DESTINO
Jueves, 24 de mayo. Cuatro días después del robo
En su arrebato, a Cañas le ha parecido que era una gran idea ir a la Ciudad de la Justicia con la pistola secreta en el bolsillo y acercarse a los violadores de su hija para aprovechar la primera oportunidad que se le presentase y descerrajarles cuatro tiros.
Mientras conduce el coche, a la velocidad que le impone su indignación sin límites, se le atropellan los pensamientos, chocan entre sí y se descomponen en ideas absurdas, «los mataré, voy a volarles la cabeza, el juez los dejará en libertad por falta de pruebas y yo los estaré esperando en la puerta de los juzgados y los reconoceré en cuanto los vea y les pegaré un tiro en la frente, uno a cada uno». Incluso en su estado enfermizo y encabritado, la imagen resulta demasiado grotesca para ser tomada en serio, de manera que, por reacción, se reconvierte en la intención de bajar a los calabozos para mirar a aquellos tipos a la cara «y les haré saber entonces lo que les espera cuando salgan de la cárcel, les mostraré la pistola para que vean bien sus adornos dorados y les diré “cuando salgáis, una bala de esta pistola os desparramará los sesos por el suelo”», pero ¿podrá llegar con su pistola secreta hasta las celdas del sótano de los juzgados? Ni siquiera los Mossos que custodian a los presos pueden tener armas de fuego en esa área, para no facilitar ningún medio de fuga al alcance de los reclusos. Pero entonces, ¿qué? ¿Para qué está conduciendo el coche hacia la plaza Cerdá donde se levanta la Ciudad de la Justicia?
En medio de tanta confusión mental, brilla con otro color lo referente a las tríadas y los asesinatos rituales. Apenas pasaron doce horas entre que el comisario jefe Mora Mogán pudo difundir los nombres y direcciones de los autores del robo de la banca china y que se cometió el primer asesinato, el de doña Esperanza. ¿Cómo pudieron hacer eso dos salvadoreños recién llegados de su país? Y, luego, pasado un día, los otros cinco asesinatos, el primero en Santa Coloma, y el otro, apenas una hora después, en el Poble Sec, prácticamente al otro lado de la ciudad. ¿Cómo pudieron? Cañas es incapaz de encontrar respuestas a las preguntas que asaltan su cabeza porque, apenas formuladas, otras ideas ocupan su lugar por sorpresa, «cuando trasladen a esos hijos de puta desde los calabozos al despacho del juez, entonces, tal vez entonces, pueda salirles al paso en el pasillo y…».
Aparca el coche en un foso que hay frente a la entrada de las Torres Cerdá, esos tres edificios de cristal negro que se alinean al otro lado de la calle, frente al complejo de la Ciudad de la Justicia. Allí empiezan a disiparse los vapores de la borrachera y, en su lugar, queda una tristeza enervante que pesa en los miembros y vacía a Cañas de toda energía. Se queda en el interior del coche, rodeado de ejecutivos que van y vienen y se detienen para intercambiar impresiones, y se le ocurre que debería telefonear a Pilar y preguntarle cómo está su hija. Aunque tal vez ellas no quieran hablar con él. Lorena le insultó y le inculpó y Pilar se sumó a su causa al abstenerse de defenderlo, ni siquiera protestó un poco, probablemente desilusionada de él, desengañada porque no le había visto derramar ni una lágrima durante la ausencia de la muchacha. Seguro que piensa que no hizo todo lo que un policía puede hacer para encontrarla antes de que la violaran. Lo que un padre de verdad, responsable y valiente, habría hecho.
Suena el móvil. Durante los dos segundos que pasan antes de que mire la pantalla, se hace la ilusión de que pueda ser Pilar o, mejor aún, Lorena. Pero lee «Crespo». El juez Crespo.
—¿Cañas?
—¿Señoría?
—¿Puedes venir al juzgado? —Serio como solo un juez puede serlo—. Necesito hablar contigo. —«Necesito».
—¿Ahora?
