6: El oasis del Arroyo Plateado

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El oasis del Arroyo Plateado

Jaenaeyor penetró a grandes zancadas en el frondoso terreno, utilizando su espada de hueso para abrir un sendero a través de bosquecillos de enebros enanos que despedían un fuerte olor agrio. Se detuvo al llegar a unos cincuenta pasos del fuerte de adobe.

—¡Toramund! —tronó—. ¿Qué me has hecho?

Un elfo cubierto con una armadura se inclinó al exterior desde la torre de guardia de la puerta. Aunque la distancia era demasiado grande para verlo bien, Sadira se dio cuenta de que llevaba un casco de cuero con un protector de nariz y amplias placas de metal sobre las mejillas. Su mano empuñaba una espada curva cuyo mango era de caparazón de kank.

—Coge a tus Corredores del Sol y desaparece, Faenaeyon —aulló el otro como respuesta—. Todo lo que conseguirás de Arroyo Plateado es un vientre lleno de flechas.

Para reforzar las palabras de Toramund, los elfos situados a lo largo de los muros tensaron sus arcos, que apuntaban sus flechas al pecho de Faenaeyon. Los Corredores del Sol, tanto hombres como mujeres, ajustaron también sus flechas como respuesta. Sadira imaginó que Toramund debía de tener unos cincuenta elfos en las murallas, mientras que su padre tenía al menos dos veces ese número fuera de la fortificación.

No obstante la amenaza de inminente combate, Faenaeyon no mostró la menor intención de retirarse. En lugar de ello, paseó una mirada desdeñosa por los guerreros enemigos, como si los desafiara a que dispararan.

La hechicera se volvió hacia Magnus, que iba montado en un kank a su lado. Desde que se había unido a los Corredores del Sol, el cantor del viento había sido su constante compañero, curando sus heridas y ocupándose de su seguridad.

—¿Qué es todo esto?

—Plata —respondió el cantor del viento, con las negras órbitas de sus ojos fijas en el pequeño fuerte.

Era evidente que acababan de construirlo, ya que ninguno de los ladrillos de adobe mostraba la menor señal de erosión y las hileras superiores aparecían todavía negras de humedad.

—Los Manos de Plata —prosiguió Magnus— reclaman este arroyo como propio y exigen una moneda de plata de todo aquel que desee abrevar sus animales aquí.

Sadira hizo una mueca. Sólo habían transcurrido unos pocos días desde que había ayudado a los Corredores del Sol a cruzar el cañón de Guthay, pero ya podía imaginar cómo respondería Faenaeyon a tan exorbitante precio.

—¿Qué sucedió la última vez que estuvisteis aquí?

—Hay más Corredores del Sol que Manos de Plata —respondió Magnus, moviendo las orejas.

—O sea que abrevasteis sin pagar —concluyó Sadira.

—No —respondió Rhayn, dedicando a la semielfa una sonrisa avergonzada—. Les robamos.

Rhayn se encontraba al otro lado del kank de Sadira, junto a la pierna que había sido herida por la lanza halfling. La piel de la elfa brillaba a causa del sudor producido por la carrera de aquella mañana, y una criatura larguirucha dormitaba en una especie de cabestrillo a su espalda. Aunque la criatura era de Rhayn, Sadira no sabía quién la había engendrado, ni a esta ni a sus otros cuatro hermanos mayores. La elfa trataba a más de un docena de hombres igual que una mujer de la ciudad podía tratar a su esposo, a pesar de que la mayoría de ellos acampaba con mujeres más dóciles que parecían medio esclavas y medio esposas.

—Por lo que parece, los Manos de Plata han decidido construir un fuerte antes que sufrir la afrenta de un nuevo robo —comentó Magnus, volviendo las orejas al frente en gesto pensativo—. Bastante precavidos, ¿no creéis?

Allá en el campo de enebros enanos, Faenaeyon dejó de dirigir miradas airadas a los guerreros enemigos y devolvió su atención al jefe.

—Abre las puertas, Toramund —aulló—. Mis guerreros y animales necesitan tu agua, y mis bolsas ansían tus monedas.

Faenaeyon tomó la pequeña bolsa que le había quitado a Sadira, la más ligera de las cinco que colgaban de su cinturón, y la sacudió para dar más énfasis a sus palabras. Unos pocos Corredores del Sol rieron ante su audacia, pero muchos otros intercambiaron miradas nerviosas.

