EL DISCURSO DEL VETERANO
Jueves, 24 de mayo. Cuatro días después del robo
Sube en ascensor hasta el juzgado de Crespo, se presenta ante la secretaria, que ya lo conoce, y que anuncia su llegada. Cuando entra en el despacho aséptico, inmaculado y gris, donde la bandera y el retrato del Rey parecen anacronismos, le sorprende la presencia del inspector Romero, de los Mossos, que lo mira ceñudo desde el fondo de un sillón. Es este un agente cuadrado y duro con rostro de niño enfurruñado, que de un momento a otro, si no se cuida, se volverá redondo, blando y con papada. El juez Crespo, joven, moreno de rayos UVA y dentadura luminosa, de ojos mansos que ya creen haber vivido demasiadas vidas para su edad.
—Os conocéis ya, ¿verdad? —Pues claro que se conocen—. Siéntate, Cañas.
No le llama veterano. Si le llama Cañas es porque lo han convocado para regañarle. Una nueva humillación al veterano, otra bofetada.
No se sienta. Aguantará en pie lo que haga falta.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —Romero saca pecho, acusador—: Tú llamaste aquí para decir que habían sido los chinos.
—Ah. Queréis hablar de la cabeza de la señora Esperanza.
—Sí, de la cabeza de la señora Esperanza —le ataca también el juez, severo—. Llamaste, muy seguro, y me dijiste que habían sido los chinos.
—¿Y? —replica desafiante el veterano inspector jefe—. ¿Y qué más da lo que yo diga?
—¿Cómo que qué más da? Eres un veterano y sabes que me fío de lo que dices. Si Diego Cañas me dice que son los chinos tengo que creérmelo, debo tenerlo en consideración. Pero las razones que trae Romero son concluyentes. ¿Por qué lo dijiste, Cañas? ¿En qué te basabas? ¿O es que me lo dijiste porque sí, porque te aburrías?
Romero no le aparta de encima su mirada asesina. Lo odia.
Cañas abre la boca para decir que primero avisó a los Mossos y que, al ver que ellos no le hacían caso, decidió ponerse en contacto con el juez. Pero no lo dice. Cierra la boca de nuevo y, con movimientos lentos y fatigados, ocupa el sillón frente a Romero. Se pone a su altura. De pronto, se le ve arrugado y encorvado, envejecido, vencido.
—Sí, ya lo sé —reconoce con humildad—. Lo siento. Eso no se hace. Mi hija escapó de casa. La secuestraron y la violaron entre tres. La tengo en el hospital.
Noticia bomba. El juez y el mosso le miran espantados.
—Joder —dice Crespo.
Romero se suma al pésame.
—Joder, Cañas. No tenía ni idea. —Claro que no tenía idea, ¿por qué había de tenerla?
Está a punto de crearse un silencio fúnebre. Como si la reunión careciera ya de sentido.
—Hostia, Cañas.
—¿Y cómo está la niña?
—En el hospital. Bien. Algún hueso roto. Deprimida, claro.
—Hostia, Cañas.
Cañas los contempla, inexpresivo. Ha ganado la primera baza a costa del sufrimiento de su hija. No se arrepiente de ello. Todo vale. Ahora, yo soy el mano. Decido cuál es el triunfo y arrastro.
—Pero fueron los chinos —sentencia.
Los otros se quedan cortados. Romero hace un gesto de exasperación. El juez se acoda en la mesa, intrigado y un poco irritado.
—Explícate.
—Mira, señoría… —Cañas se ha relajado visiblemente. Saca la cajetilla de tabaco y de ella extrae un cigarrillo, y se anima por fin a sentarse en el segundo sillón, frente al escritorio—. Los Mossos han hecho bien, muy bien, su trabajo. Sin hacer caso de los rumores, localizaron en seguida a los asesinos y los detuvieron en un tiempo récord. Bien. Esos mareros mataron a seis personas, seguro, no hay duda. Como me demostró Cendrós por teléfono, encajan perfectamente con el perfil. Recién llegados, quieren ponerse al mando de la mara de aquí y para ello deciden acojonarla y demostrar cómo hay que hacer las cosas. No saben cómo es esto y entran a saco igual que lo habrían hecho en su país.
