3: Caravana de bailarines

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Caravana de bailarines

Por encima de la melodía de las flautas de ryl se escuchó un extraño gorjeo, una llamada salvaje casi indistinguible de la canción. El sonido resultaba obsesionantemente familiar, hasta tal punto que debilitó la magia de la música y liberó a la hechicera del éxtasis que la dominaba. Las caderas de Sadira aminoraron su rotación, los oscilantes hombros se detuvieron titubeantes y sus ojos, empañados por la bebida, se posaron sobre el rostro del músico más cercano.

—¿Oyes eso? —preguntó, su voz pastosa apenas audible por encima de la animada cadencia de los tambores de mano del otro.

—Baila —ordenó el músico.

—No —respondió Sadira, luchando por rechazar las irresistibles oleadas de música que inundaban su cabeza—. Hay algo ahí fuera. Podríamos estar en peligro.

El hombre, un nikaal de escamas polvorientas y negra pelambrera, ladeó la cabeza de reptil a un lado y a otro en curiosos ángulos, volviendo las semiocultas aberturas de sus oídos en todas direcciones. Al no escuchar nada fuera de lo normal, repitió la orden:

—Baila.

Sadira abandonó la pista de baile, donde mujeres de todas las razas —nikaals, humanas, tareks e incluso enanas— saltaban alrededor de un fuego de olor acre de excrementos de inix. Los hombres se encontraban reunidos en torno al círculo, tocando instrumentos o simplemente contemplando a las bailarinas con miradas ardientes. Todas iban vestidas al estilo nibenés, con un pedazo de tela de vivos colores enrollado a la cintura, que luego cruzaba en diagonal sobre la parte superior del cuerpo. A Sadira le daba la impresión de que las túnicas podían desenrollarse en cualquier momento, pero por el momento habían permanecido en su lugar incluso durante los más violentos giros de las bailarinas.

Una vez que hubo escapado de la pista de baile, Sadira empezó a examinar el resto del campamento, en busca del obsesivo sonido que había interrumpido su trance. La caravana se había detenido en las ruinas de una torre derruida, una depresión circular semicubierta de arena e iluminada por la pálida luz de las dos lunas athasianas. El pequeño recinto estaba rodeado completamente por lo que habían sido los cimientos de la torre, un muro irregular que todavía se alzaba del suelo, aunque su altura variaba de unos pocos centímetros a varios metros según los lugares. Encima de la vieja muralla montaban guardia media docena de centinelas, cuyos ojos permanecían clavados en las negras dunas que se extendían fuera del campamento. Los centinelas no mostraban ninguna señal de alarma, ni tampoco de curiosidad, por lo que Sadira empezó a preguntarse si no habría imaginado el sonido.

Con la esperanza de poder volver a escuchar el gorjeo si se apartaba de la música, la hechicera recogió su bastón y se dirigió hacia un enorme barril situado unos metros más allá. Junto al tonel se encontraba el capitán Milo, un atractivo hombre de piel oscura con una barba cuidada y una sonrisa lasciva. Lo acompañaba su jefa de conductores, Osa, una mul tan desprovista de pelo y tan fornida como Rikus. La mujer tenía un rostro cuadrado, con unos labios finos, unos enigmáticos ojos grises y un cuero cabelludo tan cubierto de cicatrices que sugería que su propietaria había pasado muchos años en la arena de los gladiadores. A ambos lados de la cabeza se veían pequeños agujeros, rodeados por protuberancias de carne quemada que en una ocasión habían sido orejas.

El capitán llenó una jarra y se la entregó a la hechicera.

—Bailas bien, Lorelei —dijo, utilizando el nombre que Sadira había dado al unirse a la caravana.

—Es difícil no hacerlo, cuando se está ahí en medio —respondió la semielfa, al tiempo que se daba cuenta de que la mujer mul seguía atentamente el movimiento de sus labios—. Tocan algo más que música con esos instrumentos.

—La música es fascinadora —convino el capitán con una sonrisa evasiva—. Y me alegra haber podido compartirla contigo. La mayoría de los pasajeros no lo comprenden; creen que las mujeres bailan para que disfruten los hombres, no porque les guste a ellas.

—Yo bailo por ambos motivos —repuso Sadira, dirigiéndole una sonrisa maliciosa—. ¿Qué hay de malo si yo bailo y un hombre me contempla? Hay cosas más peligrosas en que ocupar una tarde, y, además, ¿qué le importa a nadie?

—A lo mejor le importa a alguno de los caballeros que te acompañaban cuando nos encontramos —sugirió Milo—. Tenía la impresión de que uno de ellos era tu… —vaciló, mientras buscaba la palabra correcta, y por fin concluyó—: tu compañero especial.

