Conversación con Petros Márkaris
Usted ha vivido siempre en ciudades grandes. Nació en Estambul, estudió en Viena y desde 1964 vive en Atenas… Metrópolis que en el pasado fueron el centro de grandes imperios. ¿Qué significa Atenas para usted?
PETROS MÁRKARIS: En Atenas el odio y el amor pasean juntos de la mano. Creo que los cambios de humor de los atenienses tienen que ver con su ciudad. Los atenienses abrazan a alguien y le dicen cosas amables, y al momento lo insultan. Por la mañana salen a la calle, el sol brilla, todo está al rojo vivo, todo se ve a través de un velo de luz, la gente se sienta en las terrazas de los bares, conversa y toma café. Todo es hermoso. Luego, gira usted la calle y de repente los coches se le echan encima y piensa que va a morir atropellado. Se pone a salvo en la acera, pero esta está tan maltrecha que tropieza y se rompe una pierna; al final, huye de la ciudad. Así es Atenas. Todos los atenienses sienten una mezcla de amor y odio hacia su ciudad. Lo que también me gusta de ella es la noche. De noche, esta ciudad es mucho más hermosa aún que de día. Atenas es hermosa ya sea bajo la luz del sol o en la oscuridad. Sucede lo contrario que en Estambul, que embellece con una lluvia ligera; Estambul necesita la lluvia para ser hermosa. Atenas necesita la luz del sol.
¿Cómo ha cambiado Atenas desde su llegada?
Atenas era en el pasado una ciudad distinta: hermosa, tranquila, muy humana y llena de buen humor: todos los días se podía uno reír en cualquier esquina. Me pregunto dónde está hoy en día aquel humor; sencillamente, se ha evaporado. Grecia era muy pobre cuando yo la conocí a mediados de los años sesenta. Pero aquella pobreza tenía estilo y eso podía reconocerse en sus poetas y sus dramaturgos, que no obtenían un céntimo del Estado. Tuvieron que luchar para crear arte, y eran extraordinarios.
En sus novelas se siente el pulso de Atenas.
Cuando escribo una novela, siempre sé dónde se desarrolla, en qué barrio de la ciudad. Voy a pie y hago una pequeña investigación.
¿Usted no conduce?
No.
Al contrario del comisario Jaritos, que ahora conduce un coche nuevo.
Sí, su viejo Mirafiori se acabó. Una amiga que trabaja en mi editorial italiana me dijo: «No sé cuántos Mirafiori circulan aún en las calles de Grecia, pero te aseguro que en Italia sólo verás uno en el museo de la Fiat». Bueno, ahí tenía que acabar el coche; no fue una decisión difícil; pero elegir el coche nuevo fue algo más complicado.
La crisis le ha proporcionado a usted la respuesta. Por solidaridad con España, que a diferencia de Japón, también está en crisis, el comisario se compra un coche español.
Sí, el comisario Kostas Jaritos conduce ahora un Seat Ibiza. Expliqué el problema del nuevo vehículo a mis amigos de la editorial española de mis libros, y me proporcionaron un catálogo de Seat con modelos de todos los colores para que pudiera elegir. ¡Fue hermoso! Pero con respecto al pago, Jaritos dice ahora: «Si lo llego a saber no me compro ningún coche»; es decir, que lo está pagando a plazos.
¿De dónde procede su familia?
Mi padre era armenio y mi madre, griega; en casa hablábamos griego, en realidad, gracias a una historia de amor: mi abuelo paterno procedía de una rica familia de Estambul, su padre era uno de los banqueros del sultán Abdul Hamid. Tenían una casa enorme y una cocinera procedente de la isla de Andros, en las Cícladas. Esta cocinera le pidió a mi bisabuelo permiso para traerse a su sobrina a pasar una temporada en la casa. Mi bisabuelo estuvo de acuerdo y le ofreció a la cocinera una habitación para la sobrina. Esta, que entonces contaba diecisiete años de edad, vino directamente de la isla, y debía de ser muy guapa. Mi abuelo se enamoró de ella a primera vista. Se dirigió a su padre y le comunicó: «Me he enamorado de la sobrina de nuestra cocinera y quiero casarme con ella». Su padre le dijo que debía de estar loco, que no podía casarse con la muchacha, que encima era griega, y lo amenazó con desheredarlo. Pero el cabezota de mi abuelo llegó un domingo a la hora de la comida acompañado de la chica y anunció: «Os presento a mi mujer». Al día siguiente, su padre lo había desheredado. Con su joven esposa, alquiló una vivienda de dos habitaciones, aprendió la lengua de la muchacha y dejó de hablar armenio. Su griego era horroroso, miserable, pero fue nuestra lengua, la consecuencia de una historia de amor. El editor de Diogenes, Daniel Keel, encontró la historia realmente maravillosa y me propuso escribir un libro sobre ella. Pero yo no sé escribir novelas de amor.
