A principios de los años cincuenta la reina Federica de Grecia, madre de la reina Sofía de España, introdujo «la cartilla de ahorros para jóvenes sin recursos». Esta cartilla estaba concebida como una especie de dote para las hijas de las familias más modestas. Eran los años posteriores a la guerra civil y el país estaba deprimido y atrasado. Ni siquiera había suficientes puestos de trabajo para los hombres, y menos aún para las mujeres. Las muchachas sólo veían abierta una posibilidad: casarse y tener hijos. Sin embargo, sin una dote no se podía ni hablar de matrimonio si el pretendiente no tenía recursos suficientes para fundar un hogar. No todas las familias tenían derecho a la cartilla, pues había una serie de condiciones. La más importante tenía que ver con las «convicciones nacionales» de la familia.
Sesenta años más tarde los griegos viven de la «cartilla de ahorros para griegos sin recursos» que ha introducido la Unión Europea. Pero esta cartilla también está sujeta a condiciones. La más importante es el paquete de medidas de ahorro que el Gobierno aprobó a finales de junio y que se implantará en los próximos dos meses. Ya sea con la cartilla o con el paquete de medidas de ahorro, está claro que los griegos tienen que aprender de nuevo a ahorrar. Y no sólo los ciudadanos, sino también, y sobre todo, el Estado. En los últimos treinta años, el corrupto aparato estatal griego se ha convertido, poco a poco, en el mayor problema de la miseria griega. A día de hoy, este monstruo sigue agotando nuestros recursos hasta llevar al país a una parálisis casi total.
No es cierto que diez millones de griegos sean corruptos, como afirman muchos extranjeros, sobre todo alemanes. Lo cierto es que los dos partidos gubernamentales —el Pasok (centro-izquierda) y Nueva Democracia (centro-derecha)— han ido construyendo en los últimos años un gigantesco entramado basado en el clientelismo político. Este sistema no sólo ha arruinado al Estado, sino también a aquellos miembros de la sociedad que durante estos años han impulsado los avances económicos y sociales, y que son quienes más han sufrido bajo este sistema.
La eurozona y el Fondo Monetario Internacional han impuesto el paquete de medidas. Supuestamente porque el Estado debe reformarse y sanearse para poder así facilitar el dinero y los recursos que necesita el país. Con este paquete de medidas, el país recurre a una solución que ya se había utilizado anteriormente: de nuevo, volverán a subir los impuestos. Por tercera vez en quince meses, el Gobierno volverá a exigir que arrimen el hombro aquellos ciudadanos que tienen la decencia de pagar impuestos. A pesar de la enorme presión de la «troika» —como los griegos denominan a los representantes del Fondo Monetario Internacional, del Consejo de Europa y del Banco Central Europeo—, el Gobierno avanza sólo con pasos pequeños y vacilantes en lo que al saneamiento del Estado se refiere.
Los nuevos impuestos afectan especialmente al trabajador y al pequeño y mediano empresario. Hace ya un año que los trabajadores y empleados vieron reducirse sus sueldos, y a esta medida es necesario sumar la subida del IVA y del impuesto de la renta. En el nuevo paquete de medidas, se ha añadido un impuesto adicional que gravará del uno al tres por ciento de los ingresos y de las ganancias de los ciudadanos. Aquellos que practican la evasión de impuestos como si de un deporte se tratara no tienen por lo tanto nada que temer. En estos últimos quince meses de crisis, el Gobierno no ha sido capaz de instaurar un sistema fiscal eficiente ni de detener la evasión de impuestos.
En los últimos meses numerosos periodistas extranjeros me han preguntado una y otra vez mi opinión sobre los «indignados» de la plaza Syntagma. Pero no sólo están indignados los que se reúnen delante del Parlamento en esta plaza y se quejan de los parlamentarios, importunando a los demás. Toda la población está indignada y su indignación se divide en tres corrientes.
A la primera corriente pertenecen aquellos que ven peligrar sus privilegios con la crisis. Durante décadas se han beneficiado del clientelismo político y ahora sienten la presión de una troika que los obliga a realizar reformas. Están indignados y pretenden salvar lo que todavía es posible salvar.
La segunda corriente se nutre de las pequeñas y medianas empresas y de los empleados del sector privado. Más que indignados, se sienten inseguros y deprimidos. Ya han perdido la esperanza de que el país pueda salvarse. Oficialmente la tasa de desempleo alcanza el 16 por ciento, y casi todos los desempleados provienen del sector privado. En una encuesta reciente, el 55 por ciento se mostraba a favor de realizar despidos también en las empresas públicas.
