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CHENG

Jueves, 24 de mayo. Cuatro días después del robo

Por fin, a las siete de la mañana, localicé a Cheng Kinkong. Llamé y contestó de inmediato, con voz de sueño.

—Qué.

—¿Cheng? Soy Liang. —Con voz avasalladora, impropia del humilde Liang que él había conocido, le solté—: ¿Dónde estás? —Titubeó. Le presioné—: No me vengas con hostias, Cheng, ha pasado algo muy gordo, ¿te has enterado?

—¿Qué ha pasado? —No se había enterado.

—Algo muy gordo. Tengo que verte inmediatamente. ¿Dónde estás? —Como no respondía, solté la artillería pesada—: La sociedad te necesita, Cheng, joder. Necesitamos cuarenta y nueves.

«Necesitamos» dejaba establecido que yo hablaba en nombre de una sociedad importante, y que contaba con él como soldado. Eso debía explicar mi nuevo tono de voz, entre otras cosas. Que hubiera soportado cinco quemaduras de cigarrillo sin rechistar, por ejemplo.

—¿Me has oído, Cheng? ¿Dónde estás?

—En Santa Goloma —confesó al fin con docilidad, en su castellano peculiar—. En el taller de Lei Ya.

—¿Dónde tienes tu camión?

—En un jaraje de aquí serca.

—Bueno. Pues ahí voy. De momento, no hables con nadie y espéranos.

Corté la comunicación. Agarré al Pardales de la manga.

—Ya lo tenemos.

—¿Dónde?

Yo conocía el taller de Lei Ya, un reducto de unos trescientos metros cuadrados, con cincuenta máquinas de coser y tres de planchado, situado debajo de un locutorio legal. No se lo había mencionado nunca a Cañas, pero lo conocía. Nunca me habría chivado de un lugar donde trabajaban unas sesenta personas que habían pagado veinte mil euros para viajar a Europa desde su tierra, y lo hacían duramente sin salir nunca de aquel encierro, comiendo y durmiendo en su mismo puesto de trabajo, en el sucio jergón que tenían a sus pies, con la esperanza de pagar su deuda al Cabeza de Serpiente y librarse al fin y poder prosperar en libertad. Ellos no veían aquella situación como esclavitud sino como una oportunidad para mejorar sus vidas. Si de repente irrumpía la policía en aquel subterráneo y detenía a sus explotadores, ¿qué iba a ser de ellos? ¿Los repatriarían y habrían de dar por perdido todo el dinero invertido en la aventura? ¿O los dejarían en paz pero sin el único recurso de que disponían para ganarse la vida? De todas formas, había quedado demostrado, en otras ocasiones en que se habían desmantelado empresas clandestinas como aquellas, que ninguno de los explotados había declarado contra los explotadores. Yo sabía que eran víctimas de una organización que los atemorizaba y se aprovechaba de ellos, pero si veía la solución de sus problemas, esta no pasaba por la intervención de la policía. Solo un corazón muy bondadoso, con el respaldo de una poderosa tríada podría hacer algo por aquellos desgraciados. Pero no hay cabida para corazones bondadosos en una tríada.

Fuimos a buscar el Kia Picanto de color pistacho de Wang al aparcamiento subterráneo de Arco de Triunfo. Nos acercamos a él con mil precauciones, por si acaso lo habían localizado y nos estaban esperando, pero no encontramos ningún obstáculo y nos trasladamos con él al barrio de Santa Coloma.

—¿Ves como nos podemos fiar de Pei Lan? —hice constar al Pardales.

Dejamos el vehículo en un solar protegido por una tapia que se utilizaba a la vez como aparcamiento y como vertedero, y donde todavía quedaban charcos y fango de la lluvia de días anteriores. Mientras yo telefoneaba a Cheng, vi como el Pardales se acercaba a un montón de material de derribo y se hacía con un listón de aluminio de un metro de largo y de cantos afilados.

—Cheng. Ya estamos aquí —anuncié—. Ven.

Le indiqué al Pardales que me esperase allí y caminé los cincuenta metros que me separaban del locutorio de Lei Ya. Dentro, había unas cuantas cabinas telefónicas desde las cuales un pakistaní, una filipina y una familia de peruanos hablaban con los parientes que habían dejado en su país. Las cuatro mesas con ordenadores también estaban ocupadas por hombres, mujeres y niños de diversas nacionalidades que chateaban con ilusión y nostalgia. Imaginé a Cheng, abajo, envuelto en el tableteo ensordecedor de las agujas dando puntadas, avanzando entre máquinas de coser de aquel sótano mal ventilado, y subiendo las escaleras. Se abrió la puerta del fondo y apareció el Kinkong, encorvado y torpe, balanceando sus brazos extremadamente largos.

Al verme, recuperó su sonrisa de perdonavidas y se acercó. El radio de acción de su sonrisa, no obstante, no llegaba hasta la mirada insegura y desconfiada.

—¿Qué quieres, Liang? —dijo, sin el respeto debido a un peligroso miembro de una sociedad negra—. ¿Qué me estabas diciendo?