—Los dos lo eran —dijo Sadira, y se llenó de satisfacción al comprobar el asombro que su respuesta hizo aparecer en los rostros del capitán y su ayudante. Sonriendo para sí, tomó un buen trago de su jarra; el broy estaba caliente y sazonado con una hierba picante que disimulaba el regusto amargo de la bebida, a la vez que aumentaba sus poderes embriagadores—. Ambos son mis amantes, pero ningún hombre es mi amo —terminó.

—Nibenay significa un largo viaje simplemente para escapar de hombres que no tienen ningún derecho sobre ti —opinó Osa, hablando con el tono fuerte de quien no puede oír las propias palabras.

—No viajo para escapar de nadie, sino para realizar un encargo —replicó Sadira, comprendiendo que los comentarios de sus anfitriones distaban de ser intrascendentes—. ¿Por qué os interesa tanto el motivo por el que viajo a Nibenay?

—Hemos de conocer el cargamento que transportamos…

—Lorelei no es ningún cargamento —intervino Milo en tono de reproche. Dirigió a Sadira una sonrisa amistosa—. Lo que Osa quiere decir es que nos preocupa tu bienestar. Nibenay no es como Tyr; allí las mujeres solas siempre corren un gran peligro. Quizá deberías quedarte con nosotros en el recinto de la casa Beshap.

Por la forma en que Osa frunció el entrecejo, Sadira adivinó que en aquella invitación había algo más que amabilidad… y más entre ambos que una simple relación entre capitán y jefe de conductores.

—Gracias, pero no —rechazó la muchacha—. No me pasará nada.

El capitán no se mostró desalentado.

—¿Entonces tienes algún conocido en Nibenay?

—Puedo cuidar de mí misma —aseguró Sadira. Se llevó la jarra a los labios y desvió la mirada, con la esperanza de impedir más preguntas.

Milo esperó a que vaciara el vaso para insistir.

—Realmente tienes que dejar que sea tu guía. —Tomó la jarra de Sadira, lo que le ganó una torva mirada de Osa, y empezó a llenarla otra vez—. Sería un placer.

—No, gracias —repitió Sadira, extendiendo la mano para detenerlo.

—¿No a qué? ¿A mis servicios de guía o al broy?

—A ambas cosas. Ya he bebido mucho. Además, ese no es el motivo de que me acercara; escuché algo hace un momento, un gorjeo procedente del desierto.

—Un lirr hambriento —dijo Osa—. Y una jauría al caer la tarde.

—De todos modos, echa una mirada —ordenó Milo.

—Los centinelas tienen oídos, no yo…

—Hazlo —reiteró el capitán.

—¡Sí, capitán! —le espetó Osa, e, introduciendo la mano bajo la túnica, sacó un curvo cuchillo de hueso. Irguió la cuadrada mandíbula y lanzó una rápida mirada furiosa a Sadira, antes de volverse de nuevo hacia Milo—. Tres esposas es bastante —gruñó, al tiempo que lo obsequiaba también a él con una feroz mirada. Dicho esto, la mujer se alejó a grandes zancadas en dirección al muro.

—¿Tres esposas? —inquirió Sadira, mientras contemplaba cómo la mujer mul escalaba la pared y abandonaba el campamento.

La atezada piel de Milo se tornó un poco más oscura.

—Dos de ellas permanecen en Nibenay.

—¿Y la tercera? —preguntó la muchacha, sin dejar de mirar a Osa.

—¿Qué no haría un hombre por retener a un buen jefe de conductores? —respondió el otro.

—No bromeaba sobre lo del silbido, ¿sabes? —dijo Sadira, una vez que Osa hubo desaparecido en la oscuridad—. No he podido reconocer el sonido, pero sé que lo he escuchado antes… y no era un lirr.

—A lo mejor son salteadores de caravanas —opinó Milo—. Si es así, lamentarán haber escogido mi caravana. Puede que Osa no sea la más hermosa de mis mujeres, pero es con mucho el mejor de todos los luchadores que trabajan para la casa Beshap.

Sadira cerró la mano con más fuerza alrededor del pomo de su bastón.

—¿Crees probable que nos ataquen? —preguntó inquieta.

—Ha sucedido muchas veces antes. El desierto está repleto de elfos y otros ladrones —contestó el capitán, con un despreocupado encogimiento de hombros.

Al ver que no hacía intención de acallar el campamento, Sadira inquirió:

—¿No vas a prepararte para luchar?

—No; los conductores necesitan la música. Además, si tuviéramos que dejar de bailar cada vez que alguien escucha un sonido extraño en el desierto, resultaríamos una caravana muy triste. —Devolvió la mirada a las rotantes figuras, y dejó que la cabeza se meciera al ritmo de los tambores de mano—. En cuanto a tu visita a Nibenay —siguió, sin dejar de mirar a los bailarines—, me gustaría que lo reconsideraras y te quedaras en la casa Beshap. Si alguno de los agentes del rey-hechicero te ve balar, jamás se te permitirá abandonar la ciudad.