—¿Es que quiere iniciar una pelea? —inquirió Sadira—. ¿Por qué no hace un trato?

—Los elfos son demasiado listos para eso —respondió Rhayn, mirando a Sadira como si fuese una criatura.

—Las tribus elfas saben muy bien que no pueden confiar unas en otras —explicó Magnus, más paciente—. Es lo malo de nuestra raza, por otra parte, noble.

Sadira deseó preguntarle qué había de noble en un elfo, pero lo pensó mejor y se mordió la lengua.

Al cabo de una corta pausa, Toramund respondió a la amenaza de Faenaeyon.

—Coge a tu chusma y desaparece, ¡antes de que pierda la paciencia!

—Tu patio de cabras no te salvará —replicó Faenaeyon—. Tengo una hechicera que puede transformar ladrillos en polvo con menos palabras de las que ya he pronunciado.

—¿Rhayn? Esa ramera hija tuya no podría conjurar luz ni de una antorcha encendida —se mofó Toramund.

El elfo se inclinó hacia las profundidades de su torre y empujó al frente a un hombre de cabellos grises y luenga barba.

—Bademyr despachará rápidamente a Rhayn… y también a tu cantor del viento.

La risa de Faenaeyon rebotó en las paredes y rodó de regreso hacia sus propios guerreros en crueles oleadas.

—No es de mi hija de quien hablo, aunque pronto tendrás que disculparte ante ella —gritó. Con gesto teatral, se volvió hacia Sadira y dijo—: Destruye el fuerte, Lorelei.

—No —respondió ella.

Su respuesta provocó un murmullo de incredulidad entre los Corredores del Sol, y varios guerreros se giraron para contemplar boquiabiertos a la hechicera.

Al ver que Sadira no hacía ningún gesto para lanzar un hechizo, Toramund se burló:

—Tu nueva hechicera debe de ser realmente muy poderosa, si no puedes controlarla. Tengo tanto miedo que me he meado en las botas. ¡A lo mejor te gustaría beber eso, Corredor del Sol!

Faenaeyon no prestó atención al insulto. Por el contrario, miró enfurecido a Sadira, con los labios fruncidos en una mueca de enojo. No habló ni se movió, pero la enloquecida luz de sus ojos dejó bien claro el mensaje.

—Destruye el fuerte —la apremió Rhayn con un tono de desesperación en la voz.

—Sería lo más sensato —acotó Magnus—. Sin su fortaleza, los Manos de Plata se rendirán; Faenaeyon les robará, pero no habrá derramamiento de sangre. En cambio, si se llega a las manos, la lucha no finalizará hasta que una tribu sea destruida.

—No podéis engañarme con vuestros jueguecitos elfos —siseó Sadira; luego, con voz lo bastante alta para que Faenaeyon la oyera, añadió—: No utilizaré mi magia para ayudaros a robar.

—No pensaba que una profanadora fuera tan exigente sobre sus motivos —comentó Magnus.

La observación hirió a Sadira como ninguna amenaza podría haberlo hecho.

—Sólo hice lo que era necesario para salvar mi vida —replicó.

—En ese caso vuelve a hacerlo —instó Magnus tras dirigir una rápida mirada al encolerizado Faenaeyon—. Una de las vidas que salvarás será la tuya.

—¿Qué te importa a ti si una tribu elfa roba a otra? —inquirió Rhayn—. ¡No comprendes nada! Esto es entre los Corredores del Sol y los Manos de Plata.

—Entonces vuestro jefe no tiene derecho a inmiscuirme a mí —arguyó Sadira, sin apartar los ojos de los de Faenaeyon.

Magnus inclinó el enorme corpachón hacia Sadira.

—Lo que dices podría ser cierto si estuvieras en Tyr, pero no lo estás —musitó—. Estás con los Corredores del Sol, y aquí la palabra de Faenaeyon es la única ley, por rapaz que pueda parecer. Si dice que destruyas el fuerte, debes hacerlo… O un centenar de guerreros saltará sobre ti para matarte cuando él dé la orden.

La arenga del cantor del viento no consiguió más que fortalecer la resolución de la muchacha.

—No os ayudaré —gritó, hablando directamente a Faenaeyon.