En Estambul asistió usted a una escuela alemana…
A una escuela austriaca. Turquía permaneció neutral en la guerra, y cuando hubo signos de que los Aliados iban a resultar vencedores, Turquía declaró la guerra a Alemania y la escuela alemana se cerró. Por tanto, no tenía ninguna otra alternativa en lengua alemana que el St.-Georg-Gymnasium austriaco.
Hábleme de ello.
Mi padre tenía dos sueños en su vida y en los dos se sintió frustrado. Dirigía una empresa de importación y quería que yo me hiciera cargo del negocio. En 1949 comenzó el milagro económico alemán y mi padre creía que, como el alemán iba a convertirse en la lengua internacional de los negocios, yo tenía que aprenderlo. Tuvo dos decepciones: el alemán no se convirtió en el idioma de los negocios y yo no me hice cargo de su empresa. Pero aprendí alemán, eso sigue ahí.
… y hoy Alemania tiene que salvar a Grecia. En Viena empezó usted a estudiar ciencias económicas.
También esto era un deseo de mi padre. Yo no quería estudiar económicas; detestaba la materia. Pero a la vez, aquello me arrancaba de Estambul. Por tanto me dije: la carrera es tu oportunidad. Pero no terminé los estudios. Después de cinco años, lo que sabía es que quería escribir en griego, por tanto, me dirigí a Grecia, el país donde hablan griego moderno.
Sin embargo, una vez en Grecia, durante mucho tiempo su actividad estuvo muy ligada con la economía, ¿no es cierto?
Sí, de 1966 a 1976 trabajé en una fábrica de cemento, es decir: casi once años. El gran salto lo di en 1976, cuando ya no pude aguantar más allí.
¿Vivía su padre todavía entonces?
No. Pero mi madre nunca me lo perdonó. Aquella era, y lo sigue siendo, una gran empresa. Dos veces al año había aumento de sueldo y, además, bonificaciones para los mejores empleados. Sólo en una ocasión me rebajaron los ingresos. Al día siguiente se presentó el gerente de la firma: «Quiero disculparme con usted. La próxima vez ganará usted más, no se preocupe». Luego añadió, como de pasada: «Eso sin contar con que el año que viene sea usted director, con lo que, por descontado, tendrá un sueldo aún mejor». Yo estaba completamente perplejo. Pensé: «Si ahora te conviertes en director y sigues adelante, vas a olvidarte de escribir». Me pasé la noche entera reflexionando, sin poder dormir. Al día siguiente me dirigí al responsable y dije: «Me siento muy honrado. Es una oferta realmente muy amable por su parte. Pero aquí tienen mi renuncia». Me indemnizó como si me hubiera despedido, para atarme a ellos en caso de que me lo repensara. Yo expliqué: «Mire, no voy a volver». Él respondió: «Soy empresario, conozco mis riesgos. Voy a asumir este». Yo nunca regresé y él perdió el dinero.
¿Cómo decidió usted en qué idioma iba a escribir?
Soy trilingüe, hablo griego, turco y alemán. Al principio escribí algo en alemán, también en turco, y de forma esporádica, en griego. Y de pronto, en Viena, cambio de opinión. Fíjese, la sociedad austriaca, en especial la vienesa, es una sociedad cerrada. Yo tenía a menudo ese sentimiento de soledad, con sus aspectos negativos y positivos. Todo el que quiera ser escritor tiene que aprender a amar su soledad, pues el escritor siempre está solo. Vive solo, escribe solo, piensa solo. No solamente hay que soportar esa soledad, hay que aprender a amarla. Yo la he convertido en algo propio. Y con ella también he llegado a percibir el asombro. Entonces resolví escribir sólo en griego. De alguna forma quería volver al seno de la lengua materna. Con el griego me sentía seguro.
¿Sabía su padre que hacía tiempo que había empezado a escribir?
Sí, pero él siempre conservó la esperanza de que aquello fuera una enfermedad de juventud y que pronto la abandonaría.