Sadira se sintió tentada de aceptar la oferta, ya que pocos lugares eran tan seguros en una ciudad como las dependencias de la casa de un comerciante. Sin embargo, no deseaba tener a su alrededor ojos vigilantes, ni amigos ni enemigos, que siguieran todos sus pasos mientras se encontrase en Nibenay.

—No me quedaré mucho tiempo —respondió con firmeza—, y la gente que conozco allí se ocupará de mí durante mi estancia.

—¿Te refieres a aquellos que llevan el velo? —preguntó el capitán.

Sadira juró por lo bajo. A pesar de que no le había dado la menor indicación, el capitán había adivinado perfectamente sus intenciones. Nada más entrar en Nibenay, tenía intención de ponerse en contacto con la Alianza del Velo, con la esperanza de que la secreta asociación le facilitaría provisiones y la ayudaría a encontrar un elfo de confianza, si es que tal cosa existía, que la condujera a la Torre Primigenia.

Sadira obligó a su garganta a proferir una carcajada, en un desesperado intento de parecer divertida y sorprendida.

—¿Qué te hace decir algo así?

Milo la estudió unos instantes y luego señaló el bastón de la hechicera.

—Eso. Llevas una estupenda daga de acero colgando de la cadera, pero apenas si le prestas atención; en cambio, tratas a tu bastón como un guerrero haría con una buena espada. Si cojearas, podría ser comprensible, pero alguien que baila como tú no necesita muletas. Por lo tanto, el bastón tiene que ser un arma mágica, y tú una hechicera.

—Muy observador, pero estás equivocado —afirmó ella, deseando que su cerebro no estuviera tan nublado por los efectos del alcohol—. El valor del bastón es sentimental; perteneció a mi madre.

—¿También era una hechicera? —inquirió Milo con una educada sonrisa.

Sadira frunció el entrecejo, mientras se preguntaba si Milo pensaba abandonarla allí. Como la mayoría de la gente ordinaria, los conductores de caravanas casi nunca toleraban la presencia de un hechicero, ya que culpaban a todos los que realizaban conjuros de los abusos mágicos que habían convertido Athas en una tierra estéril.

—Si estás tan seguro de que soy una hechicera, ¿por qué me has traído tan lejos? —quiso saber Sadira.

—Porque has pagado tu pasaje, y yo soy un hombre honrado —respondió Milo—. Además, conozco la diferencia entre profanadores y hechiceros honrados. Si tú pertenecieras al tipo de los que estropean la tierra para lanzar un conjuro, no irías a visitar a la Alianza del Velo.

El razonamiento del capitán resultaba lógico. Aunque Sadira jamás se había puesto en contacto con ninguna Alianza del Velo establecida fuera de Tyr, había oído lo suficiente sobre las diferentes sociedades como para saber que ninguna de ellas toleraba a los profanadores. De todos modos, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Milo, Sadira continuó considerando más sensato no admitir su identidad.

—A lo mejor eres tú el hechicero —dijo—. Lo cierto es que pareces saber más cosas sobre la Alianza del Velo que yo.

—No porque yo sea un hechicero, sino porque una de mis esposas se interesa por ese arte —repuso Milo. Se inclinó junto al oído de la muchacha y, en voz apenas audible, añadió—: Lleva muchos meses intentando ponerse en contacto con aquellos que llevan el velo, y yo pensaba que a lo mejor podrías ayudarla.

—Lo siento, la verdad es que no sabría cómo…

Sadira se interrumpió a mitad de la frase, pues había vuelto a escuchar el extraño gorjeo por encima del sonido de las flautas de ryl. En esta ocasión, al encontrarse más alejada de la música, consiguió identificar el sonido como el suave gorjeo de la araña cantarina. La semielfa sólo lo había escuchado en una ocasión antes de ahora: al otro lado de las Montañas Resonantes, en el bosque de los halflings.

—¿Qué sucede? —preguntó Milo, mirando a la hechicera con expresión inquieta.

—¿No has oído ese gorjeo?

—Alguna especie de pájaro —contestó con despreocupación el capitán—. No he podido reconocer la especie, pero…

—No era un pájaro —lo interrumpió Sadira—. Era una araña.

—¿Una araña que gorjea?, ¿y tan fuerte? —replicó el capitán, lleno de incredulidad—. Tenías razón; has bebido demasiado broy.

—No —insistió Sadira, mientras depositaba el bastón en el pliegue del brazo—. Estas arañas son enormes. Los halflings de las Montañas Resonantes las cazan para comérselas…

—Estamos muy lejos de las montañas.

