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PRUEBAS SÓLIDAS

Jueves, 24 de mayo. Cuatro días después del robo

En España, se supone que es el juez instructor quien dirige las investigaciones de un crimen. Aunque normalmente los jueces se inhiben porque ellos no saben de técnicas indagatorias y confían en la profesionalidad de la policía, de vez en cuando hay alguno que se atreve a tomar las riendas del caso.

Crespo, juez joven, dinámico y con imaginación, ha decidido intervenir en esta ocasión. Pertenece a esa categoría de jueces de Cataluña que no se fían de las aptitudes de los Mossos, a los que consideran un cuerpo demasiado joven, sin experiencia y que, además, tuvo la desgracia de desplegarse por el territorio bajo las órdenes de políticos convencidos de que los policías no son de fiar y hay que cortarles las alas antes de que abusen de su autoridad o se corrompan. Para él, pues, los Mossos son un cuerpo de policía que ha crecido sin alas, con las manos atadas a la espalda y bajo el signo de la sospecha, siempre observados por cámaras en todos los rincones de todas sus sedes, y así no puede actuar con eficiencia de ninguna de las maneras. Habría desconfiado de su trabajo incluso aunque Cañas no lo hubiera llamado para decirle, desde su experiencia, que detrás de aquel caso espeluznante estaban los chinos, pero ciertamente esa revelación ha bastado para poner en cuestión cualquier cosa que los Mossos le digan.

Exige que le presenten toda la documentación disponible del caso a primera hora de la mañana, para poder estudiarla antes de que le traigan al detenido. Romero, que casi no ha dormido en toda la noche, le contesta con monosílabos malhumorados.

—No me gusta hacer las cosas así —dice.

El juez Crespo piensa que a él tampoco le gusta y que todo es demasiado precipitado, y quizás intuye que es el momento de dar marcha atrás y conceder a los investigadores un respiro de un par de días. Pero no se lo permite. Lo dicho ya está dicho y nada es irreversible puesto que, de momento, no se disponen a dar ningún paso definitivo.

Bien mirado, todo se basa exclusivamente en la declaración de doña Martina Román, la vecina de los Requena. Ella oyó los gritos de las mujeres al ser asesinadas, llamó al 112 y, aún con el móvil pegado a la oreja, espió por la mirilla. Vio salir a dos hombres de la casa del crimen. Dijo que uno de ellos llevaba un tatuaje en el cuello «como de María Auxiliadora», la M y la A con que ella se había familiarizado cuando estudiaba en las Salesianas, «pero también podrían ser una M y una S» de Mara Salvatrucha.

Una cámara de seguridad de una entidad bancada de la calle Joan Güell, próxima al pasaje de Ramallets donde había sido asesinada la señora Esperanza, captó a dos tipos con aspecto de indios sudamericanos que podían corresponder a la descripción que había hecho la señora Román. Según su declaración, cuando le mostraron la grabación, ella dijo que sí, que estaba segura de que eran los mismos que había visto salir del piso de los narcotraficantes Requena la noche del martes 22 de mayo.

Además de eso, están las botas abandonadas en el ascensor de la calle Salva, del mismo número que calza Washington Usmail Grande. Y el testimonio de los agentes 20 957 y 19 637 que acudieron a la llamada del Poble Sec y vieron a los dos hombres de negro montando en el Audi mal aparcado.

Pero no basta.

Al juez Crespo le parece que no basta. Sobre todo porque una sirena de alarma boicotea el trabajo de los Mossos desde algún rincón de su cerebro. ¿Y los chinos? ¿Por qué dijo el veterano Cañas que era cosa de los chinos? Esa simple sospecha lastra el análisis de la investigación policial.

Los patrulleros 20 957 y 19 637 vieron un coche Audi en la calle Salvá del Poble Sec, pero no se fijaron en la matrícula, no podían describir con precisión a los hombres que habían montado en él, ni siquiera estaban seguros de que el Audi fuera un modelo A6 negro. Y las imágenes de la cámara de seguridad de la calle Joan Güell resultaban muy borrosas e imprecisas, y a ninguno de los dos tipos, cubiertos con gorras, se les podía distinguir tatuaje alguno. Comparando a cualquiera de los dos con la foto del pasaporte de Washington Usmail Grande, tanto se les puede identificar como no. Y en la habitación de la pensión La Borbolla de la calle de la Cera, no se encontró ningún indicio acusador, ni ropa manchada de sangre, ni machetes ni catanas, ni papeles comprometedores de ninguna clase, ni móviles u ordenadores con información trascendental. La dueña asegura que ni Washington Usmail Grande ni Aníbal Luis Arroyo iban por allí desde que pagaron su estancia por adelantado.

Entonces, llega la señora Martina Román a los juzgados. Una mujer pequeña y delgada como un jilguero, encogida por el miedo, apabullada por la presencia de un marido de rostro severo y pétreo, que dirige las respuestas de la mujer con la mano sobre su hombro, como los ventrílocuos dan vida a sus muñecos. Organizan una rueda de reconocimiento, con Washington Usmail Grande entre seis individuos parecidos.

—¿Reconoce a alguno de los hombres que vio salir del piso de los señores Requena?

Dice la mujer:

—No. No. Me parece que no.

El juez Crespo nota de reojo el gesto de exasperación del inspector Romero, allí presente. Con un movimiento de la mano, le ordena que se reprima.

—Pero, señora, anoche, en comisaría, dijo que reconocía a uno de estos hombres.

—Pues ahora no lo reconozco, no sé, irá vestido de forma distinta…

—Va vestido de la misma forma.

—Pues no lo reconozco, no sé.

La testigo y su marido están muertos de miedo. Una cosa es ver al monstruo a través de una mirilla, con una sólida puerta de madera de por medio, o en una grabación televisiva, y otra verlo en persona, ahí, al otro lado del cristal, que parece que él también pueda verla a ella. Esa mirada asesina. Crespo percibe que está influida por el marido. Ninguno de los dos había denunciado previamente a los Requena como vendedores de droga, aunque conocían sus actividades delictivas, por miedo a las consecuencias. No es de extrañar que actúen de la misma forma cuando se trata de asesinos que cortan cabezas y manos y dejan tras de sí auténticos lagos de sangre. Sobre todo cuando uno de los asesinos continúa suelto. Superaron la rueda de reconocimiento de la noche anterior en el ABP de Les Corts, pero es fácil de imaginar el insomnio subsiguiente, la larga conversación del matrimonio aterrorizado entre las sábanas. De nada servirá que les prometan protección policial. Aún se asustarán más.

Piden al matrimonio que espere fuera y Romero y el juez se van al despacho de este en silencio. Washington Usmail Grande ya está en la Ciudad de la Justicia, abajo, en los calabozos, esperando a que llegue su abogado.

El juez Crespo mira al inspector Romero con severidad y le dice:

—No son pruebas lo bastante sólidas, Romero.

—No me jodas.

—No lo son, Romero. No lo son.

—Un momento. Por favor, escúchame.