El jefe elfo entrecerró los ojos y empezó a avanzar hacia ella. Los Manos de Plata iniciaron una algarabía de abucheos e insultos, en los que se mofaban de la valentía de los Corredores del Sol y de la habilidad de su jefe para gobernar a su tribu. Uno de los guerreros levantó su arco para disparar contra la espalda de Faenaeyon.

—¡Cuidado! —chilló Sadira, y media docena de guerreros repitieron su grito.

El arco chasqueó en el mismo instante en que el jefe elfo empezaba a volverse, y la flecha se hundió profundamente en su cadera antes de que pudiera reaccionar. Faenaeyon dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero se recuperó. Levantó una mano al ver que sus guerreros se disponían a disparar sus arcos.

—¡Quietas las flechas! —ordenó.

Los Corredores del Sol obedecieron, aunque mantuvieron las flechas en posición de disparo. Agitando la cabeza para dar su aprobación a esta demostración de disciplina, Faenaeyon se mantuvo de espaldas a los Manos de Plata, en claro desafío para que volvieran a dispararle.

Sadira resistió la tentación de sacar sus ingredientes para conjuros. Faenaeyon había iniciado el problema él solo, y estaba decidida a no dejarse arrastrar a intervenir.

Desde el interior de la empalizada, Toramund recorrió el muro con la mirada y tronó:

—¿Quién hizo eso? ¡No di la orden de atacar!

Varios miembros de los Manos de Plata respondieron arrojando a una joven desde lo alto del muro.

Tras permanecer de espaldas a sus adversarios un buen rato, Faenaeyon giró un brazo hacia atrás y se arrancó la flecha de la cadera. La arrojó a un lado con un gesto de indiferencia y, siguió avanzado hacia Sadira; aunque sangraba profusamente y cojeaba un poco, el rostro encolerizado del jefe de la tribu no mostraba ninguna señal de sufrimiento.

—¿Es que no siente dolor? —exclamó Sadira con voz ahogada, manteniendo la mano en el interior del morral.

—No —respondió Rhayn, apartándose poco a poco de la hechicera—. Nunca siente nada que no sea codicia o cólera. En estos momentos, me temo que es cólera.

Al otro lado de Sadira, Magnus golpeó ligeramente las antenas de su kank y también se apartó.

—Si deseas sobrevivir, no cometas el error de creer que se puede razonar con él.

Sadira empezó a dudar de su buen juicio al desafiar a Faenaeyon. Le resultaba imposible creer que no sintiera dolor, pero, por otra parte, quedaba muy claro que carecía de los sentimientos que controlaban la conducta de la mayoría de los hombres, tales como miedo y compasión. Veía el mundo únicamente como una fuente de monedas de plata.

Faenaeyon se detuvo frente a Sadira, la espada desenvainada todavía. Aunque la hechicera continuaba montada en su kank, su padre era tan alto que la miraba directamente a los ojos.

—Destruye el fuerte —ordenó, levantando la espada lo justo para amenazarla.

Sadira bajó la mirada hacia el arma.

—Si levantas eso contra mí, serán las monedas de tu bolsa las que destruiré, no los ladrillos del fuerte.

Hundió aún más la mano en el morral y, sujetando un puñado de cenizas frías, volvió hacia abajo la palma de la otra mano y empezó a extraer energía para un conjuro.

—¿Cuánto vale mi muerte para ti? ¿Cien monedas?

Faenaeyon abrió los ojos de par en par. Dirigió una rápida mirada al reluciente chorro de energía que fluía hacia la mano de la hechicera, y luego bajó el arma.

—Ya me ocuparé de ti más tarde —masculló. Se volvió de nuevo hacia el fuerte y señaló con la espada a los elfos que lo guarnecían—. Sus muertes caerán sobre tu cabeza.

—Puede, si los Corredores del Sol necesitaran agua y yo me negara a ayudar —replicó Sadira—. Pero tu tribu puede llegar al siguiente oasis sin problemas. La mitad de tus odres siguen llenos.

—No es agua lo que quiero —respondió Faenaeyon y, volviéndose hacia sus guerreros, les dio la señal.

Mientras tensaban sus arcos, Sadira sacó la mano del morral con las cenizas escondidas entre los dedos.

—Ni siquiera un elfo iniciaría una batalla como esta para obtener plata.

—Yo no soy un elfo corriente —repuso él, bajando la espada.

