¿Sólo una crisis financiera?

¿Es la crisis que padece Grecia tan sólo una crisis económica? ¿O es, quizás, una crisis que presenta aspectos tan o, incluso, más importantes que la misma crisis económica?

Desde principios de 2010, cuando estalló la crisis, sostengo el argumento de que la crisis griega tiene principalmente un carácter político. El país ha llegado a una quiebra económica, que en estos momentos lo mantiene al borde del abismo, por los errores y los fracasos de sus dirigentes políticos. Un aparato estatal corrupto, que se revela incapaz de poner en práctica, con o sin rapidez, reformas y leyes críticas, y que es, al mismo tiempo, el resultado de los errores de la elite política griega.

Poco a poco, nuestros socios en la eurozona han llegado a comprender que el problema del país no sólo es financiero, sino que también tiene que ver con la cultura política. Lo que, sin embargo, no logran comprender es que el fracaso de la clase política y del aparato estatal no es una consecuencia de la mala gestión de los últimos años, sino que tiene raíces antiguas y profundas.

Los orígenes de esta enfermedad podrían localizarse en la creación del Estado griego moderno en el año 1829, con el asesinato del primer gobernador de Grecia, el conde Kapodistrias. Sin embargo, no deseo abusar de su paciencia y creo que será suficiente con que me remonte a los años de posguerra.

Al final de la segunda guerra mundial, y como todos los países de Europa, Grecia tuvo la gran oportunidad de recomenzar y construir un Estado moderno, pero la desperdició con una guerra civil, que asoló al país de 1946 a 1949. Después de este enfrentamiento, Grecia no era sólo un país desangrado, sino, sobre todo, una nación dividida, con ciudadanos profundamente enemistados. Por un lado, estaba el Ejército griego y los nacionalistas, los vencedores en el conflicto; por el otro, los vencidos, el Ejército democrático y los comunistas.

Tras la guerra civil, las dos partes enemistadas se alimentaban del mismo mito, a saber, las denominadas «potencias extranjeras», entre las que se encontraban en primer lugar Estados Unidos, seguidos de Inglaterra.

Los nacionalistas estaban entusiasmados con nuestros amigos americanos y la OTAN, mientras que los comunistas le echaban la culpa a América de toda la miseria del país. Sólo Estados Unidos y sus aliados en el país, es decir los gobiernos nacionalistas, tenían la culpa de que Grecia no se hubiese desarrollado al ritmo de sus vecinos. Tras la dictadura militar, algunas fracciones de los partidos civiles aceptaron también estas ideas, sobre todo el Pasok, que cultivaba un antiamericanismo sin fisuras.

Tenemos el ejemplo de dos países que cuestiona esta teoría: la República Federal de Alemania y Japón. Cuando acabó la segunda guerra mundial, Alemania era un país ocupado por los aliados, mientras que Japón estaba bajo el control de los americanos. Es cierto que Estados Unidos impuso a sus aliados una política exterior y de defensa común durante la guerra fría, sin embargo esto no impidió que ambos países construyesen un Estado moderno, pues los americanos no sólo definieron las líneas políticas, sino que apoyaron con enorme generosidad la construcción de este Estado.

Grecia estaba en el bando de los aliados y, por lo tanto, del lado de los que habían ganado la guerra. Esta circunstancia proporcionó al país una gran cantidad de dinero por parte de Estados Unidos. La culpa de la miseria griega no la tienen ni los americanos ni los ingleses, sino la guerra civil. Ambos bandos, tanto la izquierda, bajo la dirección del Partido Comunista, como los nacionalistas han cometido terribles errores, con terribles consecuencias.

El Partido Comunista se convirtió en el único responsable de una guerra civil que devastó por completo a un país ya desangrado por la ocupación alemana. Finalizado el conflicto, la culpa pasa a los vencedores, es decir, a los gobiernos nacionales, que no lucharon por reconciliar a las partes enfrentadas, sino que abrieron todavía más la brecha existente entre ellas. Mientras los comunistas sufrían una cruel persecución, los sectores de la sociedad que apoyaban al régimen y aquellos que habían luchado en el bando de los nacionalistas eran gratificados con privilegios de todo tipo.

