En Grecia, además de nuestro Parlamento con sus siete partidos políticos, existe un sistema no parlamentario que forman cuatro partidos: son los cuatro pedazos en los que se ha quedado dividida nuestra sociedad después de dieciocho meses de crisis económica. El creciente agravamiento de la crisis y la lucha diaria por la supervivencia no han logrado acortar las distancias entre estas partes. Muy al contrario, la brecha que las separa es cada vez mayor. Y, aunque se crean coaliciones entre ellas, hay también guerra de trincheras.
En primer lugar, encontramos el «partido de los beneficiarios», al que pertenecen todos esos empresarios que se han beneficiado del mercantilismo político durante los últimos treinta años, especialmente las empresas de construcción. Estas vivieron su apogeo en el preludio de los Juegos Olímpicos de 2004, cuando se aprovecharon de un Estado que se veía obligado a pagar a un precio inusitado cualquier encargo urbanístico.
También pertenecen al partido de los beneficiarios las empresas que abastecían a los servicios públicos, por ejemplo, aquellas que suministraban productos farmacéuticos y equipos médicos a los hospitales estatales. Hasta hace muy poco tiempo los griegos no eran conscientes del volumen de dinero que se ha despilfarrado en este sentido. Hasta ahora eran los hospitales los encargados de comprar las medicinas y los equipos médicos. Ahora el Ministerio de Sanidad ha establecido que la adquisición de productos se realice a través de internet y ha puesto a disposición de las instituciones 9.937.480 euros, una suma que se adecúa al volumen de gasto que se había venido generando hasta el momento. Sin embargo, esta operación ha revelado que el precio real de los medicamentos sólo asciende a 616.505 euros, es decir, un 6,2 por ciento de la cantidad que se había invertido anteriormente.
Sin las nuevas medidas de contención del gasto todo habría continuado como antes, puesto que precisamente estos «beneficiarios», las empresas de construcción y los proveedores de las clínicas, formaban una coalición con el partido del Gobierno y con sus ministros que no funcionaba nada mal. Todos en el aparato del Estado sabían de la existencia de estos contactos y del coste que suponían para la sociedad, pero todos callaban. No sólo porque los partidos se embolsaban así enormes donativos, sino porque estos sectores corruptos financiaban campañas electorales a los diputados, quienes a su vez se aseguraban buenos puestos de trabajo para sus familiares.
Al «partido de los beneficiarios» también se le podría denominar «partido de los defraudadores», pues todos ellos lo son sin excepción, especialmente los trabajadores autónomos con ingresos elevados, como médicos o abogados. Cuando un griego va a la consulta de un médico, este le informa: «La visita son 80 euros, si quiere factura, entonces serán 110». Y así, la mayoría de los pacientes renuncian a la factura y se ahorran treinta euros. Debido al acuerdo entre estos profesionales y el partido del Gobierno, las autoridades callan y hacen la vista gorda.
Mientras tanto, el conjunto de los ciudadanos sin recursos no deja de crecer. Muchos de ellos no pueden ni siquiera costearse sus medicamentos. ¿Qué hacen entonces? Recurren a la organización Médicos sin Fronteras, que proporciona de forma gratuita algunas medicinas. Las dos clínicas de Médicos sin Fronteras que existen en Atenas están pensadas para asistir a inmigrantes sin recursos, que llegan a Grecia desde África en barcas de remos. Pero cada vez son más los griegos que piden ayuda. Algunos días hay casi mil personas haciendo cola en Médicos sin Fronteras. Entre ellos, por ejemplo, diabéticos que ya no pueden permitirse comprar insulina.
La miseria de los inmigrantes se extiende a los griegos. Hasta hace apenas medio año, cuando me asomaba a la calle desde el balcón de mi casa, veía a inmigrantes que revolvían entre los cubos de basura, en busca de algo para comer. En las últimas semanas, se han unido a ellos cada vez más griegos. No quieren revelar su miseria, por eso hacen su ronda a primera hora de la mañana, cuando las calles están casi desiertas.
Está claro que los beneficiarios y los defraudadores no tienen tales preocupaciones. Apenas sienten que el país está en crisis. Antes de que Grecia entrase en esta situación, ya habían trasladado su dinero al extranjero. Mientras que los bancos griegos han perdido en los últimos dieciocho meses alrededor de seis mil millones de euros, los bancos extranjeros —especialmente los suizos— se frotan las manos.