El rasgueo de un centenar de arcos retumbó en toda la fila y los guerreros de Faenaeyon lanzaron sus flechas al aire. Toramund gritó una orden como respuesta, y los Manos de Plata dispararon también sus flechas.

Sadira arrojó entonces las cenizas al aire, a la vez que pronunciaba su conjuro. Una cinta llameante centelleó en el cielo e interceptó las dos andanadas de flechas sobre el campo de matorrales. A los pocos instantes, todo lo que quedaba de las flechas era una negra nube de hollín y las oscuras partículas de puntas de flecha errantes que iban cayendo inofensivas al suelo.

Faenaeyon volvió la cabeza rápidamente hacia Sadira, el pálido rostro contorsionado en una mueca furiosa.

—Una cosa es no ayudar, y otra interferir. ¡No vuelvas a hacerlo!

Sadira apenas si lo escuchó, pues los enebros enanos situados frente a la torre de guardia de la puerta empezaban a tornarse negros y a secarse. Levantó la vista y vio que el anciano que acompañaba a Toramund se preparaba para lanzar un hechizo, y que sus brillantes ojillos miraban directamente en dirección a ella y a Faenaeyon.

—¡Al suelo! —chilló la muchacha.

La hechicera espoleó su kank al frente y utilizó las mandíbulas del animal para empujar a su padre al suelo. Apenas si acababa de saltar de la silla cuando escuchó el chisporroteo de una bola de fuego que salía disparada de la torre. El proyectil pasó por encima del lomo del kank y, tras dejar una estela de maloliente azufre ardiendo, se estrelló contra el suelo a poca distancia. Permaneció allí unos instantes, chisporroteando y siseando, antes de estallar por fin.

Una oleada de calor pasó rodando por encima de sus cabezas, prendiendo fuego a media docena de resecos matorrales y chamuscando los cabellos de Sadira. El kank de la hechicera se desbocó, y la joven oyó cómo los guerreros de Faenaeyon gritaban el nombre de su jefe.

La hechicera levantó la cabeza y miró en dirección a su padre. Si Faenaeyon estaba gravemente herido, sabía que resultaría imposible evitar más derramamiento de sangre; al ver que no se movía, preguntó:

—¿Estás herido?

—Estoy furioso —siseó el elfo, incorporándose.

Con un suspiro de alivio, Sadira estudió el terreno que se extendía ante ella. Una amplia extensión situada frente a la torre de la puerta había quedado reducida a terreno negro y estéril. Una iguana desconcertada correteaba por entre las rocas peladas en un intento de alcanzar los marchitos arbustos situados en los límites de la profanada zona. No se veía otra señal de vida.

Una terrible sensación de repugnancia y odio se apoderó de la semielfa, y desvió la mirada hacia la torre de la puerta. Allí se encontraba el hechicero de Toramund, con una sonrisa satisfecha en los labios y sin mostrar el menor remordimiento por el daño producido.

—Márchate, Faenaeyon —gritó Toramund, posando una mano en el hombro del hechicero—. O Bademyr acabará lo que empezó.

Antes de que Faenaeyon pudiera responder, Sadira se incorporó y lo cogió del brazo.

—Haz lo que te digo, y tendrás tu plata —susurró, obligando a su padre a darse la vuelta.

—¿Has cambiado de idea? —inquirió el elfo, dejando que la hechicera lo apartara de la fortaleza.

—Así es —contestó ella. Para evitar que Bademyr se diera cuenta de que extraía energía para un conjuro, se mantenía de espaldas a los Manos de Plata—. Pero tienes que matar al profanador y a nadie más.

—Hecho —asintió el elfo.

Mucho antes de poder destruir ningún arbusto, Sadira interrumpió el flujo de energía al interior de su cuerpo; al contrario que Bademyr, no profanaba porque sí. Con la velocidad del rayo, se agachó, arañó un puñado de lodo rojo de las rocas a sus pies y, girando en redondo, levantó el puño en dirección a la torre. Mientras lanzaba su hechizo, fue dejando que el polvo resbalara por entre sus dedos. Los ladrillos de la fortaleza empezaron a desmoronarse, y, al cabo de un instante, toda la estructura estuvo a punto de hundirse.

Sadira cerró la mano, deteniendo de forma temporal la destrucción.

