«Pasaron los hermosos días de Aranjuez». Así empieza el Don Carlos de Schiller. Aunque sus palabras describan con precisión la situación griega, Friedrich Schiller no escribió este verso pensando en los griegos: es una mera casualidad. Grecia vive actualmente su crisis más dramática desde el final de la segunda guerra mundial. Una crisis cuyas causas son, en un noventa por ciento, nacionales. Así lo admite, sin peros ni condiciones, la mayor parte de la población. En lo que los griegos no logran ponerse de acuerdo es en establecer cuándo comenzó a forjarse este desastre financiero. La mayoría culpa a los dos gobiernos de Kostas Karamanlís, líder del partido Nueva Democracia, que dirigió los destinos del país entre 2004 y 2009. Otros se remontan al principio de los años ochenta, es decir, a la época en la que Grecia entró en la Comunidad Económica Europea (CEE). Estos últimos se refieren, con toda razón, a las dos crisis financieras que ya entonces hicieron zozobrar al país. La primera en 1985, cuando el déficit aumentó hasta el 9,5 por ciento del PIB; y, la segunda, a principios de la década de los noventa. Por lo tanto, la crisis que actualmente azota Grecia sería la tercera y la más grave.
Son, sin duda, explicaciones convincentes. Sin embargo, yo creo que el origen de la crisis actual se encuentra en los Juegos Olímpicos de 2004. El presupuesto de estos Juegos ascendía a 2400 millones de euros, aunque oficialmente le costaron al país 11 500 millones. Estos miles de millones adicionales fueron financiados a través de créditos. Casi un quinto del capital que necesita hoy el país tiene su origen en las Olimpiadas. Un buen ejemplo es un préstamo que últimamente está en boca de todos en la Unión Europea. En el año 2002 el banco Goldman Sachs le otorgó a Grecia un crédito de mil millones de euros. Ni la economía ni el armamento militar se beneficiaron de un crédito que fue a parar, como otros tantos, a los Juegos Olímpicos. Los griegos, eso sí, tuvieron una ceremonia de inauguración espectacular y celebraron con gozo el éxito de Grecia, sobre todo porque, antes de los Juegos, el país había sido ignorado e incluso despreciado por muchos. Sin embargo, al final de la celebración, nadie se acordó de pedir la cuenta ni de preguntar a quién le tocaba pagarla.
Ya sea con o sin la Unión Europea, los griegos intentamos siempre curar los síntomas, pero no nos preocupamos por las causas. El problema de Grecia es, en primer lugar, político. Las crisis financieras se repiten una y otra vez, pues son la consecuencia de la política errónea que se ha venido practicando durante décadas. Hasta el año 1981 Grecia era un país pobre, que, no obstante, lograba vivir honestamente con su pobreza. Entonces comenzaron a llegar las subvenciones de la CEE. Por primera vez en la historia contemporánea las arcas del Gobierno estaban llenas. Andreas Papandreu, primer ministro del primer Gobierno del Pasok, intentó ganarse con dinero la simpatía de los votantes. Así que permitió que las subvenciones se repartiesen entre un grupo de privilegiados y se utilizasen para objetivos muy diferentes a los establecidos por la CEE o, más tarde, por la Unión Europea. Esta fue una decisión política y constituyó el punto de partida de una economía demagógica, cuyo único objetivo era la reelección, y que, con el tiempo, sería adoptada por todos los gobiernos griegos. Cada uno de ellos acogió a su propia gente en la Administración estatal, que se convirtió en un enorme monstruo, incapaz de funcionar. Todo el mundo pudo hacerse una idea de su completa ineficiencia durante los incendios de 2007.
La corrupción, objeto de críticas por parte de la Unión Europea y de Alemania estos días, tiene también sus orígenes en esa época. No obstante, es necesario tener en cuenta que la corrupción es un delito y, como todo delito, tiene sus culpables y sus víctimas. Y, en este caso, las víctimas no son ni la Unión Europea ni Alemania, sino únicamente los propios griegos. No resulta legítima, por lo tanto, la idea generalizada de que todos los griegos son unos corruptos. Y, en este sentido, es necesario añadir que el mayor escándalo de corrupción de los últimos treinta años, el caso Siemens, no está en modo alguno vinculado con Grecia.