Los que se reúnen en la plaza Syntagma representan la tercera parte de los indignados. Una multitud variada: algunos se quejan de los parlamentarios, otros organizan asambleas, escriben resoluciones y sueñan con la «democracia directa». Aunque también hay muchos que sencillamente quieren mostrar su rabia meramente con su presencia. Se manifiestan de forma pacífica y han logrado imponerse a los violentos que en dos ocasiones asaltaron la plaza con sus protestas. Y, ya que la he mencionado, hablemos de la violencia que, día tras día, aumenta en las grandes ciudades.
No sólo se trata de los vándalos que aprovechan cualquier manifestación para armar un escándalo, como sucedió cuando se debatía en el Parlamento el paquete de medidas de ahorro. En las calles del centro de Atenas la violencia resulta brutal. Algunas partes de la ciudad se convierten por la noche en verdaderos campos de batalla. Las mujeres y los ancianos son víctimas de agresiones. Los neonazis salen a la caza de inmigrantes, y los inmigrantes, organizados en bandas, libran peleas callejeras entre ellos.
Muchas personas mayores que viven en estos lugares ven en los extremistas a sus vigilantes y protectores. Por primera vez, desde el final de la guerra, existe el riesgo de que un partido de extrema derecha se asegure en unas elecciones su entrada en el Parlamento. Resulta muy intranquilizador que gran parte de la población, además de estar indignada, apruebe la violencia como un procedimiento político. En las encuestas, el 49 por ciento de la población considera legítimo difamar e insultar a los políticos.
Por otra parte, están los europeos con sus demandas. Desde Olli Rehn a Angela Merkel, pasando por José Manuel Barroso y Christine Lagarde, todos suplican a los dos grandes partidos, Pasok y Nueva Democracia, que voten a favor de las nuevas medidas de ajuste del gasto. Dicen sencillamente: si los portugueses lo hicieron, ¿por qué no lo hacen los griegos?
Con su actitud, estos expertos muestran su completo desconocimiento de la cultura política de Grecia. Desde la guerra civil (1945-1949), el sistema político griego está basado en la confrontación. En estos años de historia, la palabra «consenso» ha sido una gran desconocida. Después de la guerra civil comenzó la confrontación entre los nacionales y los comunistas. Después llegó la confrontación entre el centro liberal y la monarquía, apoyada por su partido, la Unión Radical Nacional.
Al golpe de Estado de los coroneles (1967) y la dictadura militar le sucedió la eterna confrontación entre el Pasok y Nueva Democracia. En los últimos veinte años nunca ha ganado las elecciones ningún partido de la oposición. Siempre las perdía el partido que estaba en el Gobierno. Esto quiere decir que ningún partido de la oposición ha tenido que presentar un programa o establecer prioridades para ganar unas elecciones. Bastaba con desacreditar de forma sistemática al partido del Gobierno durante su mandato. Eso fue lo que hizo Nueva Democracia en 2004 para ganar las elecciones contra el Pasok, y así también actuó el Pasok para resultar elegido en 2009.
Esta política recibe un nombre en Grecia. Se la denomina «política de la fruta madura». ¿Cómo conseguir un consenso? Sería casi un milagro. Y los milagros se nos terminaron con los Juegos Olímpicos de 2004. Ahora la Unión Europea culpa de todo a los griegos. Pero Grecia no constituye un buen ejemplo para identificar los fallos de un sistema que, desde la década de los noventa, se ha instaurado en todo el mundo. Nosotros lo hemos hecho casi todo mal y, por eso, ahora tenemos que pagar este precio. Irlanda, en cambio, sí es un buen ejemplo. Los irlandeses lo hicieron todo bien y a pesar de ello, están arruinados. No hace tanto tiempo que los europeos hablaban fascinados del «modelo irlandés» y del «tigre celta». ¿Qué queda de todo ello?
Hemos vivido gracias a los préstamos y por eso ahora nos hundimos. Los bancos irlandeses consiguieron ganancias a través de sus créditos, y por eso ahora se hunden. En ambos casos, el denominador común es el préstamo. Y los préstamos no son una excepción, muy al contrario: son inherentes al sistema. Ni los europeos ni los griegos saben si será posible salvar a Grecia. Un Gobierno deteriorado por luchas internas y que, acobardado, sólo se atreve a dar pequeños pasos, no constituye una gran ayuda.
También la Unión Europea nos muestra una imagen desoladora. Los gobiernos de los estados miembros se dejan llevar por sus artimañas, con el electorado en mente, y, de este modo, pierden un tiempo muy valioso. Si, por este motivo, otros estados de la Unión Europea caen con Grecia en el abismo, entonces no será Grecia la única que cargue con la culpa, sino la Unión Europea con sus políticas cuadriculadas.
23-24 de julio de 2011