desistió al punto. Recordando cómo su adversario había escapado en un remolino de su primer enfrentamiento, el mul comprendió que el urikita no se habría mostrado tan abiertamente de no haber estado seguro de poder escapar. Se necesitaría más que acorralar a una parte de las legiones urikitas para acabar con lord Lubar.

—Únicamente por boca de nuestros narradores de cuentos he oído hablar de personas que luchen como tú, tyriano —dijo Caelum colocándose junto al mul. Extendió las manos hacia Rikus, con las palmas hacia arriba en señal de amistad—. Me llamo Caelum.

—Yo Rikus —respondió el mul, colocándose la espada bajo el brazo para poder devolver el saludo del enano—. Sin tu ayuda estaría muerto. Te debo una vida.

—Y nosotros te debemos muchas —respondió el otro, señalando la plaza.

Ahora que la batalla se había apartado del círculo, Rikus se apercibió de que su victoria había costado un alto precio. Casi doscientos gladiadores, y muchos de los hombres de Jaseela, yacían sangrando y gimiendo alrededor del perímetro de la plaza, atendidos ya por los hombres y mujeres del poblado que vivían más próximos a la plaza, quienes se habían procurado vendas y morrales de hierbas calmantes para ayudar a los heridos.

Mientras estudiaban la escena que se desarrollaba en la plaza, Neeva gritó desde unos diez metros de distancia:

—¡Cuidado!

Sin pérdida de tiempo, la mujer tomó la lanza de un urikita muerto y la arrojó en dirección a Caelum. El arma cortó el viento y fue a caer detrás del enano, a menos de un metro de su espalda, donde se clavó en algo blando y carnoso. Una voz de hombre gritó de dolor, y una daga de obsidiana repiqueteó contra el suelo a los pies del enano.

Rikus miró por encima del hombro de Caelum y vio que su compañera de lucha había matado al guardaespaldas que habían dejado inconsciente al inicio de la batalla. Al parecer, el urikita se preparaba para atacar al enano por la espalda.

Caelum paseó la mirada del moribundo a Neeva, boquiabierto por el asombro.

—¡Me ha salvado una reina!

—No exactamente —replicó Rikus con una risita, indicando a su compañera que se acercara.

Nada más llegar esta junto a ellos, el enano le tomó las manos y cayó de rodillas.

—Me has salvado la vida —anunció, besándole las palmas—. Ahora yo te la entrego.

—Te la devuelvo —respondió Neeva, contemplando al enano con una expresión que tenía tanto de divertida como de maliciosa. Soltó sus manos de entre las de él, añadiendo—: Tú harías lo mismo por mí.

—Por ti haría eso y mucho más —repuso Caelum, sin levantarse—. Debes aceptar mi regalo. No podría vivir si no te pago…

—Puede que exista una forma de que lo hagas —dijo Rikus, tomando al enano por un brazo y poniéndolo en pie—. El doblegador de mentes que me atacó utilizó su arte para desaparecer. ¿Puedes localizarlo para mí?

Apartando con un esfuerzo sus rojos ojos de Neeva, el enano sacudió la cabeza, apenado.

—Puedo ofrecer protección contra el arte del Sendero, pero mis poderes son los del sol. De poco sirven para localizar a un doblegador de mentes que desea permanecer oculto… aunque desearía que eso no fuese así. Por lo que hizo a nuestro poblado, el urikita debe ser castigado.

—Lo será —prometió Rikus—. Pagará por lo que ha hecho a Kled, y por muchas otras cosas.