El destino de los privilegiados era el Estado o las empresas públicas. A los retoños de las familias adeptas se les aseguraba una plaza en la Administración del Estado, que, sin embargo, era inaccesible para todos los contrarios al régimen. Estos ni siquiera tenían la posibilidad de trabajar en la recogida de basuras. Así, el aparato estatal y las empresas públicas se convirtieron en una especie de invernadero para los partidos nacionales.

La columna vertebral de este sistema la integraban, especialmente en provincias, los caciques del partido, que tenían el mismo poder y la misma potestad que los secretarios del partido en una provincia del sistema soviético. El cacique podía repartir privilegios a capricho, también puestos en la Administración. También podía destrozar la vida de aquellos que él clasificaba como enemigos del régimen y en esta categoría no sólo entraban los comunistas, sino también el amplio número de ciudadanos que habían adoptado una postura neutral durante la guerra civil.

Así, en Grecia, se instauró un sistema que tenía grandes similitudes con la Unión Soviética. El Estado construido tras la guerra civil era un oxímoron. El Partido Comunista, que soñaba con un Estado soviético, había perdido la guerra, mientras que las fuerzas nacionalistas, que habían luchado por la democracia, por la integración de Grecia en la alianza occidental y por la economía de libre mercado establecían un sistema, cimentado en el Estado, que se asemejaba mucho al modelo deseado por el Partido Comunista.

Son muchas las personas, dentro y fuera de Grecia, que afirman con razón que Grecia es el último bastión del socialismo real en Europa. De ser esto cierto, los orígenes de este sistema se encontrarían en los años que siguieron a la guerra civil.

Los primeros veinticinco años de la posguerra definieron el destino de Grecia: de 1950 a 1974, es decir, hasta el final de la dictadura militar.

Más adelante me referiré a la evolución del país durante los primeros seis años que siguieron a la dictadura, pero ahora me interesa aclarar lo ocurrido tras 1981, es decir, la primera etapa tras la llegada al gobierno del Pasok.

Andreas Papandreu, el fundador del Pasok, que gobernó el país desde 1981 hasta 1989 y de nuevo desde 1993 hasta 1996, no se granjeó grandes simpatías en la Comunidad Económica Europea ni en la Unión Europea. Precisamente por este motivo es importante aclarar ciertos equívocos en relación con su persona.

Sus opositores en los partidos de centro-derecha culpaban al Pasok y al mismo Andreas Papandreu de haber atestado el aparato estatal de «vigilantes verdes». Con esta expresión se hace referencia a los miembros del Pasok, «verdes» por el color del emblema de su partido.

Aunque este reproche no sea del todo injusto, es sólo una verdad a medias. El Pasok no se fundó hasta que hubo finalizado la dictadura militar. Era y sigue siendo el único partido de centro-izquierda que ha conseguido una posición de poder en la historia de Grecia. Era, por lo tanto, evidente que no quería ni podía gobernar con el aparato estatal que acabo de describir. Andreas Papandreu no tenía más remedio que colocar a su propia gente en posiciones clave, porque tenía miedo de que, si no lo hacía así, este aparato estatal de sello nacionalista socavaría su política.

A esto es necesario añadir que Papandreu había sido ministro de Economía en el Gobierno de centro de 1963 y había presenciado todas las intrigas de la familia real y del aparato estatal que finalmente llevaron a este Gobierno a la ruina.

Además sus rivales seguían culpando a Papandreu de no haber fundado un partido socialista o socialdemócrata de sello europeo en Grecia, sino un partido al estilo del partido panarabista Baath y su mezcla de socialismo y nacionalismo laico.

Son comentarios acertados, aunque sólo en lo que respecta a los años que van desde 1975 hasta 1981, cuando el Pasok estaba en la oposición. De hecho, el Pasok tenía contactos cercanos con los partidos Baath en Siria y en Irak, así como con la Autoridad Nacional Palestina de Yasir Arafat. Sin embargo, cuando el Pasok llegó al poder, no cumplió ninguna de sus dos grandes promesas electorales: Grecia no abandonó la Comunidad Económica Europea ni el país dejó la OTAN, tal y como Papandreu había proclamado de forma constante durante sus años en la oposición.

No era el Pasok, sino el estilo de Andreas Papandreu como dirigente, el que se asemejaba al Partido Baath. Gobernaba el país como si se tratara de un regente. Por una parte, quería que los ciudadanos estuviesen satisfechos y que lo aceptasen sin condiciones. Por otra, pretendía ejercer un poder sin límites. En realidad, casi prefiero denominarlo «monarca», aunque tal vez les suene un tanto duro o fuera de lugar. Ya intentaré explicar en lo que sigue por qué este término no es ninguna acusación personal, sino que describe una función inherente al sistema.

