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DE COPAS

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

El taxi nos dejó frente al centro comercial de la avenida Icaria y caminamos hasta unos contenedores donde nos deshicimos de los monos azules y los cascos. Sin ellos teníamos una imagen aceptable. El Pardales iba refunfuñando:

—Me has quitado la Uzi, joder. Y las pistolas que llevaba en la bolsa.

Atravesamos el centro comercial hasta el paseo de Salvador Espriu y por allí, manteniéndonos distanciados de las zonas iluminadas, llegamos hasta los dos rascacielos gemelos que hay junto al mar, uno de los cuales alberga el hotel Arts.

—No tienes que preocuparte por Pei Lan —dije espontáneamente. El Pardales me miró sobresaltado. Casi le oí pensar «¿Que no?»—. No dirá nada de lo que sabe. No dirá nada de ti, ni de mí, ni de Lady Mami.

—Ah, ¿no? —replicó al fin, burlón.

Tragué saliva.

—No —sostuve, muy convencido de ello.

El Pardales no añadió nada más y me dejó pensando en mis propias palabras, de las que dependía nuestro futuro.

Me proporcionó un cierto placer presumir ante el Pardales de tener habitación en un lugar tan imponente. Mi ropa era de estreno, y el traje de Armani, la camisa violeta y la corbata rosa bien anudada otorgaban al Pardales un aire de señorito, quizás un poco hortera pero de posibles, que es lo que cuenta en esos sitios.

Pasé junto al portero uniformado, subí al lobby en el ascensor de espejos dorados y recorrí varios pasillos en busca de otro ascensor con el aplomo de quien pasea por su casa e introduce en ella a un amigo o conocido. Nadie nos paró ni nos preguntó adónde íbamos. Yo le había dicho al Pardales «déjame que suba a tranquilizar a mi madre y, luego, bajamos al bar a tomar una copa y hablamos».

Llegamos hasta la puerta de la habitación, la abrí con mi tarjeta y, como estaba a oscuras, supuse que mi madre estaría dormida. Me disponía a cerrar de nuevo sin hacer ruido para no despertarla, cuando percibí que alguien se movía en la negrura. De pronto, reconocí la voz de mi madre que, espantada, preguntaba: «¿Eres tú, Juan?». Fue casi un grito que me provocó una descarga nerviosa. Era un grito de miedo, y el miedo instauraba de repente entre nosotros la presencia de mi padre, rompía la magia del lujo y de los vestidos bonitos y de las cenas apacibles contemplando el mar por el ventanal. Había sucedido algo muy grave. El cuarto se llenó de movimientos precipitados y, por un momento, tuve la seguridad de que alguien abandonaba la cama para lanzarse sobre mí. Instintivamente, encendí la luz.

Había un hombre asustado y desnudo al pie del lecho. Y mi madre asomaba la cabecita entre las sábanas. Yo ya gritaba: «¿Qué coño pasa aquí?», pero me interrumpí bruscamente porque era evidente lo que estaba pasando allí.

Joder, apagué la luz de golpe y retrocedí murmurando «perdón, perdón». Joder, que mi madre había ligado. Que no me esperaba que se hubiera subido al señor amable a nuestro cuarto. Desde el pasillo, aún me atreví a preguntar: «¿Estás bien?».

—Sí, sí —respondió mi madre con premura, para evitar que yo cometiese algún disparate irreparable—. Estoy bien.

—Perdona, perdona.

—No es nada, no es nada. —Oí que añadía, en un murmullo—: Es mi hijo.

Y el señor amable gimoteando:

—Coño, qué susto.

Luego, mientras bajábamos al bar en el ascensor, nos reíamos con el Pardales.

—Hostia, ¡tu madre!

Me alegré por ella. Pensé que era lo mejor que le podía haber pasado. Felizmente, había perdido a mi padre y, desgraciadamente, estaba a punto de perderme a mí, de manera que tal vez aquella fuera una oportunidad de rehacer su vida junto a aquel hombre amable.

Llegábamos ya al bar, en la primera planta, cuando no pude contenerme más y marqué su número en mi móvil.