Pausa.
—Pero eso no lo explica todo. No explica que tuvieran tanto dinero, ni ese Audi A6, ni que se movieran tan rápido por la ciudad en las dos noches de los asesinatos, como si conocieran perfectamente el terreno. Tampoco resuelve satisfactoriamente que mataran precisamente a la madre del Pardales, precisamente al padre de Liang y precisamente a toda la familia del Tracas, un amigo de Liang y el Pardales. Yo no me quedo tranquilo porque sé que Liang, el Pardales y el Tracas asaltaron, el domingo 20 de mayo, la banca secreta que las tríadas chinas tienen en la ciudad. Supongo que se llevaron millones de euros. No puedo saberlo seguro, no puedo aportar pruebas de la comisión de ese asalto, pero sé que ocurrió. Y, si ocurrió, imagino, no lo sé pero lo imagino, que las tríadas decidieron dar un escarmiento a esos tres tipos. Eso explicaría los castigos abominables contra la madre de uno de ellos, contra el padre del otro y contra toda la familia del tercero. Lo siento pero me parece mejor esta explicación que la del ajuste de cuentas entre individuos que se acaban de conocer, basándonos en el principio de que esta clase de gente ya se sabe que hace esta clase de cosas porque todos alternan en el mismo ambiente y consumen las mismas drogas o visitan a los mismos camellos.
Segunda pausa. Cañas mira en derredor buscando un cenicero y, como no hay, opta por abrir la cajetilla con la mano izquierda y utilizar la concavidad de la tapa. Expulsa más humo. Los otros lo observan con paciencia. El inspector jefe se ve muy cansado.
—Para llevar a cabo esta venganza, queda claro que las tríadas decidieron no ensuciarse las manos. Las tríadas nunca se ensucian las manos agrediendo a los occidentales. Recurrieron a esos dos asesinos vocacionales. Los mareros ávidos de sangre y publicidad. Y, luego, que corra el rumor. «Los chinos no se tocan». «Robaron a los chinos y mira». Los rumores siempre llegan donde deben llegar. Ha habido publicidad más que suficiente. Los periódicos y los murmullos. La chorizada de Barcelona ya está advertida, que era lo que se quería conseguir.
»Pero ¿cómo llegaron hasta los mareros? Esa era la pregunta clave. Entre el atraco y la primera ejecución apenas transcurrieron veinticuatro horas. Sé de buena tinta que necesitaron doce horas para averiguar los nombres y direcciones de los ladrones. Solo les quedaban doce horas para localizar a esos sicarios, contratarlos y guiarlos por Barcelona hasta sus víctimas. ¿Cómo pudieron hacerlo? —Un suspiro que expulsa un chorro de humo—. He estado pensando y solo se me ocurre un nexo de unión. Hay un abogado que atiende los problemas de los extranjeros, que suele chapotear en asuntos turbios y que últimamente está representando a los chinos, concretamente a Soong Xiao Chew, de quien sospechamos que dirige la tríada que se está asentando en Barcelona. El otro día estuve hablando con él en Jefatura. Protestaba por la vigilancia a que habíamos sometido al señor Soong. Era la voz de Soong, el representante de Soong en la Tierra. No me extrañaría que ese abogado representase también los intereses de algunas bandas latinas, por ejemplo las maras. Estoy hablando de Alfonso Briviescas.
Romero y el juez se miran con brusco movimiento de cabeza y brillo de alerta en las pupilas. Cañas continúa como si no lo hubiera notado:
—Él pudo poner en contacto a unos con otros. Él tiene detectives y personal externo que pueden haber servido de infraestructura a toda esta maquinación. Los chinos le pidieron ayuda. Él tenía conocimiento de la llegada de esos mareros salvadoreños y, a cambio de una buena cantidad de pasta, organizó el tinglado.