Y también son los beneficiarios quienes, en evidente sintonía con el Partido Comunista, abogan por el retorno del dracma. Cuentan con multiplicar su riqueza y poder así comprar, con toda tranquilidad, una importante parte del patrimonio del Estado, que —ya sea con euros o con dracmas— deberá ser privatizado forzosamente, pues el Estado carece de recursos.
Una tercera —y fatal— coalición la forman el Gobierno griego y los agricultores, que también son a su vez miembros del partido de los beneficiarios. Desde la entrada de Grecia en la Comunidad Económica Europea (CEE) en el año 1981 todos los gobiernos griegos se han quejado del destino de sus «pobres campesinos» y han proclamado que estos merecían una vida mejor. Hace tiempo que estos agricultores se han asegurado una vida mucho mejor, gracias a las subvenciones agrícolas de la Unión Europea.
Dichas subvenciones se repartían de forma arbitraria, sin revisar y sin comprobar si los subsidios solicitados se correspondían con la producción real. Los agricultores enterraban sus productos, proporcionaban cifras falsas y se llevaban el dinero. Además, el Banco Agrícola Griego les otorgaba generosos créditos que, a día de hoy, todavía no han sido devueltos. Mientras, en el Gobierno, los amigos de los agricultores no ejercían presión alguna, porque los votos del campo eran muy valiosos. En la actualidad el Banco Agrícola está en quiebra y estos campesinos se pasean por su pueblo en sus Jeep Cherokee.
El segundo de los cuatro partidos en los que Grecia se divide en la actualidad podría denominarse el «partido de los honrados», aunque yo prefiero llamarlo el «partido de los mártires». A este partido pertenecen los dueños de pequeñas y medianas empresas, sus trabajadores y los pequeños autónomos, por ejemplo los taxistas o los técnicos. Ellos rebaten la opinión, tan extendida en Europa, de que los griegos son unos comodones y se zafan del trabajo. Trabajan duro y pagan religiosamente sus impuestos. Sin embargo, aunque el partido de los mártires es el mayor de los grupos no parlamentarios, no es lo suficientemente fuerte para aliarse con nadie. Por eso lo explotan por todas partes. Son los que mayores sacrificios realizan a causa de la crisis, por eso me gusta llamarlos mártires.
El mayor golpe para la pequeña y mediana empresa es la recesión. El desolador paisaje de las tiendas o negocios vacíos comienza a ser un elemento común en todos los barrios de Atenas, incluso en las zonas comerciales más elegantes. Por ejemplo, la calle Patission. La Patission, como la llaman los atenienses, es la más antigua de las tres calles en las que se divide el centro de la capital y se considera el bulevar de la clase media. Como vivo por esa zona, conozco muy bien la calle. La Patission estaba siempre muy mal iluminada, pero no importaba porque los escaparates brillaban con luz propia. Estos días, por la noche la calle está oscura como boca de lobo: uno de cada dos comercios ha cerrado y los que todavía siguen abiertos, intentan sobrevivir a golpe de ofertas especiales.
En la calle Aiolous, una vía también situada en el centro y que siempre había constituido un destino comercial para aquellos con menos ingresos, la situación es aún más terrible. Quedan todavía algunas tiendas, pero están vacías, los clientes no acuden a comprar. Así que la calle Aiolous se ha convertido en una zona peatonal sin peatones. «¿Cuánto tiempo podré aguantar?», me preguntaba la dueña de una pequeña tienda de ropa de caballero en la que entré a comprar calcetines. «Pueden pasar días hasta que aparece un cliente». En los últimos tiempos, uno vacila mucho antes de entrar en un comercio, porque, tan pronto como se ha cruzado el umbral, el dueño o los dependientes le bombardean a uno con lúgubres noticias. La dueña de la tienda de ropa de caballero no aguantó mucho: cuando el sábado pasado regresé a la calle Aiolous, su negocio también había cerrado.
Una amiga de mi hermana trabaja en una pequeña empresa especializada en la construcción de viviendas. Es la única empleada: el dueño se ha visto obligado a despedir al resto del personal. ¿Quién quiere construir casas cuando por todas partes hay viviendas en venta que tampoco compra nadie? Hace siete meses que la amiga de mi hermana no cobra su sueldo, sin embargo, está feliz porque, al menos, conserva su puesto de trabajo.
