LA CARTA
Cuando abrí los ojos, estaba en otra parte. Era una extraña habitación oscura y asfixiante, sin ventanas, y estaba echado en un camastro.
Me habían cosido las heridas, dejando en su lugar cicatrices que impedirían que nadie jugara nunca más con mis tetillas, me habían inyectado un poderoso calmante y, en cuanto pude tenerme en pie, me indicaron dónde estaba la puerta de salida.
Comprobé que me encontraba en el interior de un TEU de unos doce metros de largo. En un rincón, entreví bultos envueltos en plástico que no me extrañaría nada que fueran los cuerpos del Pardales y del Cabeza de Dragón, el Abanico de Papel Blanco y el Maestro del Incienso de la abortada tríada de Barcelona, a punto para hacer su último viaje hasta algún cementerio de China donde serían respetuosamente enterrados.
Al salir a la luz, uno de aquellos hombres inmutables, indiferentes a mi derrota, me entregó aquella mochila Quechua que un día compré en Decathlon. Dentro, encontré un modesto fajo de billetes de cincuenta euros, mil euros de premio de consolación.
Y una hermosa carta que siempre llevaré conmigo, aunque siempre sea una palabra sin significado.
Querido Liang:
He decidido respetar tu vida.
Ahora tienes dos opciones: tomar este dinero que te doy y desaparecer
para siempre de mi mundo,
o venir a verme con toda humildad.
Si decides irte con el dinero, abandona Barcelona con tu madre y procura no volver a cruzarte nunca jamás conmigo, porque te mataré.
Si, por el contrario, vienes a pedirme perdón, piensa que si alguna vez actúas contra mis intereses te mataré,
si alguna vez vuelves a hablar con ese policía amigo tuyo, te mataré,
si alguna vez faltas al respeto de la memoria de mi padre, te mataré,
si alguna vez dejas de amarme, te mataré.
Si decides venir a verme, no olvides nunca que tu vida estará en constante peligro.