Thomas Mann escribía siempre por las mañanas. ¿Tiene usted rituales de escritura?
Cuando estoy en casa trabajo todos los días, sábados y domingos incluidos, desde las diez a las dos del mediodía, y de las cuatro a las ocho de la tarde. Entre las dos y las cuatro leo, sobre todo periódicos. Cuando empiezo una nueva novela, tengo que permanecer en casa los tres primeros meses, hasta que consigo dominar la historia. Después, puedo trabajar en cualquier sitio, en habitaciones de hotel, incluso en el tren. Pero durante los tres primeros meses, necesito mi casa, mi mesa de trabajo y mi gato. Mi nueva novela está en parte dedicada a mi gato: «Para Josephine y Gian». El gato se llama Gian. Me gustan mucho los gatos. Estoy enamorado de los gatos.
¿Tiene usted un primer lector?
Escribo los dos primeros capítulos, a continuación reescribo el primero, luego escribo el tercero; entonces reescribo el segundo y luego viene el cuarto, y así con los demás. En realidad, al final tengo dos versiones, que dejo enfriar tres o cuatro semanas, hasta hacer una tercera corrección. Esta versión la reciben mi editor, mi lectora editorial griega y mi hija. Cuando tengo sus comentarios, hago una versión definitiva. Con la lectora editorial de Diogenes preparamos una nueva versión: la europea. Después de mi primera novela nos dimos cuenta de que muchas de las cosas que digo o a las que aludo se refieren específicamente a Grecia y no son del todo comprensibles para el lector europeo. Por tanto, hay que ser valiente y cortar. Así surge una versión griega de referencia para los editores extranjeros.
Hace cinco años dijo usted en una entrevista: «Los griegos no quieren invertir su dinero en las empresas. Prefieren construirse una casa de campo. Soy pesimista. Gastan mucho e invierten poco. En algún momento, esto se acabará». Es usted un profeta.
No soy ningún profeta. Esto se veía venir.
¿Los griegos también lo han visto venir?
Una minoría por descontado, pero sólo una minoría. La mayoría eran muy felices y pensaban que esta situación iba a durar siempre. Fue el primero de los errores. Pero el mayor error vino del sistema político que se empeñó en promocionar el conjunto. Esta vez los griegos están realmente desbordados.
En opinión de los griegos, ¿quién es el culpable de la crisis?
El Gobierno, por supuesto, la Unión Europea, los bancos, los financieros…, en realidad, todos. Pero especialmente el Gobierno, al que ellos mismos eligieron. Pero mis compatriotas dicen: ¿qué remedio nos quedaba? Todos los políticos son unos corruptos, por tanto, ellos se sienten inocentes.
Usted ha abordado la crisis en sus ensayos y en sus novelas.
Sí, en dos libros. Como he hablado tanto sobre la crisis, casi todos los días me proponen una entrevista. Quiero que la crisis acabe, no para que los griegos puedan vivir mejor sino para recuperar otra vez la tranquilidad…
Por eso se venga usted matando a un banquero en su libro más reciente, Con el agua al cuello. Durante los Juegos Olímpicos, le preguntaron a usted sobre ellos; ahora le preguntan por la crisis.
¿Sabe usted por qué? Porque siempre voy a la contra. Antes de los Juegos Olímpicos me llamó un alemán para decirme: «Soy consejero técnico del Comité Olímpico alemán. Estoy aquí para visitar las instalaciones olímpicas y también quisiera hablar con usted», «¿Y qué tengo que hacer?», «Para serle franco, señor Márkaris, todo el mundo está entusiasmado con los juegos. Me pregunto si no hay nadie que esté en contra. Por eso me dirijo a usted».
¿La novela policiaca es una forma de escribir contra la estupidez?
En el sentido de que al final la novela policiaca siempre crea una especie de claridad, sí.
Hay quien sostiene que la novela policiaca es hoy en día la única posibilidad de poner ideas en circulación.
Una de las razones por las que la novela policiaca es tan apreciada es que se trata de la más religiosa de todas las novelas. Al final, los malos siempre son castigados. El lector sabe, gracias al predicador, que el mal gobierna el mundo, pero le tranquiliza comprobar que al final, en la novela policiaca el mal siempre es castigado. En este sentido, los detectives y policías son misioneros, tienen mentalidad de misioneros.
Usted es autor de obras de teatro, ha traducido del alemán obras importantes, además ha trabajado para el cine y la televisión.