Lo peor para los miembros del partido de los mártires es el desánimo. Han perdido la esperanza. Para ellos, tras la crisis no se esconde perspectiva alguna de alcanzar un futuro mejor. Cuando uno habla con ellos, no es posible dejar de pensar que sólo están esperando a que llegue el final. Cuando una gran parte de la sociedad no logra reunir el optimismo necesario, significa que la vida es en verdad agobiante. En muchos de los bloques de viviendas en los que viven ciudadanos con ingresos escasos o moderados ya no se enciende la calefacción. Las familias carecen de dinero para gasóleo, o prefieren utilizarlo para otras cosas.
Yo no conduzco. Tengo un taxista que me lleva o me recoge del aeropuerto. Su nombre es Thodoros, no está casado y vive solo. «¿Qué le parece Lucas Papademos?», me preguntó la semana pasada de regreso del aeropuerto. Le dije que Papademos representaba la elección más correcta para ser el jefe de nuestro Gobierno, porque es un hombre inteligente y decente que, además, goza de una gran reputación tanto en Grecia como en la Unión Europea. «No sé. Está claro que no me va a proporcionar más clientes», respondió, resignado, mi conductor. «Eso sería pedir mucho», le contesté. «Mire», intervino Thodoros, «yo pago por el alquiler de este taxi 350 euros a la semana. Trabajo los siete días, pero sólo me llega para pagar el alquiler. Muchas veces tengo que poner yo mismo dinero. Sea quien sea el presidente, Papademos u otro, mi negocio está acabado».
A los griegos les gusta ir en taxi, porque es muy barato. Por 3,20 euros se puede llegar a cualquier lugar en el centro de Atenas y una carrera un poco más larga nunca cuesta más de seis euros. Hasta hace medio año, en las horas centrales del día era casi imposible encontrar un taxi libre. Ahora por todas partes es posible ver largas colas de taxis a la espera de clientes, no sólo al mediodía, sino también por la noche y durante el fin de semana.
Y esto no es lo peor. La recesión no es la única preocupación de los mártires. A pesar de que sus negocios ya no rinden, están obligados a pagar sus tributos por partida triple: primero, el impuesto sobre la renta, después diferentes impuestos adicionales y, por último, un complemento de solidaridad. Un impuesto este, el de solidaridad, que el año próximo deberán abonar en dos ocasiones, mientras que otro impuesto indirecto, el IVA, se incrementó dos veces durante el año pasado.
Mientras que los defraudadores no pagan nada o casi nada de estos impuestos adicionales o del complemento de solidaridad, porque muchos no presentan la declaración de hacienda o disfrazan una gran parte de sus ingresos, los ciudadanos honrados no pueden casi ni respirar.
Al grupo de los mártires pertenecen también los empleados y los trabajadores en paro del sector privado. En la actualidad, son muy pocos los trabajadores griegos a los que se les paga puntualmente su sueldo. La mayoría lo cobra en pequeñas cantidades y con un retraso de varios meses. Y todos pasan grandes dificultades y, sobre todo, viven angustiados, con el temor de que la empresa donde trabajan se vaya a pique de un día para otro.
La contención del consumo y la falta de créditos ha frenado el crecimiento económico del país y, por este motivo, son muchas las pequeñas empresas que se hunden estos días. Desaparecen, pero no se llevan consigo las numerosas deudas contraídas. Mi cuñado, representante de moda infantil, me contaba entristecido que sólo la pasada semana había vivido tres casos semejantes. Es desesperante.
Ahora, delante de las oficinas de empleo, se ven largas colas de parados que cada mes aguardan pacientemente la orden de pago con la que el banco debe transferirles su subsidio. Sin embargo, nunca pueden tener la certeza de que el pago llegue a principios de mes. A veces, tienen que esperar algo más para cobrar sus 416,50 euros, pues el número de parados no deja de crecer y a las oficinas de empleo se les termina el dinero.
