Cuando nos toca estar al otro lado.
Desde hace unos cuantos años paso muchas horas en el hospital, y las que me quedan. Le debo tantas horas al hospital que creo que voy a necesitar un hijo para que las termine de pagar. Pero siempre las paso al otro lado, del lado bueno, el lado del que trabaja.
Le llamo «el lado bueno» porque, se mire como se mire, estar del lado del paciente pocas veces tiene algo de bueno. Una ingresa de vacío y sale con unas piedras en un frasquito, tres pulseras en la muñeca, que parece que vienes de una ruta de festivales veraniegos, o hasta incluso con un niño… Lo que yo decía, que no trae nada bueno ingresar. Para eso me voy a un hotel, que me voy de alta con los jaboncitos del baño, el cartel de «No molesten» y unos caramelos de recuerdo.
Como ya habréis imaginado a estas alturas, sí, me tuvieron ingresada, y oye, qué mal se está en la habitación de un hospital.
El tema comida, está muy cuidado. El café del desayuno viene pensado para que no te quemes al beberlo: ¡siempre viene frío! Y con el bollo, más de lo mismo, como no saben qué sabor le gusta a cada uno, pues no le ponen ninguno. Porque otra cosa no harás mientras estás allí, pero comer… ¡eso que no falte! El desayuno, lo de media mañana, la comida, la merienda (¡cuántos años hacía que no merendaba!, esto como cuando iba al colegio), la cena, lo de después de cenar por si te has quedado con hambre, los bombones de la tía Mary (caja roja, cómo no), los toffees de la vecina que se ha enterado, no sabes cómo, de que estás ingresada… ¡¡Voy a reventar!!, que yo tenía la operación bikini casi a punto (de empezar).
Pero aún no había llegado lo peor, no, eso llegó con el momento «necesito sacar de mi cuerpo todo esto que me estáis metiendo». ¡Ja! La cuña, vaya con el instrumento de tortura ese, que mira que no habré puesto yo cuñas, pero… ¿habéis probado a mear en una? Y encima me entero de que en México a la cuña la llaman «cómodo»… y luego soy yo la del humor negro. Ahí te ves tú, en tres puntos, apoyada en la nuca y en los pies, culete al aire, meten la cuña y… ¡flop! ¡¡Aquello hace vacío!! No me vuelvo a quejar por ir a mear al baño de una discoteca con la puerta que no cierra, el bolso colgado del cuello, un pie en la puerta, el abrigo en un brazo y el cleenex entre los dientes. La cuña es peor, lo juro. Encima mientras meo y se escucha el chorrito en toda la habitación, me giro y tengo a la abuela de la cama de al lado que me mira y me sonríe. ¿Llevas dos días en coma y justo te tienes que despertar ahora?
Y por si te quedan pocas ganas de vivir así, llegan las visitas: las mías, las de la abuelita de al lado, la señora que viene porque allí estaba ingresada una vecina suya hace dos semanas y por si seguía, pero ahora está muy cansada y se queda un rato, el de mantenimiento que viene a mirar la luz, la del kiosko de enfrente que le habían encargado una revista los familiares de la abuela pero no se acuerda de qué revista era… ¡¡¡Dejadme en paaaaaz!!! Lo he decidido: para mi próxima vida me pido ser gitana para que me pongan en una habitación individual.
Pero qué sería de los ingresos hospitalarios sin estos ratos de humor, porque, como dice Albert Espinosa, cuando estás en un hospital lo que te mata no es la enfermedad, lo que realmente te mata es el aburrimiento.