El juez Crespo traga saliva, se aclara la garganta e interviene:
—Alfonso Briviescas es el abogado que ha estado aquí, en este despacho, esta misma mañana, representando al marero que Romero ha traído.
Cañas manifiesta con un gesto una discreta sorpresa y satisfacción. Bueno, lo que él decía.
—¿En serio? —Se toma unos instantes para reflexionar mientras apaga el cigarrillo en la tapa de la cajetilla. Romero va a decir algo, pero Cañas le interrumpe levantando el dedo índice—. ¿Él en persona? ¿El gran Alfonso Briviescas en persona dando la cara por un pelanas de la Mara Salvatrucha? Qué raro que no haya enviado a uno de sus empleados, ¿no?
—Es un tema de gran alarma social —razona el juez—. Y parece que esos sudamericanos tienen mucho dinero.
—¿Mucho dinero? ¿Tenían ya mucho dinero cuando llegaron o lo han ganado ejecutando el trabajito? Estos mareros recién llegados cometen sus matanzas para joder a la mara de aquí y, cuando son detenidos, ¿quieren que los defienda el abogado de la mara de aquí? ¿Podrán fiarse de él? ¿O bien es el abogado quien ha ido a buscarlos, les ha ofrecido el trabajo, les ha dado dinero y coche de lujo, y les ha asegurado que él era muy importante y que, en caso de que se torcieran las cosas, les conseguiría la más absoluta impunidad? Si estuvieran en El Salvador, un abogado de la categoría de Briviescas podría prometerles eso y mucho más: no es difícil que se lo creyeran, sobre todo si los deslumbró con dinero y con un Audi A6. No, perdonad, yo creo que Briviescas no ha venido aquí para lucirse ni para hacerse un nombre y una fama. Esto no es la vista oral, que sale en televisión y todo. Si ha venido aquí y precisamente hoy, solo me lo explico suponiendo que le interesaba quedar muy bien con su cliente, y que quería demostrarle personalmente que lo habría defendido con uñas y dientes… —Titubeo. ¿Habría defendido? Defendería. Defendería con uñas y dientes, porque se supone que el abogado está vivo. No te equivoques—. Y no le sucederá nada, por falta de pruebas o cualquier otro subterfugio legal. Y sobre todo si viniendo en persona era capaz de controlar qué era lo que el otro estaba dispuesto a cantar. Cuando uno está tan implicado, si es que está tan implicado, no delega. Tiene que llevarlo todo personalmente.
Después de unos instantes de silencio reverencial, el juez Crespo se dirige al inspector Romero:
—Quiero hablar hoy mismo con ese Briviescas.
Cañas pone el epílogo:
—No creo que podáis demostrar nunca que las tríadas están detrás de todo este asunto, porque las tríadas nunca están en ninguna parte, pero se puede hacer la prueba.
Está hablando todavía cuando el teléfono móvil sobrepone el zumbido a su voz. Se disculpa, «perdón», y saca el aparato del bolsillo para leer en su pantalla el nombre de Pilar.
Se pone en pie.
—¿Me disculpáis? ¿Necesitáis algo más de mí? ¿Señoría?
—No, no, veterano —le dice Crespo—. Ya puedes irte. Atiende a tu familia y descansa.
Cañas sale del despacho.
—¿Pilar? —responde.
—No —dice otra voz—. Soy yo. Lorena. Que te quería pedir perdón. ¿Puedes venir al hospital, papá, porfa?
A Cañas se le corta el aliento mientras aprieta el paso para correr al encuentro de su hija violada y torturada por tres cabrones. Le quiere pedir perdón y eso significa que le perdona cualquier error que él pueda haber cometido. Necesitaba que se lo dijera con un abrazo. Un abrazo muy fuerte. Si Lorena le pedía perdón, no, si Lorena le perdonaba, todo estaba bien, no había problema, todo volvería a estar en su sitio.
Quizás haya sido necesario un sacrificio humano para conseguirlo. Quién sabe.