Tras el colapso del aparato estatal y, sobre todo, del sistema fiscal, el Ministerio de Hacienda tuvo la brillante idea de cobrar impuestos a través de la factura de la luz. A quien no paga sus impuestos, se le corta la luz. He visto imágenes en la televisión griega de personas mayores que hacían cola en las oficinas de la compañía eléctrica para pagar el primer tramo de sus impuestos. Me entraban ganas de llorar. «El primer tramo asciende a 250 euros», decía un hombre de unos sesenta y tantos años a la cámara. «A mí me dan una pensión de 400 euros, ¿cómo voy a vivir durante todo un mes con los restantes 150?». En ese momento, recordé mi regreso a Grecia en los años sesenta. Entonces me recibió una de las más curiosas estampas que uno pueda imaginar: de los tejados de alquitrán de muchas de las casas de una planta que poblaban los barrios obreros sobresalían llamativas varas de hierro. Eran horribles, pero representaban una promesa: el sueño de la segunda planta. El sueño del apartamento para el hijo o la hija en el piso de arriba. Durante toda su vida esa gente había ahorrado dinero para hacer realidad ese sueño, sacrificando cada céntimo. Y ahora se lo están quitando. Un sistema político en ruinas basado en su nepotismo tóxico y su falsa riqueza han destrozado la dignidad de un pueblo.
Otro partido es el «partido de los Moloch», cuyos miembros han sido reclutados entre las filas del aparato estatal griego y sus empresas. El partido se divide en dos grupos. Al primero de ellos pertenecen los funcionarios y los empleados de los servicios públicos y las empresas estatales. En el segundo grupo se encuentran los sindicatos. El partido de los Moloch es el brazo no parlamentario del Gobierno y el garante del sistema mercantil, pues está compuesto principalmente por cuadros y funcionarios del partido.
El sistema tiene una historia muy larga, que se remonta al final de la guerra civil, en los años cincuenta. Fue entonces cuando los nacionalistas, ganadores en la contienda, llenaron la Administración de compañeros de trinchera y fieles correligionarios. Era el premio por su lealtad a los ideales nacionalistas.
Después, en 1981 —poco después de la entrada de Grecia en la CEE— llegó al poder el primer Gobierno del partido socialista, el Pasok. Y, con ellos, se convirtieron en principio político las prácticas y comportamientos anteriormente descritos. Al comienzo sus argumentos parecían, más o menos, sensatos y contaban con el beneplácito de la población. Según el Pasok, tras el largo dominio de los partidos de derechas, el aparato estatal estaba condicionado para rechazar las fuerzas liberales y sería imposible gobernar si su gente de confianza no ocupaba los puestos clave en la Administración. Sin embargo, no se conformaron sólo con los puestos clave, y muy pronto todo el aparato estaba en manos de miembros del Pasok y sus contactos. Casi uno de cada dos militantes del partido obtuvo durante estos años un puesto en la Administración. Desde entonces, todos los gobiernos han comulgado con esta política de «enchufes», hasta los primeros meses de la crisis. Hasta entonces había suficiente dinero, gracias a las subvenciones de la CEE y más tarde de la Unión Europea. Cuando el dinero escaseaba, se cubrían los agujeros a golpe de crédito. Y, mientras tanto, la mayoría de los miembros del partido en la Administración no trabajan o hacen sólo lo indispensable. Una amiga, ingeniera en un organismo estatal, me contaba su experiencia: Hace un año llegó un nuevo compañero a la oficina. El primer día anunció: «Queridos compañeros y compañeras, he olvidado todo lo que aprendí en la universidad». No trabajó ni un solo día y aquello no pareció contrariar a ningún superior.
Pero el partido de los Moloch está dividido. Una parte se sentiría mucho más cómoda en el partido de los mártires. Se trata de esos funcionarios que no accedieron a sus puestos a través de contactos en el partido, sino que tuvieron que realizar una oposición. Son los únicos funcionarios que trabajan de verdad, en ocasiones llevando la carga de dos o tres compañeros que son miembros del partido. Son las víctimas del sistema. La otra sección del partido de los Moloch no sólo cuida sus contactos con el partido del Gobierno, sino con el partido de los beneficiarios y tiraniza al país desde hace más de treinta años.
La peste de los defraudadores, que ha arruinado el presupuesto nacional, no habría sobrevivido sin la connivencia de las oficinas de Hacienda y sus corruptos empleados, cuyo afán de cooperación ha sido tradicionalmente objeto de generosas gratificaciones por parte de los defraudadores.