—Ahora mismo. Te espero en mi despacho.
—De acuerdo.
Corta la comunicación. Se mira las manos protegidas por los guantes blancos. Se los quita. «¿Dónde vas con eso?».
Se apea del coche y, mientras se guarda los guantes en el bolsillo, sube las escaleras que lo llevan al nivel de la calle, que cruza en dirección a los colosales bloques que componen la Ciudad de la Justicia. Edificios de dieciséis pisos con infinidad de ventanas como troneras donde no hay que ser muy paranoico para imaginar a francotiradores amenazando a la población. Pasa por delante del acceso a un aparcamiento subterráneo para funcionarios y en seguida se ve caminando entre grupos dispersos de abogados y clientes que forman una pequeña multitud ante la puerta de acceso custodiada por guardias de seguridad privados. En medio de aquella gente, distingue de reojo la descomunal humanidad pulquérrima de Briviescas.
No quiere mirarle. Entra con determinación en el vestíbulo del edificio de juzgados. Entonces, cuando ve a pocos pasos la barrera de arcos detectores de metales que filtran las visitas, recuerda que lleva dos pistolas encima, la secreta y la reglamentaria, y se detiene en seco, abrumado por su propia estupidez. ¿Cómo ha podido pensar seriamente que iba a superar esos controles con dos cacharras cargadas encima?
Da media vuelta para encararse a las cristaleras que le separan de la calle y se frota los ojos para tratar de volver a la realidad. Cuando los abre, vuelve a ver al abogado Briviescas. Y al tipo con quien está hablando. Violento contraste. Un individuo fornido, de aspecto brutal, con gorra de béisbol, conjunto vaquero y botas militares o Doc Martens. Parece que está protestando ante Briviescas y reclama algo que el otro no quiere darle. Le amenaza con el dedo índice y le levanta la voz. El abogado está pasando un apuro, temeroso de que alguien se fije en su extraño acompañante. Es imposible no fijarse en él. Está envuelto en un aura de maldad y odio. Es una de esas personas que un policía veterano como Cañas localiza a primer golpe de vista en una multitud y en seguida clasifica, juzga y condena. Alguien que ha cometido una fechoría o está a punto de cometerla. Esto no sería nada extraño porque el trabajo de Briviescas consiste precisamente en relacionarse y defender a esta clase de gente, pero lo que llama la atención de Cañas es que este tiene rasgos de nativo sudamericano. Y la última vez que estuvo con Briviescas, el abogado hablaba en representación de un chino llamado Soong. Sudamericanos y chinos. Chinos y sudamericanos. Briviescas es la conexión. El letrado insiste en darle un papel. El otro le dice que no, que nada de papel, él solo quiere protestar, dejar claras las cosas, exige algo más que un papelito. Briviescas no deja de mirar a un lado y a otro, apurado. Este tío es un marero. No cabe duda. Uno de los dos mareros. Uno de los asesinos de doña Esperanza Carrión, de don Venancio Fernández y de la familia Requena. ¿Qué está haciendo aquí? Se encuentra en busca y captura. A Cañas solo se le ocurre que ha venido para encontrarse con su amigo, dando por supuesto que este saldría en libertad. No ha sido así, y ahora protesta. Lo que hace pensar que este asesino tiene una irracional sensación de inmunidad. Bajo la protección del omnipotente abogado Alfonso Briviescas no puede pasarle nada, nadie puede hacerle nada. Esto empieza a explicarlo todo.
El enorme abogado, al fin, se atreve a poner su limpia mano sobre el hombro del tipo y lo invita a que le acompañe lejos de este lugar donde tanta gente lo conoce. Se alejan caminando los dos. Ahora, mientras recupera poco a poco sus facultades mentales, Cañas entiende todo con claridad. Vuelve la indignación. La Browning pesándole en el bolsillo, «hijo de puta, hijo de las mil putas».
Briviescas es la conexión.