—¡Manos de Plata! —gritó—. Abandonad los muros al momento, o caeréis con ellos.

Los elfos hicieron caso al momento de la advertencia de la hechicera, excepto el pequeño grupo de la torre de guardia. Allí, Toramund miró a su propio hechicero.

—¡Detenla! —aulló.

En cuanto Bademyr hizo intención de tomar sus ingredientes para hechizos, Sadira abrió la mano y muy despacio dejó que los granos de arena resbalaran por sus dedos. Secciones de muro empezaron a desplomarse a ambos lados de la torre. Toramund agarró a su hechicero por los hombros y lo arrojó por encima de la barandilla.

—Nuestro acuerdo ha terminado —aulló, y permaneció en la torre el tiempo justo para ver cómo Bademyr chocaba contra el suelo.

En cuanto Toramund y los últimos Manos de Plata desaparecieron de la torre de guardia, Faenaeyon hizo una señal a sus guerreros para que avanzaran, al tiempo que gritaba a todo pulmón:

—¡Manos de Plata, reunid vuestras monedas y a vuestras hijas! ¡Los Corredores del Sol se lo llevarán todo!

Sadira permaneció donde estaba, contemplando cómo el herido hechicero intentaba arrastrarse fuera del camino de los Corredores del Sol. La muchacha se sentía sorprendida por sus sentimientos hacia el profanador. Había pedido a Faenaeyon que lo matara, no porque la enojara el atentado contra su vida, sino porque el hombre había profanado el suelo.

A la semielfa no se le pasaba por alto que ella había destruido una zona mucho mayor sólo tres días atrás; pero había recurrido a medidas desesperadas únicamente para protegerse de Nok. Bademyr, por otra parte, había cometido su ofensa con aparente indiferencia, y por un motivo no muy claro. Sadira sabía que Ktandeo habría encontrado la acción de la muchacha tan moralmente indefendible como la del hechicero de los Manos de Plata. Pero para ella existía una diferencia entre utilizar magia profanadora para salvar la vida o para quitarla.

Sadira contempló cómo Faenaeyon se acercaba a la puerta. Aunque el resto de los Corredores del Sol habían dejado atrás al herido profanador, el jefe guerrero fue hacia Bademyr, se inclinó y habló con el hechicero; luego envainó la espada y levantó al anciano. La cabeza de Bademyr asintió en agradecimiento, y Faenaeyon lo llevó hacia Sadira y los elfos jóvenes que se habían quedado atrás para cuidar de los kanks de la tribu.

Tras penetrar en el círculo de terreno destruido, donde podía ver bien a Sadira, el jefe guerrero se detuvo y arrojó su carga al suelo. El anciano lanzó un grito y extendió la mano para extraer energía para un hechizo. Faenaeyon volvió a sacar la espada de su vaina, pero no antes de que nuevos arbustos hubieran empezado ya a marchitarse en los alrededores del ennegrecido círculo.

El guerrero hizo caer la espada, y de un tajo cortó la cabeza del hechicero. Una cegadora cinta de brillante luz verde y dorada surgió como un rayo del cuello seccionado, llenando el aire con un ensordecedor sonido agudo. Faenaeyon dio un salto atrás con un grito de sorpresa y contempló cómo las centelleantes luces se perdían en el cielo. Una vez que estas hubieron desaparecido de la vista, envainó la espada y corrió al interior del poblado.

Rhayn se acercó y se detuvo junto a la hechicera. La bola de fuego del hechicero había asustado a su hijo, pero la madre elfa no parecía percatarse de los sollozos de la criatura. Sadira se colocó detrás de su hermana para consolar al niño. Este lloraba con tanto ímpetu que sus arqueadas cejas estaban casi horizontales, y las afiladas orejas tan rojas como el sol.

—Chissst, pequeñín —lo arrulló Sadira, empleando el término que todos empleaban para llamarlo.

Por lo que la hechicera había visto, a los niños elfos no se les daba un nombre hasta que podían correr junto a sus padres. De los otros cuatro niños que habían pasado las noches junto al fuego de Rhayn, sólo había oído llamar por un nombre concreto al mayor de ellos.

Al ver que el niño no dejaba de llorar, Sadira preguntó a su hermana:

—¿Puedo cogerlo en brazos?

Rhayn se volvió para colocar al niño fuera de su vista.

