Alfonso Briviescas apareció asesinado de un tiro en la frente en los jardines llamados del Valent Petit (Valiente Pequeño, vaya nombre), junto a las Torres Cerdá y cerca de la imponente Ciudad de la Justicia. Acababa de salir de una comparecencia ante el juez y muchos de sus colegas lo habían visto en compañía de un tipo sospechoso, de rasgos aindiados y tatuajes bien visibles. Estaba llevando el caso de un salvadoreño llamado Washington Usmail Grande, alias Zambo, al que atribuían seis asesinatos horripilantes, y no había conseguido ponerlo en libertad. El amigo de Washington Grande, llamado Aníbal Luis Arroyo, alias Chueco, que estaba en busca y captura, había esperado al abogado en la calle y, cuando este salió solo, mantuvieron una acalorada discusión a la vista de los guardias de seguridad y de otros letrados y sus clientes que andaban por allí.
Aproximadamente a la hora en que el forense calculó que Briviescas había recibido el tiro, un par de testigos aseguraban haber visto a un sujeto de conjunto vaquero y señas de identidad propias de las maras salvadoreñas corriendo por las calles cercanas a los jardines, como quien huye. Uno declaró haber visto, además, que el tipo llevaba una pistola en la mano.
Los Mossos tardaron muy poco en detener a Aníbal Luis Arroyo en un piso de Horta, confortable y con buenas vistas, que tenía alquilado desde hacía poco. Hubo un gran despliegue del Grup Especial d’Intervenció, con uso de ariete para irrumpir de madrugada en el apartamento con grandes gritos de «quieto, tírese al suelo, policía, al suelo, al suelo» y demás, porque se sabía que era muy peligroso. En la grabación de vídeo que realizó uno de los agentes de la Científica, podía verse como habían sorprendido al individuo en calzoncillos y resultaba fascinante el abigarrado entramado de tatuajes que cubría su cuerpo desde el cuello hasta los tobillos. En el registro subsiguiente, hallaron en su poder dos catanas japonesas, unos cuantos cuchillos y dos sierras eléctricas de cocina, y una hermosa pistola Browning de 9 milímetros Parabellum con incrustaciones doradas. En sus laboratorios, la Policía Científica encontró restos de sangre tanto en las catanas y en los cuchillos como en las sierras eléctricas, y más tarde se comprobó que pertenecían a las seis víctimas de las matanzas. Además, el casquillo que habían encontrado en los jardines, junto al cadáver del abogado Briviescas, había sido disparado sin ninguna duda posible con aquella pistola Browning, conmemorativa del desembarco de Normandía, en la que no había más huellas dactilares que las de Aníbal Arroyo.
El marero declaró que no había matado a Briviescas, que lo había matado otro hombre desconocido que pasaba por allí, y que había tirado la pistola y él la había recogido sin pensar. Luego, abandonado por los expertos letrados del bufete de Briviescas y asistido por uno de oficio, terminó confesando que Briviescas los había contratado, a Washington Grande y a él, para que cometieran aquella serie de asesinatos, que los había engañado, que los había inducido con dineros y promesas, y ellos, por alguna razón que no supo explicar, no se habían podido negar. Esto dio lugar a que Washington Grande también terminara confesando sus crímenes y aportando detalles que el otro no había recordado.
Pero Alfonso Briviescas no debió de mencionar jamás las tríadas a los mareros, porque ni la policía ni el juez que conducía el caso consiguieron establecer una conexión entre el espeluznante caso de la cabeza de doña Esperanza y ningún miembro de la comunidad china de Barcelona.
Cañas cerró el periódico y suspiró. Se quedó pensativo. Pilar estaba agarrada a su brazo, pegada a él, los dos en un banco del parque de la Ciutadella, frente a un estanque donde chapoteaban unos cuantos patos. Ella sonrió, miró el perfil del hombre y le preguntó, como siempre:
—¿En qué piensas?
Respondió Cañas, nostálgico, o feliz, o algo así:
—En la jubilación.
Faltaban tantos años para eso.