Sadira tuvo que darle la razón. Las arañas eran criaturas mansas que tejían sus hogares en los árboles y se alimentaban de los hinchados hongos que cubrían el suelo del bosque. No parecía factible que pudieran sobrevivir a un viaje al interior del desierto, donde casi no existían árboles ni había ningún hongo. No obstante, la hechicera se sentía segura de que el gorjeo era casi idéntico al sonido que emitían estos animales al frotar entre sí las patas cubiertas de púas.

—Si no son las arañas, es alguien que las imita… y lo hace muy bien —dijo la muchacha.

—¿Como quién?

—Sólo puede tratarse de halflings. Su lenguaje normal está compuesto de una mezcla de graznidos y chillidos de ave. Lo que oí debe de ser, probablemente, el dialecto que utilizan para cazar las arañas.

—Los halflings no entran en el desierto.

—Estos lo han hecho —afirmó Sadira—. Será mejor que te prepares para luchar.

—¡Por favor! —El capitán lanzó un bufido—. Los centinelas no han visto nada…

—Ni lo verán hasta que sea demasiado tarde —replicó la muchacha. Al ver que Milo no hacía nada por detener el baile, agregó—: Ven conmigo. Te lo mostraré.

Sin más preámbulos, Sadira se encaminó hacia la pared, seguida de cerca por Milo, quien introdujo la mano bajo la capa para sacar una espada de obsidiana con una gruesa hoja curra. Escalaron el muro para abandonar el campamento, y se dejaron caer sobre la negra arena que se extendía al otro lado de la antigua construcción. Las dos lunas iluminaban las crestas de las dunas circundantes con un brillante resplandor amarillo, mientras que sus bases quedaban bañadas en impenetrables sombras de color púrpura. No muy lejos, en dirección oeste, las siluetas de los inixes se alzaban en el horizonte como una cadena de resoplantes altozanos. Una suave brisa que soplaba desde donde se encontraban los animales, traía con ella el cáustico aroma de sus cuerpos de reptil.

El kank de Sadira se encontraba amarrado a un poste a unos cuantos metros de distancia del resto de las monturas de la caravana, aislado de las otras bestias de mayor tamaño para evitar que resultara pisoteado sin querer. Al igual que los inixes, la montura de la joven seguía cargada —con sus efectos personales y un odre de agua sujetos a los arreos— por si la caravana se veía obligada a partir de forma precipitada. Una docena de centinelas armados con lanzas rondaban por entre los animales, en busca de elfos o depredadores que pudieran haber penetrado furtivamente en la zona con la esperanza de conseguir comida fácil.

Milo hizo intención de dirigirse hacia los animales, pero Sadira lo sujetó por el brazo y lo condujo en dirección opuesta.

—Los halflings son cazadores —explicó—. Se acercarán a favor del viento, desde donde los inixes no puedan olerlos.

—Guía tú. Son tus halflings.

Sadira lo llevó por el lado norte de los cimientos, a una pequeña extensión de adoquines iluminados por la luz de las lunas: todo lo que quedaba de la antigua carretera que la torre había custodiado. El sendero discurría hacia el norte durante unos doce metros antes de ser tragado por las interminables arenas del desierto. La semielfa se detuvo entonces, atenta a la menor señal de los halflings, y luego echó a correr hacia la extensión de arena situada al otro lado de la carretera. Milo la siguió unos pasos más atrás, manteniendo el ritmo de la muchacha a pesar de sus incómodas ropas.

Sadira dirigió los pasos de ambos hacia el interior de una oscura ensenada y aguardó. Su visión elfa no tardó en entrar en funcionamiento, iluminando la noche con una vivida colección de formas de variados colores. Aquella especial capacidad visual era una de las pocas cosas heredadas de su padre que la joven valoraba; cuando no existía ninguna otra luz, la visión elfa le permitía ver en la oscuridad mediante la percepción del calor ambiental que emiten todas las cosas.

Sadira indicó a Milo que sujetara el extremo de su bastón, y se puso en marcha por entre el fulgor rosáceo de la arena. Se veía obligada a mantenerse en las ensenadas oscuras y a no mirar las relucientes crestas de las dunas, pues incluso la débil luz lunar eliminaría su visión elfa, lo que la dejaría tan ciega como un hombre que mirara de frente al sol rojo. Además, permaneciendo entre las sombras, tendría una ventaja sobre cualquier halfling que se encontraran, ya que los hombrecillos no poseían el don de la visión elfa y en la oscuridad resultaban tan ciegos como cualquier humano.