Durante su mandato, Andreas Papandreu tomó dos decisiones que resultan muy reveladoras a la hora de definir su estilo como gobernante. Apenas el Pasok había asumido el Gobierno del país, Papandreu decidió aumentar todas las pensiones un 50 por ciento. Los ciudadanos recibieron la propuesta con grandes aplausos. Lo que no sabían o quizá no querían comprender es que esta subida de las pensiones se financiaba a través de créditos. Ese fue el principio de nuestro actual desastre. Desde entonces las subidas de pensiones o sueldos públicos se han venido financiando con créditos. Hasta hoy no se ha logrado establecer un equilibrio entre los ingresos del Estado y las pensiones y los sueldos públicos.

La segunda decisión de Papandreu fue la reforma de la Constitución en 1986. La Constitución, que había sido aprobada por referéndum en 1975, aseguraba al presidente de la República cierta capacidad de intervención, que, como medida de control, imponía ciertos límites al poder del Parlamento y del primer ministro. El objetivo de la reforma constitucional de 1986 era única y exclusivamente suprimir la capacidad de intervención del presidente.

Si a esto añadimos que el sistema electoral griego, tanto entonces como ahora, favorece las mayorías absolutas y dificulta hasta el extremo la formación de coaliciones, no resulta difícil imaginar que Andreas Papandreu pudo imponer su voluntad sin que nadie le plantara cara.

Esto tan sólo era el mal menor. Lo peor fue que la entrada de Grecia en la Comunidad Económica Europea se produjo cuando el país estaba gobernado por el Pasok, con Andreas Papandreu como primer ministro.

Papandreu no confiaba en la burguesía griega. No se equivocaba del todo, pues una gran parte de esta burguesía se había enriquecido gracias a la colaboración con el Gobierno nacionalsocialista y con el mercado negro durante la ocupación alemana. La burguesía también había gozado de grandes privilegios durante la guerra civil y en los años inmediatamente posteriores a la contienda.

En lugar de mostrar a la burguesía tradicional la vía correcta y marcarle los límites, al Gobierno del Pasok le pareció más fácil y más beneficioso para su partido crear una clase de nuevos ricos entre los que repartió generosamente las subvenciones de la Comunidad Económica Europea. Estos nuevos ricos no sólo podían competir con la burguesía tradicional, sino también, y sobre todo, dependían por entero del Gobierno.

Antes del ingreso del país en la Comunidad Económica Europea, nunca había entrado tanto dinero en el país. Nunca el Estado griego, desde su fundación, se había siquiera atrevido a soñar con tales ingresos.

Grecia necesitaba este dinero para que la pequeña economía de un país pobre, basada en su mayor parte en pequeñas y medianas empresas, lograse sobrevivir en una comunidad económica de gran tamaño. Para conseguir este objetivo no sólo hacía falta dinero, sino también reformas y cambios estructurales que, si son necesarios ahora, ya lo eran por aquel entonces.

Los gobiernos de Andreas Papandreu desaprovecharon la oportunidad de llevar a cabo las obligadas reformas y el cambio estructural que el país necesitaba con tanta urgencia y eligieron el camino más sencillo y más partidista: repartieron el dinero entre «su gente». Si después de la guerra los gobiernos habían repartido dinero y privilegios entre sus aliados, el Pasok siguió esta estela y distribuyó las subvenciones entre los suyos.

El talento de Andreas Papandreu debería ser objeto de estudio. Tomó el sistema del «socialismo de derechas» que había heredado, le cambió el envoltorio y se lo vendió a su electorado como «estado social» e, incluso, como «socialismo». Para eso tenía a su disposición cuantiosos medios económicos.

Los gobiernos del Pasok hicieron que los sueldos de los funcionarios públicos se disparasen y los financiaron, en parte, con las subvenciones de la Unión Europea y, en parte, con créditos. Repartieron las subvenciones agrícolas entre los agricultores según su fidelidad al partido, con lo que este se aseguraba un electorado que lo ratificó en el poder durante dieciocho años, si contamos los años de los gobiernos de Simitis.