En efecto. A principios de los noventa escribí el guión de una serie de televisión llamada Anatomía de un crimen; un éxito enorme. Pero al comienzo del tercer año conocí a la familia Jaritos. La verdad es que no quería tener mucho que ver con esa gente, porque me sacan de quicio.
¿Cómo los conoció?
Los tres aparecieron una mañana ante mi mesa de trabajo. ¿Conoce usted la obra Seis personajes en busca de autor, de Pirandello? En mi caso eran tres, no seis. Creo que mientras escribía la serie, otra idea se estaba desarrollando en mi inconsciente, y que de pronto, se hizo consciente, y yo tenía delante de mí a esas tres personas.
¿Su pasión por el teatro fue anterior al cine?
Al principio quería ser autor dramático y escribí algunas piezas para los escenarios. Una de ellas, La historia de Ali Retzo, se convirtió en 1971, durante la dictadura militar, en la gran obra teatral contra la Junta militar. Entonces todo tenía que someterse a la censura, pero en mi texto apenas suprimieron nada. Los muy idiotas leyeron la obra, que transcurre en Turquía, y la aprobaron porque pensaron que atacaba a Turquía. Dos meses después, la pieza se representó. El teatro estaba tan lleno que la gente esperaba hasta en los pasillos. La gente no confiaba en que la permitieran pasar la obra tan fácilmente. Estuvo semanas en cartel y se pensó en volver a representarla. Entonces yo trabajaba en la fábrica de cemento. Un día me llamó un policía: «¿Es usted el señor Márkaris? ¿De nombre Petros? ¿Y ha escrito usted una obra titulada La historia de Ali Retzo?». Yo: «Sí; ya lo sabe usted todo, ¿por qué me aburre de este modo?». «Corre usted el peligro de perder su permiso de residencia en Grecia», pues entonces yo todavía era turco. Cuando hubo acabado, le dije que yo trabajaba en la fábrica de cemento X. Siguió una pausa y añadió: «Bueno, eso es realmente un problema».
¿Cómo se le ocurrió ese proyecto tremendo de traducir el Fausto de Goethe?
El antiguo director artístico del Teatro Nacional me llamó un día: «Petros, tengo una propuesta para ti. Siéntate. Tienes que traducir el Fausto; las dos partes. Queremos llevarlo a escena». Yo respondí: «Olvídalo. No lo haré». Él replicó: «Petros, es la obra de una vida». Es lo peor que se le puede decir a un autor o a un traductor: «La obra de una vida». Así que me puse a trabajar y durante seis meses no pude escribir otra palabra que no fuera de la traducción. Fue una época infernal. Cuando por fin acabé la primera parte, el intendente me dijo que la representación se cancelaba. Le expliqué a mi editor la historia completa y este me comentó: «Bien, ¡lo publico yo!». Le dije que estaba loco y que vendería sólo cincuenta ejemplares. Hasta ahora ha vendido casi cuatro mil ejemplares. ¡Increíble! En un acto en el Goethe Institut se me acercó una señora y me dijo: «Conozco sus novelas policiacas, pero lo admiro por su traducción del Fausto», y yo repliqué: «Señora, lo importante es que me admire a mí».
¿Cuáles han sido las primeras reacciones a su novela Con el agua al cuello?
Los griegos parecen entusiasmados. Me emociona mucho que la gente me interpele en la calle y me digan: «Lo ha hecho usted perfecto. ¿Cuándo saldrá su próximo libro?». No he ahorrado críticas a los griegos y no me duelen prendas a la hora de decirles que tienen su parte de culpa en la situación del momento. Me alegra mucho que Con el agua al cuello haya tenido una acogida tan buena.
¿Cómo ve usted la relación entre Grecia y Alemania? ¿Han sucedido demasiadas cosas en los últimos años? ¿Se ha provocado un perjuicio demasiado grande?
Hasta ahora la amistad entre griegos y alemanes no dejaba de maravillarme. ¿Cómo es que los alemanes, antiguos ocupantes del país, resultaban más simpáticos a los griegos que los ingleses y los americanos, que los liberaron? Era muy extraño. Pero ahora esta relación se ha roto, lo que me produce mucha tristeza. Y tengo que decir que los alemanes han contribuido a ello. Los insultos de los periódicos sensacionalistas, las manifestaciones de la canciller alemana y el tópico siempre repetido de unos griegos gandules…, nada de todo esto ayuda mucho.
Otoño de 2011