Anthi tiene diez años y Niki, siete. Son las hijas del representante griego de la Unión Europea en Bruselas. Durante el desayuno la familia habla griego. En el colegio las niñas hablan alemán. Cuando vuelven a casa, las está esperando una estudiante francesa que cuida de ellas. Con ella hablan francés. Durante la cena se cierra el círculo, y vuelven a hablar griego. Siempre que voy a Bruselas a visitar a esta familia, me pregunto si esta vida cotidiana trilingüe es una realidad de la Unión Europea, si la integración en la Unión Europea está tan avanzada que los ciudadanos de los distintos países miembros pueden comunicarse entre sí en varios idiomas.
Este multilingüismo también lo percibo cuando doy conferencias o hago presentaciones de libros en Alemania, Italia o España. Cada vez más a menudo me piden que les escriba una dedicatoria en griego porque muchos lectores están aprendiendo esta lengua. Cabe pensar que ahora los europeos estén aprendiendo lenguas europeas que no sean ni el inglés ni el alemán ni el francés. Pero quien de ahí pretenda extraer la conclusión de que la Comisión Europea es una especie de modelo europeo en miniatura estaría cometiendo un craso error. Siempre que voy a Bruselas, me acuerdo de mi padre, que me llevó a un colegio austriaco en Estambul porque en la época del milagro económico alemán estaba firmemente convencido de que el alemán se iba a imponer como lingua franca en los negocios. Pero ni siquiera en la Comisión se habla alemán, a pesar de que Alemania sea el país que más contribuye a la Unión Europea en el plano económico. Aunque las lenguas de todos los países miembros están representadas en la Unión Europea al mismo nivel, la inmensa mayoría de las veces se habla inglés, como en el resto del mundo. El país que más quebraderos de cabeza y complicaciones le suele dar a la Unión Europea le presta su lengua, y muchos de los funcionarios de la Unión Europea que llevan años viviendo en Bruselas sólo chapurrean el francés.
La diversidad lingüística de la familia del representante griego de la Unión Europea es una excepción. Es perfectamente posible que los niños de otras familias extranjeras crezcan en un entorno multilingüe. Pero la propia Bélgica es el ejemplo más claro de que la diversidad lingüística no siempre es sinónimo de apertura mental o de integración. El país tiene dos nacionalidades y dos lenguas oficiales. Pero los flamencos y los valones viven distanciados y no se tienen excesivo aprecio. En lugar de integración, las dos naciones se pelean por cada centímetro cuadrado de espacio lingüístico. Bruselas es la sede de una organización mundial, la OTAN, y de dos instituciones europeas, la Comisión Europea y el Parlamento Europeo. A la ciudad se le concedió esta condición especial gracias a que pasaba desapercibida. En lugar de avivar la rivalidad entre Londres y París, los líderes políticos de los años cincuenta y sesenta fueron lo suficientemente listos para elegir la discreta ciudad de Bruselas. El hecho de que su capital pase desapercibida siempre ha redundado en beneficio de los belgas. Cuando le pregunté a un diputado belga de Los Verdes por qué un político desconocido para la opinión pública europea como es Herman Van Rompuy había sido elegido presidente del Consejo Europeo, me contestó sin dudar ni un segundo: «Porque pasa desapercibido. Es simpático, bonachón, evita las controversias y, sobre todo, pasa desapercibido».
Estuve a punto de añadir la coletilla griega de «¡… el pobre!». Cuando los griegos dicen algo bueno de alguien, suelen completar su elogio con la expresión «¡el pobre!». Por ejemplo: «Es una persona muy recta, ¡el pobre…!» o «Es muy simpático, ¡el pobre…!». Nuestra niñera, a la que mis lectores conocerán por mi novela Muerte en Estambul[4], llegó incluso a decir una vez: «Le ha tocado la lotería, ¡al pobre…!». A pesar de la riqueza ficticia que los ha arruinado, para los griegos todas las virtudes siguen estando vinculadas con la pobreza. Pasar desapercibido presenta ciertas ventajas, como la de enmascarar tensiones. La tensión entre valones y flamencos no es la única que hay en Europa. Esa misma tensión existe entre el País Vasco y el Estado español, por no hablar de las tensiones entre el sur y el norte de Italia. Pero a simple vista, uno no se da cuenta de todo eso en Bruselas.
Cuando yo era joven, en Estambul se hablaban muchas lenguas. Se hablaba turco, griego, armenio y hebreo sefardí. Pero no se veía que hubiera integración. Las cuatro etnias vivían en sociedades paralelas. Bruselas también es una ciudad con sociedades paralelas. Los valones y los flamencos no son los únicos que viven separados. Los extranjeros que trabajan para las tres organizaciones tienen poco contacto con los belgas. La Unión Europea y la OTAN viven en mundos distintos. Los diputados del Parlamento Europeo sí que mantienen un estrecho contacto con la Comisión Europea y sus comisarios, pero, más allá de los contactos oficiales, no pasa de la escala nacional. Los alemanes se van con los alemanes; los griegos, con los griegos; los italianos, con los italianos; etcétera. Los políticos y los ciudadanos de los países europeos en los que hay inmigración suelen poner el grito en el cielo porque los inmigrantes viven en sociedades paralelas y no quieren integrarse. Pero los representantes de dichos países también viven en sociedades paralelas en Bruselas. El Parlamento Europeo es el que más se acerca a la integración europea. Allí se hablan las cosas abiertamente, y los parlamentarios son gente accesible que no tiene prejuicios o tiene muy pocos. La mayoría de los parlamentarios transmiten una imagen de Europa más objetiva que la de los funcionarios de la Comisión. Quizá se deba a que los parlamentarios están menos inmersos en la rutina política diaria de la Unión Europea que los funcionarios. O tal vez sea porque no tienen la misma opinión que la Comisión en todas las cuestiones y entre ellos critican abiertamente a la Comisión.