A pesar de no ver por dónde iba, Milo no tuvo dificultades para seguir el paso de Sadira. En cuestión de minutos, consiguieron penetrar unos cien metros hacia el interior del desierto, y la semielfa fue a detenerse al pie de una enorme duna. A su derecha se veía una pequeña extensión de rocoso monte iluminada por la luz de las lunas, con dunas aún más altas al otro lado. Si querían seguir adelante, tendrían que cruzar aquella zona al descubierto o escalar el montículo que tenían delante. Sadira eligió esperar allí, ya que cualquier grupo de halflings que se acercara al campamento desde aquella zona se encontraría con el mismo obstáculo.

—¿Ves algo? —susurró Milo.

Sadira negó con la cabeza; entonces recordó que su compañero no podía ver el gesto en la oscuridad.

—No —respondió—. Es mejor ocultarse. Si los halflings oyen cómo nos movemos por ahí, jamás los encontraremos.

Aguardaron varios minutos, mientras la música de las flautas de ryl flotaba hacia ellos transportada por el viento. El cuerpo de Sadira respondía espontáneamente, y la muchacha tenía que realizar un supremo esfuerzo para no balancearse al compás. Milo, por su parte, no mostraba tanto dominio de sí mismo como ella, y dejaba que su cabeza siguiera el insistente ritmo.

Por fin, un breve trino se dejó oír al otro extremo del trozo de terreno iluminado por la luz de las lunas. Otro le respondió de inmediato, y luego un tercero.

—¿Oíste?

—Sí —dijo Milo.

—Ven conmigo —indicó Sadira, segura de que su presa se acercaba al campamento desde algún punto al otro lado del terreno despejado.

La hechicera se acercó al límite de la zona de monte bajo y esperó, mientras la luz lunar eliminaba su visión elfa. El olor dulzón de la maleza recién segada se mezclaba con el olor acre de excrementos frescos de inix, y la hechicera adivinó que era en este lugar adonde los conductores habían llevado a pastar sus monturas al anochecer. Probablemente, los halflings ya estaban allí entonces, observando en silencio…, sin duda en busca de la muchacha y del bastón que había olvidado devolver a Nok. No era precisamente el mejor momento para que el jefe halfling decidiera que quería recuperar el arma, pues ella no tenía la menor intención de devolvérsela.

En cuanto su sentido de la visión regresó a la normalidad, Sadira empezó a cruzar a la carrera el terreno salpicado de matorrales seguida de Milo. Se encontraban más o menos a la mitad cuando un sonoro gorjeo surgió de las sombras que tenían justo delante. Sadira se detuvo en seco, al darse cuenta de que los halflings estaban más cerca de lo que creía.

—¡Vamos a cogerlo! —susurró Milo sin detenerse.

—¡No, Milo! —gritó una voz pastosa desde algún punto delante de ellos.

—¿Osa? —exclamó él. Un gorjeo estridente sonó delante del capitán, que se detuvo bruscamente y levantó la espada, gritando—: ¡Por la luz de Ral!

En el mismo instante en que Sadira se adelantaba para ver qué sucedía, la punta de una lanza cubierta de púas se abrió paso por la espalda de Milo. Al llegar junto a él, la hechicera vio que un halfling se había alzado del centro de un matorral de fex espinoso y atacado. Los amarillos ojos del guerrero relucían mientras hundía aún más la pequeña lanza en el cuerpo de Milo.

Con un alarido de rabia, la hechicera golpeó la enmarañada pelambrera del halfling con el pomo de obsidiana del bastón. Se escuchó un fuerte crujido, y el guerrero se desplomó hecho un ovillo.

Milo soltó la espada y contempló con incredulidad la punta de la lanza que sobresalía de su estómago. Cuando el capitán se desplomó boca abajo, algo se movió detrás de Sadira; la joven giró en redondo y descubrió a un halfling que se arrastraba hacia ella. La hechicera no le concedió la menor oportunidad de incorporarse. Se colocó junto al guerrero de un salto y le aplastó la cabeza una y otra vez con el bastón.

Sadira escuchó entonces unos pasos pesados y, al mirar a su alrededor, vio la voluminosa figura de Osa que corría hacia ella. La mujer mul cojeaba terriblemente, y la hechicera pudo distinguir el asta de una lanza de púas clavada en el muslo de la luchadora.

Osa se detuvo junto a Milo y le tomó el pulso. Al no detectar ningún latido, la mujer le dio un último beso de despedida, agarró la espada que este había dejado caer y miró a la hechicera.

—¡Vamos! —dijo, señalando con la cabeza la duna de la que habían venido su esposo y Sadira.

—Siento lo…

Sadira no tuvo tiempo de terminar su disculpa, ya que Osa se incorporó de un salto y continuó su carrera a través del terreno iluminado por las lunas. La hechicera corrió tras la cojeante figura, pero no consiguió ponerse a su altura ni corriendo con todas sus energías.