—¿Madre? Que no te preocupes. No quiero estropear nada, y no quiero que tú estropees nada. Que me parece muy bien.

—Perdona —decía ella con vocecita arrepentida—. Perdona.

—No, no, perdona, no. No dejes escapar a ese hombre, madre. Seguro que es bueno… —¿Y yo qué sabía?—. Porque, oye, yo voy a estar muy ocupado a partir de ahora, y… Y no sé si voy a poder volver…

—¿No sabes si vas a poder volver? —Su voz sonó como un prolongado lamento agónico.

—Bueno, sí, sí, no te preocupes. Claro que voy a volver, pero más vale que no pierdas de vista a este hombre, ¿de acuerdo? Procura que te trate bien.

—Pero… —Pensé que se disponía a disparar una ráfaga de preguntas para las cuales yo no tenía respuesta, ¿quién iba a pagar la cuenta del hotel si yo no volvía?, ¿qué pasaba si aquel hombre era un estafador?, qué sé yo, no podía pasarme toda la noche hablando por teléfono.

—Mira, madre, solo quería decirte que me parece muy bien lo que haces, y que lo disfrutes, de verdad, que disfrutes de la vida, ya te toca.

Y colgué.

Estábamos en el pequeño bar del gran hotel. Con vistas a la terraza, que daba al mar, con asientos mullidos, como butacas de lujo, y con camareros de uniforme que tendían a la reverencia. Pedimos unos whiskies porque nos sentíamos ricos.

—¿Encuentras a un tío follándote a tu madre y te parece bien?

—Que sea feliz. Mi padre era un hijoputa.

—Hay que ser hijoputa, Chino, hay que ser hijoputa.

Supongo que el Pardales se identificaba con mi padre.

—Si eres hijoputa, solo sabrás hacer putadas, Pardales.

—¿Te matan a tu padre y se follan a tu madre y no crees que en esta vida hay que ser hijoputa? Hostia, Chino, qué raros sois los chinos.

Llegaron los whiskies y nos concentramos en ellos con la seguridad de que aquel sería el mejor néctar que habríamos probado jamás.

Pasados unos minutos, observé que el Pardales temblaba como una hoja, y le brillaba la mirada fija al frente.

—La que he armado, Chino. La que he armado. —Le castañeteaban los dientes—. Hostia, la que he armado.

Le puse la mano en el muslo y presioné para que se callara. Se hizo pasar la crisis bebiéndose todo el whisky de un trago. Después de una pausa, recuperó el habla, más calmado.

—Te estabas tirando a la hija de Soong. Qué cabrón.

Hice señal al camarero para que nos sirviera otra ronda. Y le puntualicé que fuera doble, que servían muy poco. Me volví hacia el Pardales.

—¿Cómo te crees que supe cómo había que dar el palo?

El Pardales dejó transcurrir otro silencio para dar a entender que se había agotado el tema y no se hable más. Esperó que nos dejaran los whiskies delante y, agarrado al vaso como si fuera su última tabla de salvación, susurró:

—¿Encontraremos la pasta, Chino?

Le dije que sí.

—Y era mucha, ¿verdad, Chino?

—Mucha pasta.

—La hostia de millones, Chino.

Volvió a beber.

De repente, a mí me entraron las prisas. Después de la segunda copa, todo eran peligros, urgencia y paranoia.

—Vámonos de aquí.

Como si temiera que alguien pudiera localizarnos en aquel bar y preguntara en recepción y descubriera la presencia de mi madre en una habitación del décimo piso.

—Vámonos.

Además, tenía que telefonear a Pei Lan. Era imprescindible que hablase con Pei Lan.

En lugar de decirte lo que tenías que pagar y cobrarte con naturalidad, en aquel lugar te daban el tíquet metido en una especie de librito que, si no te advertían, no te enterabas, como si se avergonzaran de la cantidad tremenda que te sacaban por unos whiskies y no quisieran que nadie lo viera.

Mientras salíamos del hotel, pedí al Pardales que telefonease a Pei Lan. Él podía hacerse pasar por un compañero de clase o algo así. Nadie reconocería su voz.