Pero no sólo hay una relación fría entre valones y flamencos. La relación entre el sur de Europa, por un lado, y los países centroeuropeos y del norte de Europa, por el otro, ha ido a peor desde el comienzo de la crisis. Esto se refleja en el plano político y también entre los funcionarios de los distintos países miembros. Los griegos se sienten muchas veces humillados por el resto de países centroeuropeos y del norte de Europa, con razón o sin ella. Cada vez tienen más la sensación de que los toleran, en lugar de aceptarlos. Los alemanes, por su parte, están sufriendo una especie de «extenuación griega». Los griegos son una carga para ellos, y creen que va a ser el cuento de nunca acabar. Esta sensación se nota sobre todo entre los expertos en economía, pero también la tienen otros funcionarios. Hasta los funcionarios del sur intentan alejarse de los griegos. Esto es algo que recalcan los políticos de los países del sur de Europa siempre que tienen ocasión, y los funcionarios de estos países de la Unión Europea también lo repiten.
Uno podría explicar esta postura como una falta de solidaridad. Pero en lo económico hay solidaridad. Grecia no es la única que recibe un apoyo solidario por parte de la Unión Europea. Lo que falta es la solidaridad entre las personas. Pero una falta de solidaridad sería una explicación demasiado simple. Lo que no se tuvo en cuenta en la unificación europea fueron los valores. El reto de los padres fundadores de la unificación europea fue crear una comunidad basada en los valores europeos comunes a partir de un continente con distintas historias nacionales, distintas culturas y distintas tradiciones. La comunidad original, la CEE, no era únicamente una comunidad económica europea, sino también una comunidad europea de valores. Los valores europeos comunes fueron el vínculo, el denominador común, que unificó a los estados europeos bajo un mismo techo. El objetivo era una diversidad con valores comunes.
Con la introducción del euro no se tuvieron en cuenta todos estos valores y se identificó a Europa con el euro, y ahora, con las medidas de rescate del euro, estamos tirando por la borda los valores comunes, la diversidad de las historias europeas, las distintas culturas y tradiciones, como si fueran un lastre. Europa ha invertido mucho en la economía y en las finanzas, pero poco en la cultura y en los valores comunes. El Acuerdo de Schengen abrió las fronteras entre los estados miembros de la Unión Europea, pero ¿qué sabe la inmensa mayoría de los europeos sobre los italianos, aparte de la Toscana, sobre los españoles, aparte de Mallorca, y sobre los griegos, aparte de Creta y las Cícladas?
Ahora, en tiempos de crisis, vemos el gran desconocimiento que hay de la diversidad cultural de Europa. En la época del crecimiento europeo, los griegos mantenían una estrecha relación con los alemanes. Pero ahora están indignados porque los alemanes les tratan con arrogancia, y los alemanes, por su parte, están molestos porque últimamente sus amigos los griegos les saludan con frialdad y se mantienen a cierta distancia. Como yo llevo muchos años siendo una especie de intermediario entre alemanes y griegos, me llegan las lamentaciones de ambas partes. Tanto los alemanes como los griegos tienen razón, pero cuesta explicárselo, porque ninguno de los dos es capaz de comprender la base cultural del otro. Eso da rienda suelta a prejuicios y resentimientos. Quien piense que la crisis de Europa es sólo financiera está equivocado. También estamos viviendo una crisis de los valores europeos. Por lo menos, la crisis financiera ha contribuido a que nos hayamos podido dar cuenta de esa otra crisis.
Aunque en los contactos oficiales se omite o se oculta tras las formas correctas de tratamiento, en los negocios privados suele aparecer en un primer plano. En lugar de acercarse aún más a causa de la crisis, las distintas culturas están alejándose cada vez más. Bruselas es el lugar en el que se puede observar de cerca esta mezcla y su fracaso. ¿De qué habla la gente en Bruselas? De la crisis, obviamente. En la Comisión y en el Parlamento Europeo, en las cafeterías y en los restaurantes, en todas partes, la crisis tiene la última palabra, pero el sentimiento siempre cambia. La imagen que dan los periódicos de que cada dos días hay una opinión distinta o una declaración distinta, ya sea de Olli Rehn, de Mario Draghi o de cualquier otro alto cargo de la Unión Europea, es perfectamente válida para Bruselas, aunque la sensación general, por lo menos de cara a la galería, es de que «vamos a lograrlo». Esta convicción cobró más fuerza después de la decisión de unificar la política financiera de la Unión Europea. Pensaban que por fin se había encontrado la solución correcta. Pero eso suele ser una percepción engañosa que crea una confianza fingida, porque siempre hay algún contratiempo que hace que el buen humor flaquee.
El último contratiempo ha sido la rebaja de la nota de solvencia de Francia y de toda una serie de estados de la Unión Europea. Cada vez que llega una mala noticia, los políticos y la Comisión se ponen a elaborar planes nuevos o a revisar los antiguos. La mejor respuesta a la pregunta de si los planes por sí solos van a servir de algo está en la primera estrofa de una canción de La ópera de cuatro cuartos, de Brecht: «Venga, haz un plan, / sé una lumbrera, / y luego haz otro plan; / verás como ninguno prospera». Bruselas no es tan importante como Berlín, París o Londres. No porque no sea una gran ciudad europea, sino sobre todo porque los políticos alemanes, franceses e ingleses les dan más importancia a sus metrópolis que a Bruselas. Pero Bruselas es un espejo de nosotros mismos, y deberíamos observarlo con más atención, pero sin maquillaje, por favor.
26 de enero de 2012