Hoy, entre el funcionariado, se escucha un profundo grito de lamento porque su sueldo se ha visto reducido un 30 por ciento. Aunque este recorte no afecta a todos por igual. Es cierto que las víctimas del sistema han perdido un tercio de sus ingresos reales. Sin embargo, los aliados de los beneficiarios perciben adicionalmente ganancias en negro, con lo cual los recortes oficiales se verán compensados con estos sobresueldos ilegales.
Los sindicatos constituyen un subgrupo dentro del partido de los Moloch. A menudo, se publican en la prensa alemana artículos sobre las huelgas generales y las manifestaciones en Grecia. Cuando viajo a Alemania a presentar mis novelas, todos me preguntan: ¿por qué los griegos hacen tantas huelgas?
La única huelga general celebrada en Grecia en los últimos años tuvo lugar hace unas semanas, como respuesta al paquete de recortes aprobado por el Parlamento. En la manifestación que siguió a la huelga (en Grecia no puede haber huelga sin manifestación, incluso la huelga más pequeña tiene su manifestación), unas ciento cuarenta mil personas se congregaron en la plaza Syntagma frente al Parlamento. Fue la manifestación más numerosa desde hacía años. Incluso los comerciantes cerraron sus puertas, no porque tuvieran miedo de posibles disturbios, sino porque también ellos fueron a la huelga.
Ninguna de las huelgas anteriores había sido general, aunque los sindicatos opinen lo contrario. Eran huelgas convocadas por los privilegiados trabajadores de los servicios públicos. Los trabajadores del sector privado iban a trabajar, como cada día.
La cuestión es que los sindicatos griegos no tienen ningún poder sobre los trabajadores del sector privado y, por el contrario, campan a sus anchas en el sector público, en el que, en cualquier momento, pueden convocar y celebrar una huelga, para la que movilizan alrededor de diez mil manifestantes, todos ellos empleados de los servicios públicos.
También el poder de los sindicatos tiene su historia. El antiguo primer ministro y fundador del Pasok, Andreas Papandreu, gobernó el país como si hubiera sido un monarca. Y, como buen monarca, se rodeó de «nobles» para consolidar su poder. Por un lado, estaba la corte, o lo que es lo mismo, los miembros del Gobierno y los caciques del partido. Por otro, la burguesía, compuesta por los sindicalistas y los funcionarios pertenecientes al partido, con puestos en la Administración y en las empresas públicas. Y, por último, la nobleza rural con sus funcionarios que regalaban las subvenciones de la Unión Europea a los agricultores.
Las instituciones democráticas no dejaban de funcionar, pero una sola palabra del monarca bastaba para que un noble cayese en desgracia y perdiese su puesto. Por el contrario, los sindicalistas y los funcionarios del partido contaban con la predilección del monarca, que les otorgaba un poder sin límites.
Esta relación con el aparato del partido que ostentaba entonces el poder fortaleció enormemente a los sindicatos y los dotó de innumerables privilegios. Nada en las empresas públicas sucede sin la aprobación de los sindicatos. Los empleados que trabajan en la administración de estas empresas no se atreven a enfrentarse a ellos, pues temen un posible conflicto con los ministros responsables y el aparato del partido. En caso de desacuerdo entre los sindicatos y la dirección de la empresa, intervendría el ministro y la dirección se llevaría la peor parte.
Las huelgas en los organismos y en las empresas estatales, que, en ocasiones, tienen lugar una vez a la semana, como las «manifestaciones de los lunes» en Leipzig[3], son un último y desesperado intento por parte del partido de los Moloch de asegurar sus privilegios o, al menos, de salvar lo que quede por salvar.
Son los miembros del partido de los mártires los más afectados por tales huelgas. Durante las manifestaciones, se cierra al tráfico el centro de Atenas y los comercios deciden no abrir por temor a comportamientos desmedidos. Cuando los empleados del transporte público hacen huelga, lo que sucede una y otra vez, no hay un alma en el centro de la ciudad y las tiendas pierden los pocos clientes que todavía quieren comprar algo. Cuando no hay autobuses o metro, los trabajadores deben ir a trabajar a pie o en bicicleta, y eso les lleva una o dos horas. Pero tampoco pueden permitirse quedarse en casa, porque temen perder su trabajo, ellos, los mártires.