A medida que se acercaban a la zona en sombras donde se habían ocultado antes Milo y Sadira, empezaron a escucharse una serie de gorjeos delante de ellas. La muchacha se detuvo al instante, al comprender que un grupo de halflings acechaba en la oscuridad, pero Osa siguió sin detenerse, incapaz de escuchar los sonidos por culpa de su sordera.

La hechicera dirigió la palma de una mano hacia el suelo, con los dedos bien separados y extendidos. Excluyendo todo otro pensamiento, concentró su mente en la mano, para obtener la energía que precisaba para el conjuro. El aire bajo la palma empezó a brillar, y la energía se elevó del suelo para penetrar en el cuerpo de Sadira; en cuanto percibió que el chorro de poder se debilitaba, la semielfa cerró la mano y cortó el flujo. De haber atraído más energía hacia su cuerpo, habría matado las plantas de las que la obtenía, lo que equivalía a profanar el suelo y dejarlo estéril durante siglos. Por el contrario, al detenerse cuando lo había hecho, la hechicera no había producido un daño permanente a la tierra; en un día, los matorrales recobrarían la energía vital perdida y continuarían creciendo como si nunca los hubieran tocado.

Sadira apenas había terminado de acumular energía, cuando un pequeño grupo de halflings apareció en el límite del terreno. Osa levantó la espada y ellos levantaron las lanzas. Sadira recogió un puñado de guijarros del suelo y los lanzó contra los guerreros al tiempo que pronunciaba su conjuro.

Las piedras pasaron junto a Osa con un fuerte silbido. Cada proyectil dio en el pecho del blanco elegido y derribó al halfling en el suelo en medio de un surtidor de sangre.

La hechicera no tuvo oportunidad de recrearse en su victoria, pues un nuevo halfling gritó a su espalda. Sadira aventuró una rápida mirada por encima del hombro y vio la silueta de un guerrero que la señalaba. Sin perder más tiempo, la semielfa corrió hasta donde se encontraba Osa y arrastró a la mul a la zona arenosa. Juntas, corrieron a refugiarse en las sombras de la enorme duna y se detuvieron allí para esperar el siguiente movimiento de los halflings.

—¿Tú tiras piedras? —inquirió Osa con los ojos fijos en los halflings que las piedras mágicas habían matado.

Sadira asintió, al tiempo que se preguntaba si sería mejor escabullirse con cautela o correr hasta el campamento. Tanto si hacían una cosa como la otra, no había duda de que debían permanecer en las ensenadas en sombras situadas entre las dunas, pues, al igual que los semielfos, los muls eran capaces de percibir el calor ambiental cuando no existía luz suficiente para ver de otro modo.

Mientras Sadira deliberaba sobre la cuestión, decenas de gorjeos sonaron al otro extremo del terreno. Miró en dirección a los sonidos, pero no pudo ver otra cosa que toda aquella extensión de campo abierto iluminado por la luz de las lunas gemelas. La semielfa retrocedió aún más al interior de la zona en sombras y levantó el bastón.

—Parece un ejército, no una partida de caza —dijo Osa con voz demasiado potente.

Aunque estaba de acuerdo con la conclusión de la mujer, Sadira se sentía demasiado aturdida para expresarlo en palabras; parecía como si toda una tribu halfling hubiera descendido de las montañas. Comprendiendo que la única esperanza que la caravana tenía de huir estaba en sus manos, Sadira terminó de alzar el bastón.

—Nok —musitó, para activar la magia.

Sintió cómo el arma empezaba a extraer energía de su propio cuerpo, y un resplandor violeta apareció en el interior del pomo de obsidiana. Al mismo tiempo, docenas de guerreros halflings se lanzaron a campo abierto. Sadira les apuntó con el extremo del bastón.

Antes de que la hechicera pudiera pronunciar el nombre de su conjuro, Osa la sujetó por el brazo.

—Vamos —ordenó, arrastrando a Sadira por la sombra—. A correr.

Sadira intentó soltarse, pero la mujer la sujetaba con demasiada fuerza.

—¡Suéltame! —aulló la hechicera—. ¡Puedo matar a la mitad ahora mismo!

Si comprendió las protestas de Sadira, Osa no lo demostró. Por el contrario, cojeando todavía a causa de la jabalina clavada en el muslo, la mujer mul arrastró a la hechicera a la zona de oscuridad que discurría entre las dunas. Los halflings corrieron tras la mujer, sin dejar de llamarse entre ellos con el lenguaje a base de trinos de las arañas del bosque. Sadira cubrió el pomo del bastón con el reborde de la capa, para ocultar la luz violeta que relucía en sus profundidades.