—No lo consueles —dijo la madre—. Será mejor que aprenda a ser valiente.

Aunque Sadira dudaba que consolar a un niño asustado lo convirtiera en pusilánime al llegar a adulto, se sometió a los deseos de su hermana.

—Los elfos son padres muy duros —comentó.

—El desierto es un lugar duro —respondió Rhayn—. Aunque veo que también tú debes de haber tenido una vida difícil… O te han criado idiota. Sólo una mujer muy valiente o muy estúpida habría desafiado a mi padre como lo hiciste tú.

—En el fondo, Faenaeyon es débil —afirmó Sadira—. No es diferente de cualquier otro tirano.

—¡Mi padre no es ningún cobarde! —saltó Rhayn, con sus profundos ojos azules ardiendo de indignación. Estudió a Sadira durante unos segundos, y al cabo su cólera se esfumó—. Y no siempre fue un tirano —siguió—. Hubo un tiempo en que era un gran jefe que bañaba a sus guerreros en plata y a sus enemigos en sangre.

—Si tú lo dices… —repuso Sadira con un encogimiento de hombros—. No significa nada para mí.

—Te equivocas —aseguró Rhayn; la tomó del brazo y la condujo hacia Magnus, que había ido a recuperar el kank de la hechicera—. Faenaeyon pasará por alto tu desafío, porque tus poderes son útiles, y, al final, hiciste lo que él quería que hicieses. Pero también resultas peligrosa para él; cuando amenazaste su fortuna, amenazaste su control sobre la tribu. No tolerará ese riesgo durante mucho tiempo.

Sadira estudió a Rhayn durante unos instantes, intrigada por el motivo que habría inducido a la elfa a transmitirle esa advertencia.

—Gracias —dijo al fin—. Me marcharé tan pronto como encontremos otra caravana que viaje hacia Nibenay.

—¡No seas idiota! —siseó Rhayn; miró a su alrededor para asegurarse de que ningún miembro de la tribu podía oírla—. ¡Aunque veamos otra caravana, Faenaeyon jamás te permitirá unirte a ella!

—¿Qué estás diciendo? —Sadira frunció el entrecejo, perpleja.

Rhayn meneó la cabeza.

—¿Realmente eres tan ingenua? —exclamó—. Te has convertido en la espada de Faenaeyon, y, mientras le sirvas bien, se ocupará de que estés bien afilada.

—Pero, cuando te vuelvas tan pesada que tu filo resulte peligroso, acortará tu hoja o te destruirá por completo. No pienses que permitirá que caigas en manos de otro. Existe demasiado peligro de que puedas ser utilizada contra él algún día.

—No creo todo eso —repuso Sadira—. Prometió llevarme a Nibenay, y de momento está cumpliendo esa promesa.

—Verás Nibenay —dijo Rhayn—. No desesperes de eso. Pero, cuando te vayas, será con los Corredores del Sol… o no te irás.

Rhayn hizo una pausa para dejar que Sadira meditara sobre su advertencia. Tras unos momentos, continuó:

—Existe una alternativa.

—¿Y cuál es? —inquirió la hechicera, enarcando una ceja.

—Todos los Corredores del Sol recuerdan la época en que Faenaeyon era un gran jefe, y por eso lo toleran hoy en día. —Rhayn bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspirador—. Pero algunos de nosotros estamos cansados de vivir bajo el miedo y de que nos robe todas las monedas que conseguimos.

—No veo qué tiene eso que ver conmigo —dijo Sadira.

—Nada y todo —respondió Rhayn—. Eso es lo que tiene de hermoso. Incluso aunque quisiéramos ver herido a Faenaeyon, lo que no es así, no podríamos matarlo. Demasiados de los viejos guerreros recuerdan cuando era joven, y jamás aceptarían su asesinato.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó la hechicera, decidiendo ir directamente al grano.

—Si pudieras incapacitar a mi padre, la tribu tendría que elegir un nuevo jefe.

—Tú, claro está —concluyó Sadira.

—Puede. —Rhayn se encogió de hombros—. Pero lo importante es que no habría enfrentamientos entre los que apoyan a Faenaeyon y los que no.

—Porque tú me culparás a mí —dedujo Sadira.