Cañas sale de nuevo al exterior y se pone a caminar detrás de la pareja. Avanzan hacia las Torres Cerdá del otro lado de la calle, una de las cuales está coronada con el distintivo de Nissan. Pasan por delante del acceso al aparcamiento subterráneo, y en seguida va él tras ellos, sin perderlos de vista.
Cruzan la calle y, avanzando entre dos de los grandes edificios de cristal negro, llegan a un parque muy tranquilo con setos frondosos y despeinados, parterres con matorrales, palmeras y árboles que muy probablemente sean acacias.
Briviescas y el marero se permiten pisar el césped y se detienen entre unas gruesas palmeras agrupadas que los ocultan de cualquier mirón. No hay nadie más a la vista. Solo un hombre con chándal que pasea un perro por el otro extremo del parque, a más de cien metros. A la derecha, se alza la vía por donde circulan coches a toda velocidad, a la altura de un piso o dos.
Cañas pasa entre las torres de cristal negro, y sube unas escaleras de madera y continúa caminando hacia el abogado y su cliente. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y empuña la pistola.
También él se permite pisar el césped. Descubren su presencia, Briviescas lo reconoce. Avanza a su encuentro dejando atrás al marero, como si quisiera ocultarlo con su corpachón.
—¡Cañas! —Esboza su insultante sonrisa de suficiencia, la del sabio anciano que asiste a un patético espectáculo de payasos—. ¿Qué coño estás haciendo aquí?
El inspector jefe levanta la mano derecha y encañona al marero, que experimenta una sacudida casi tan visible como la del abogado. En este momento, Cañas se sorprende al ver que está utilizando la Browning MK II Capitán Normandy, y eso le parece una especie de funesta premonición. La pistola secreta. Y él con los guantes en el bolsillo.
—He venido a detener a este hombre. ¡Queda detenido!
Briviescas ha palidecido y, sin querer, tambaleándose como un muñeco de cuerda, avanza de manera temeraria hacia el arma. Su cabecita de abogado funcionando a mil por hora, calculando los perjuicios que podrían derivar de esta situación inesperada. Es consciente de que Cañas puede establecer la relación entre él, las maras y los chinos.
—¡Cañas! —grita, con la voz deformada por los nervios—. ¡No te metas! ¡Esto es cosa de los Mossos!…
El marero los mira, a uno y a otro, alternativamente, indeciso porque no sabe cómo se resuelven estas cosas en este país.
—Ahí dentro hay una comisaría de los Mossos —dice Cañas, ignorando a Briviescas y dando un paso hacia el detenido.
—¡Cañas, me cago en la mar!…
La montaña humana se le viene encima y lo abraza con la perfecta torpeza de quien no sabe lo que está haciendo. Mientras que con la mano izquierda le arruga la solapa, el brazo derecho rodea el cuello de Cañas como si quisiera ahogarlo.
—¡Corre, Aníbal!
El marero da media vuelta y echa a correr. Se va. ¿Y ahora?
—Cañas, déjalo —gimotea Briviescas, porque no sabe lo que dice—, te han apartado del caso, tengo dinero para ti, mucho dinero…
Le presiona el cuello como si quisiera matarle.
En un segundo, Cañas toma conciencia de que era a este punto adonde lo ha ido empujando el destino desde que recibió la primera de las cinco bofetadas. La pistola que tiene en la derecha es el arma secreta que le regaló su cuñado, la Browning MK II Capitán Normandy, y parece que tiene vida propia porque se mueve sola, porque sin pensar, sin que su voluntad tenga nada que ver en ello, la levanta y se la coloca junto a la cabeza, apuntando atrás, como si quisiera escuchar atentamente la detonación, y aprieta el gatillo. Aunque la explosión lo ensordece, percibe el chasquido metálico del percutor y del retroceso de la corredera, y el ruido de la bala al perforar huesos, y el ligero gemido con que Briviescas interrumpe su respiración para siempre.
El abogado lo suelta y cae.
El marero, al oír el disparo, detiene en seco su carrera levantando las manos hacia la nuca, como si creyera que con ellas podría frenar la bala que lo buscaba.