No es complicado ver que unos buscan su beneficio a costa de los otros. Tampoco lo es ver en qué medida la sociedad griega carece de solidaridad. Son los más débiles los que están pagando el precio por la lucha que tiene lugar entre los sindicatos y el Gobierno debido a los recortes. Se han convertido en rehenes de los sindicatos.
El cuarto y último partido de la sociedad griega es el que más me preocupa. Es el «partido de los desesperanzados»: los jóvenes griegos, sentados todo el día frente al ordenador, buscando en internet, desesperados, un trabajo, sea donde sea.
No son emigrantes como sus abuelos, que en los años sesenta llegaron a Alemania desde Macedonia y Tracia para buscar trabajo. Estos jóvenes han ido a la universidad, algunos incluso tienen un doctorado. Sin embargo, cuando terminan la carrera se van directos al paro.
Yo nací y crecí en Estambul y hace muchos años que vivo en Atenas. El caso de mi hija es el contrario: ella nació en Atenas, pero ahora vive en Estambul. Un proceso que podría denominarse repatriación de la segunda generación y del que mi hija no es, en modo alguno, el único ejemplo. Un aluvión de jóvenes han emigrado en los últimos años a Estambul. Allí se dirigen al patriarcado ecuménico de los cristianos greco-ortodoxos, donde piden trabajo y ayuda en la búsqueda de alojamiento. El paro juvenil en Grecia ha puesto fin a nuestra antigua enemistad con Turquía.
Ya sea a causa de la recesión, de las medidas de contención del gasto, del recorte de la deuda o de las reformas, el caso es que vamos a sacrificar a tres generaciones en nombre de la crisis. Hoy son los jóvenes los que más pierden; mañana lo seremos nosotros, porque en algunos años nos faltarán las fuerzas para seguir luchando.
Los únicos que vienen al país ahora son personas que están pasándolo todavía peor. Todos los días compro los periódicos en el quiosco de la esquina. Su dueño es albanés.
—Mire —me dijo anteayer cuando fui a recoger los periódicos. Señalaba a un africano que, a unos pasos, rebuscaba en la basura—. Habría que mandarlos a todos de vuelta.
—¿Es que ya se ha olvidado de que, hace veinte años, los griegos lo insultaban, llamándolo «albanés de mierda»? —le pregunté, lleno de rabia.
—Es cierto, pero ahora esa época se ha terminado. Ahora nuestros hijos van a colegios griegos, hablan griego perfectamente y no se les puede diferenciar de los niños griegos —me respondió—. Algunos de nosotros tenemos incluso la nacionalidad griega. Aunque tengo un problema: ¿debo volver a Albania como griego o como albanés?
—¿Es que quiere volver?
—Bueno, el quiosco no va mal, pero no saco lo suficiente para mantener a dos familias. Mi hijo está casado y en paro. Su mujer es griega y no quiere irse a Albania. Así que volveré yo con mi mujer y mi hijo se quedará con el quiosco. Pero, si vuelvo como albanés, mis amigos se reirán de mí. Yo, que buscaba una vida mejor en Grecia, regreso sin un céntimo. Me verán como un fracasado. Si vuelvo como griego, no dejarán de insultarme. Dirán: «Vosotros, griegos, que siempre nos habéis despreciado. Antes teníamos que esperar meses para conseguir un visado para entrar en Grecia, donde nos tratabais como escoria. Ahora sois vosotros los que buscáis trabajo en esta Albania miserable».
El dueño del quiosco no es el único que quiere regresar a su país, pues son muchas las familias albanesas que ya han abandonado Grecia.
El 28 de octubre muchos alumnos aparecieron en el desfile de un colegio en Atenas con un pañuelo negro anudado al cuello. Precisemos que el 28 de octubre, una fecha que los griegos consideran una fiesta nacional, conmemora la ocupación de su país por parte del Ejército de Mussolini en 1940, que concluyó con una gran victoria de los griegos contra los fascistas italianos.
Las reacciones ante el desfile de los pañuelos negros no se hicieron esperar: «Una afrenta contra la fiesta nacional», proclamaban los periódicos. Los presuntos agitadores eran sencillamente alumnos del barrio Agios Panteleimon, una de las zonas más deprimidas de la capital, que cuenta con una de las tasas de desempleo más elevadas de toda el Ática.
