Fukushima ha mostrado la pequeñez de Grecia y la poca importancia que el país tiene. Es incapaz de provocar una catástrofe medioambiental o de llevar a la eurozona al abismo, ni siquiera con la ayuda de Irlanda, Portugal y, sobre todo, España. Grecia sólo puede dañarse a sí misma, aunque eso viene haciéndolo de forma consecuente desde hace treinta años. Ahora hemos alcanzado la última etapa de esta autodestrucción y el país está profundamente dividido. La sociedad está llena de grietas que, como ocurre después de un gran seísmo, se abren en todas direcciones.
En las empresas pequeñas domina una sensación de final de los tiempos. La crisis las ha golpeado con la mayor dureza. La descorazonadora imagen de tiendas y negocios vacíos no sólo se ve en los distritos de la pequeña burguesía y la clase media, sino también en las elegantes zonas comerciales del centro de Atenas. Frente a estas empresas de tamaño mediano y pequeño, se alza un todavía enorme y corrupto aparato del Estado, que, aunque atascado, sigue devorando enormes cantidades de recursos.
Otra grieta se abre ante la multitud de los que dependen de un salario. Mientras que los empleados del sector privado temen por sus puestos de trabajo, los trabajadores del sector público defienden sus privilegios. Con algún éxito: han tenido que aceptar reducciones de sueldo, pero hasta ahora apenas ha habido despidos en este sector. La mayoría de los parados —el porcentaje alcanza oficialmente el 16 por ciento— provienen ante todo de la empresa privada.
Al comienzo de la crisis, todos, tanto dentro como fuera del país, plantearon la candente cuestión de si Grecia sería capaz de dominar el conflicto y si el Gobierno sobreviviría a las numerosas huelgas y manifestaciones. La respuesta a la primera pregunta sigue abierta, aunque el panorama es malo. Las huelgas y manifestaciones ya no están presentes en el día a día de los griegos.
Aunque sigue habiendo huelgas, hace cuatro semanas escribía un periodista que la mayoría de la población acepta las duras reformas e intenta componérselas con la nueva y dolorosa realidad.
Esto no significa que ya no haya protestas. En lugar de las grandes convocatorias de huelga y manifestaciones, en su mayoría, procedentes de los sindicatos y los partidos de izquierdas, cada vez se declaran más acciones limitadas, organizadas por minorías. Se dirigen de modo especial contra los políticos de los dos grandes partidos: el socialdemócrata partido del Gobierno, el Pasok, y la oposición conservadora, Nueva Democracia, que hasta octubre de 2009 estaba en el poder. Sus representantes son atacados desde todas partes: en la calle, los restaurantes, los cafés, y sobre todo en actos públicos, tanto dentro de Grecia como en el extranjero.
El primer ministro Georgios Papandreu recibió los improperios de los estudiantes cuando pronunciaba un discurso en París. El ministro Theodoros Pangalos vivió esta misma experiencia en dos ocasiones: primero en París, cuando pretendía presentar un filme del cineasta franco-griego Constantin Costa-Gavras; y luego en su propio distrito electoral, cuando le lanzaron un yogur (lo mismo le sucedió al ministro de Sanidad Andreas Loverdos en una visita a la Universidad de Patrás). También los diputados de Nueva Democracia son objeto de acciones violentas. El anterior ministro de Transportes, Kostis Hatzidakis, un liberal del centro político, fue atacado en plena vía pública; tuvo que ser hospitalizado.
Se producen asimismo acciones de protesta con el lema: «No pagamos». Las convocan grupos que incitan a los usuarios de metro y autobús a no pagar los billetes y que también destrozan las máquinas expendedoras. También los conductores se adhieren a medidas semejantes: ocupan las estaciones de peaje y hacen que la gente pase sin pagar. No dejan de tener alguna razón, pues los precios del transporte público de cercanías han subido un cuarenta por ciento. Y el sistema griego de peajes es un absoluto escándalo: está regentado por propietarios privados que, con el visto bueno del Estado, despluman a los conductores.
Los partidos de izquierdas solían rechazar estas acciones calificándolas de «anarquismo pequeñoburgués». Hoy, por el contrario, las consideran una forma de resistencia, sobre todo porque las tradicionales formas de protesta de las izquierdas ya no son capaces de movilizar a la gente.
A ojos del Gobierno, el responsable de la campaña es Syriza, una federación de organizaciones radicales, a la que pertenecen grupos maoístas, trotskistas y autónomos junto con el partido de izquierda ecologista Synaspismós. La organización central —que está representada con trece diputados en el Parlamento— sin duda niega que la gente de Syriza tome parte en las acciones, pero no se distancia de ellas: son la expresión de protestas espontáneas de una gran parte de la población. Syriza trata de contener a los grupos militantes. Pero concede a sus protestas cobertura política porque si no, pondría en peligro la unidad de la federación. Pero ya hay una profunda grieta que recorre esta alianza.