Lo agarré del brazo con la garra de hierro que solía utilizar para partir ladrillos.

—Ven conmigo.

—Oye, oye —dijo.

—Ven conmigo —repetí sin detenerme.

—Pero ¿qué pasa?

—Nos han atacado. Han matado al Cabeza de Dragón, al Abanico de Papel Blanco y al Maestro del Incienso.

Llegamos al solar y, al doblar la tapia, pudo ver al Pardales junto al coche de color pistacho con aquella varilla de aluminio en las manos. Entonces, comprendió que la cosa era mucho más grave de lo que se temía, que se encontraba en un problema y que yo probablemente no hablaba en nombre de las tríadas porque el Pardales no podía ser un soldado de los nuestros. Se enfrentó a mí, tan rebelde como fue capaz de ser, y abrió la boca para decir algo.

Le solté dos bofetadas casi simultáneas, derecha e izquierda, plaf, plaf, ni siquiera las vio venir, un doble latigazo que lo arrancó de este mundo por unos segundos. Parpadeó, boqueó y bizqueó, y eso borró la presencia del Pardales.

—Estoy hablando muy en serio, Kinkong —le dije en aquel tono incontestable que para él era desconocido—. Han matado al Cabeza de Dragón, al Abanico de Papel Blanco y al Maestro del Incienso. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

—No —soltó, con lágrimas en los ojos, pobre idiota. No sabía nada. Nunca había sabido nada.

—El domingo pasado, de madrugada, ¿te llamó el señor Soong? ¿Tuvisteis que ir a recoger unas cajas del almacén de la calle Trafalgar?

—Sí —exhaló sin aliento, con el reojo fijo en la vara de aluminio del Pardales—. Fazarrancho de combate. Nos movieron a todos. Teníamos de vaciar el magacén en menos de media hora.

El ejército que entraba mientras yo me escondía entre las cajas. No iban a buscarme a mí, sino a hacer desaparecer el cargamento comprometedor ante la inminente llegada de la policía.

—¿Os dijeron por qué?

—Yo imaginé. Policía de siempre. —Muy desarmado y humilde, ya que estaba en posesión de la palabra, trató de preguntar—: Oye, ¿me dices qué…?

—Cállate. ¿Dónde llevasteis las cajas?

—Al ZAL de la Zona Franca. Zona de Actividad Loguística. El señor Soong tiene allí un magacén donde trasladan los TEU que llegan por barco, desde la terminal…

—¿Los qué?

—Los TEU. Los containers que vienen en barco. Los llaman TEU. Primero descargan en terminales y, después de pasar el control duanero, los llevan a los magacenes del ZAL para llevar cosas en camiones y hacer la distribución, por Barcelona, o Cataluña, o resto del mundo…

Se enrollaba demasiado, estaba ganando tiempo, el cabrón, ¿me estaba tomando el pelo? Le mostré los dientes, como el lobo antes de arremeter, y le envié dos golpes letales, uno al corazón y otro a la nariz, kiá, kiá. Vi el horror en su rostro, la muerte en el fondo de sus ojos. Seguro que se le erizaron los cabellos y estuvo a punto de mearse encima, aunque los golpes se quedaron a milímetros de su objetivo, un simple amago que le cortó el aliento.

—Te podría haber matado —informé—. ¿Te das cuenta? ¿Eres consciente de que ahora mismo podrías estar muerto? —Asintió, moviendo la cabeza como un muñeco de cuerda—. Podría haberte matado. No lo olvides. —Me regodeaba con la idea. Hacía que me sintiera poderoso. Y él no paraba de mover la cabeza, sí, no, sí, no—. No quieras jugar conmigo. Ahora, vas a llevarme allí, Cheng. Al ZAL, o como lo llames, adonde dejasteis el cargamento. Tenemos que recuperar algo de una de las cajas, y tú vas a ayudarnos.

Ya quedaba claro que ni el Pardales ni yo éramos representantes de ninguna tríada, pero en aquel momento resultábamos tan peligrosos o más, aunque solo fuera por la proximidad de la varilla de aluminio y de mis golpes suspendidos en el aire.

—No puedo —se atrevió a decir.

—Déjate de hostias, Mono. Siempre has presumido de poder entrar y salir del puerto a tu aire. Te conocen. Puedes colarnos, y llevarnos al rincón del almacén donde no pueda vernos nadie.

El Pardales le apoyó la punta de la varilla en la nuca. Pude ver que Kinkong se estremecía. No se atrevía a mover las manos, ni siquiera los dedos. Apenas los labios.

Yo continuaba:

—Busco una de las cajas de madera en concreto. Dentro hay algo mío. Cojo lo que es mío, dejo todo lo demás y salimos de nuevo. A cambio, tú te llevas cien mil euros, ¿te parece bien?

—¿Cien mil euros?

—¿Te parece bien?

—Sí.

—¿Es imposible lo que te pido? —No reaccionaba, aturdido por la mención de tanto dinero—. Dime: ¿es imposible?

Pestañeó, después de un instante de estupor.

—No, no es imposible.

—Pues lo haremos. Vamos a buscar tu camión.

Fuimos a buscar su camión.