La enfermera que no lleva algo de Tous no es de fiar.
Las enfermeras somos especiales, hay que reconocerlo. Y digo especiales por no decir raras. Sí chicos, vosotros enfermeros también.
Tenemos una de las profesiones más bellas del mundo, la cual nos permite ser espectadoras privilegiadas de la vida humana. Pero todo el día entre gente enferma, descifrando escrituras de médicos que pautan tratamientos escribiendo captchas aleatoriamente, trabajando a turnos y en fin de semana, cambiándonos de ropa más veces al día que una vedette y hablando de úlceras necróticas mientras desayunamos, tenía que pasar factura.
Llevamos tantos años en este mundo paranormal que ya no nos afecta solo en el trabajo, empieza cuando subes al metro para ir a trabajar. Cada uno a su aire, unos leen, otros duermen, otros roban… ¿Qué hace una enfermera? Pues fijarse en los brazos de la gente para ver el calibre de las venas: «Uhmm… vaya vena, ahí entraba yo con un 18G sin problema. Y mira aquel otro, qué pálido, le pinchas un hemograma y queda a deber. Y esa otra, a esa no hay quien le encuentre nada… ¡y encima seguro que son de las que bailan!».
Claro, que a mí también me entretiene mucho ir a las farmacias para ver qué compra la gente y me voy imaginando de qué pueden estar enfermos. Si me aburro en casa o hace mala tarde, bajo a la farmacia, me siento junto al aparato ese que mira la tensión por un euro y hecho un rato: «Esa, esa viene a por un test de embarazo que tiene cara de agobio pero van a ser gases. Y a ese otro le han recetado Adolonta, que total no cura pero atonta».
Y es que una ya no desconecta ni en vacaciones, porque vas de viaje a París o Salou y como veas cerca un hospital, ¡estás perdida! Ya no puedes dejar de pensar en cómo será y cómo se trabajará ahí. Y claro, al final terminas entrando a dar un paseo por dentro mientras piensas que estás loca. Luego bajas a la playa y coges buen sitio. En primera línea. Bien apretada entre los jubilados, los niños que construyen iglesias de arena (iglesias, sí, por si luego les quieren cobrar el IBI) y las señoras que ponen los brazos en jarra en la orilla.
Bajar a la playa es como ir a la farmacia, pero gratis. La gente va paseando por la orilla y tú ahí, sin perder detalle, mirando cicatrices: «¡Ala!, mira ese, vaya corte, una apendicitis operada por un médico residente. Y aquel, vaya queloide más feo por una vesícula. Y esta otra, con media cabeza rapada como Rihanna, pobrecilla, la habrán operado de un tumor cerebral… ¡ah no!, que ahora es moda».
Pero si hay una cosa que no logro comprender, es por qué para mis amigas yo siempre tengo que tener la respuesta a cualquier pregunta sanitaria. Como soy enfermera, tengo que saber de niños, de la vesícula, si te mueres si mezclas antibióticos con alcohol, si el aire en el suero mata o lo que te mata es el suero al aire, el período de incubación de la mononucleosis, las vacunas que tiene que poner la amiga de su hermana para ir a Etiopía y que a su novio le duele el estómago y quiere que le diga algo para tomar, si la vacuna de la gripe es de fiar y a ver cuándo tengo un día libre para poner los pendientes a la hija de una vecina y un piercing en el ombligo a la madre, que a su vez está dando pecho y quiere saber si puede tomar ibuprofeno y qué precio tiene la caja de veinte. ¡¡Soy enfermera, no Google!!
Con la familia siempre es diferente. Toda la confianza que depositan mis amigas en mí, es inversamente proporcional a la que tiene mi familia. Cualquier cajera de supermercado, kioskera o frutera sabe más de enfermería que una servidora:
—Satu hija, ¡qué mal estoy de la ciática! El médico me ha recetado estas inyecciones.
—No te preocupes mamá, te las pongo yo.
—¿Pero tú sabes?
—¡¡Mamá!!