—¿Quieres que hable con esa cabrona?

—No es una cabrona.

—La hija de Soong. Acabo de matar a su padre, y tú me has ayudado.

—Yo te marco el número. Solo ella puede ayudarnos.

—¿He matado a su padre y ella es la que tiene que ayudarnos?

—Si no nos ayuda ella, estamos muertos, Pardales, ¿puedes entender eso?

Pulsé la tecla y le di mi móvil. El Pardales aceptó con mueca de indiferencia. «Tú sabrás lo que haces».

Contestó ella.

—¿Sí?

Sin decir nada, el Pardales me entregó el aparato.

—¿Pei Lan? Soy Liang.

Me respondió un silencio abismal y helado.

—¿Pei Lan? —Más silencio—. Pei Lan: lamento lo que ha ocurrido. —¿Qué más podía decir?

Supongo que ella tragó saliva antes de responder con un susurro, probablemente para que no la oyera alguien que estaba cerca.

—No he dicho nada de ti. No diré nada de nada. Pero vete. Desaparece para siempre. De una forma u otra, terminarán por saber que es cosa tuya y de ese amigo tuyo. Vete, ¿me has entendido, Liang? Vete.

Era una voz del pasado, como la de un fantasma, remota e incorpórea, flotando en la nada, ¿la voz de quién?, el recuerdo de una mirada desolada, ¿cómo se llamaba?, la voz del adiós.

—¿Lo ves? —le dije al Pardales—. No ha dicho nada. Todavía tenemos la oportunidad de recuperar el dinero.

—Pero ¿cómo?

—Las cajas de aquí se las llevarían en camiones. Conozco a uno de los conductores de camión de Soong, y él nos dirá dónde las llevaron.

El Pardales sonrió con media boca.

—Con dos cojones —subrayó.

Llamé a Cheng, el Kinkong. Su aparato estaba apagado o fuera de cobertura.

Nos fuimos de copas a los bares del Port Vell, a la orilla del mar. Nunca hasta entonces había entendido las propiedades de la bebida. El alcohol te sitúa fuera del tiempo. Borra el pasado y el futuro, todo lo banaliza, todo lo arregla. En el tercer bar, me di cuenta de que estábamos celebrando algo, aunque no sabía exactamente qué. ¿La venganza del Pardales? Eso sería como celebrar nuestra propia muerte. Yo acababa de perder para siempre a ¿cómo llamaba?, su mirada, sus pezones, alguien que se había evaporado ya. Y no teníamos el dinero, en realidad había muy pocas perspectivas de recobrarlo. ¿Qué demonios podíamos estar celebrando? Quizá la palabra no fuera celebrar sino desahogarnos. O tal vez fueran las copas de la despedida. «Bebamos y comamos, que mañana moriremos», decía un cura asturiano del colegio de Hong Kong.

El Pardales señalaba a unas chicas que se reían alrededor de una mesa de la terraza.

—¿Sabes qué me gustaría hacer ahora? Ir a esas chicas y contarles lo que he hecho. Con la Uzi. Cuatro tíos a tomar por culo.

—Ni en broma.

Yo tiraba de él, me lo llevaba al siguiente bar.

—Es que ha sido la hostia, Chino. Seguro que, si se lo cuento, me hacen una mamada, las cuatro a la vez. ¿Tú has visto la que he montado? La hostia, tío.

—Vamos. No has hecho nada. No ha pasado nada.

Yo iba telefoneando a Cheng, una y otra vez, y su teléfono continuaba apagado o fuera de cobertura, apagado o fuera de cobertura, la madre que lo parió. Decidimos esperar a que saliera el sol. Y, como nos dio pereza volver al hotel Arts, que nos caía gordo, demasiado campanudo para nuestras ropas y nuestro lamentable estado etílico, decidimos dormir en el muelle, en unos recovecos de escaleras alicatadas que unen un aparcamiento subterráneo con la zona de bares y algarabía. No éramos los únicos. Había mucha gente por allí que se tapaba con cartones o sacos de dormir.