PEZONES
Jueves, 24 de mayo. Cuatro días después del robo
Si el monje Chan hubiera montado en la trasera del camión Iveco de Cheng, uno de aquellos que en el puerto les llaman lonas, se le habría aparecido allí el fantasma del miedo y le habría recordado que Pei Lan conocía la existencia de la caja marcada con el encendedor que contenía la mochila cargada de millones de euros. Y el monje Chan habría dicho: «Me da igual». Porque ya no podría volver atrás, porque nunca se puede volver atrás, de nada sirve el «debería haber obrado de otro modo» porque no existe, como tampoco existe el «después», ni cargado de peligro ni lleno de alegrías. No está ahí.
Y, si el monje Chan hubiera hecho el recorrido desde Santa Coloma hasta la Zona Franca del puerto de Barcelona, por la ronda del Litoral en dirección Llobregat, bordeando ese muelle inmenso que comienza en Colón y termina en El Prat, probablemente se le habría aparecido en el trayecto el fantasma de la muerte, para recordarle que estaba desafiando a una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo, que era un minúsculo enano enfrentado a mil gigantes, armado únicamente con su arrogancia y su inconsciencia. Pero el monje Chan habría respondido: «Me da igual» y tal vez habría añadido lo que dijo el sabio griego: «Mientras yo esté vivo, la muerte no existe, y cuando llegue la muerte yo ya no estaré ahí».
Y si el monje Chan hubiera recorrido, oculto en el camión de Cheng, esas calles de la Zona de Actividad Logística que tienen nombres de mares, mar Rojo, Ártico, Suez, Índico, calles flanqueadas por almacenes de marcas de fama mundial, hasta el gran portón decorado en rojo y verde, con el conocido logotipo de Frank & Ming, es muy posible que hubiera sido poseído, como yo, por el fantasma de aquella muchacha, ¿cómo se llamaba?, que es la presencia incorpórea del amor y que entraría en él, suave como el aire, por todos los orificios del cuerpo, las orejas que oyeron su risa, los ojos que contemplaron su belleza, la boca que la besó, anunciando que, contra todo proyecto, iba a quedarse instalada en él por siempre jamás, porque me había advertido que tenía que irme, desaparecer de su entorno, y no le había hecho caso. Y entonces yo, como el monje Chan, le habría replicado que me daba igual, porque siempre jamás no significa nada y porque, al fin y al cabo, ser poseído por ella no se podía considerar una maldición.
El camión se detuvo junto a la cabina de control. Cheng habló con el guardia de seguridad en wu, le contestaron, se rieron, nada muy largo. Atisbé por un resquicio y pude ver que nos movíamos lentamente por calles formadas por grandes contenedores apilados, TEU los llamaban ellos, de distintos colores y con distintos logotipos. Maerks, Cosco, Msc, pero sobre todo P&M, Parker & Ming.
Dejamos de correr.
—Podéis salir —dijo Cheng—. Aquí no hay nadie.
Me asomé. Estábamos en una zona donde solo había cajas de madera como las que yo había palpado en la oscuridad la noche del domingo. Salté fuera del camión, y el Pardales tras de mí. Como había dicho el Simio, no se veía a nadie alrededor. Estábamos muy cerca de nuestro objetivo.
—Cuando encuentre la mochila —le dije, embriagado por el entusiasmo—, cien mil euros para ti, amigo.
Él sonrió levemente y me dedicó una especie de reverencia de agradecimiento.
Empecé a buscar las dos marcas de encendedor en las cajas de madera.
El Pardales dijo:
—Chino.
Para hacerme notar que no estábamos solos.
Catanas con el filo por delante, espadas afiladas como hojas de afeitar que apuntaban directamente a nuestro pecho. Tres conté, cinco, tres más que aparecían por detrás de las cajas de la derecha.
