Los diputados del Partido Popular Europeo estaban indignados: su partido hermano, Nueva Democracia, había votado en el Parlamento griego contra las condiciones del Fondo Monetario Internacional y las medidas de ahorro de la Unión Europea. «Cómo es posible que nosotros votemos en el Parlamento europeo a favor del plan de rescate griego, mientras que ustedes, en su Parlamento, votan contra las medidas de ahorro, ¡unas medidas que forman parte del rescate! Es inaudito», clamaban los parlamentarios horrorizados, sobre todo los alemanes, pues en Alemania se ha puesto de moda echar pestes de Grecia por cualquier motivo.
Los diputados del Partido Popular en la Unión Europea —una unión de partidos conservadores de ámbito europeo— no podían saber que Nueva Democracia había rechazado las medidas en Grecia porque seguía fiel a su larga tradición «socialista».
No es ninguna broma. Grecia es, de hecho, el último país europeo donde se practica el socialismo real. Son muchos los que lo aseguran; lo que no mencionan es que este Estado «socialista» no ha sido construido por un Partido Comunista, sino por los partidos derechistas del Gobierno de Grecia. Con la excepción de la Ocupación alemana (1940-1944), la derecha ha gobernado en Grecia durante cuarenta años ininterrumpidamente —ya sea como dictadura (durante el periodo de Metaxas, 1936-1940), Junta militar (1967-1974), monarquía constitucional (1944-1967)— o como gobiernos democráticos de centro-derecha (1974-1981).
A lo largo de estas décadas, la derecha ha ejercido su poder en dos direcciones. Por una parte, persiguió de forma implacable a sus opositores; por otra, repartió privilegios en aquellas capas de la población que obedecían sus decretos. Estableció un sistema de arbitrariedades y dependencias que se parecía mucho más a los centros de poder de carácter soviético que a un Estado democrático de derechas.
Sobre todo después de la guerra civil (1946-1948), un conflicto en que las derechas —con la protección de británicos y estadounidenses— actuaron con implacable crueldad y que terminó con la derrota total de las izquierdas, los caciques de los partidos conservadores crearon en las zonas rurales griegas un poder semejante al que tenían los dirigentes comunistas en una república popular. De hecho, hasta finales de los años sesenta, la población careció de muchos derechos civiles y libertades.
Los privilegiados de este sistema se concentraban en el aparato del Estado. Cualquier muchacho o cualquier chica soñaba con acceder a un puesto en la Administración tras acabar los estudios. Hubo familias que dieron la espalda a parientes de izquierda por no querer pasar como de tendencia izquierdista y ver de este modo cerrado su acceso a la función pública. Incluso como jardinero o mujer de la limpieza, era un privilegio ser contratado por el Estado. Todo miembro del partido, todo dirigente de una administración, y el Gobierno entero, desde los ministros hasta su presidente, colocaban a sus favoritos, «nuestros niños», como los llamaban, en el servicio público.
Del mismo modo que en los países del socialismo real, la nomenclatura y los miembros del partido disponían de toda suerte de privilegios, mientras que los simples ciudadanos tenían que bregar como podían, en Grecia surgió un sistema en el que los favoritos de las derechas tenían todos los privilegios y el resto de la población vivía como ciudadanos de segunda clase.
En 1981 llegó el giro socialdemócrata. Andreas Papandreu, fundador del Movimiento Socialista Panhelénico, Pasok, se dio cuenta de su suerte tan pronto como se convirtió en primer ministro. Envolvió la imagen de la derecha en un vocabulario socialista y la vendió como la obra del «primer Gobierno socialista» de Grecia. En lugar de hacer pedazos aquel Estado derechista, el Pasok colocó de forma masiva a su propia gente en los aparatos administrativos con un argumento irrebatible: «Durante años, las derechas se han aprovechado del Estado. Ahora nos toca a nosotros».
Las consecuencias de esta decisión fueron inmensas. Concentrados por entero en el Estado y conformes con esta situación, no es extraño que en las décadas que siguieron a la dictadura, los partidos griegos de izquierdas —incluso el Partido Comunista, KKE, y la coalición radical Synaspismós— no hayan propuesto ningún programa convincente ni hayan desarrollado propuestas de reforma social. Más bien, y junto con los sindicatos, estos partidos defienden de forma inflexible las conquistas del «socialismo real».
La indignación de los diputados conservadores de la Unión Europea habría sido incluso mayor de haber sabido que semanas antes se había producido un encuentro entre Nueva Democracia y los partidos de izquierda KKE y Synaspismós para coordinar una oposición común contra las medidas de ahorro del Gobierno del Pasok. Realmente, todos son «socialistas».
No obstante, este sistema no habría podido sobrevivir sin las dinastías internas de los grandes partidos griegos. Grecia es una República que, sin embargo, se rige como una monarquía compuesta de tres familias que proponen a los sucesores al trono, es decir, a los primeros ministros. Se trata de las familias Papandreu, Karamanlís y Mitsotakis. En Europa existen varias monarquías constitucionales, pero sólo en Grecia existen dinastías políticas.