La política y la mentalidad de la clase política no han cambiado, sólo han cambiado los que reciben los privilegios.

Tras la entrada en vigor del euro, aparecieron los eurocréditos, tan asequibles que el país se entregó a un hedonismo consumista. Ahora, cuando en los artículos en la prensa y los informativos en la televisión, y también en los discursos políticos —sobre todo los del líder de Nueva Democracia Antonis Samarás—, se habla constantemente de crecimiento, yo no puedo dejar de preguntarme: ¿qué quieren decir exactamente con «crecimiento»? Porque el crecimiento basado en el consumo nos ha llevado a la ruina. Pero si se refieren al crecimiento que resultaría de un incremento de la productividad y de la competitividad de los griegos, entonces necesitamos tiempo, reformas, esfuerzo y sacrificios. Pero, sobre todo, necesitamos un cambio de mentalidad de la clase política y de los empresarios griegos y de la burguesía tradicional, así como de los nuevos ricos surgidos en la época en la que gobernaba el Pasok.

Yo, sin embargo, sigo teniendo dos preguntas:

La primera concierne a la Unión Europea. Hace ya tiempo que las instituciones europeas y la Comisión están al tanto de lo que acabo de exponer: lo toleraban y miraban para otro lado. Como muy tarde en junio de 2009, sabían que la situación en Grecia se había descontrolado. Un periódico griego publicó un informe del entonces comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, Joaquín Almunia, con fecha de junio de 2009, que definía la situación griega como extremadamente crítica. Si la Comisión y el Consejo Europeo hubieran intervenido antes, la situación actual no sería tan complicada ni para Grecia ni para la Unión Europea.

La segunda pregunta se refiere a Grecia y sus valores, y quiero explicar este aspecto con toda precisión.

Los griegos de los años sesenta eran un pueblo modesto y ahorrador, que trabajaba de sol a sol, pero en esa época florecía en Grecia la literatura, el arte, la cultura y, sobre todo, la poesía. Los dos autores griegos premiados con el Nobel, los poetas Giorgos Seferis y Odysseas Elytis, así como otros líricos como Yannis Ritsos o Andreas Embirikos, el director de teatro Karolos Koun, el director de orquesta Dimitris Mitropoulos o el compositor Manos Hadjidakis y Mikis Theodorakis, todos ellos son hijos de este tiempo de pobreza. Grecia era un país pobre con un elevado nivel cultural.

No quisiera que nadie me malinterpretase. No pretendo mostrar una imagen romántica del pasado. Creo que la entrada de Grecia en la Unión Europea representó un gran avance. Sin embargo, confieso que tengo mucho miedo, porque en la época de la falsa riqueza tiramos por la borda no sólo nuestra pobreza, sino también nuestros valores, porque pensábamos (¡qué error!) que estos valores eran parte de nuestra miseria. Ahora que la pobreza vuelve a amenazarnos, carecemos de los valores necesarios para lidiar con ella, porque los sacrificamos en nombre de la riqueza. Y por eso, tengo miedo.

Por otra parte, la Unión Europea no promueve tampoco un debate exhaustivo sobre la cultura y los valores comunes a todos los europeos. Hemos identificado Europa con el euro y olvidado la diversidad de este continente y los valores que nos unen. El único debate serio sobre la identidad europea, nuestra cultura y los valores comunes del que he tenido noticia fue el Sound of Europe en Salzburgo en el año 2006, durante la presidencia austriaca. En aquel momento tuve la esperanza de que se sucedieran otros foros de discusión. Pero, por desgracia, me equivoqué. No sólo los políticos, también los literatos y los intelectuales pueden ser víctimas de un falso optimismo.

Cuando miro atrás, a veces me pregunto: al principio, es decir, después de la dictadura, lo hicimos todo bien, ¿en qué nos equivocamos después?

Los seis primeros años posteriores al fin de la dictadura militar, es decir los años que van de 1974 a 1980, fueron testigo de un gran cambio institucional en Grecia. El país aprobó una Constitución democrática por primera vez en su historia, se abolió la monarquía por referéndum y se llevó a juicio a los cabecillas de la dictadura. Este cambio institucional se desarrolló de forma pacífica, sin enfrentamientos ni experiencias traumáticas.