Para superar las pruebas de acceso a la universidad, los alumnos deben asistir a las denominadas escuelas preparatorias. Quien no acude a ellas tiene muy pocas posibilidades de acceder a una carrera universitaria. Y eso también es válido para los jóvenes de Agios Panteleimon. Sin embargo, muchos de ellos son hijos de desempleados que no pueden asumir el coste de una escuela preparatoria y, por este motivo, se ven privados de una educación superior. «No pretendíamos estropear el desfile, simplemente deseábamos expresar nuestro malestar por el futuro que nos espera», explicaba, con gran humildad, uno de los jóvenes.
Pero también tenemos la otra cara de la moneda. La semana pasada estaba yo en el café de mi editor, cuando se me acercó una mujer de unos cuarenta años y me preguntó si podía sentarse en mi mesa. Quería hablar conmigo sobre mi última novela policiaca, Con el agua al cuello, que trata también del sufrimiento del pueblo griego bajo la crisis. Antes de irse, la mujer me dijo:
—Soy profesora de instituto en un barrio del norte de Atenas. No pasa un día sin que me lamente de lo mal que hemos educado a estos chicos.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté.
—Todos los días observo a los alumnos a la hora del recreo. Sólo hablan de coches, de los vaqueros de Armani o de las camisetas de Gucci. No tienen ni idea de la crisis, ni de lo que les espera. Llegan a la escuela después de haber sido mimados por sus padres y nosotros seguimos consintiéndoles todos sus caprichos.
Dos colegios, dos tipos de personas: así es Grecia. Unos, nacidos en los barrios más pobres; los otros, en los barrios más ricos. Es posible ver las diferencias incluso en los más jóvenes. Los padres de los barrios más prósperos les regalan a sus hijos un coche para compensar el esfuerzo realizado para aprobar la pruebas de acceso a la universidad. No pueden soportar que sus hijos vayan a la universidad en autobús como el resto de los estudiantes.
Una periodista que recogía información para un artículo a la puerta de una oficina de empleo, se dirigió a un joven: «Pero no escriba usted mi nombre», le suplicó. «Mi madre no sabe que estoy en el paro y hago cola aquí».
A principios de esta semana, cuando esperaba en una parada a que llegase el autobús, escuché a un hombre que, mientras señalaba hacia la larga fila de taxis por todos conocida, decía:
—Ya nadie toma un taxi. Ni tampoco hay ya tantos atascos como antes. La gente va menos en coche, porque la gasolina cuesta dinero.
—Sí, son tiempos difíciles —le respondí.
—¡Qué va! —me replicó—, yo crecí durante los años cuarenta, en tiempos de verdadera miseria, cuando íbamos descalzos por la calle, porque sólo teníamos un par de zapatos y era necesario cuidarlos.
El hombre tenía razón. Sin embargo, las generaciones nacidas después de 1981 no han crecido en una época de verdadera miseria, sino de falsa riqueza y les entra un ataque de pánico cuando tan sólo se insinúa la palabra «renuncia». La pobreza les resulta tan ajena como el desierto. La juventud de hoy es hija de una generación marcada por la revuelta de la Universidad Politécnica, acontecida en noviembre de 1973, cuando los estudiantes decidieron sublevarse contra la dictadura militar con una huelga y sucesivas manifestaciones que terminaron en una cruenta masacre.
No obstante, la generación de la Politécnica devastó el país. Querían construir una Grecia nueva con su discurso de izquierdas, pero han fracasado. Los más decentes se han retirado y sólo se preocupan de sí mismos. Los otros se metieron en política y después se agenciaron un trabajo lucrativo, como empresarios en el sistema mercantil, o un puesto bien pagado en la Administración.
A principios de los años ochenta, conocer el discurso de izquierdas era decisivo para entrar, bajo la bandera del Pasok, en política o conseguir una buena plaza en la Administración. Quien no se sabía las consignas era considerado parte del antiguo sistema reaccionario. En los últimos años, algunas de estas personas han alcanzado una posición económica muy holgada, no obstante, eso no les impide seguir utilizando la jerga de sus años de juventud, aunque ahora sea tan sólo una máscara.
Ayer ellos estaban en la cima. Hoy son sus hijos los que caen en el abismo. Y mañana los padres experimentarán la rabia de estos niños.
1 de diciembre de 2011