Osa no la soltó, ni siquiera cuando la visión elfa de la muchacha volvió a funcionar. La mujer mantuvo la mano cerrada alrededor del brazo de la hechicera, mientras la conducía de una oscura ensenada a otra. Mientras pasaban veloces junto a las paredes de refulgente arena rosácea que las rodeaban, Sadira era extrañamente consciente de que la música del campamento seguía sonando, la melodía forzada e inquietante.

Pese a las maniobras evasivas de Osa, los halflings no tenían muchos problemas para seguirlas, ya que las localizaban por el suave rumor de sus apresurados pasos. Cada vez que la mujer mul giraba en una intersección, unos cuantos halflings descendían por la segunda ensenada, y de este modo acordonaban la zona para evitar cualquier posibilidad de que consiguieran describir un círculo en dirección a la caravana. El gorjeo de los guerreros halflings no tardó en resonar por todas las dunas, y Sadira comprendió que ella, al menos, quedaría agotada mucho antes de que pudieran esquivar a sus perseguidores.

Cuando Osa giró por la que parecía la centésima ensenada lateral, Sadira escuchó el chasquido de la cuerda de un arco. Una flecha diminuta en forma de rayo azulado centelleó junto a su cabeza, y la hechicera se encogió atemorizada. Aunque el dardo en sí no podía causar una herida muy profunda, la última flecha halfling que ella había visto iba recubierta con un poderoso veneno.

Zumbaron otra media docena de arcos, y más flechas volaron en dirección a Osa y Sadira. Por fortuna, ni siquiera los arqueros halflings tenían buena puntería cuando disparaban sobre un blanco en movimiento, y todos los proyectiles se clavaron inofensivos en la arena. No obstante, Sadira no se sentía nada aliviada. Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que una de las flechas diera en el blanco.

—Hemos de hacer algo —siseó la hechicera.

Dándose cuenta de que era inútil dirigirse a la mujer, ya que esta no la oía, Sadira optó por la acción directa. Cuando se encontraban cerca de la siguiente intersección, la hechicera dio a sus piernas todo el impulso posible y se lanzó contra la espalda de la mujer. Osa se derrumbó de cara sobre la duna, arrastrando a la semielfa con ella; un ahogado grito de dolor escapó de labios de la mul al darle un golpe a la jabalina que todavía sobresalía de su muslo.

Sadira rodó sobre su espalda y se volvió de cara a los halflings. La maniobra sólo consiguió confundir a los guerreros unos instantes, pero enseguida continuaron avanzando. La hechicera dirigió el bastón hacia ellos, con lo que el reluciente pomo oculto antes bajo la capa quedó al descubierto. Al instante, los halflings volvieron las lanzas y diminutas flechas en dirección a la luz violeta.

Los guerreros lanzaron sus armas al mismo tiempo que Sadira pronunciaba el nombre de su conjuro:

—¡Río transparente!

Un torrente de energía brotó del bastón de la hechicera con un gran estruendo. El invisible río lanzó las lanzas y flechas envenenadas de vuelta hacia los halflings y se abalanzó impetuoso sobre estos. Los hombrecillos abrieron la boca para gritar, pero sus voces quedaron ahogadas por el violento torrente de energía mágica. Consiguieron resistir la corriente tan sólo unos segundos; luego se vieron levantados del suelo y lanzados violentamente hacia la oscuridad.

Al cabo de unos momentos, una vez que el río y su fragor se hubieron desvanecido, Sadira se dio cuenta de que Osa seguía tumbada junto a ella. La mujer la observaba con una expresión que era a la vez de respeto y de temor.

—Vámonos —dijo Sadira, indicando con la mano en dirección a la música que surgía del campamento.

Osa sacudió la cabeza, la inexpresiva mirada fija en el bastón de la hechicera.

—No te haré daño —la tranquilizó Sadira, hablando despacio para que la mujer pudiera leerle los labios—. Quiero ayudar a la caravana.

La expresión regresó a los ojos de Osa y, como si volviera a recuperar el control de sí misma, dijo:

—Envié a los centinelas de regreso antes de que Milo muriera. —Los ojos de la mujer mul se entristecieron, pero enseguida la mui apretó los dientes y reprimió sus emociones—. Espera un momento mejor.

Sadira frunció el entrecejo perpleja, pero asintió.

Osa le dedicó una sonrisa e indicó la daga de acero que pendía de la cadera de la hechicera.

—Préstamela.

La semielfa desenvainó la daga y se la entregó. Osa se sentó al momento y empezó a cortar la jabalina de púas clavada en su pierna. Sadira se apartó para montar guardia, por si acaso alguno de los halflings que corrían por las dunas tropezaba con ellas.