Aún no sabemos qué efecto tendrá la crisis sobre la izquierda. Lo que está fuera de duda es que la escisión entre la población y los partidos determinantes no puede ser mayor. Según las encuestas más recientes, el 71 por ciento de los griegos está descontento con la política del Gobierno del Pasok. Pero resulta interesante constatar que aún hay más ciudadanos —en concreto, el 74 por ciento— que rechazan la política de Nueva Democracia, aunque los conservadores se presentan en la actualidad como auténticos populistas. Según las encuestas, los únicos que por el momento crecen son el Partido Comunista (el tercer mayor partido del país) y LAOS (Concentración Popular Ortodoxa), un partido del ala derecha del sistema político. Esta formación no es, ciertamente, euroescéptica, está expresamente a favor de la pertenencia de Grecia a la Unión Europea, pero se aprovecha —como otros muchos partidos de extrema derecha en Europa— de una creciente xenofobia en la sociedad.
No es la toma de medidas dolorosas —reducciones de sueldo o subida de los impuestos— lo que indigna a los ciudadanos, sino una pérdida general de confianza. La culpa es de un Gobierno que desde 2009 trata de tranquilizar a la población con declaraciones confusas. Proclama que no va a haber nuevos recortes, pero estos se repiten cada semana, y cada vez son más duros. Anuncia nuevos impuestos, pero es incapaz de recaudarlos; denuncia a los defraudadores, pero se muestra impotente ante los grandes evasores; promete un saneamiento radical del aparato del Estado, pero carece de valor para plantarle cara a los grandes grupos de presión.
Esto ha producido más resquebrajaduras, esta vez en el sistema de partidos. Las elecciones de 2009 llevaron al Parlamento a cinco partidos: Pasok, Nueva Democracia, KKE (comunistas), LAOS y la coalición de izquierdas Syriza. Desde entonces se sientan otros dos partidos: Alianza Democrática —liberal conservadora—, una escisión de Nueva Democracia, dirigida por la antigua ministra de Asuntos Exteriores Dora Bakoyannis. Y también Izquierda Democrática, compuesta de miembros del antiguo partido eurocomunista que se separaron de Syriza porque no estaban de acuerdo con la ausencia de programa ni con el rumbo cada vez más violento que seguía la federación.
Estos reequilibrios parlamentarios plantean dos nuevas preguntas. La primera es si el actual Gobierno del Pasok sobrevivirá hasta el final de la legislatura en 2013. El partido goza de una sólida mayoría parlamentaria, pero hay señales de pelea incluso dentro del Gobierno y parece haber perdido su dinámica.
La segunda pregunta es: ¿qué ocurrirá si los siete partidos logran acceder al Parlamento en las próximas elecciones? En este caso sería muy improbable que una sola formación lograra la mayoría absoluta, aunque el sistema electoral privilegia al grupo más fuerte. Eso abriría las puertas a un Gobierno de coalición. Muchos saludarían esta posibilidad, pero otros se muestran más recelosos. El sistema político griego carece de experiencia con las coaliciones y cabe preguntarse si justamente en plena crisis es el momento adecuado para experimentos de este tipo. El único Gobierno de coalición tras la guerra civil se formó en 1989, sobrevivió apenas cuatro meses y tuvo consecuencias desastrosas para el país.
Sin embargo, estas especulaciones no interesan a la mayoría de los griegos. Su mayor preocupación tiene que ver con la conversión de la deuda, si se va a producir y qué ocurrirá entonces. La mayoría de los griegos se preguntan a quién afectará un recorte de dicha deuda y si se tratará al final sólo de una ampliación del plazo de amortización de la deuda de 350 000 millones de euros que tiene el país.
El Gobierno griego, el comisario de la Unión Europea Olli Rehn, el director del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Kahn, así como el presidente del Banco Central Europeo Jean-Claude Trichet, descartan categóricamente la conversión de la deuda. Muchos e importantes periódicos económicos y financieros, como The Economist o el Financial Times, son contrarios a la opinión de que la conversión es indispensable y acaban de obtener un inesperado respaldo a esta tesis: cuando el anterior presidente del Gobierno, Kostas Simitis, se pronunció hace poco a favor de una rápida conversión de la deuda, fue enérgicamente criticado por el actual Gobierno y su partido, el Pasok. Pero Simitis todavía goza de un amplio respeto en amplias capas de la población. Fue él quien en el debate del presupuesto en 2008 expresó la idea de que, con la política financiera del entonces Gobierno de Nueva Democracia, Grecia acabaría haciendo mella en el Fondo Monetario Internacional. Su opinión fue objeto de burla, incluso en el seno de su propio partido.
Grecia está inmersa en un delicado equilibrio entre duras medidas, desempleo, recesión y conversión de la deuda. No es ninguna tragedia como la de Fukushima, pero tampoco es un asunto sencillo.
5 de mayo de 2011