El Pardales pronunció, con rabia, «hijos de puta» y eso fue todo. Antes había dicho «Chino» y, luego, «hijos de puta», y se me ocurrió que, durante el trayecto, desde Santa Coloma, no había dicho nada, no nos habíamos dicho nada, inmersos en una penumbra y un silencio vacíos como un panteón, y aprendí demasiado tarde que siempre hay que hablar, siempre hay que comunicarse, porque es lo único que da sentido a esta vida, los amigos, los amores, los discursos, los relatos. Porque de pronto, al final, tres catanas van al encuentro del Pardales y entonces resulta que sus últimas palabras solo habían sido «Chino» e «hijos de puta», antes de verse atravesado por el acero.
Y yo, ¿qué iba a hacer?, me lancé sobre las catanas convencido de que no había más futuro que ese, tanto si me atravesaban como si no. Para mí, sin embargo, las hojas de acero se doblaron como hojas de papel, se apartaron de mi paso, desviaron su trayectoria, desinflaron su erección plateada para respetarme la vida. Si tus adversarios no quieren matarte, eso te hace inmortal, de manera que ataqué con la convicción de que saldría indemne del combate.
Aparté las espadas de un manotazo, envié adelante los dos puños a la vez, erh kao ch’ien ch’uan ta, y una patada circular, guan ti, contra la barrera de enemigos que venían por mí. La sociedad negra nunca busca: encuentra, y ahora acababa de encontrarme. Decía mi padre, cuando yo era pequeño: «No me busques, que me encontrarás», y era una amenaza terrible, presagio de las grandes palizas. Ahora, mis enemigos acababan de encontrarme y atacaban todos a la vez. Al contrario que en los combates de película, estos no esperaban turno para ser golpeados por riguroso orden sino que pegaban todos al mismo tiempo, con sincronización diabólica, cinco puños a mi rostro, cuatro patadas a mi cuerpo, todo a la vez. Algo así hace perder cualquiera de los equilibrios. Perdí el equilibrio moral, porque mi condición de verdugo cedió paso a la condición de víctima y solo víctima, solo receptor absorbente de golpes de todo tipo; perdí el equilibrio mental porque empecé a golpear donde no había nadie y a huir hacia donde me esperaban los pies y puños de mis adversarios, y perdí al fin mi equilibrio físico porque ya no sabía dónde estaba la derecha, ni la izquierda, ni el arriba ni el abajo, y me encontré de bruces contra el suelo de cemento, y en seguida boca arriba, mirando al techo, y cinco, seis, siete rostros orientales fijos en mí, indiferentes, desapasionados, haciendo su trabajo como el funcionario que cumple con su deber sin necesidad de poner en ello los cinco sentidos.
De momento, no vi a Pei Lan. Tenía que estar allí, porque solo ella sabía dónde estaba el botín del robo y que a lo mejor querríamos llegar hasta él. Tenía que estar allí, porque me aconsejó que me fuera y sabía perfectamente que si no le hacía caso y no me iba, terminaría yendo a parar allí. Tenía que estar allí, en alma si no en cuerpo, pero no tuve noticia de su presencia hasta que, mientras me mantenían inmovilizado boca arriba, me levantaron el niqui Tommy Hilfiger hasta el cuello poniendo al descubierto mi pecho velludo y vi las tenazas. Allí estaba Pei Lan. Dejando claro que iba a sustituir a su difunto padre y que iba a gobernar con mano dura, sin pestañear a la hora de hacer justicia. Era su difunto padre, era su dinero y era su sentencia. No iba a matarme, pero tampoco podía soltarme sin castigo.
En seguida supe lo que iban a hacer y pensé en el chi, en las quemaduras de mi mano, en el aire que entraba por mi boca y mi nariz, la respiración, relajar el cuerpo para relajar la mente, porque si el chi no es constante el yi no tiene paz, pero no sirvió de nada. Las tenazas me buscaron los pezones. Nuestros pezones. Primero uno, el izquierdo. El mordisco me arrancó el corazón y chillé como un cerdo porque ya no tenía sentido callar. La segunda dentellada extrajo de mi interior toda la energía vital, el chi, mi fuerza, mis ganas de vivir. Era Pei Lan quien me hablaba mediante aquella tortura. Pei Lan estaba allí y se expresaba a través de mis gritos. Era una forma de comunicación. Si vives, tienes que comunicarte.