Cañas se ha quedado paralizado, rígido, sin aliento, tembloroso. No quería llegar a este extremo y ahora, de repente, no sabe qué hacer. Los guantes. Piensa en los guantes, en sus huellas en la pistola secreta. El marero se vuelve hacia él, sorprendido, incapaz de reaccionar. Acaso Briviescas le haya advertido de que esta clase de cosas no suceden nunca en Barcelona.
Cañas lo mira a los ojos, saca de la funda de atrás la Star 28 PK reglamentaria y dirige ambas armas contra el adversario.
—¡Atrás! —ladra con la furia de quien está dispuesto y deseoso de seguir matando—. ¡Largo o te mato, cabrón! ¡Fuera de aquí!
El brillo de los ojos del marero es como un chillido enloquecido. No puede dar la sensación de estar huyendo como un conejo porque los mareros son muy valientes, muy machos, pero las pistolas que acaban de matar meten mucho miedo. Entiende que está a punto de morir y sus gestos dan a entender que ya se ha rendido.
—¡Largo de aquí! —vuelve a gritar Cañas, al tiempo que mueve las pistolas como si se le impacientaran entre los dedos. El otro se encoge y se distancia más y más, saliendo del césped y del cobijo de la sombra de las palmeras.
Cañas limpia con el faldón de la chaqueta la pistola Browning que conmemora el desembarco de Normandía, y la proyecta tan lejos como puede. El arma traza un amplio arco en el cielo azul antes de caer en un parterre entre los densos matorrales. La mirada del hombre tatuado sigue la trayectoria como los ojos del perro siguen con avidez la pelota que le echan para jugar. La pistola tiene el mismo efecto. Cuando el enemigo está armado con una pistola, el marero tratará de hacerse con una pistola. Continúa alejándose de Cañas, seguramente con la intención de ir a por ella, mientras el policía también abandona el lugar del crimen. El hombre del chándal que pasea el perro está ya en el otro extremo del parque, saliendo a la acera, sin haberse apercibido de nada. No parece haber nadie más a la vista. Nadie en ninguna esquina, ni en ninguna ventana, ni en la calle por donde transitan los vehículos. Cañas oculta su arma reglamentaria en el bolsillo, da media vuelta, baja los escalones de madera y cruza entre las torres de cristal negro, con el cartel de Nissan en lo alto, con la amenaza de un ataque por la espalda por parte del descerebrado. No sabe qué será capaz de hacer el marero. Tal vez haya recogido el arma conmemorativa y venga corriendo ahora, dispuesto a liarse a tiros entre los elegantes ejecutivos que para entonces le rodean, ajenos a cualquier tipo de violencia que no sea de guante blanco. En todo caso, no lo hace.
Cruza la calzada, llega hasta los grupos de abogados y clientes que parlotean en esa especie de solárium de pavimento negro, salpicado de arbolillos raquíticos que ya crecerán, se abre paso entre ellos, entra en el gran edificio de mármol blanco, colosal y luminoso como las dependencias de un aeropuerto.
Se identifica como policía, muestra carnet y placa y pistola y entra caminando tan tranquilo, ni muy de prisa ni muy despacio, mientras se produce en su interior la descarga de adrenalina y toma conciencia al mismo tiempo de lo que acaba de hacer y del temblor de sus piernas. Va a tener que pararse un momento o acabará dando tumbos sin control.
Una señora, probablemente abogada, se detiene a su lado, inquieta.
—¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?
—No, sí, sí, me encuentro bien. No pasa nada. Me he pasado la noche en blanco, no he desayunado todavía y… Pero en seguida lo arreglo.
La señora huye de sus ojos rojos, de su mentón sin afeitar, de su palidez, de su cansancio infinito, de la ropa arrugada que lleva desde la mañana anterior. Debe de pensar que es un delincuente que va a comparecer ante el juez, acusado de quién sabe qué. O quizás haya pensado que es un policía, que a veces se confunden.