Al cabo de unos minutos, la lejana melodía de las flautas de ryl se tornó más sonora y atrayente. Los halflings callaron, y la hechicera se encontró de repente arrastrando los pies hacia el campamento. Intentó detenerse, pero no podía resistirse a la canción; su cuerpo se balanceaba y giraba espontáneamente, mientras la música llenaba su cabeza de colores y ritmos cautivadores que no podía ahuyentar.

Osa se acercó a Sadira y deslizó la daga de acero de la hechicera en el interior de su funda.

—Ahora vámonos —dijo.

A través de un desgarrón en la túnica de Osa, Sadira vio que la mujer se había quitado la lanza y vendado la herida con un pedazo de tela, y, aunque se movía aún con una leve cojera, esta era mucho menos pronunciada que cuando llevaba la jabalina clavada en el muslo.

Osa sujetó a la hechicera de la mano y, con un considerable esfuerzo, impidió que danzara directamente hacia la música. En lugar de ello, condujo a Sadira por las oscuras depresiones formadas por las dunas.

Cuando avistaron el campamento, Sadira descubrió que también los halflings danzaban en dirección a la música. Los pequeños guerreros giraban por el aire en un frenético enjambre, mientras arrojaban lanzas o disparaban flechas sobre el campamento. Al otro lado de los antiguos muros se encontraban los conductores de la caravana, balanceándose al compás de la melodía y lanzando flechas contra la salvaje horda que las flautas de ryl habían sacado del desierto.

—Daremos la vuelta —explicó Osa, indicando el lugar donde los inixes y el kank de Sadira seguían atados.

Tal y como la hechicera había dicho a Milo antes, los halflings se habían acercado a favor del viento. La otra zona del campamento estaba totalmente libre de enemigos.

Osa rodeó la zona de desierto que quedaba al descubierto y cruzó la carretera de adoquines situada al norte de la torre, sin dejar de arrastrar de la mano a Sadira. Aunque la hechicera comprendía lo sensato de atraer a los pequeños guerreros a campo abierto, también se daba cuenta de que los resultados del esfuerzo no eran muy seguros. Los conductores, con sus arcos de doble curva y la protección del muro de piedra, poseían una clara ventaja sobre los enemigos que los embestían. Pese a eso, dos docenas de ellos yacían ya en el fondo del foso de arena, y la lluvia de proyectiles halflings se seguía cobrando su implacable número de víctimas entre aquellos que seguían en pie. Si caían muchos más de los arqueros de la caravana, no quedarían suficientes con vida para impedir que los halflings rebasaran el muro.

Osa se detuvo cerca de los inixes, a unos doce metros de la torre.

—Aquí estás a salvo. Nadie te confundirá con un halfling —dijo—. Regresaré a buscar a Milo.

Los pies de Sadira avanzaron incontrolables. No obstante la situación, descubrió que realmente disfrutaba con la coacción de la música. Imaginó que las flautas de ryl utilizaban alguna manifestación del Sendero. Aunque se podía utilizar la magia para influir en los pensamientos del objetivo deseado, casi nunca se podía ejercer un control parecido sobre las emociones primitivas de tantos. Era una lástima que los músicos no pudieran utilizar sus poderes con un efecto más físico sobre los halflings.

En eso era en lo que ella podía ayudar, decidió la semielfa. Mientras avanzaba bailando, levantó el bastón en el aire y pronunció la palabra que lo activaba. Una vez más, volvió a sentir cómo este extraía la energía del interior de su cuerpo, y una luz violeta brilló en el interior del pomo. Cuando llegara al campamento, utilizaría la propia magia de Nok para ahuyentar a los guerreros que el cabecilla había enviado.

Antes de que Sadira hubiera podido dar dos pasos, un completo silencio descendió de improviso sobre la zona. Su cuerpo dejó de danzar bruscamente, y, enredándose en sus propios pies, cayó cuan larga era sobre el suelo.

La hechicera empezó a incorporarse, pero se detuvo cuando una voz halfling rompió el silencio:

—Soltad vuestras armas —ordenó. Aunque habían pasado casi dos años desde que había oído esa voz, Sadira la reconoció al instante como la de Nok en persona—. No os salvaréis luchando.

Comprendiendo que no existía más que un modo de salvar a los conductores de la caravana, Sadira corrió hacia su kank y lo desató; tras subirse a su lomo y alejarlo un poco del campamento, levantó el bastón sobre su cabeza y gritó:

—¡Fuego celestial!

Del extremo del báculo surgieron tres llamaradas rojas que inundaron el cielo de una luz del color del rubí y proyectaron una bruma escarlata sobre las amarillas lunas.

Segura de que Nok identificaría correctamente el origen de la mágica exhibición, Sadira agitó el bastón por encima de las antenas del kank y lanzó al animal a un furioso galope.