El político más destacado de esta etapa fue Konstantinos Karamanlís, que, a través de reformas en sus instituciones, logró erigir un país nuevo en un plazo de seis años. Sin embargo, dejó intacto el aparato estatal griego, herencia del final de la guerra civil, que durante la dictadura militar se había convertido en un monstruo. Puede que no estuviera entre sus objetivos o, y eso es lo que yo creo, no tuvo tiempo para hacerlo. Los gobiernos sucesores tendrían que haber asumido esta tarea, pero han desaprovechado deliberadamente esta oportunidad.

Aquellos fueron los años dorados tras la dictadura militar, a los que siguieron años muy oscuros. Ahora explicaré a lo que me refiero con algunos ejemplos.

Con el referéndum del 1 de septiembre de 1946 la monarquía regresó a Grecia, para ser abolida de nuevo el 8 de diciembre de 1974. En la posguerra, el sistema democrático estuvo vigente durante veintiocho años.

El primer Georgios Papandreu regresó a Grecia cuatro días después de la liberación del país de las fuerzas de ocupación alemana, el 18 de octubre de 1944. Hasta hace pocos meses su nieto, Georgios Papandreu, era todavía primer ministro. La dinastía política de los Papandreu ha durado sesenta y siete años.

Desde el referéndum del 8 de diciembre de 1974 Grecia es una República, que, sin embargo, hasta hace unos pocos meses, ha estado gobernada por tres dinastías políticas. Antes me refería a Andreas Papandreu como un monarca: su forma de gobernar debe ser comprendida en este contexto.

En los treinta y seis años de República, Grecia ha sido gobernada once años por un primer ministro que se llamaba Karamanlís (de 1974 a 1980 por Konstantinos Karamanlís; de 2004 a 2009 por Kostas Karamanlís, su sobrino) y trece años por un miembro de la familia Papandreu (de 1981 a 1989 y, más adelante, de 1993 a 1996 por Andreas Papandreu; de 2009 a 2011 por su hijo Georgios Papandreu). El patriarca de la tercera familia, Konstantinos Mitsotakis, sólo fue primer ministro durante tres años, aunque su familia hace años que está muy presente en la vida política del país. De modo que el poder ha estado en manos de tres familias durante veintiocho años de los treinta y seis que llevamos de República. Kostas Simitis ha sido el único presidente que no siendo miembro de una de las dinastías, gobernó el país durante ocho años.

Sin excepción, todos los políticos del Pasok y de Nueva Democracia que intentaron arrebatar el poder a un miembro de la familia perdieron las elecciones. Los caciques del partido siempre han votado por el miembro de la familia, pues estaban convencidos de que el resto del electorado actuaría también de esta manera, lo que después se confirmaba durante las elecciones.

Si a este panorama añadimos la reforma constitucional y un sistema electoral que favorece la mayoría absoluta, comprenderemos por qué el primer ministro en cuestión podía ejercer un poder ilimitado.

Tenemos, por lo tanto, una República en la que el primer ministro ejerce un poder monárquico, más tres dinastías que han decidido el nombre del primer ministro como si se tratara de un heredero, durante veintiocho de los treinta y seis años de República. Es un milagro que este sistema haya sobrevivido tanto tiempo.

Se trata de un sistema en el que el primer ministro y el partido del Gobierno no temen a la oposición. Tienen a su disposición una mayoría absoluta y un poder absoluto. Pueden designar a sus compañeros de partido para que ocupen puestos en la Administración y en las empresas públicas y copar todos los cargos directivos con su propia gente.

Si esto ya es de por sí grave, falta lo peor. Como en estos últimos treinta y seis años, el Pasok y Nueva Democracia se han ido turnando para gobernar el país, el partido que está en el Gobierno asume que el partido de la oposición actuará de la misma forma en cuanto alcance el poder.

Lo interesante, y también lo espantoso, de este sistema es que el partido recién llegado al poder no despide a los caciques de sus puestos en la Administración. Estos se quedan y, además, van llegando otros nuevos.

El primer ministro tiene mucho miedo de la oposición que puedan hacerle los parlamentarios de su propio partido. Un ejemplo: cuando el primer ministro Kostas Simitis quiso introducir en el año 2002 una nueva ley para la sanidad pública se vio obligado a dar marcha atrás: no por las manifestaciones y huelgas de los sindicatos, ni por los gritos de la oposición, sino porque sus propios parlamentarios amenazaban con hacer caer el Gobierno.