Durante los últimos dos días había empezado a sentir un cierto afecto por Rhayn, y había creído que lo mismo le sucedía a la elfa. Ahora, sin embargo, quedaba claro que su hermana no había hecho otra cosa que prepararla para convertirse en cabeza de turco.

—Eso sucedería tan sólo si alguien se imaginara lo que hiciste —replicó Rhayn, sin siquiera intentar desmentir lo traicionero de su plan—. Pero, aun entonces, no tendrías por qué correr peligro. Tú y yo no haríamos nada durante una semana, hasta estar cerca de Nibenay. Cuando alguien se dé cuenta de lo que sucede, ya estarás en la ciudad, libre de nosotros y de Faenaeyon.

Sadira estudió a la elfa unos instantes y luego sacudió la cabeza con incredulidad.

—Debes de pensar que soy una estúpida —dijo.

—En absoluto. Sé que eres una mujer astuta; lo bastante astuta para saber que, si quieres abandonar viva a los Corredores del Sol, esta es tu única esperanza.

—Me arriesgaré con Faenaeyon —respondió Sadira con frialdad.

—Cometes un error fatal —siseó Rhayn. Dio medio vuelta y se alejó a grandes pasos, mientras su hijo redoblaba sus sollozos.

Magnus llegó junto a ella a poco de haberse ido Rhayn, tirando de su propio kank y del de Sadira.

—Debes de amar el peligro —comentó el cantor del viento, contemplando cómo Rhayn se alejaba—. Un extraño entre lirrs no acostumbra dar a dos de las bestias tan buenas razones para devorarlo.

—Me he enfrentado a cosas peores que elfos —replicó Sadira—. Pero ¿cómo sabes lo que ha pasado entre Rhayn y yo?

Magnus ladeó las orejas al frente.

—Cuando alguien habla, casi nunca me pierdo una palabra —dijo a la vez que agitaba los enormes apéndices adelante y atrás—. Es la maldición de mi herencia.

—¿Y cuál es ella? —preguntó y, al ver que el cantor del viento no respondía, volvió a insistir—: Nunca había visto a nadie como tú. ¿Qué eres, exactamente?

—Un elfo, desde luego.

El cantor del viento aplastó las orejas contra la cabeza y empezó a andar, llevando su montura y la de Sadira a reunirse con el resto de los kanks de la tribu.

—No te pareces a ningún elfo que conozca —afirmó Sadira, siguiéndolo.

—Mi aspecto no cambia nada. He estado con los Corredores del Sol toda mi vida —respondió Magnus con aspereza. Luego, con más suavidad, añadió—: Faenaeyon me encontró cerca de la Torre Primigenia, me recogió y me crio junto a su fuego.

—¡La Torre Primigenia! —exclamó Sadira—. ¿Podrías llevarme allí?

—No aunque quisiera. No era más que un bebé cuando Faenaeyon me encontró —repuso el cantor del viento—. De todos modos, no importa lo que hayas dicho a Faenaeyon: no debes ir a ese lugar.

—¿Por qué no?

—Porque está repleto de bestias nuevas, criaturas más horribles y depravadas que en ningún otro lugar de Athas. —Dejó de andar y miró a la hechicera por encima del largo hocico—. No podrías sobrevivir ni un día en ese lugar. Nadie podría.

—Al parecer tú lo hiciste —observó Sadira—. Y también Faenaeyon.

—Cuando era joven, Faenaeyon realizó muchas cosas imposibles —contestó Magnus, reanudando su avance—. Y, en cuanto a mí, los vientos siempre me han cuidado.

Comprendiendo que a través de Magnus no averiguaría nada sobre la situación de la Torre Primigenia, Sadira cambió el tema de conversación hacia otro de interés más inmediato.

—Si te crio Faenaeyon, entonces dudo que estés de acuerdo con los planes de Rhayn —dijo la hechicera—. Podrías advertirle lo que ella hace.

—¿Y por qué habrías de querer tú que yo lo hiciera? —inquirió Magnus.

—Porque él jamás aceptaría mi palabra sobre la de ella —respondió Sadira—. Y no quiero cargar con la culpa si ella intenta algo antes de que lleguemos a Nibenay.

—Lo siento —se excusó Magnus—, pero pienso guardar su secreto. Faenaeyon fue un gran jefe cuando era joven, pero Rhayn está en lo cierto sobre él. Sería mucho mejor para todos nosotros si hicieras lo que te ha pedido.