Un año después de la concesión del crédito para las Olimpiadas, la sucursal del Deutsche Bank en Londres otorgó, en cooperación con el banco alemán Commerzbank, un nuevo crédito de mil millones a Grecia para la compra de armamento. Y así llegamos a la segunda parte de las decisiones políticas, a saber, las partidas de equipamiento militar. Desde hace años Grecia invierte en armamento cantidades que un país tan pequeño difícilmente puede permitirse a largo plazo. Tales gastos se justifican con argumentos tan sólidos como el «conflicto turco». De estas partidas no se benefician ni los griegos ni tampoco un aparato estatal gravemente enfermo. Quien sí se beneficia es Alemania, con los cazas Eurofighter y los tanques Leopard; Francia, con sus aviones Mirage; o Rusia, con su sistema de misiles Tor-M1.
Hace sólo un par de meses, en plena crisis financiera, se solicitó a Alemania un jugoso pedido en el que figuraban tanques Leopard y dos submarinos y que se sumaba a otro pedido realizado con anterioridad. En su última visita a Grecia, el ministro de Exteriores alemán intentó animar a la sociedad griega, expresando su certeza de que las estrictas medidas de contención del gasto introducidas por el Gobierno pronto darían su fruto. Sin embargo, al mismo tiempo, promocionaba entre bastidores un contrato para el Eurofighter. Los expertos del Banco Central, del Eurostat y del Fondo Monetario Internacional, sobre todo el señor Olli Rehn, llegaron con unas enormes tijeras a Grecia para recortar todo lo recortable. Con una única excepción: no tocaron el equipamiento militar para que, en la medida de lo posible, algunos países europeos no se enfadaran.
El actual pacto de estabilidad y crecimiento griego consiste básicamente en recortar sobre todo los sueldos en el sector público. Las partidas para armamento se mantienen intactas para no afectar en lo más mínimo el crecimiento de ciertos socios europeos. Y los griegos, que aceptan en silencio estas decisiones, les echan la culpa de todo esto a los turcos.
Recientemente, algunos periodistas y cargos intermedios de determinados partidos alemanes aconsejaban a Grecia que vendiese la Acrópolis o alguna de sus islas. Lo cierto es que nos habrían ayudado mucho más si nos hubieran aconsejado manejar con mayor eficiencia los fondos que dedicamos al equipamiento militar.
Cuán ingenuo resulta pensar que la indignación de los griegos ante tales sugerencias tiene su origen en el trauma ocasionado por la ocupación alemana de Grecia. Una teoría muy similar al argumento de los israelíes de que todo aquel que cuestiona la política de Israel es un antisemita. Los griegos no se merecen esto. Nunca he llegado a comprender por qué esta sociedad puede sentir más aprecio y recibir con más cordialidad a los que fueron sus invasores que a aquellos que los liberaron, es decir, a los británicos y a los americanos. En ningún otro lugar en Grecia fue la ocupación alemana tan brutal como en Creta. En esta isla, cerca de Chania, existe hoy un pequeño pueblo alemán. Los alemanes viven allí todo el año y tienen una relación muy estrecha y cordial con los cretenses. Una relación que ahora se ha adulterado: en parte, por la arrogancia que muestra la prensa alemana, pero también por las afirmaciones, del todo improcedentes, de algunos políticos griegos. En todo caso, ni los griegos ni los alemanes han ganado nada con ello.
También resulta injusto que se culpe a los griegos de haber hecho trampas para cumplir con los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht. Otros países también las han hecho. Nadie parece querer recordar que la entrada de todos los países en la unión monetaria fue una decisión política y no financiera, como también lo fue la introducción del euro, que vino precedida por una preparación financiera un tanto superficial. Hoy en día la eurozona sufre las consecuencias de todo esto. A Irlanda nadie la culpa de corrupción, nepotismo o evasión de impuestos, aunque su posición no es mucho mejor que la nuestra. Schiller no explica todo esto, pero quizá podamos recurrir al Brecht de Santa Juana de los mataderos: «Quiero mi dinero y mi conciencia limpia».
Así es como está la eurozona. También Brecht dice en La ópera de cuatro cuartos: «¿Qué delito es el robo de un banco comparado con el hecho de fundar uno?». Los alemanes, cuyos bancos rebosan con decenas de miles de millones de euros provenientes de la recaudación de impuestos, me entenderán a la perfección.
3 de abril de 2010