No existen demasiadas diferencias entre los dos grandes partidos en cuanto a su programa o políticas. El Pasok renunció a su pasado «baath» y socialista y se ha convertido en un grupo de izquierda liberal. Por su parte, Nueva Democracia es, desde su fundación, un partido de centro derecha a pesar de que, en los últimos años, ha acentuado más su cariz populista.

Mis amigos en el extranjero no pueden creer que en la política griega no exista la palabra consenso. Hay dos explicaciones: en primer lugar, el sistema político griego carece de experiencia o práctica en la constitución de coaliciones; en segundo lugar, desde el final de la guerra civil nuestro ordenamiento ha estado basado en la confrontación.

En las últimas dos décadas, el partido de la oposición no ha ganado nunca unas elecciones, sino que las ha perdido siempre el partido que estaba en el Gobierno. Tal vez esto suene extraño a primera vista, pero puedo asegurar que es verdad. Por un lado, porque los programas de los dos grandes partidos son casi idénticos. Por otro, porque el partido en la oposición nunca ha hecho el esfuerzo de presentar un programa alternativo y convincente. La política del partido de la oposición consiste en difamar y desacreditar al partido del Gobierno desde el primer día que sigue a las elecciones.

He intentado explicar que la crisis griega no es exclusivamente una crisis económica, sino una crisis del sistema político con consecuencias económicas devastadoras. No hemos llegado a la ruina por los fondos de capital de riesgo ni por la burbuja inmobiliaria, sino porque nadie ha sabido gestionar el sistema político y este se ha venido abajo.

Grecia vive hoy la fase final de un sistema fracasado. La mala noticia es que le hemos pedido a la misma clase política que ha regalado la crisis al país que se ocupe de sanearlo y sacarlo de esta situación. Sin embargo, estos políticos han perdido por completo su credibilidad. Los ciudadanos están desilusionados, deprimidos y se sienten completamente inseguros, no sólo por las rigurosas medidas de ahorro, sino porque ya no tienen confianza en la clase política.

Pero la buena noticia es una verdad muchas veces probada: bajo presión se trabaja mejor. También los políticos griegos. Por primera vez desde la guerra civil los dos grandes partidos han constituido una coalición en torno a Lucas Papademos. Han aprobado el segundo memorando y el paquete de medidas de ahorro con una amplia mayoría. Aunque también con muchas víctimas: veintiún diputados han abandonado Nueva Democracia y veintitrés, el Pasok. Con este panorama, ningún partido tiene en este momento una mayoría absoluta.

Se aprobarán leyes para ratificar estas decisiones que tendrán como consecuencia el final del clientelismo político de los dos grandes partidos. Ambos debaten desde hace días sobre la coalición de Gobierno que formarán tras las elecciones.

Sin embargo, hay dos cuestiones que todavía deben ser tratadas.

La primera es si después de las elecciones habrá en el Parlamento una mayoría suficiente para formar un Gobierno de coalición. En las últimas elecciones de 2009 cinco partidos lograron entrar en el Parlamento. Hoy ya son siete grupos políticos, pues a los cinco iniciales se unieron uno escindido de Nueva Democracia y otro de la izquierda radical. Entretanto, los diputados de Nueva Democracia y del Pasok que abandonaron sus filas sopesan también la formación de nuevos partidos. Y también los Verdes tienen muchas papeletas para poder entrar en el Parlamento. Y no podemos olvidar que existe asimismo un partido de extrema derecha.

A causa del sistema electoral, si en el Parlamento entran más de seis partidos, será extremadamente complicado conseguir una mayoría para formar una coalición de Gobierno.

Hay todavía una segunda cuestión muy importante: ¿estamos a tiempo? Porque el tiempo se nos termina.

A modo de respuesta a ambas cuestiones, me gustaría citar un poema de Bertolt Brecht:

Todo se transforma. Puedes empezar de nuevo

con el último aliento.

Pero lo que ya ha pasado, pasado está.

Y el agua que sirves en la copa, ya no se puede retirar.

Lo que ha pasado, pasado está.

El agua que sirves en la copa, ya no se puede retirar, pero

todo se transforma. Puedes empezar de nuevo

con el último aliento.

En épocas de desánimo, siempre recuerdo este poema y no pierdo la esperanza.

29 de febrero de 2012