La familia Papandreu ha dado tres presidentes de Gobierno desde 1944; el fundador de la dinastía, Georgios Papandreu, su hijo Andreas Papandreu y su nieto Georgios Papandreu, que ahora es jefe del gabinete. La monarquía sobrevivió durante veintinueve años (retornó a Grecia en 1946 y fue abolida en 1975, tras un plebiscito); hasta ahora, la dinastía política de Papandreu ha sobrevivido sesenta y seis años.
Konstantinos Karamanlís ingresó en la política en 1953 como ministro de Transportes. Su sobrino Konstantinos «Kostas» Karamanlís fue el primer ministro griego desde 2004 hasta que perdió las elecciones en octubre de 2009. Ha sido posiblemente el más incapaz de todos los presidentes de Gobierno posteriores a la guerra civil. Cuando en el año 2007 el Peloponeso ardió por los cuatro costados, los griegos vieron por televisión cómo los bomberos extranjeros luchaban contra las llamas, mientras el aturdido y corrupto Estado griego carecía de la fuerza y de las estructuras necesarias para enfrentarse a aquella catástrofe. Pero aquel mismo año, Karamanlís fue reelegido. Una gran cantidad de sus votos procedía de las víctimas de los incendios, a las que había concedido 3000 euros.
En los treinta y seis años que han seguido a la dictadura militar, Grecia ha sido gobernada durante apenas unos diez años por un primer ministro que no llevara los nombres de Karamanlís, Papandreu o Mitsotakis (Konstantinos Mitsotakis, cuyo padre y abuelo fueron diputados, presidió entre 1990 y 1993 un Gobierno conservador). El único que no pertenecía a ningún clan y, sin embargo, fue reelegido en dos ocasiones, es el político del Pasok Kostas Simitis.
Esta restricción del paisaje político a tres familias ha conducido a la fosilización del sistema y ha bloqueado la aparición de otros políticos en escena. Los electores griegos parecen no tener problemas, aunque ante ellos apenas se vislumbre alguna alternativa dado el dominio de los dos grandes partidos. Desde hace décadas, el país se ha dividido en dos campos: el campo de Papandreu y el de Karamanlís. Y en ambos, los cargos del partido, que aspiran a hacer una carrera política con el favor de esas dinastías políticas, eligen para los puestos más importantes a los retoños de esas mismas familias, con lo que se aseguran un ascenso más rápido en la jerarquía de los partidos.
La política es la tercera sección de este tríptico. Hasta 1989 Grecia fue el único estado balcánico de Occidente. Era miembro de la Unión Europea y de la OTAN, y estaba por tanto en buenas condiciones para gozar de un papel relevante en las regiones central y sur de los Balcanes tras el final de la guerra fría. En 1989 se abrieron de repente grandes perspectivas para incentivar la inversión y la actividad financiera en los países vecinos. Se soñaba con convertir a Tesalónica en la metrópoli de los Balcanes. Los empresarios del norte de Grecia se apresuraron a ampliar sus negocios a Macedonia, Bulgaria, Rumania y Albania.
Después llegó la disputa por el nombre con Macedonia, un conflicto difícil de entender fuera de estas fronteras. La disputa persistió, y se hizo incluso más agresiva, pues los nacionalistas de Macedonia también tienen sus líderes. Los gobiernos griegos abandonaron a las empresas griegas a su suerte, pues los «intereses nacionales», como ahora se les llama, tienen mejor acogida entre los votantes que entre las empresas. A comienzos de los años noventa, cuando estaban privatizando su economía, los partidos macedónicos estaban dispuestos a vender a empresas griegas sus industrias de telecomunicaciones y de electricidad. Hoy en día, el capital griego abandona el país vecino, porque se encuentra entre dos frentes, y los consorcios turcos se están haciendo con el mercado.
Pero fue la guerra de la OTAN contra Yugoslavia la que deshizo cualquier esperanza griega de ostentar un papel hegemónico en el sur de los Balcanes. Grecia fue el único miembro de la OTAN que apoyó indirectamente al régimen de Slobodan Milosevic. El país no tomó parte en los bombardeos, cerró el espacio aéreo a los aviones de combate de la OTAN e incluso prohibió la circulación a los convoyes de esa organización. Además, la Iglesia griega habló entonces a menudo de «nuestros hermanos ortodoxos», pero hubo más: la posición griega tenía tanto que ver con el nacionalismo de Milosevic (que estaba justificado debido al problema con Macedonia) como con una retorcida solidaridad «socialista». Grecia no se ha recuperado nunca de esta andadura en solitario que dañó las inversiones griegas en el extranjero y el desarrollo económico en el norte del país.
La política griega siempre ha concedido más importancia a los miopes «intereses nacionales» que al potencial económico y financiero del país. Un ejemplo actual: a finales de la semana pasada, el primer ministro turco Tayyip Erdogan visitó Atenas acompañado de un extenso séquito. Por primera vez en años hubo conversaciones distendidas. Se firmaron veintiún acuerdos. Y a pesar de ello, muchos columnistas previnieron del peligro que podía producir en «nuestros intereses nacionales» el «nuevo imperio otomano».
Ni Grecia ni la población griega son el problema. La crisis financiera es más bien la consecuencia de una falsa política a muchos niveles… que hace décadas que dura.
27 de mayo de 2010